Bailén (Pérez Galdós)/XXIV
XXIV
He empleado mucho tiempo en describir la posición de los ejércitos, la configuración del terreno y el principio del ataque; pero no necesito advertir que todo esto pasó en menos tiempo del empleado por mi tarda pluma en contarlo. Nuestras fuerzas no estaban convenientemente distribuidas cuando tuvo lugar la primera embestida de los imperiales. Verificada esta, no pueden Vds. figurarse qué precipitados movimientos hubo en el centro del ejército español. Las de retaguardia, que aún llenaban la carretera, corrían velozmente a sostener la izquierda: los cañones ocupaban su puesto; todo era atropellarse y correr, de tal modo, que por un instante pareció que el primer ataque de los franceses había producido confusión y pánico en las filas de Coupigny. En tanto, los de la derecha permanecíamos quietos, y los de a caballo que ocupábamos parte de la altura, podíamos ver perfectamente los movimientos del combate, que en lugar más bajo y a bastante distancia se había acabado de trabar.
Tras las primeras descargas de las líneas francesas, estas se replegaron, y avanzando la artilleríadisparó varios tiros a bala rasa. Ellos ponían en ejecución su táctica propia, consistente en atacar con mucha energía sobre el punto que juzgaban más débil, para desconcertar al enemigo desde los primeros momentos. Algo de esto lograron al principio; pero nosotros teníamos una excelente artillería, y disparando también con bala rasa las seis piezas puestas en la carretera y a sus flancos, el centro francés se resintió al instante, y para reforzarle, tuvo que replegar su ala derecha, produciendo esto un pequeño avance de la división de Coupigny. Entretanto, todos teníamos fija la vista en el otro extremo de la línea y hacia la carretera, y olvidábamos la espesura del olivar que estaba delante. De pronto, las columnas ocultas entre los árboles salieron y se desplegaron, arrojando un diluvio de balas sobre el frente del ala derecha. Desde entonces, el fuego, corriéndose de un extremo a otro, se hizo general en el frente de ambos ejércitos. La caballería, brazo de los momentos terribles, no funcionaba aún y permanecía detrás, quieta y relinchante, conteniéndose con sus propias riendas.
Pero a pesar de generalizarse la lucha, en aquel primer período de la batalla todo el interés continuaba, como he dicho, en el ala izquierda. Atacada por los franceses con una valentía pasmosa, nuestros batallones de línea retrocedieron un momento. Casi parecía que iban a abandonar su posición al enemigo; pero bien pronto se repusieron tomando la ofensivaal amparo de dos bocas de fuego y de la caballería de España, que cargó a los franceses por el flanco. Vacilaron un tanto los imperiales de aquella ala, y gran parte de las fuerzas que habían salido del olivar se transportaron al otro lado. Su artillería hizo grandes estragos en nuestra gente; mas con tanta intrepidez se lanzó esta sobre las lomas que ocupaba el enemigo entre el camino y el río Guadiel; con tanta bravura y desprecio de la vida afrontaron los soldados de línea la mortífera bala rasa y las cargas de la caballería del general Privé, que llegaron a dominar tan fuerte posición.
Antes que esto se verificara ocurrieron mil lances de esos que ponen a cada minuto en duda el éxito de una batalla. Se clareaban nuestras líneas, especialmente las formadas con voluntarios; volvían a verse compactas y formidables, avanzando como una muralla de carne; oscilaban después y parecían resbalar por la pendiente cuando las patas delanteras de los caballos de los coraceros principiaban a martillar sobre los pechos de nuestros soldados; luego estos rechazaban a los animales con sus haces de bayonetas; caían para levantarse con frenético ardor o no levantarse nunca, hasta que, por último, el ala francesa se puso en dispersión, replegándose hacia la carretera.
Mientras esto pasaba, los de la derecha se sostenían a la defensiva, y el centro cañoneaba para mantener en respeto al enemigo, porque casi gran partede la fuerza había acudido a la izquierda; pero una vez que se oyeron los gritos de júbilo de los soldados de esta, posesionados de la altura, antes en poder de los franceses, y cuando se vio a estos aglomerarse sobre su centro, diose orden de avance a las seis piezas del nuestro, y por un instante el pánico y desorden del enemigo fueron extraordinarios. Para concertarse de nuevo y formar otra vez sus columnas tuvieron que retroceder al otro lado del puente del Herrumblar. Viéndoles en mal estado, se trató de lanzar toda la caballería en su persecución; pero varias de sus piezas, desmontadas por nuestras balas, obstruían el camino, también entorpecido con los espaldones que habían empezado a formar.
El sol esparcía ya sus rayos por el horizonte. Nuestros cuerpos proyectaban en la tierra y hacia adelante larguísimas sombras negras. Cada animal, con su jinete, dibujaba en el suelo una caricatura de hombre y caballo, escueta, enjuta, disparatada, y todo el suelo estaba lleno de aquellas absurdas legiones de sombras que harían reír a un chico de escuela.
Ustedes se reirán de verme ocupado en tan triviales observaciones; pero así era, y no tengo por qué ocultarlo. En aquel momento estábamos en una pequeña tregua, aunque la cosa no pareciera muy próxima a concluir. Hasta entonces sólo habíamos sido atacados por una parte de las fuerzas enemigas, pues la división de Barbou, algo rezagada, no estaba aúnen el campo francés. Entretanto, y mientras se tomaban disposiciones para rechazar un segundo ataque, que no sabíamos si sería por la derecha o por el centro, retiraban los españoles sus heridos, que no eran pocos, mas no ciertamente en mi división, la cual estuviera hasta entonces a la defensiva, tiroteándose ambos frentes a alguna distancia. Mi regimiento permanecía aún intacto y reservado para alguna ocasión solemne.
Los franceses no tardaron en intentar la adquisición del puente perdido. Su primer ataque fue débil, pero el segundo violentísimo. Oíd cómo fue el primero. La infantería española, desplegándose en guerrillas a un lado y a otro del camino, les azotaba con espeso tiroteo. Lanzaron ellos sus caballos por el puente; pero con tan poca fortuna, que tras de una pequeña ventaja obtenida por el empuje de aquella poderosa fuerza, tuvieron que retirarse, porque pasada la sorpresa, nuestros infantes les acribillaron a bayonetazos, dejando un sinnúmero de jinetes en el suelo y otros precipitados por sobre los pretiles al lecho del arroyo. No tuvimos tan buena suerte en el segundo ataque, porque renunciando ellos a poner en movimiento la caballería en lugar angosto, atacaron a la bayoneta con tanta fiereza, que nuestros regimientos de línea, y aun los valientes walones y suizos, retrocedieron aterrados. Yo oí contar en la tarde de aquel mismo día a un soldado de los tiradores deUtrera, presente en aquel lance, que los franceses, en su mayor parte militares viejos, cargaron a la bayoneta con una furia sublime, que producía en los nuestros, además del desastre físico, una gran inferioridad moral. Me dijo que se espantaron, que en un momento viéronse pequeños, mientras que los franceses se agrandaban, presentándose como una falange de millones de hombres; que los vivas al Emperador y los gritos de cólera eran tan furiosamente pronunciados, que parecían matar también por el solo efecto del sonido; y que, por último, sintiendo los de acá desfallecer su entusiasmo y al mismo tiempo un repentino e invencible cariño a la vida, abandonaron aquel puente mezquino, ardientemente disputado por dos Naciones, y que al fin quedó por Francia.
El efecto moral de esta pérdida fue muy notable entre nosotros. Advirtiose claramente en todo el ejército como un estremecimiento de desasosiego, como una inquietud que, partiendo de aquel gran corazón compuesto de diez y ocho mil corazones, se transmitía a la temblorosa bayoneta, asida por la indecisa mano. Entonces pude observar cómo se individualiza un ejército, cómo se hace de tantos uno solo, resumiendo de un modo milagroso los sentimientos lo mismo que se resume la fuerza; pude observar cómo aquella gran masa recibe y transmite las impresiones del combate con la presteza y uniformidad de un solo sistema nervioso; cómo todos los movimientos del organismofísico, desde la mano del general en jefe hasta la pezuña del último caballo, obedecen a la alegría de un momento, a la pena de otro momento, a las angustiosas alternativas que en el discurso de cuantas horas consiente y dispone Dios, espectador no indiferente de estas barbaridades de los hombres.
La pérdida del puente sobre el Herrumblar, que al amanecer se había ganado, hizo que el ala derecha retrocediera buscando mejor posición. Casi todas las posiciones se variaron. Los generales conocían la inminencia de un ataque terrible, los soldados viejos la preveían, los bisoños la sospechábamos, y nuestros caballos, reculando y estrechándose unos contra otros, olían en el espacio, digámoslo así, la proximidad de una gran carnicería.
Eran las seis de la mañana y el calor principiaba a hacerse sentir con mucha fuerza. Comenzamos a sentir en las espaldas aquel fuego que más tarde había de hacernos el efecto de tener por médula espinal una barra de metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche anterior, y una parte del ejército, ni aun en la noche anterior había comido nada. Pero este malestar era insignificante comparado con otro que desde la mañana principió a atormentarnos, la sed, que todo lo destruye; alma y cuerpo, infundiendo una rabia inútil para la guerra, porque no se sacia matando.
Es verdad que desde Bailén salían en bandadas multitud de mujeres con cántaros de agua para refrescarnos; pero de este socorro apenas podía participar una pequeña parte de la tropa, porque los que estaban en el frente no tenían tiempo para ello. Algunas veces aquellas valerosas mujeres se exponían al fuego, penetrando en los sitios de mayor peligro, y llevaban sus alcarrazas a los artilleros del centro. En los puntos de mayor peligro, y donde era preciso estar con el arma en el puño constantemente, nos disputábamos un chorro de agua con atropellada brutalidad: rompíanse los cántaros al choque de veinte manos que los querían coger, caía el agua al suelo, y la tierra, más sedienta aún que los hombres, se la chupaba en un segundo.