Baladas españolas/Prólogo de la primera edición


Prólogo de la primera edición

editar

Cuando un amigo escribe algunos renglones al frente de un libro de un amigo, puede hacer dos cosas: o elogiar cuanto el libro contiene, engañando a su autor, sin engañar por eso al público, o decir la verdad lisa y llanamente. Al tomar la pluma para escribir el prólogo de Las Baladas españolas, nosotros, que nos honramos con la amistad de Vicente Barrantes, hemos optado por el segundo medio, como siempre optaremos por lo que creamos más justo y razonable.

El autor y los lectores pueden estar seguros de que van a oír nuestro parecer, tal vez errado, pero franco y leal indudablemente: los que quieran formar su juicio sin ayuda de nadie, dejen el prólogo para lo último, o no lo lean, en lo que no andarían muy descaminados: los que deseen saber algo de la vida literaria del autor, y notar a primera vista ciertos defectos y bellezas de este libro, que quizás podrá decirles, quien como nosotros lo ha estudiado mucho, por más que no hagamos profesión de críticos, pierdan algunos minutos en hojear nuestra desaliñada prosa, que a bien que la galana poesía que tras ella viene les indemnizará con usura del mal rato que haya, podido darles.

Cuando el público lee una cosa que es mala o que no le gusta, suele creer y decir que el autor de aquella cosa es malo: cuando lee una cosa escrita sin talento, sienta como una verdad incontrovertible que el que la escribió carece de talento. En esto, como en otros muchos de sus juicios, el público se engaña muy a menudo: cuando un actor se equivoca en el teatro, los espectadores le echan siempre la culpa de su falta: desde la luneta esto parece justo; es necesario estar entre bastidores para conocer que muchas veces el que se equivoca es el apuntador.

Decimos esto para hacer palpable una verdad, que de otro modo no podrían comprender los que están lejos de los círculos literarios. En España, por más que se diga, hay algunas, aunque no muchas personas que viven de su pluma: en esto número se cuentan, feliz o desgraciadamente, el autor de Las Baladas y el que escribe estos renglones. En España, y esto no dudamos en asegurar que es una verdadera desgracia, al cambiar en cuartos los productos del ingenio, se pierde un ciento por tanto (sería inesacto decir tanto por ciento) tan considerable, que casi da vergüenza de llamar cantidad a lo que resta; más claro, el género mas barato que por aquí se conoce es el literario. Dice un refrán castellano que lo que no va en lágrimas, va en suspiros; así es que como se paga poco y de ese poco hay que vivir, es preciso escribir mucho y deprisa; es menester escribir cuando se come, cuando se duerme, cuando se ríe, cuando se llora. ¿Qué estraño, pues, que un joven de mucho talento y que lo haya mostrado en muchas ocasiones, tenga este o aquel escrito malo, si el día que lo escribió, porque tenía que escribirle, pasaba por uno de esos acontecimientos de la vida que embargan el entendimiento, llevándose toda nuestra atención, y después ni aun ha podido disponer del tiempo indispensable para leerlo? Visto desde la luneta, el escritor no sabe lo que se dice: entre bastidores, se conoce que el apuntador, o llámese la falta de dinero, es el que tiene la culpa de todo.

El número de artículos literarios, satíricos y de costumbres que Barrantes ha dado a la prensa es verdaderamente prodigioso, y nos atrevemos a asegurar sin temor de equivocarnos que en esto le aventajan pocos de los escritores de nuestros días. Hay por lo tanto entre ellos algunos escelentes; muchos buenos y medianos; pocos malos. Para los que leyendo alguno de los últimos forme mal juicio de él, hemos escrito el párrafo anterior; porque por haber puesto su nombre al pie de algunas líneas, buenas tal vez para otros, malas para quien hace lo que él, no dejará de ser Barrantes uno de los jóvenes de más esperanzas, de más porvenir literario que existen, en nuestro país. El Semanario pintoresco, La Ilustración, El Museo de las familias, El Bardo (que dirigió con estraordinario acierto), cuantos periódicos literarios de alguna importancia han existido en la corte o en las provincias, están llenos de sus artículos y poesías.

Si los reducidos límites que nos hemos impuesto lo permitieran, analizaríamos algunas de estas brillantes piezas en que, a vueltas de algunos defectos nacidos del modo con que desgraciadamente tiene que escribir en nuestro país todo el que es escritor de profesión, se encuentran a cada paso conceptos atrevidos, ideas nuevas, y elevados pensamientos: diríamos algo de su novela Siempre tarde, cuya segunda edición se ha hecho hace poco en el folletín de Las Novedades, con el mismo éxito que alcanzó la primera en El Museo español; y consagraríamos en fin algunas líneas a su primera obra dramática, La Comedia de provincia, que su modestia no lo ha permitido dar al teatro, y a su historia también inédita de los reinados de Felipe III y Felipe IV, obras que encomian cuantos las conocen; pero solo nos toca hablar del poeta lírico, del autor de las Baladas españolas.

Con placer vemos que la poesía lírica, tan desdeñada hace pocos años, va recobrando en España el lugar que le corresponde de suyo. Tras La primavera, de Selgas, vinieron los Himnos y quejas, de Arnao, y muy poco después apareció Trueba con El libro de los cantares.

En los encantadores y floridos apólogos de Selgas, en las elevadas inspiraciones de Arnao, en los frescos y deliciosos romances de Trueba, parecían estar comprendidos todos los géneros de la lírica castellana. Barrantes, sin embargo, pretende aclimatar uno nuevo. ¿Aceptará el público español la balada? Creemos que sí. El que saborea con la sonrisa en los labios La modestia, y siente elevarse su alma con el soneto A la virgen, y llora con La niña de ojos azules, bien puede dejarse llevar al mundo fantástico de La misma conciencia acusa y Santa Isabel y Murillo, y encontrar en él goces de otra especie, que no por más estraños, deben ser menos apreciados. La balada, en nuestra humilde opinión, a pesar de su origen estranjero, es un género de poesía que echará profundas raíces en España; y Barrantes, aun careciendo de mayor mérito, sería muy digno de elogio por haber sido el primero que se ha atrevido a dar al público una colección de baladas en nuestra patria.

Quisiéramos examinar una por una todas las composiciones de este libro. El aroma que exhala un ramo hace formar una idea muy inexacta del que se desprende de cada una de las flores que lo forman. Pero, ya lo hemos dicho: los límites que nos hemos impuesto son muy reducidos, y para juzgar pieza por pieza las que este libro contiene sería necesario otro libro.

Será forzoso, pues, contentarnos con analizar una sola, que esto podrá dar idea algo mas aproximada de lo que son las demás, ya que ni el espacio ni la ocasión nos permitan un juicio del conjunto. Santa Isabel y Murillo, que hace poco hemos citado, es la primera que se presenta a nuestra vista.

«Ya han sonado las campanas de los monasterios llamando a los cristianos a la oración; ya empieza a murmurar entre las flores la brisa de la noche, y avanza el crepúsculo, y las doncellas esperan a sus amantes en las ventanas: las sombras se han estendido sobre la ciudad de la Giralda, y comienzan a lucir las estrellas en el cielo. ¡Hora de divino encanto, de sublime misterio! ¡Hora en que el poeta siente volar su fantasía al mundo de los cantares! ¡Hora en que el artista ve bullir cien entre los colores de su paleta!

»¡Murillo duerme! El sol que se va, parece haber robado la luz a su alma: ya la inspiración le deja. ¿Será para siempre? ¡Duerme, ángel caído! ¡Duerme! A sus plantas están hechas pedazos su paleta y sus pinceles. Bien has hecho en romperlos. ¿Para qué te servían? La boca de Santa Isabel, de que tú querías que brotase la sublime palabra Dios, sólo dice amor. Esa boca no es de la Santa. Sus labios de clavel están esperando un beso: están abriéndose para decir: te adoro, -y para decirlo a un hombre: tu torpe, pincel ha profanado la sagrada inspiración. ¿No es verdad, Murillo; que estás sonando con la mujer que adoras?

»Pero, ¿qué perfume aromatiza el ambiente? ¿Qué sublime armonía embarga los oídos? ¿Es que los ángeles dejan por la tierra su divina morada? Una visión celeste cruza los aires las sombras de la noche huyen ante el resplandor que la cerca, y envuelven en una atmósfera de amor indecible al artista y a su obra. Se detiene: le contempla... Duerme, Murillo, duerme; no ahuyentes a la visión.


»Ya se acerca... ya se fue...
piérdese a la vista incierta...
se para del lienzo al pie...
¡Despierta, Bartolomé,
despierta por Dios, despierta!


»¿Qué es eso? Sus puros y divinos labios tocan los labios voluptuosos de la pintura... Se oye el rumor de un beso... la visión desaparece. Pero... esa boca animada de célica sonrisa, no es la que tú pintaste, no es la que tu Santa tenia, la que te hizo romper tus pinceles y arrojar la paleta. No; esa es el fiel traslado de la boca de la visión: al besarla, sus labios quedaron estampados en el lienzo.

»Despierta; ángel caído; ya tu cuadro tiene el fuego que apetecías. La misma Santa Isabel se lo ha traído del cielo en sus purísimos labios.»

Mucho habrán palidecido en verdad los pensamientos que Barrantes espresa en sonoros, y armoniosos versos al trasladarse a nuestra desaliñada prosa. Esta es la gran prueba a que puede someterse una obra poética. Si a pesar de perder los encantos de la rima y de la medida, dice algo al corazón o a la cabeza, mucho debe valer. La gala de fantasía que en ella hace, lo delicado de los pensamientos, la estraña novedad del conjunto, todo contribuye a que sea una composición notabilísima. Sin embargo, no la hemos elegido por mejor, que en otras tan buenas abunda el libro, siendo la más acabada de todas, a nuestro entender, Esposa sin desposar, que pocas leerán con ojos enjutos y corazón tranquilo.

Sólo elogios hemos tenido hasta ahora, para este libro; tiempo es pues de que hablemos de sus defectos. Pero, ¿qué valen algunos versos flojos; cierta estravagancia en los metros, poco conveniente quizás, y tal cual locución no muy castiza; si todo ello va cubierto y rebozado de tales y tantas bellezas, que la vista apenas lo columbra? Críticos hay que buscan la escoria entre los diamantes. ¡Cuán dignos son de lástima para los que, como nosotros, sólo caminan en pos de lo bello, y lo bello es lo que buscan por do quiera!

Poeta de gran inspiración, Barrantes se deja arrastrar por ella, y eso mismo le hace no reparar a veces en la forma, que de ordinario es buena, e intachable en algunas composiciones. Defecto es este, que el tiempo y el estudio corregirán: poco se echa de menos en él del poeta que nace: fállale algo del poeta que se hace. La lozana imaginación del autor de Ritja, El ciprés del Buen Retiro, Humo, y Flor trasplantada, necesita acaso de un dique que la contenga: este dique, no puede ser otro que la forma. No somos nosotros de los que pretenden que se la sacrifique al pensamiento, alma de toda composición; pero queremos que ese alma está encerrada en un cuerpo robusto y hermoso como ella, y por más que nos entusiasmemos algunas de estas magníficas poesías no dejamos de conocer que aun podían ganar mucho con la corrección. Poco somos en verdad para poner defectos a lo que tanto vale: sírvanos de disculpa la buena intención con que lo hacemos.

El nuevo sol de la lírica española comienza a brillar, disipadas las sombras de una noche que amenazaba ser eterna. En los momentos en que escribimos estas líneas, Selgas acaba de dar a luz otro libro más hermoso, si cabe, que La primavera: Trueba comenzará en breve la publicación de un romancero popular, que debe añadir algunas hojas más a su corona de poeta: al lado del puesto que ocupan estos dos jóvenes, las más risueñas esperanzas de nuestra lírica, está el que aguarda al autor de las Baladas españolas.



Ie sui Arnaut, que plor, e vai chantan
con si tost vei la passada fotor;
e vei iausen lo iorn, que esper, denan.
Arnaldo el trovador.

(PURGATORIO del Dante, canto XXXVII.)


Yo soy trovador del alma:
cantar quiero sus arcanos
tenebrosos;
su tempestad y su calma,
el hervor de las pasiones,
que hice a los pobres humanos
tan dichosos...
¡ilusiones de ilusiones!

¿Queréis saber, niñas mías,
lo que encierran mis baladas
españolas?
Devaneos, fantasías,
venturas y desventuras
verdaderas o soñadas
a mis solas,
entre goces y amarguras.
El poeta es un espejo,
donde el placer y el dolor
variamente
van pintando su reflejo,
ya con risas ya con llantos,
como el dolor es amor,
más frecuente
lo encontrareis en mis cantos

Pero no en música vana,
que solo al gusto penetra
no en mis días.
Cuando el trovador no hermana
en la sentenciosa letra
lo divino con lo humano...
niñas mías,
¡téngale Dios de su mano!