En las primeras horas de una noche tormentosa, un morador situado cerca de la punta de Piedras Negras, que se dibuja al norte de la del Buceo como un lomo de saurio hundido en el cieno, habría visto deslizarse a la luz de los relámpagos, sobre las aguas agitadas y sombrías, una sumaca frágil y ligera, con una luz a mitad del palo, luchando con las fuertes rachas del sudeste. Aunque recogida en parte la latina vela de polacra que llevaba a proa, sin gavia, lisa y fina, como un pez sin escamas, saltaba sobre las olas siniestras con una velocidad asombrosa, a manera de langosta de mar sorprendida en la superficie por la borrasca, que pugnase por volver a la quietud de los fondos.

Tenían estos pocas brazas entre Piedras Negras y la ensenada de Santa Rosa, de empinados cantiles y áridos médanos. La ocasión no era oportuna para arribar a aquellas rocas cortadas a pico, en donde se deshacían mugiendo las aguas turbulentas; y la sumaca navegando de bolina rasaba las crestas con maniobra firme hacia el Buceo, cuya punta se prolonga en anchas faldas centenares de metros río adentro, y remata en un arrecife áspero y riscoso cubierto por el flujo. A la claridad diurna, en situación idéntica, y al chocar de las ondas en los flancos, habríase podido comparar con un cetáceo lleno del verdín submarino, de cabeza sembrada de púas, hundida en la marea; y cuyas aletas enormes batieran con furor los bajíos, convirtiendo las enconadas olas en lluvia de espumas.

Ningún resplandor bajaba del cielo. Espesos vapores corrían al levante, rasgados de vez en cuando por rojizos centelleos de sordas explosiones, cuyos ecos se extendían a lo lejos, haciendo temblar la atmósfera, cual si pasasen en vertiginosas trayectorias; gigantescos proyectiles trabados por la misma cadena. Imponentes espirales verdinegros se erguían soberbios y amenazadores sobre la borda, orlados de blancas ampollas rebramantes, y espumeando al rostro de los audaces marineros; crujían el costado y la popa al embate violento y combinado de la ráfaga y de la ola, y la mojada lona se encogía e hinchaba con estrépito, después de sacudirse y azotarse contra las cuerdas y el mástil; y ora se sumergía la proa hasta desafiar con el bauprés en su misma base el oleaje iracundo, en tanto aleteaba el timón en el vacío, ora se levantaba en el movible y monstruoso lomo entre un torbellino de niebla, rechinante el aparejo, como un potro que se encabrita y eleva alto la cabeza de alborotadas crines entre una nube de polvo, tasca el freno, dobla los corvejones y sienta en el suelo la grupa, para reincorporarse con terrible balance haciendo brillar en el aire sus uñas de hierro.

Enmedio de aquellos tumbos formidables, y de aquellos ruidos pavorosos, la débil embarcación parecía próxima a zozobrar: habíase apagado la luz del farol a los redobles del viento, las tinieblas formaban por delante un solo abismo con las aguas; y al enroscarse con indecible furia las impetuosas olas, rompíanse en cascadas sobre la borda saltando hechas pedazos por encima del frágil leño, para convertirse en rocío al batir de las enormes alas de la tormenta.

Algo servía, sin embargo, de guía seguro a la mísera nave.

Distinguíase a un flanco, brillando a intervalos como un bólido encendido que eclipsasen nubes negras, enhiesto en la cúspide de un coloso de cuarenta metros sobre el haz de las aguas, resplandeciente a gran distancia para indicar al marino su derrotero, un faro de foco poderoso que giraba impasible en lo más alto de graníticos peñascos, señalando a todos los rumbos el peligro del escollo y los bajíos del naufragio. La linterna refulgente incendiaba con sus rayos las movibles colinas de la furiosa oleada, y cual ojo rojizo de la tempestad, que pestañease por instantes al sordo golpe de los encontrados elementos, parecía observar cómo se estrellaba con estruendo la masa líquida al pie de la altiva columna, haciendo temblar las deformes rocas que la sustentan.

La embarcación seguía corriendo, casi arriado el velamen por completo, desflocadas las jarcias y aumentado el lastre con gran cantidad de agua.

Una voz exclamó de repente:

-La farola pestañea.

El que había hablado aludía sin duda a uno de los intervalos de obscuridad en la revolución del faro.

-La isla queda a barlovento -dijo otra voz enérgica-. ¡Firme a la caña!

El que primero había hablado volvió a clamar enmedio de los rugidos del huracán:

-¡Cuidado con el islote de la Luz!

-Está negro como una angustia -repuso la voz enérgica-. ¡Arría el resto, Carolo!

Cinco hombres iban en la sumaca, pescadores de la costa sur, sufridos e intrépidos. De vuelta de la isla de Lobos, les había sorprendido la borrasca a pocas millas de la ribera, y obligádoles a navegar de bolina, corriéndose a lo largo de la costa, erizada de peligros. Pero llevaba el timón Gerardo, el más hábil y valiente marinero de los que cruzaban la zona del mediodía, en faena perseverante y ruda, en pos de esa fortuna triste que persigue el pescador, y que a cada instante se desvanece entre las brumas como un hada vaporosa de las algas.

Sus compañeros le querían y respetaban. En esta emergencia peligrosa, se revelaba esa fe en una obediencia sin réplicas, que daba mayor seguridad a la maniobra.

En tanto, era necesario evitar el arrecife riscoso del Buceo a sotavento, y el islote de la Luz a la otra borda, situado a poca distancia, y en ese momento batido de flanco con imponentes choques y circuido hasta muy arriba de su nivel por una especie de humaza, que formaban en el aire las despedazadas moléculas del agua.

El sondeo da en ese canal una profundidad media de cuatro a cinco metros.

A los lívidos resplandores eléctricos, podíase percibir en aquella noche, a manera de ancha estela, una superficie blanquizca y bullidora en el centro correntoso; mientras se dilataban a los lados rodando en espantoso culebreo inmensas sábanas sombrías para escurrirse en roncas cataratas en las concavidades de las peñas o por encima de las mesetas con la violencia del torrente.

El pasaje tenía que ser veloz por la doble fuerza del viento y las aguas; la sumaca pasó por allí como una saeta, evitando el escollo de la punta del Buceo, y deslizose casi descubriendo la quilla, dominada a lo lejos por la claridad del faro, con rumbo a las piedras del Buen Viaje, distante tres millas, cabezas de cachalotes que sobresalen a regular altura en tiempo de bonanza, y que en la hora de esta aventura temible asomaban apenas, entre un hervidero de espumas.

Era, sin embargo, allí, en un fondeadero para cala de tres metros cómodo y resguardado, que abarcaba la extensión comprendida entre las piedras y la restinga de Punta Brava, barrida perpetuamente por las mareas, en donde los intrépidos pescadores pensaban hallar refugio y echar el ancla, al abrigo de ráfagas violentas y de oleajes tumultuosos, cuya intensidad parecía disminuir por momentos.

Ya cerca, en efecto, de los grandes peñascos, la embarcación caminaba con menos ligereza, habíase descorrido al sur una parte de la lóbrega cortina, y sucedíanse con más frecuencia intervalos de calma, en relación a los ímpetus del viento poco antes de formidable vigor.

-¡Pon el anclote a la pendura, y afloja la gumena, Carolo! -ordenó Gerardo con acento firme y vibrante.

El pescador así nombrado, saltó a la banqueta afirmándose a la borda, y destrincó el ancla con extrema diligencia.

-Está listo el anzuelo de dos lengüetas.

-Echa y ¡a pescar la tosca!

El arpón de hierro se deslizó al fondo, pero no consiguió amarrar la sumaca, que seguía arrastrada en dirección a la restinga, con una velocidad todavía considerable.

Íbase a picar el ancla cuando ésta pareció aferrarse por la banda de estribor, paralizando el movimiento acelerado de la nave, que revolviose en fuertes sacudimientos, y embarcó más de una ola amarga.

-¡Mordió! -dijo Carolo alegremente, y devolviendo el líquido al mar con una vasija de madera; en cuya operación sus brazos y los de sus compañeros se movían con una celeridad asombrosa.

-No es así -repuso Gerardo-, La Madrépora empieza a garrar. Leva, y ¡todo a babor!

La sumaca arrastraba en efecto el ancla por un fondo de arena, y luego entre dos aguas, al verilear a lo largo de la restinga, si bien a prudente distancia de los bajíos pedregosos. Con todo, su marcha era, más lenta; cedía el viento, y las ondas no se agolpaban con la misma furia.

Trincado nuevamente el anclote, alargose un rizo y se formó una ampolla en la vela. La celeridad aumentó en proporción, pero sin grandes salteos ni columpios: el pequeño barco mantenía ahora menos empinado el costado de babor, enderezándose por minutos, a medida que aflojaba el vendaval.

Estaba próxima la Punta Brava, con su restinga encubierta de ásperos y escarpados riscos, apéndice de una lengua de tierra que convida a arribar al navegante inexperto, penetrando en las aguas en suaves ondulaciones; arrecifes ocultos, pérfidos y temibles, en acecho, sobre los cuales corre sin ruido el agua mansa.

Pero el timonel de La Madrépora conocía bien los riesgos y las asechanzas siniestras de los bajíos, en sitios por él recorridos para buscar profundidades convenientes a las redes de jorrar; y gobernaba con seguridad y firmeza, guiado por los fulgores de la farola, inmóvil e impasible sobre la caña, a pesar de la fiereza de los embates contra su capote impermeable que concluía en punta al cubrir su cabeza, sobre la cual saltaban en vano con el estridor de fuertes aletazos fragmentos de olas, a modo de raudos engrosados por el légamo por encima del granito inerte e inconmovible.

Debajo de la capucha endurecida, podían descubrirse a la claridad eléctrica, unas facciones varoniles tostadas por el sol y el viento; perfiles vigorosos de juventud, audacia y resolución, dominando el conjunto ese aire especial de triste conformidad con su suerte que caracteriza los actos de ciertos hombres, serenos, mansos y resignados, rudamente sufridos, mientras no se les hiere esas fibras más duras que la desgracia, que reposan sin estremecimiento alguno hasta la hora de prueba.

Tendido, en el hueco formado por el combés de popa, en cuyo extremo más abrigado brillaba una linterna de vidrio convexo, podía verse también un hombre viejo, al parecer enfermo, envuelto en una manta, con la cabeza reclinada en un rollo de cabos. Alguna inquietud se traslucía en su semblante demacrado, de rasgos prominentes, barba canosa, cejas espesas, largas y revueltas, y ojos vivaces muy encajados en las órbitas -esos ojos hundidos en los últimos camaranchones del cerebro-, según la frase de Cervantes.

Este hombre se llamaba Carlo Roveda, pescador de la costa sur, y era dueño de La Madrépora. Sintiéndose mal de salud en la costa de Maldonado, en el segundo viaje que realizara en esos días, pensó en el regreso, y sus compañeros se apresuraron a poner la proa hacia los Pocitos y la Caleta.

La linterna colocada en el fondo del camarote, alumbraba con sus reflejos otros tres marineros que se movían en la cubierta baja, bañándolos de claridad amarillenta hasta la mitad del pecho. Tenían algo de fantásticos aquellos troncos iluminados y aquellas cabezas negras sumergidas en las sombras, que se agitaban sin cesar, cual lúgubres visiones semiteñidas de fósforo, cabalgando entre ruidos pavorosos sobre los lomos de la tempestad.

Sólo uno permanecía quieto y sombrío en el combés, con la mano convulsa en la caña del timón, y el ojo bien abierto, fijo en las tinieblas, procurando como la procelaria audaz descubrir y evitar los peñascos al rozarse rauda y veloz con las olas irritadas. Era Gerardo.

¿Echaría de nuevo el ancla cerca de los veriles, en donde la sonda señalaba a no dudarlo en esos momentos más de siete metros, o llevaría a embicar La Madrépora a la arenosa ensenada de los Pocitos?

Tal vez no fuese necesario lo último, pues la tormenta se disipaba por instantes. La mar, sin embargo, seguía gruesa y rugiente. Con todo, una fuerza misteriosa impelía al joven pescador hacia aquel rumbo; y quizás se había felicitado en lo más íntimo de llevar por vehículo a la borrasca: ¡el mejor tren expreso de un ausente ardoroso y apasionado que aspira pisar cuanto antes la ribera!

La embarcación pasó con felicidad la brava punta -tumba de marinos-, ilesa en el casco, gallarda y esbelta, si bien con alguna relinga flotante, pues el viento había rasgado el paño en varios sitios en su hora de mayor violencia. Las últimas ráfagas cruzaban a intervalos silbando, y en ellas envueltas, como si precisasen de tan enorme hálito de vida, gaviotas color de niebla.

De pronto Gerardo, llamó a Carolo.

-Empuña la caña -dijo-. El viento amaina, y las nubes ruedan lejos, pero el agua hace gemir todavía la sumaca. ¡Afirma bien!

-De buena nos libró Dios, para que yo lo eche todo a perder. Vete confiado.

Gerardo se deslizó al entrepuente, y quedándose afirmado con las manos en el borde, bajó la cabeza para mirar a Carlo Roveda, diciendo:

-Algo se ha movido La Madrépora, patrón Carlo, para no haberle hecho sentir mayor molestia. ¿Cómo va el cuerpo?

-Así, así. Algún cuidado tuve, pero tú llevabas la caña, y esto me daba fe. ¡Valiente timonel...! Se unía la pena de no ayudarte, a los achaques que me duelen. ¡Allá va el posma para la pobre Cantarela!

-Ansiedad tendría, si supiera la mala loba que hemos pescado, repuso Gerardo con emoción.

-No puede pensar que la vuelta sea tan pronto y le daremos sorpresa. ¿En dónde se aferra?

-No sé, patrón Carlo. La mar está fuerte. Echaría el anclote a la entrada de la Caleta, a sotavento si amarrase.

-Aferra.

Gerardo calló.

Luego, dirigiéndose a Carolo, mandó con voz robusta:

-¡Virar para avante!

Despasó bien pronto el viento por la proa, a pequeñas rachas, produciendo en el aparejo ese rumor tan semejante a los bufidos del toro que acomete con furia y se detiene de súbito.

La embarcación hizo la bordeada con éxito. Percibíanse muy próximas las luces de la ciudad, en las calles que concluían en la costa, cuando Gerardo echó el ancla a cierta distancia, con el corazón palpitante por algo extraño a los peligros de esa noche.

El hierro arañó las piedras, y a poco se afirmó, en tanto los marineros ceñían el paño y daban luz al farol rojo de proa.

-¡Bien por Gerardo! -exclamó Carolo.

Mañana hay que cumplir la promesa... ¡Sí: la cantata en las peñas antes del descanso!

-Bien está -dijo Gerardo con acento tembloroso-. Cantaremos.

Media hora después, una lancha tripulada por pescadores animosos y resueltos, los conducía a la orilla. Los aguardaban en ella brazos cariñosos y ardientes simpatías. Las mujeres salían a las puertas para dar la bienvenida, rodeadas de prole tan numerosa como sus redes. No se veía allí a Cantarela. Los ojos de Gerardo miraban todo desierto: nada significaba para él, sin ella, la dulce fraternidad de la ribera.

Carlo Roveda fue llevado a su morada humilde.

¡Estaba sola! Se sentía allí una atmósfera fría, como si en mucho tiempo no se hubiera encendido el hogar. El viejo pescador registró el primer departamento con ojos febriles, lleno de sospecha y de zozobra. Las redajas estaban colgadas en sus sitios, los muebles bien distribuidos, el pavimento limpio, las relingas de grandes corchos y plomadas para redes nuevas, dispuestas con orden y simetría, a lo largo de las paredes. Todo indicaba el celoso esmero de otros tiempos.

Roveda había entrado a su domicilio apoyado en el brazo de Gerardo y de Carolo. Tres o cuatro pescadores que le precedieron, de pie y silenciosos, observaban con las frentes bajas aquel nido sencillo y pulcro, ¡pero abandonado y yerto!

El patrón Carlo dirigiose al de mayor edad, preguntando con profunda extrañeza:

-¿No está aquí Cantarela?

-Marchose hace días.

-¿Y adónde?

A esta nueva pregunta, turbáronse los rostros y cambiáronse miradas en silencio. Los ánimos parecían confundidos y tristes.

-¡Todos callan!

-¿Qué dices tú, Marcelo? -insistió el patrón Carlo, trémulo y sofocado, presintiendo algo muy grave en aquella reserva.

-¡Oh, yo nada digo!... Ella se fue sin decir tampoco nada... Hace tiempo que se iba callada tu hija, y en estos días muy pocos la han visto en la costa...

El viejo pescador movió a uno y otro lado la cabeza, con indecible pena, mirando con desvarío todos los semblantes.

Gerardo experimentó una cosa parecida al desgarre de una extraña.

El que había hablado volviose hacia el compañero más próximo, confuso y pálido, sepultando la tosca mano en su pelo desgreñado, como pidiéndole auxilio.

Éste estrujó lentamente la gorra entre sus dedos, moviendo a su vez la cabeza con la vista en el suelo, y murmurando entre dientes:

-¡Yo he visto a ella... junto a la rampa; mas no sé...! ¡Por ahí anda algún cangrejo de mar!

Carlos Roveda dejó caer la cabeza sobre el hombro, tras una rápida convulsión, y quedó con los labios cárdenos y los ojos enormemente abiertos; flaquearon sus piernas y extendió temblando la diestra arrugada y callosa, que agitó con la congoja del náufrago en el vacío.

¡Se le iba todo su consuelo!

Pareció luego serenarse, y pasose abiertos por el rostro los nudosos dedos, cual si quisiera espantar una quimera, y prorrumpió por fin, señalando un extremo de la pieza:

-Allí rezaba cuando yo me iba... ¡Mira Gerardo si la vela ha ardido!...

Sobre una mesita de pino veíase un cuadro representando una Virgen entre nubes, y debajo una roca con una ancla encima, combatida por las olas. Tenía delante una bujía de sebo, que no había sido encendida.

Gerardo miró el grabado, ornado al través con una ramita de palma; enseguida la bujía, pálido y ceñudo.

-¡Ya no hay rezos! -dijo con amargura.

Los ojos del viejo pescador rebosaron de lágrimas; quiso arrojar una imprecación, pero un nudo se atravesó en su garganta: apenas salió un quejido.