Brenda/V
En la tarde del día siguiente, Zelmar entraba al gabinete de estudio de Henares, a quien no había visto desde aquel día en que ocurriera el lance, tema obligado de todas las conversaciones. Como era natural, la de los dos jóvenes versó sobre el hecho. Zelmar se hallaba de vena, y el comentario fue detenido.
-Debí empezar por pedirte mil disculpas -dijo Raúl, abriendo un paréntesis al diálogo-. Conozco que expuse tu vida, y contrarié acaso...
-Nada de eso. Los hombres son hijos de las circunstancias, y por esa vez me venciste; he quedado envuelto simplemente en un episodio romancesco, cuyas consecuencias sólo a ti en el fondo favorecen. Fui héroe por fuerza.
-Bien sé que en tu corazón honrado jamás prevalecen las tendencias egoístas, y que sin necesidad de mi iniciativa habrías acometido sólo empresa más ardua.
Zelmar hizo un movimiento de hombros, y sacándose sus guantes de hilo color lila, observó:
-No vives en tu época, y por lo mismo tú tocas siempre los extremos. Tienes la rigidez de la secante, que en algo se asemeja a un lanzón de caballero.
Apoyó Raúl con suavidad y sonriendo, la diestra en el brazo de su amigo.
-Defectos de temperamento en todo caso -dijo-. Aparte de eso, ¿no crees que alguna cooperación prestan a nuestro carácter los hábitos, la educación, el clima, la índole propia del país en que uno ha nacido? La hidromiel del uso, de la tradición y de los instintos locales, vale tanto en la formación del hombre como la leche de la nodriza. Uno empieza a alimentarse desde niño con entusiasmos y pasiones ardientes, cuyo calor rodea la misma cuna, dejándose después poco espacio a los cálculos y egoísmos de esa cultura refinada, que apenas despunta en nuestras sociedades incipientes.
-Mucho de verdad hay en eso -repuso Bafil con acento reposado-; pero, ni el suelo, ni los antecedentes de raza, ni las preocupaciones constantes que tanto influyen en el desarrollo de los caracteres, son parte a evitar que las nuevas corrientes reemplacen los instintos de que hablas con un criterio frío y positivo, ni a inhibir a un hombre de calidades que amolde su conducta al espíritu de la época. Precisamente lo que necesitamos es esa segunda cultura del buen sentido que viene detrás de las pasiones extremas, como iba Sancho en pos del pobre caballero, para mezclarla a la de origen y contener los excesos de energía, de ambición o de fiereza que desbordan como espumas de nuestra sangre. Supongo no pretendes que siga siendo nuestro alimento espiritual, el vicio de herencia, exactamente lo mismo que el tuétano de leones y panteras para los héroes antiguos.
-De ninguna manera. Tú en cambio, tendrás que convenir en que si algo se pierde de la esencia primitiva, mucho queda; y esto es lo que forma el fondo del carácter de las sociedades. Los elementos que en lo sucesivo se le incorporan pueden modificarlo, pero no extinguir el tipo originario. Los que hemos permanecido algunos años en el extranjero podríamos servir siempre de agentes intermediarios de las costumbres que andan, vagan y se radican al fin; pero, lo que de la patria hemos llevado en el corazón y en el alma, jamás se cambia, ni se da ni se altera. La ley que preside la evolución fatal no destruye propiamente, ni mutila: conserva y perfecciona. Por eso nuestra sociedad, pasible como todas, de fenómenos extraños y transformistas, cuya gestación laboriosa apenas trasciende, no ha perdido todavía en el fondo y en la vida exterior, ese sello especial de sencillez que la distingue y la hace amable aun al extranjero.
-Por lo que a mí afecta, he renunciado hace mucho a la salsa negra.
-Así que la sustituyeron los espartanos por el manjar del sibarita, perdieron el músculo; y con él, los triunfos de la firmeza y de la audacia. Entre nosotros, casi todos la saborean, sin darse cuenta de ello. Los hábitos son modestos, como la esfera en que vivimos; satisfacemos sin lujo nuestras necesidades, y nos atraemos elementos extraños, más por lo que ellos puedan servir a robustecer una sociabilidad inconsistente y a conservar lo ya adquirido que por lo selecto de su calidad: elementos ganados para la lucha y no para el deleite, que fortalecen el músculo brutal del trabajo como una corriente de sangre, más que la oculta fibra de los goces delicados y de los anhelos artísticos.
Tan sencillo se presenta el conjunto, que apenas se bosquejan las grandes vanidades, signos evidentes de los estragos del gusto. De mí sé decir que en mi corto tiempo de permanencia, no me he hallado ante un poliedro, al detener una mirada reflexiva sobre el cuadro. La visual ha resbalado en líneas y perspectivas risueñas, y detenídose muchas veces en ojos de expresión franca y comunicativa, en sonrisas dulces y gratas, en rostros hermosos, llenos de claridad, en cuerpos graciosos y gentiles, en mujeres de una belleza seductora que esparcen a su paso como un perfume de poesía, y en las que imposible fuera no palpitasen los sentimientos adorables, que creen casi desterrados el moralista y el sociólogo en los grandes focos sociales. Esa sencillez de que te hablo, parece preservarlas; la sencillez a que se atribuye con razón el mérito de salvar los rasgos más puros de la naturaleza humana y los tonos elevados de la pasión, sin mezcla ni conflictos, y que hace resurgir de nuestra vida interna y de familia todo lo noble y delicado que mantiene intacto el secreto del asilo.
Pues bien: en hechos de esta índole me fundo para avanzar que entre nosotros poco ha abdicado el corazón de sus bellas y naturales propensiones, y que hay algo en lo íntimo de nuestro ser que nos es peculiar, ingénito, propio, cuyos impulsos genera y estimula una ley de raza y de herencia.
¿Persistirías en negar entonces esta espontaneidad singular de nuestro carácter, en arranques por lo mismo sinceros, del género de aquel en que tú y yo expusimos la vida?
Zelmar, que en ese momento modulaba con seriedad un aire de ópera en la ventana, con las manos en los bolsillos, se volvió con rapidez diciendo:
-Vas ahondando mucho el tema, a fe mía; y ahora te encuentras en el peristilo, temo que en breve me lleves en el ascensor a un coronamiento ideal inesperado. Pero no me disgusta un encaje como promedio, que dé realce a la aventura; al final, presiento, concluiremos por colocar como adorno en lo más alto la estatua de Areba, esculpida en mármol, helada, severa, pero hermosa y correcta. Objetaré, ahora; y al hacerlo, has de permitirme que mi pensamiento discurra libremente y varíe de formas e intención, según convenga; le daré así en sus fases cierta similitud con los dibujos y flores caprichosas y raras que deben adornar un frontis de edificio ideal, que uno así es el que tú levantas con manifiesto abuso de tu habilidad de ingeniero.
Desde luego, para completar tus juicios, has debido añadir que no hay virtud que por exceso no genere hábitos perniciosos. Virtudes y vicios pasan sucesivamente, por orden lógico, del aduar a la aldea, de la aldea a la villa, de la villa al pueblo, del pueblo a la ciudad, con todos los buenos o malos sabores del terruño, y la particularidad de que en toda capital o metrópoli de la importancia que sea, las virtudes merman y los vicios acrecen en proporción geométrica a medida que la vida regalada se difunde, se propaga el lujo y la austeridad de carácter afloja y se disuelve como la sal en el líquido. Es el proceso serio y gradual de la transformación interna. Las necesidades psíquicas que un nuevo estado provoca, reclaman satisfacciones distintas y aumentan las tendencias malsanas. La faz social primitiva entonces se va borrando y desapareciendo bajo una nueva levadura; a la ingenuidad de un período pasajero se sucede la intención sagaz, pomposas ostentaciones a las formas sobrias, un patriotismo irresoluto a la pasión virgen y estoica del sacrificio; y como las virtudes privadas dan su oxígeno a las virtudes cívicas, del mismo modo que el aire puro al pulmón robusto, lógico es pensar que viciada la fuente, tiene que difundirse por todo el cuerpo colectivo una vida menguada, y enfermiza. Por eso, yo no me sorprendo de que en sociedades que pasan estas crisis, y donde se logra derribar un Régulo, por raro capricho de circunstancias, la parte sana se procure otro, prefiriendo la perversión de uno solo al vicio de los más. ¿Será que, según lo afirmaba un publicista, el buen sentido, la razón, están siempre de parte de las minorías?
Pero, me llamo al punto de partida, para formular opiniones concretas. Apelo a tu memoria.
Alguna vez en las capitales europeas, de por sí pequeñas naciones de fábricas, palacios y tugurios, donde todo ha pasado por el crisol de más subidos refinamientos, ¿te asombraste acaso de aprender a no extrañar ciertos fenómenos increíbles, efectos de una moral desconocida y de dramas psicológicos sombríos que destruían en una hora toda una herencia de virtud y de honor; conjunto de deslices fatales, tristes infidelidades, profundas caídas, sangrientas censuras, amargas injusticias, lúbricas torpezas dignas de la fusta de Rabelais, el más terrible de los bufones; o del anatema rígido de Hugo, el incorruptible apóstol de los poetas? ¿Te sorprendiste de la fragilidad de convicciones, de lo accesible de las conciencias, de los triunfos del impudor, del servilismo empedernido y de las bajezas del talento, esclavo de los apetitos sensuales? ¿Te espantó la llaga cancerosa de la miseria y del vicio, junto a los placeres y delicias de las clases elevadas, el predominio absoluto de errores seculares sobre las almas del enjambre y el imperio permanente de la fuerza que debilita la energía del trabajo y se sustenta no obstante de sus sudores? ¿Llegó a hacerte estremecer la monstruosidad de ciertos delitos infandos, la usurpación de las fortunas privadas, las enormes quiebras fraudulentas, las lúgubres tragedias del amor y el adulterio, las pasiones absorbentes del lujo, del juego y de la orgía? Pues, lo que allí sucede no puede extrañarte que ocurra en todas partes, en mayor o menor escala. La naturaleza humana no varía, y si apenas se escuda; el mismo apetito virgen suele alcanzar los extremos de apetito estragado, y si a esto agregas los gustos de relajación que se importan a manera de un virus o sobrevienen por acto espontáneo con la decadencia de las costumbres, te convencerás de que actualmente no existe sociedad alguna sencilla que no haya sido presa de lo ilícito y corruptor. Basta en el organismo invadido, un bacillus para el contagio, un esporo para la reproducción. No hay atmósfera social que no esté cargada de corpúsculos, ni generación nueva que no los absorba febril y delirante, con todo el fuego de la sangre y la impetuosidad de los deseos, en tanto baja la antigua los últimos peldaños con el rostro ajado y las piernas temblorosas, llena de hastío y desencanto.
No por otras causas se observa en los centros selectos de las mismas sociedades limitadas, en estrecho contacto con las viejas, esa fría política, que encubre todos los móviles, desde la vanidad más pueril hasta el más cruel egoísmo; círculos donde debe penetrarse por lo mismo, con el corazón preparado para el amor como para el pesar. Cierta propensión imitativa, que su índole cosmopolita entraña, hace suyos las tendencias, debilidades y defectos cuya faz externa brilla y ofusca a la distancia. Así, distraídas de su natural crecimiento las fuerzas propias de la tierruca, se injerta en nuestro organismo la savia que ha de producir la variedad o el subgénero consiguiente: una sociedad americana vestida a la europea.
¿No son ellas, acaso, superiores a la doncella que el buen escudero criaba para condesa?
La nuestra no es ninguna Cenicienta, en la familia de las repúblicas. ¡Oh! que asoman las grandes vanidades, no lo dudes; y que las acciones caballerescas encuentran espíritus prevenidos contra el móvil, menos puedes desconocerlo. Se vive ya de lo real. Lo sublime andante provoca ironías. ¿Creerás que no ha faltado quien te critique por la aventura? La belleza unida a los millones -se ha dicho-, bien vale un lance peligroso; y por la puerta de la gratitud salen los favores. ¡Por ahí anda un caballero que busca radicarse!... Y se entra en tu conciencia sin escrúpulos, se habla, se comenta, se exagera, se prejuzga, se absuelve y se censura; cosas todas de tu sociedad sencilla, que no lo es tanto para torcer los móviles, desnaturalizar la intención, y difundir, bien urdida, la sospecha.
Raúl, que había escuchado a su amigo sin desplegar los labios, observó impasible:
-Creo eso muy natural. Una sociedad modesta, de toques y perfiles hermosos, en mi opinión, a pesar de la tuya tan franca y sinceramente emitida, daría prueba de exiguo gusto e indiferencia, si no la preocupase la novedad. De ella hacen vida el espíritu, y juegos de elegantes frases los salones. Debo con todo presumir que Areba Linares -esa interesante mujer que parece una excepción en nuestro medio, a juzgar por tus informes-, aprecie bajo otros aspectos un acto en el cual has compartido el riesgo... Tal vez esperase con algún derecho de ti, la iniciativa y las consecuencias.
-Se sabe que la arrojada acción te corresponde, pues yo mismo te he discernido el mérito. Areba es una personalidad excéntrica, con su cortejo de adoradores, que ella alimenta con miradas y sonrisas; pero dudo que su corazón haya dejado de pertenecerle. Puedes creer que no hay ningún preferido, y que por mi parte no he aventurado empresa contra un cristal de roca.
-En verdad -repuso Raúl entre sonriente y caviloso-, concibo claramente a una mujer imbécil, de físico admirable, realzado por galas soberbias, que interprete una frase galante por injuria y la gracia más espiritual por ironía, que viva encastillada en pueriles pensamientos y, en el más obcecado amor propio, sin perspicacia bastante para distinguir el mérito ni valorar los efectos de su amistad o simpatía; y la concibo como un nido de vulgar sensualismo, en que sólo se mueven los vibriones de una existencia mórbida, obscura e infeliz. Pero no puedo explicarme todavía, como otra de las cualidades de Areba, juegue un papel pasivo en los torneos de amor, cuando debiera figurar en el número limitado de sus reinas escogidas.
-Es un carácter. A un entendimiento delicado reúne un poder de dominio sobre sí misma que le es peculiar, mezcla de orgullo y de superioridad, de sombra y de luz, semejante a una planta erguida en el valle obscuro, cuya copa sola dora el sol. Nadie le ha conocido preferencias definidas: su idiosincrasia la preserva. De esta disposición particular juzgarás alguna vez, si, como imagino, hallas de tu agrado el deseo, que ella no disimula, de cultivar tu amistad.
-No tengo mayor interés -dijo Raúl fríamente-, en precipitar esa aproximación. La dejaremos al tiempo.
-Querría, sin embargo, por mi parte, que te acercases a ella -replicó Bafil, con cierto tono singular-; y la oportunidad ha de ofrecerse en estos días. La temporada de campo ha reunido como de costumbre en la zona de Atahualpa y Paso del Molino, gran número de familias con la mejor porción del bello sexo, dignas de hacer competencia a las más frescas corolas, y con este motivo se anuncian saraos en la casa-quinta del señor Samuel Stewart, miembro espectable del comercio, y aquí establecido desde muy joven, en que abandonó New York. Su familia, ligada a las principales de Montevideo, cuenta a la de Areba entre las de mayor intimidad. La ocasión no puede ser, pues, más propicia, y me reservaré allanarte el camino, aunque tú no necesitas batidores... Conque, ¿aceptas y vendrás conmigo?
-No debes dudarlo.
-Tienes valor en plaza, y te inicias con el atractivo de esa novedad a que te has referido. Se diluirán sobre ti miradas de luz, se han de dibujar ante tus ojos cien sonrisas provocativas, y llegarán a tus oídos palabras y voces vagas, un tanto confusas, pero de clara intención. En realidad, un objeto a la moda tiene fases y relieves que nadie ha percibido antes, y que aun cuando se hayan antes percibido, se notan ahora con asombro... Estos ingresos inesperados a la escena, absorben todos los espíritus, si ella es limitada; y su prestigio opera comúnmente el fenómeno de suplantar en el acto y sin violencia, unas personalidades por otras.
-Bien sabes que no buscaré el éxito, ni el entusiasmo de que hablas, y cuya corta duración sé estimar.
-No importa: eso no privará que seas el blanco de todas las apreciaciones sensatas o de todos los comentarios pueriles. Areba será el intérprete del criterio general. Por mi parte, he declinado un honor que no merezco, pues fue tuya la iniciativa, sin que esto importe declarar a la dama indigna del sacrificio. ¡Sea todo por ella!
Pero, a fuer de leal y franco, debo confesar que no lo habría hecho por la compañera, aquella joven de busto especial, cuello largo y facciones salientes, de una tez morena subida, ojos redondos, vivaces y pobladas cejas negras, con la cabellera crespa y amotinada sobre la frente comba, y un lunar color café cerca del labio inferior grueso, colgante y encendido, a manera de casco de granada madura. Te lo aseguro, a fe mía: tengo mejor gusto estético.
Me recordó un caballo de ajedrez enmedio del tablero revuelto, en actitud de jaque doble. ¡También heroína de por fuerza como tantas!
Debes creerme: me subleva la presunción del jaque.
No pudo menos Raúl de reír sin escrúpulo, ante esta ocurrencia genial de su amigo, pues la pincelada había sido de mano maestra, a juzgar por sus reminiscencias sobre la persona a que Zelmar aludía.
-Areba, ya es cosa distinta -continuó éste-; una diva bien vale que dos hombres se expongan ciegamente y rueden por la arena, siquiera sea por capricho o lujo de valor; pero lo que es por aquel hipocampo, el asunto habría tenido ecos lamentables en la crónica.
Para mayor calamidad, somos vecinos. ¡Es el colmo!
-Fuerte prevención parece que le tienes.
-¡Calla, un ídolo egipcio junto a una diosa de Fidias, o si quieres una garza mora, irguiéndose al lado de un cisne blanco y elegante! Lo peor no es eso y conviene que te instruyas. Julieta, considerada del punto de vista de la moral social, es una de las tantas intérpretes correctas de la censura agria, o de la hipocresía gazmoñera, el cant del septentrión, que derrama cal viva o llanto de saurio sobre las faltas expiables, o el infortunio simple, según la naturaleza del caso. Representa una de las formas ocultas de tu sociedad ingenua e inocente, como si dijéramos la malicia vigilante y erguida, a manera de sierpe atenta al rumor. Pero no la quiero mal, aunque siempre riñamos. Es traviesa, suspicaz, cuculina y vanidosa; me entretiene, y parece que ella se solaza escaramuzando conmigo. Su señor padre, el abogado don Matías Camandria, la exhibe en todas partes como un dije primoroso; y pues conviene que te instruyas, he de informarte de algo sobre este caballero.
Don Matías, en su treintena, fue un hombre de buena talla, ancho de espalda y de cuello, de gravedad abdominal, barba negra, ya bastante calvo, estudiante de los últimos bancos, y letrado, con un punto de mayoría, después de dos postergaciones injustas, ¡en su sentir! Con esto, ya digo que no era un jurisconsulto, ni un abogado inteligente, como tantos que honran su título y constituyen altas promesas entre nosotros; pero ahí verás. Apenas se caló mi hombre el bonete académico, y púsose tieso y rígido -que no convenían aires torcidos a un intérprete del derecho-, cuando ocurriósele mandar grabar en sus chapas de bronce la pequeña inscripción, cuyo texto auténtico vas a oír: Doctor Matías E. Canzandria -Abogado de la matrícula-. Se halla en actitudes, por sus profundos estudios, y su diploma, de desempeñar con la misma competencia y acopio de erudición, desde el cargo de Teniente Alcalde hasta el de Presidente de la República inclusive; sin excluir el de consejero por vida, en el Estado, Congresos internacionales, Academias y Liceos. Tiene estudio abierto, en el barrio aristocrático de la ciudad, junto a los tribunales, al habla directa por teléfono con los Jueces inferiores y superiores, que muchas veces necesitan de sus luces y sabiduría para dirimir los más gravísimos conflictos sobre estatutos Real y Personal. -Consultas gratis a los pobres-. Las mujeres deberán venir munidas de memorándum.
-Te chanceas.
-Nada de eso: he tenido el original en mi poder. Pero don Matías es hombre de suerte, y no faltó quien lo disuadiera de semejante ocurrencia. No transcurrió mucho tiempo sin que su posición mejorase, y hoy es un magistrado de nota, entre los que sólo ven las exterioridades; de ahí que se permita decir que su aventajada hija merece por compañero algo más que un abogadillo ramplón o doctorzuelo menesteroso, todavía sin levadura de ley, de los que pululan alrededor del gran banquete público en busca de una silla desocupada, en defecto de pleitos, de competencia y de dignidad. Y observa que esto dice quien dejó que las dictaduras le usurpasen su oficio más de una vez, a pretexto de que así era más cómoda y barata la justicia.
La hija se considera copartícipe de la reputación equívoca del padre; y por su propia iniciativa bocinera, aparece como versada en ciencias y conocimientos arduos, capaz de mantener el contrapunto en cualquier debate de trascendencia. Para mí tengo, sin embargo, que esos estudios profundos han de ser un pozo artesiano de ilusiones perdidas.
-La tratas con crueldad.
-Es lo real y verídico; no puedo yo hacer a Julieta de otro modo, sin corregir la naturaleza. Las tareas en la sala de disecciones, me han dejado la maña de descarnar. No creas que ella renuncie a vengarse bien: ya la has visto al lado de Areba con sus aires de buen tono, participando en cierto modo de los triunfos de su amiga, y lo que es más intolerable, mezclada por el suceso a un principio de romance. ¡Ya la tienes buena!
Raúl extendió el brazo, sonriendo, hacia un jarrón, y dijo:
-Por lo pronto me aproxima a tu Julieta ese espléndido ramo de jazmines que ves ahí, de cuya ofrenda debes participar.
-Muchas gracias. Ya me lo presumía. ¡Qué iniquidad!
Bafil aproximó la nariz al perfume, y la retiró con gesto displicente. Miró enseguida el reloj, añadiendo con viveza:
-¡Las siete en punto! Tengo compromiso a esta hora, y te abandono. Adiós. Te avisaré el día.
Estrechó luego la mano de su amigo, y dijo al salir:
-Observa bien el interior de esas flores, Raúl, no sea que alguna culebrilla negra se agite dentro.