Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XIV

ARRUINADO Y CUESTA ABAJO

Tan pronto como se cicatrizaron bien mis heridas, me llevaron á pasar una temporada en un pequeño potrero, donde no había ningún otro animal, y donde, á pesar de gozar de completa libertad y abundante y dulce hierba, como estaba acostumbrado á la sociedad de mis compañeros, me encontraba sumamente solo. Jengibre y yo habíamos llegado á hacernos íntimos amigos, y echaba mucho de menos su compañía. Relinchaba cuando oía pisadas de caballos en el camino inmediato, pero rara vez recibía contestación. Una mañana se abrió el portillo, y cuál no sería mi sorpresa al ver entrar á mi querida Jengibre. El mozo que la conducía le quitó la cabezada y la dejó allí. Dando un relincho de alegría, corrí á su encuentro; los dos nos manifestamos igualmente contentos de vernos, y pronto comprendí que no había sido por complacernos por lo que la habían enviado á hacerme compañía. Muchas cosas me dijo acerca de lo que habían hecho con ella; pero el fin de todo fué que la arruinaron á fuerza de trabajo, y que la enviaban para ver si con un largo descanso podía re- ponerse.

Jorge, el hijo del Conde, era joven, y no oía consejos; duro para la silla, aprovechaba cuantas ocasiones se le presentaban de ir de cacería, y era sumamente descuidado para el caballo que montaba. Poco después de haber venido yo al potrero, hubo unas notables carreras y determinó correr en ellas con Jengibre. Aunque el mozo que la cuidaba le dijo que estaba un poco extenuada, y en manera alguna en disposición de correr, él no hizo caso, y Jengibre tuvo que competir con caballos famosos. El resultado fué que con el levantado espíritu que la distinguía, se esforzó hasta el mayor extremo, y si bien fué uno de los tres primeros, sus pulmones y su lomo se resintieron.

-Y así-continuó ella,-aquí nos vemos los dos, arruinados en lo mejor de nuestra edad y de nuestra pujanza, tú por causa de un borracho, y yo por las imprudencias de un tonto, lo cual es bien duro para nosotros.

Sentíamos en nuestro interior que ya no éramos lo que habíamos sido. Sin embargo, aquello no aminoró el placer de vernos uno al lado del otro; no galopábamos juntos, como otras veces, pero pacíamos y nos acostábamos, ó permanecíamos horas enteras, bajo la sombra de los limoneros, con nuestras cabezas unidas; y así transcurrió el tiempo hasta que la familia regresó de Londres.

Un día vimos entrar al Conde en el potrero, acompañado de York. Reconociéndolos en seguida, nos estuvimos quietos bajo un árbol, esperando que se nos acercasen. Nos examinaron minuciosamente, y el Conde pareció muy disgustado.

-He aquí mil y quinientos duros arrojados al viento, y que nadie ha de aprovechar-dijo ;-y lo que más siento es que son los dos caballos que mi antiguo amigo me vendió en la creencia de que en mi casa iban á estar tan bien como en la suya, y mira qué pronto han sido destruidos. A la yegua le daremos un año de descanso, y veremos el efecto que le produce; pero en cuanto á Azabache, es preciso venderlo. por más que lo siento mucho, pues en muis caballerizas no puede haber un animal con las rodillas en el estado que éste las tiene.

-Es cierto, señor-contestó York ;-pero podemos hallar para él un comprador que no se cuide mucho de la apariencia, y en cuyo poder sea bien tratado. Yo conozco un hombre en Los Barrios, dueño de un establecimiento de coches de alquiler, que con frecuencia necesita caballos buenos y de precio bajo, y que me consta los cuida bien. Las averiguaciones hechas á la muerte de Buitrago, disiparon toda duda acerca de las condiciones de este animal, y la recomendación del señor y la mía serán garantía suficiente para el comprador.

- -Escríbele, pues, York. Doy más importancia al lugar adonde vaya á parar, que al dinero que pueda recibir por su venta.

Después de esto, se fueron.

-Pronto te sacarán de aquí-dijo Jengibre, cuando nos quedamos solos,-y yo perderé el único amigo que tengo, siendo lo probable que nunca nos volvamos á ver. ¡Este mundo es cruel!

Una semana después de esto, vino Guillermo, me puso una cabezada que al efecto traía, y me llevó consigo, sin darme tiempo siquiera para despedirme de Jengibre. Relinchamos ambos, cuando yo iba saliendo, y ella corrió ansiosa al costado de la cerca, llamándome mientras pudo oir el sonido de mis pisadas.

El dueño del establecimiento de carruajes de alquiler atendió la recomendación de York, y me compró. Tenían que enviarme por el ferrocarril, cosa nueva para mí, y que requería una buena dosis de valor la primera vez; pero cuando me desengañé de que los resoplidos, encontrones y silbidos del tren, y más que nada la trepidación de la jaula en que me colocaron, no me hacían ningún daño, lo tomé con resignación.

Al llegar á mi destino me encontré en una cuadra bastante buena, aunque no era tan agradable y ventilada como las que yo estaba acostumbrado á ocupar. El piso estaba en declive, en vez de ser plano, y como me amarraban corto el ronzal y mi cabeza tenía que estar pegada al pesebre, me veía obligado á permanecer siempre en pie, lo que era sumamente incómodo. El hombre parece que no quiere comprender que, si el caballo goza de alguna libertad en la cuadra y puede moverse en todas direcciones, se halla mejor dispuesto para el trabajo. Sin embargo, el alimento era bueno, la limpieza excelente, y todo me hacía ver que mi nuevo amo cuidaba sus caballos lo mejor que podía. Tenía muchos carruajes de todas clases para alquiler. Unas veces me guiaban sus cocheros, y otras, el señor ó señora que los alquilaba era el que lo hacía por sí mismo.