Brenda/IV
Mientras rodaba el carruaje hacia la quinta, tentado estuvo Raúl en diversas ocasiones de ordenar a Selim que esperase la victoria para seguir su rumbo. Pero, antes de dejar la calle de Yaguarón, el experto sirviente, adivinando lo que pasaba por el ánimo del joven a quien había visto asomarse varias veces por la portezuela, inquiriendo algo en el trayecto recorrido, aventuró una frase.
-La señora de Nerva es vecina del señor -dijo sacudiendo el látigo sobre la pareja de airosos zainos.
-Bien informado pareces -repuso Henares halagado a la par que sorprendido-. Luego ¿es ésa, la señora viuda de Nerva?
-Sí, señor. Habita con la señorita que la acompaña, la quinta que está al frente. Son personas solas, pero es mucha la servidumbre. Lo sé por Zambique, que es de mi relación.
-Me basta el primer dato.
Lo que acababa de comunicársele era sobrado interesante para que no hicieran fuerza en su espíritu ciertos incidentes a que no había dado importancia hasta entonces, y que en aquel momento adquirieron en su imaginación un vivo colorido. Recordó, que a altas horas, en noches calladas y serenas, había tenido oportunidad de oír armonías de piano; y que más de una vez se sintió dulcemente impresionado al escucharlas, por la elección de los motivos y la maestría de la ejecución. ¿Quién podía ser el intérprete de esas piezas escogidas clásicas y sentimentales, cuyas notas vibraban ahora más que nunca en sus oídos, sonoras y metodiosas, como si recién brotaran del noble instrumento? El nombre de Brenda asomaba a sus labios, no podía ser otra que ella. Preguntábase entonces por qué él había mirado con indiferencia tan distinguida vecindad, y a qué hechos casuales se debía que en alguna ocasión no hubiese descubierto el nido encantador, circuido de flores, y casi al alcance de su mano. Reprochábase este frío retraimiento, y se decía: ¡si su alma fuera tan bella como lo es su gentil figura!... Quien arranca tales armonías delicadas, haciendo vagar en el ambiente de la noche los ensueños de Schubert o de Bellini dando nueva frescura, por decirlo así, a sus ideales artísticos, debe tenerla blanca y pura como una luz de estrella. ¡Suave estrella, con un nimbo de oro por cabellera y un infinito azul por esperanzas!
Persistía en su duda. ¿La había visto él brillar alguna vez?
No sabía por qué; pero a través de los años, allá, cuando él era todavía niño, creía ver en el fondo de sus primeros infortunios, ya borrados, algo que alumbraba débilmente sus recuerdos y se vinculaba a sus emociones recientes de una manera misteriosa.
Era un punto en el espacio.
Sin darse cuenta de ello, mortificábalo el pensamiento de la amistad estrecha que Zelmar atribuía a Areba y Brenda.
La hermosa joven a quien su amigo adornaba de resaltantes calidades de ingenio y cultura, pero también de un fondo de indiferencia, que es la incapacidad de amar y de sentir los goces y tormentos de la pasión, se le representaba en la mente después del último episodio, bajo las fases rígidas y multiformes de la más complicada figura geométrica.
¿Qué lazos de profunda simpatía podían existir entre las dos jóvenes? Imaginábase un lirio inclinado sobre la superficie tersa y transparente de una laguna insondable; una tímida gacela junto a una leona núbil; un copo de blanca espuma en la cresta de una ola inquieta y sombría. Diferían en temperamento y en criterio: frialdad y cálculo de una parte; de la otra, pasión y sencillez. Álgebra y poesía, ecuación e idilio. ¿Qué afecto serio y duradero podían generar estos contrastes, que no fuese un vínculo híbrido y deleznable?
Tal vez Zelmar hubiera exagerado respecto de una y otra; quizás hubiera afirmado también un hecho cierto. Discrepando en ideas frecuentemente, ¿no mantenían ellos una amistad sincera y firme? La excepción podía extender su beneficio, del mismo modo, a la de Areba y Brenda.
Su amigo le había precedido en los centros de sociedad escogida, y ese antecedente le daba derecho para analizar tendencias, definir hábitos y clasificar caracteres; al propio tiempo que a indicar el mejor viso a las facultades de su espíritu, en un teatro que resiste todavía al exceso de refinamientos y desmedidas exigencias de convención, muy distinto en este sentido al de otras sociedades, cuyo ambiente aristocrático llega a semejarse a la atmósfera enrarecida, en que los gases respirables se restringen y reclaman excelentes condiciones biológicas de cada uno de sus actores.
Bajo ese aspecto, hacía plena justicia a la sociabilidad de una república que vive del trabajo; pero no dejaba de sorprenderle la presencia de ciertas costumbres extrañas a la sencillez nativa, que flotaban sin ser asimiladas por el conjunto.
De regreso del extranjero, en donde propiamente se había formado, sin que a su vez asimilase las preocupaciones y defectos que enmedio de su cultura caracterizan a las grandes sociedades, encontrábase en el caso ahora de conceder por el momento a los juicios y opiniones de Zelmar un grado de autoridad indispensable, para entrar con su apoyo en un terreno desconocido.
Creía, sin embargo, que en el asunto que le preocupaba, su amigo podía haberse engañado de buena fe. Las ideas positivistas de Zelmar no excluían una sinceridad profunda: pensaba y obraba con firmeza, por inspiración propia, y con claro conocimiento de la naturaleza humana, que había estudiado en la teoría y en la práctica por la índole propia de la profesión a que pensaba consagrarse. Pero su misma severidad de criterio para sondar conciencias, debía hacerle incurrir más de una vez en error.
Resistíase el joven a creer que una mujer de atractivos seductores, rebosante de vida y vigor moral, para quien cada sentimiento pudiera ser un poema en acción, se amparase en el instante mismo de las grandes emociones a una lógica triste, glacial, estéril, en pugna con todo arranque apasionado, más próxima a la misantropía que al buen sentido, especie de Valkiria para el amor sexual, o de planta marina espléndida y sin perfume. En verdad que este interés sobre la personalidad incomprensible de Areba, sólo era en Raúl relativo, en cuanto ella podía ligarse con Brenda Delfor; presentía que iba a encontrarla en su camino, y que al final hallaría algo bien diferente a un prisma de muchas caras, o a una máscara de piedra, o a un caso patológico común.
Momentos hacía que había dado otro giro a sus reflexiones, cuando el carruaje se detuvo a la puerta de la casa quinta, ya entrada la noche.
Una escalinata de mármol conducía al vestíbulo, elegantemente enlosado y guarnecido de distintas plantas. A la derecha estaba la sala de recibo, adornada de buenas telas y un hermoso mobiliario, con ventanas ojivales frente a las columnas del pasaje, y por lejanas perspectivas, las playas y las ondas. Seguía el dormitorio, embellecido en sus detalles por diversos objetos de gusto delicado; luego el comedor, en que descollaban ricos bronces, y dos grandes jarrones llenos de magníficas flores; y por último, cuadrando el patio provisto de árboles e iluminado en su punto céntrico, en que se elevaba una pequeña fuente de mármol jaspeado con dos surtidores, una pieza de estudio, con ventana al campo y vistas a la quinta de Nerva. Delante de esta ventana, hacia la izquierda, brindando grata sombra, elevaba su copa un ombú frondoso y gigante, al pie de cuyo tronco asomaban las raíces a flor de tierra, a manera de formidables culebras que sepultasen sus cabezas en los enormes huecos de su base carcomida.
Entre otras dependencias, a la parte lateral, notábase una cochera, con gran portada, por donde Selim hizo penetrar luego su vehículo.
Raúl bajó junto a la verja, subió la escalinata y atravesó lentamente las habitaciones, sentándose a la mesa, que le esperaba servida, siempre silencioso y meditabundo.
Media hora después, pasaba a su salón de estudio. Estaba inquieto y desasosegado.
Una vez allí, cogió maquinalmente diversos periódicos que se veían esparcidos sobre la mesa y que ya había leído por la mañana. Contenían referencias y detalles de la aventura del Paso del Molino, más o menos exagerados por la fantasía de los cronistas, y descritos con curiosas variantes. Dos diarios serios la narraban con estricta verdad. Al parecer el hecho había encontrado repercusión; Raúl, especialmente, había sido objeto de honrosas demostraciones por parte de las familias interesadas. Se creía en el principio de un romance; pues era inverosímil hasta la misma sospecha de un supremo desprendimiento. ¿Cómo suponer que nadie exponga su vida por una mujer joven, hermosa y opulenta, sin que haya mediado el móvil propulsor de una recompensa proporcionada al sacrificio? Esta hipótesis parecía la más fundada, a partir de las circunstancias especiales que precedieron al suceso, y de la calidad de los personajes que en él desempeñaron un papel trascendente.
Recogiendo tales impresiones en una nueva lectura de los periódicos, no dejaba de felicitarse el joven de aquel acto generoso, que sin haber sido sugerido por la intención divulgada a capricho, venía a realzar su personalidad desconocida y a esparcir en su modesto retraimiento como un aroma de dulces afectos y simpatías. Pero esta satisfacción sólo halagaba al amor propio. No era en rigor el hecho sensacional que semejantes efectos produjera, el que absorbía su ánimo; otros más modestos, obscuros y hasta pueriles, que rozaban no obstante sus fibras íntimas, sin conexión alguna con el episodio, habían puesto a prueba su memoria, lanzándola a buscar como un punto matemático preciso en la confusión de líneas del pasado, el origen o antecedente necesario de las raras emociones de aquel día. Estaba persuadido de que ellas se ligaban con el recuerdo, eslabones de una cadena interrumpida en su principio, que se reanudaban por una causa ocasional, para concluir tal vez en una pasión profunda. Aquel punto lejano que lucía en su memoria le recordaba en su influencia sensible, los fenómenos de aberración producidos por la refrangibilidad de una luz blanca. Parecíale a veces que esta luz blanca adquiría las formas de Brenda, más niña y más infeliz...
Largos instantes permaneció inmóvil, con la mirada vaga y perdida, ora deteniéndola en las nutridas columnas de los periódicos, ya en el espacio de cielo que se extendía al frente limitado por la ventana, y cubierto de vapores. Ardía sobre la mesa de mármol una lámpara con pantalla de tela azul, que irradiaba sobre las paredes del gabinete una luz violácea, y hacia afuera, algunos rayos débiles. De repente el joven arrojó con viveza los diarios que había conservado en la mano, y se levantó, llevándola a la sien como iluminado por una revelación súbita. A pasos lentos dirigiose enseguida a la ventana, cuya celosía acabó de descorrer y clavó sus ojos en la quinta vecina, que dibujaba en las sombras sus grandes árboles, a manera de mudos y trémulos fantasmas.
¿Qué pretendía descubrir allí?
Reinaba un viento tempestuoso de la parte del mar, y deformes nubes negras interceptaban la difusa claridad de las alturas: nada podía, pues, percibirse en el fondo tenebroso; pero en la mente de Raúl, obscura también hasta entonces, cruzó alguna aparición blanca y serena, tan visible y fugaz como una estrella errante. El hecho es que él extendió la mano hacia aquel sitio solitario, y murmuró sonriendo de una manera singular.
-¡Ella era!