Azabache/XIII
XIII
PASCUAL BUITRAGO
Preciso es que diga algo acerca de Pascual Buitrago, el hombre que quedó hecho cargo de las caballerizas y cocheras del Conde, durante la ausencia de York en Londres. No era posible encontrar una persona más entendida en el negocio que él, y cuando no estaba bajo la influencia de la bebida, no podía pedirse más en cuanto á lealtad é inteligencia. Era además suave con los caballos, y muy conocedor de ellos, hasta para curarlos en sus enfermedades, pues había vivido dos años con un veterinario. Era un cochero de primera clase, que lo mismo podía gobernar dos parejas, y una tanda, que una pareja sola. Su figura era arrogante, sabía algo de letras y tenía exquisitas maneras. Creo que todo el mundo lo quería, y con seguridad los caballos. Lo único que era de extrañar es que se hallase ocupando una posición secundaria, y no una plaza de primer cochero, como York; pero tenía un gran defecto, y este era su afición á la bebida. No era como otros borrachos, que beben constantemente; solía pasarse semanas, y hasta meses, sin probarlo, pero á lo mejor se desataba, y corría una orgía, según las palabras de York, en que se convertía en una desgracia para sí mismo, el terror de su mujer, y una inconveniencia para todo el que tenía que tratar con él. Era, sin embargo, tan útil, que, dos ó tres veces, York había echado tierra al asunto, evitando que llegara á conocimiento del Conde ; mas una noche que Pascual tuvo que conducir á un baile á varios de la familia, al volver estaba tan borracho, que uno de los caballeros tuvo que subir al pescante y conducir á las señoras á casa. Aquello, por supuesto, no pudo permanecer oculto, y Pascual fué despedido en el acto; su pobre mujer y pequeños hijos tuvieron que desalojar la bonita casa que ocupaban cerca de la entrada del parque, y guarecerse donde pudieron. El viejo Luciente me contó todo esto, que había sucedido hacía algún tiempo; pero, poco antes de mi llegada con Jengibre á la casa, Buitrago fué admitido otra vez, gracias á la intercesión de York con el Conde, que tenía muy buen corazón, y á que el hombre prometió formalmente que nunca más volvería á tomar una gota siquiera, mientras estuviese en la casa. Cumplió tan bien su promesa, que York no titubeó en confiarle su plaza durante su ausencia, pues ningún otro era tan á propósito para el caso.
Nos encontrábamos á principios de abril, y la familia era esperada en todo el mes de mayo. El faetón ligero tenía que ser recompuesto, y necesitando el coronel Valcárcel regresar á su regimiento, se convino que Buitrago le acompañase en él á la estación de ferrocarril más inmediata, dejara allí el carruaje, y regresase á caballo; al efecto pusieron la montura en el faetón, y yo fuí el elegido para el viaje. Cuando el coronel se despidió de Buitrago en la estación, le dió una moneda y le dijo:
-Cuida á la señorita, Pascual, y no permitas que nadie monte á Azabache; consérvalo en buen estado para ella.
- Dejamos el faetón en el taller, y Buitrago me condujo á la posada del León blanco, encargando al mozo que me cuidase bien, y que me tuviera listo para las cuatro de la tarde. En el camino se había desprendido un clavo de una de mis herraduras delanteras, pero el mozo no lo notó hasta que eran cerca de las cuatro. Buitrago no regresó hasta las cinco, y entonces fué para decir que no partiría hasta las seis, pues se había encontrado con unos antiguos amigos. El mozo le hizo saber lo del clavo, y le preguntó si quería ver lo que era.
-No-contestó 1
L
Buitrago; eso no es nada, cuando lleguemos á casa lo veré.
Hablaba dando voces, y de una manera descompuesta, pareciéndome muy extraño en él, que tan cuidadoso era con respecto a la falta de clavos en nuestras herraduras, y hasta cuando se aflojaban, que no diera importancia á lo que dijo el mozo. No vino á las seis, ni á las siete, ni á las ocho, y cuando, cerca ya de las nueve, se presentó, se me acercó dando gritos y pronunciando palabrotas. Venía, al parecer, de muy mal talante, y ultrajó al mozo, aunque no pude saber por qué.
Cuando salíamos de la posada, el dueño estaba á la puerta, y le dijo:
-Vaya con cuidado, señor Buitrago.
El le contestó de muy mal modo, con un juramento.
Azabache.-10 Apenas nos hallábamos fuera del pueblo, cuando me puso al galope, y luego al escape, castigándome sin cesar con el látigo, aunque yo iba á toda carrera. La luna no había salido aún, y la noche era obscura. El camino estaba lleno de piedras, por haber sido recompuesto recienteVol. 377 mente; y corriendo yo sobre ellas á aquel paso, mi herradura empezó pronto á aflojarse, y cuando estábamos cerca del portazgo sentí que se desprendió.
- Si Buitrago se hubiera hallado en su cabal juicio, habría comprendido en mis movimientos que algo me ocurría; pero se hallaba demasiado borracho para notar nada.
Pasado el portazgo había un largo trozo de camino en el que las piedras eran tan cortantes, que ningún caballo hubiera podido ser conducido de prisa sin riesgo de lastimarlo. Sobre aquel terreno, con una herradura de menos, me vi obligado á correr cuan veloz podía, recibiendo al mismo tiempo fuertes latigazos de mi jinete, que con gritos é imprecaciones me instigaba á que corriera aún más. Por supuesto, mi pie descalzo sufrió horriblemente ; mi casco se destrozó por completo, y las cortantes piedras me laceraban la ranilla, produciéndome unos dolores insoportables.
Aquello no podía continuar; no hay caballo en el mundo que, en semejantes circunstancias pueda correr; di un traspiés, y caí sobre ambas rodillas. Buitrago voló por encima de mis orejas, y, debido á la velocidad de mi carrera, su caída debió ser violentísima. Me levanté en seguida, y cojeando, me eché fuera del camino, buscando el sitio que estaba limpio de aquellas piedras.
La luna acababa de asomar por encima de las cercas, y á su luz pude ver á Buitrago tendido en el suelo, á pocas varas de mí. Hizo un ligero esfuerzo para levantarse, pero volvió á caer desplomado, dando un profundo gemido. Yo también debería gemir, pues mis dolores eran intensos, tanto en el casco como en las rodillas; pero los caballos acostumbramos sufrir nuestras penas en silencio. Me estuve quieto, sin hacer el más pequeño ruido, y escuchando. Oí un más profundo gemido de Buitrago; pero, aunque la luna brillaba espléndidamente, y yo podía verlo bien, no observé que hiciera el más ligero movimiento. Nada podía yo hacer por él ni por mí.
Escuché con ansiedad por si oía algún ruido de herraduras, de ruedas, ó de pasos, pero, nada.
Aquel camino era poco frecuentado, y á semejante hora de la noche era probable que en mucho tiempo no recibiera auxilio alguno. Era una tranquila y apacible noche de abril, y reinaba una calma profunda, interrumpida sólo, de cuando en cuando, por algunas notas bajas de un ruiseñor, y por el ruido de las alas de alguna lechuza que cruzaba rápidamente por encima de la cerca. Pensé en mis noches de verano de otros tiempos, cuando reposaba tranquilo al lado de 1 mi madre, en la verde y querida pradera de la granja de mi amo el señor Grey.
Debía ser ya cerca de media noche cuando oí á gran distancia el ruido de las herraduras de un caballo. Se apagaba algunas veces, y volvía á oirse más claro de nuevo, y más cerca. El camino que conducía á casa cruzaba á través de terrenos que pertenecían al Conde, y el ruido sonaba en aquella dirección, lo que me hizo abrigar esperanzas de que alguien venía en nuestra busca. Cuando se oyó más claro y más cercano, estuve casi seguro de conocer los pasos de Jengibre; se aproximó un poco más y conocí que venía enganchada en el dog-cart. Relinché fuerte, y fué inmenso mi placer al oir que era contestado por otro relincho de Jengibre y por voces de hombres. Se aproximaron despacio por sobre las piedras, y se detuvieron ante el obscuro bulto que yacía en el suelo. Uno de los hombres saltó del carruaje y se inclinó para reconocerlo.
-¡Es Pascual !-dijo,-¡y no se mueve!
El otro se apeó también, y se inclinó igualmente.
- -¡Está muerto !-exclamó ;-¡ mira qué frías tiene las manos!
Lo levantaron y se convencieron de que estaba muerto efectivamente, con todo el cabello empapado en sangre. Lo volvieron á poner en el suelo, y vinieron adonde yo estaba. Pronto vieIron el estado de mis rodillas.
¡Cómo! ¡ el caballo ha caído y lo ha despedido! ¿Quién había de creer eso en Azabache?
Y el hecho debe haber ocurrido hace horas. | Es 1 también extraño que el caballo no se haya movido de aquí!
Guillermo, uno de los criados, intentó hacerme andar; di un paso, y casi volví á caer.
-¡Calle ! no es sólo lo de las rodillas; tiene el casco hecho pedazos; ¡ no es extraño que el pobre animal se haya caído! Lo que te digo, Nicolás, es que se me figura que la conducta de Pascual no está clara. Conducir un caballo con una herradura de menos, por un camino tan lleno de piedras... si Pascual hubiera estado en su cabal juicio, creería yo eso lo mismo que si me dijeran que lo había llevado por encima de la luna.
Esto debe haber sido la repetición de la historia de otros tiempos. ¡Pobre Susana! Estaba muy pálida cuando vino esta tarde á preguntarme si había regresado Pascual, y me suplicó que fuera á buscarlo. ¿Y qué haremos ahora? Tenemos que llevar á casa el cadáver y el caballo, lo cual no deja de ofrecer dificultad.
Discutieron el asunto, hasta que por fin acordaron que Guillermo me condujese á mí, y que Nicolás se hiciera cargo de conducir el cadáver en el carruaje. Les costó trabajo ponerlo allí, pues temían que Jengibre no se estuviese quieta, y no había quien la sujetase, pero ella, que comprendió tan bien como yo lo que sucedía, se estuvo inmóvil como una piedra, cosa que me sorprendió, pues tenía el defecto de ser muy impaciente cuando estaba parada. Nicolás salió andando muy despacio con su triste carga, y Guillermo vino á reconocer mi casco otra vez; sacó su pañuelo, lo lió fuertemente á él, y de este modo emprendimos el camino para casa.
Nunca olvidaré aquel trayecto, que era de más de tres millas. Guillermo me conducía con el mayor cuidado, y yo, cojeando, y con la mayor dificultad, pues los dolores que sentía eran intensos, caminé, animado por sus halagos y palabras de cariño, con que me demostraba lo que lo afligían mis sufrimientos.
- Llegué por fin á mi pesebre, donde comí un poco de maíz. El mismo Guillermo me envolvió las rodillas en unos paños húmedos, me puso en el casco una cataplasma de salvado para llamar afuera el calor y conservarlo limpio, mientras venía el veterinario por la mañana, y con eso me acosté sobre la paja, logrando conciliar el sueño, á pesar de los dolores.
Al día siguiente, el veterinario, después de 151 reconocer mis heridas, dijo que creía que no había lesión en la coyuntura, y que por lo tanto esperaba que no sería inutilizado para el trabajo, aunque conservaría siempre las cicatrices en las rodillas. Hicieron cuanto estuvo en su poder para practicar una buena cura, que fué larga y dolorosa. Se formó lo que ellos llamaron carne muerta, que me quemaron con cáusticos, y cuando todo estuvo cicatrizado, me aplicaron un ungüento en ambas rodillas, para procurar hacer crecer el pelo otra vez.
Como la muerte de Buitrago había sido repentina, y nadie la había presenciado, se practicó una averiguación judicial. El dueño y los mozos de la posada del León blanco, y algunos otros individuos, declararon que aquél estaba borracho cuando salió de allí; el guarda del portazgo dijo que nos había visto cruzar á todo escape, y á Pascual arreándome con el látigo; y unido á todo esto el haber hallado mi herradura entre las piedras, fué suficiente para evidenciar lo ocurrido, quedando yo libre de toda culpa.
Todo el mundo compadecía á Susana, que estaba casi trastornada, repitiendo sin cesar :
¡Oh! ¡ era muy bueno!... Esa maldita bebida es la causa de todo. ¿Por qué no prohibirán su venta? Oh, Pascual, Pascual !
- Así estuvo hasta que lo enterraron, y después no teniendo bienes, ni parientes, y viéndose obligada á abandonar, con sus seis pequeños hijos, la linda casita bajo los nogales, fué á parar á un triste asilo de caridad.