Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXVIII

TIEMPOS DUROS

Nunca podré olvidar á mi nuevo amo; tenía los ojos negros, la nariz de pico de loro, los dientes más grandes que los de un perro de presa, y la voz más áspera que el ruido de las ruedas de una carreta sobre un camino lleno de guijos. Se llamaba Nicolás Cantueso, y era cruel con los caballos y con los hombres.

Yo había oído el refrán «ver para creer»; pero opino que es más acertado decir, «sentir para creer», pues por mucho que había visto anteriormente, nunca, hasta entonces, comprendí lo mísero de la vida de un pobre caballo de coche simón.

Cantueso era dueño de una colección de coches de tercera clase, conducidos por cocheros de la misma categoría. El era duro para éstos, y éstos para los caballos. Allí no había descanso en los domingos, ni aun en el rigor del verano.

Algunos domingos por la mañana se presentaba una partida de hombres alegres, á alquilar un coche para todo el día; cuatro de ellos se apiñaban dentro, y otro se montaba en el pescante con el cochero, y yo tenía que salir á recorrer una distancia no menor de quince millas á la ida y otras tantas á la vuelta, sin que ninguno pensase nunca on-apearse en las cuestas, por pendientes que fuesen, y por mucho calor que hiciese, á excepción de cuando el cochero temía que yo no pudiera más, encontrándome á veces á la vuelta, tan rendido y sofocado, que ni podía comer el pienso. ¡Cuánto echaba de menos el afrecho que, con un poco de nitro, acostumbraba darnos Perico los sábados por la noche en tiempo de calor, y que tanto nos refrescaba!

Mi cochero era tan duro como su amo, y usa-ba un látigo con algo cortante á la punta, que algunas veces hacía brotar la sangre de mis ijares, donde con frecuencia me castigaba, cuando no lo hacía en la cabeza. Semejantes indignidades lastimaron mi corazón profundamente; pero así y todo, aguanté sin hacer resistencia, porque, como decía muy bien la pobre Jengibre, los hombres son más fuertes.

Mi vida era un suplicio, y, como Jengibre, deseaba morirme para acabar con tanta desdicha, lo cual un día estuvo á punto de suceder.

Nos hallábamos en el punto á las ocho de la mañana, después de haber hecho varias carreras, cuando se ofreció una para la estación del ferrocarril. Un gran tren estaba para llegar cuando dejamos allí nuestro pasajero y nos situamos en la fila para ver si lográbamos un viaje de retorno. Cuando llegó el tren, que venía atestado, todos los coches que se hallaban delante de nosotros fueron ocupados, y al nuestro le llegó también su turno. Lo tomó una familia compuesta de cuatro personas: un señor grueso y muy gritón, con su señora, un niño y una jovencita, y por añadidura un gran número de bultos de equipaje. La señora y el niño entraron en el carruaje, y mientras el señor ordenaba lo conveniente acerca de los bultos, la muchacha se acercó á mí, me miró con atención, y dijo:

—Papá, este animal está muy débil y cansado; no va á poder llevarnos, á nosotros y el equipaje, á tan larga distancia.

—No hay novedad, señorita—contestó mi cochero;—le sobran fuerzas para ello.

El mozo de la estación, que estaba ayudando á cargar los bultos, indicó al caballero la conveniencia de alquilar otro carruaje, porque le parecía demasiada la carga.

—¿Puede ó no puede el caballo?—dijo, con su ruidosa voz.

—Sí, señor; perfectamente—contestó el cochero, puede conducir mucho más que esto; ¡arriba, mozo!-y entre los dos colocaron sobre el pescante un baúl tan pesado, que sentí vencerse los muelles.

—¡Papá, papá! —dijo la muchacha, con tono suplicante,— tome usted otro carruaje; esto es una crueldad.

—Déjate de tonterías, Engracia, y entra con tu madre, sin meter más bulla. El cochero sabe lo que trae entre manos.

Mi bondadosa protectora obedeció, y bulto tras bulto, fueron colocados todos sobre el techo del coche y en el pescante; entró el caballero, y después del consabido tirón de riendas y un par de latigazos, nos separamos de la estación.

La carga era demasiado pesada y yo había estado trabajando desde muy temprano; pero hice cuanto nude, como era mi costumbre, á pesar de la crueldad y de la injusticia.

Todo fué bien hasta que llegamos á la cuesta de los Cipreses, donde mi cansancio llegó á su límite. Luchaba por sostenerme en pie, excitado y medio trastornado por los constantes tirones de las riendas y latigazos, cuando de pronto y sin saber cómo, me faltaron las cuatro patas á la vez y caí pesadamente sobre uno de mis costados, pareciéndome que lo repentino y fuerte del golpe arrancaron de mi cuerpo el último aliento. Permanecí inmóvil, pues no tenía fuerzas para hacer otra cosa, y creí firmemente que había llegado para mí la hora de morir y descansar. Oí una especie de confusión á mi alrededor, voces descompuestas y ruido como de descargar el equipaje, pero todo me parecía un sueño. Creí oir también una voz dulce y suave que decía:

—¡Oh! ¡pobre animal! ¡lo hemos matado!

Otro decía:

—Está muerto; no se volverá á levantar.

Uno me quitó el engallador, y otro me aflojó la cincha; pero yo permanecía con los ojos cerrados y respirando apenas. Me arrojaron agua fría sobre la cabeza, y me echaron una manta encima. No sé el tiempo que había permanecido así, cuando sentí que me volvía la vida, y que la bondadosa voz de un hombre me hablaba y me animaba á levantarme. Me hizo tragar algunas gotas de un cordial, y después de dos ó tres tentativas, pude ponerme en pie, siendo conducido con mucho cuidado á una caballeriza que había cerca. Allí me colocaron en una cuadra con buena cama, y me dieron á beber una tisana caliente, que apuré con ansiedad.

Por la tarde me hallé suficientemente resta, blecido para poder ser trasladado á casa de mi amo, donde creo que hicieron cuanto pudieron por mí. A la mañana siguiente entró aquél en la cuadra, acompañado de un albéitar, que, después de reconocerme con detención, dijo:

—Esto es efecto de excesiva fatiga, más que de enfermedad alguna, y si le da usted un descanso de seis meses en un buen potrero, volverá á estar útil para el trabajo; pero, hoy por hoy, no hay una onza de fuerza en él.

—Pues tendrá que ir á que se lo coman los perros, pues yo no tengo potrero para cuidar caballos enfermos, además de que no es seguro que se reponga, y eso no me conviene; mi sistema es trabajarlos hasta que no puedan más, y luego venderlos por lo que den, aunque sea para que hagan botones con sus huesos y parches de tambor con su pellejo.

—Si fuera cosa de los pulmones—dijo el albéitar,—aconsejaría á usted que lo sacrificase; pero no es eso; y como sé que dentro de unos días han de venir por aquí á comprar caballos de desecho, si le da usted completo descanso y buen alimento, puede enderezarse lo bastante para que saque por él más de lo que vale el pellejo.

Nicolás Cantueso, aunque no de muy buena gana, siguió el consejo, dando sus órdenes para que me cuidasen y alimentasen bien, y el mozo que se encargó de cumplirlas, afortunadamente para mí, lo hizo con mejor voluntad que la de su amo al ordenarlo. Diez días de completo reposo y abundante pienso de avena, heno y afrecho mezclado con linaza cocida, levantaron mi espíritu, y me devolvieron las fuerzas de una manera prodigiosa, hasta el punto que empecé á pensar que era mejor vivir, que ir á ser comido por los perros. El duodécimo día después del accidente fuí llevado al lugar de la venta, á unas cuantas millas de Londres. Iba haciendo mis cálculos acerca de que cualquier cambio que se efectuase en mi situación había de ser para mejorar, y con esta idea, levanté la cabeza y tuve esperanzas.