Aurelio Aguirre
Nota: Se han modernizado algunos acentos.
De la serie: POETAS CONTEMPORÁNEOS.
En una apacible mañana del último mes de setiembre, dejaba vagar el pensamiento en ese mar sin límites ni orillas que llaman imaginación, como vagaba la vista por la extensión del Océano que venía a postrarse vencido, bordándolas con orlas de espuma, en las rocas graníticas que sirven de asiento a la tan renombrada torre de Hércules ó Faro brigantino, orgullo de los hijos de la Coruña: torre romana del bajo imperio que ha visto cubrir su esqueleto con nuevos revestimentos, y adornar su venerable ancianidad en su parte interior con un vestido de papel pintado. Abstraido estaba en pensamientos vagos, indeterminados que a la vista del firmamento y del océano se sucedían en mi cabeza como las olas del mar sobre la arena, cuando al seguir las sinuosas vueltas de aquella orilla formada de peñascos y precipicios, quedó fija mi vista en el hueco de unas rocas donde el mar penetraba en apacible remanso.
Allí las olas resguardadas de los vientos por las piedras que señalaban la entrada del pequeño golfo, parecian adormirse al suave murmullo que producían, blandamente avanzando sobre la menuda arena. Y sin embargo, a la vista de aquel apartado lugar, no sé por qué sentí oprimido mi corazón de un vago sentimiento de melancolía. Habia oído contar una historia, bien triste a la verdad, a mi paso por el Ferrol, y al ver aquella playa, que me dijeron llamarse de San Amaro, recordé la temprana muerte de un poeta al que sin conocer había llorado escuchando su trágico fin.
Pregunté, y en efecto, mi corazón no se engañaba. Allí, a corta distancia de la torre de Hércules, el coloso romano vio morir a sus pies otro coloso de inspiración poética, que apenas daba los primeros sazonados frutos de su sentimiento y de su inteligencia, dejó rota en la playa de San Amaro su arpa de oro... El 29 de julio último las olas arrojaron a la orilla el cadáver de un hombre, que al buscar en las claras ondas frescura y consuelo para su ardiente sangre, encontró la muerte, que ó ellas traidoras le guardaban como envidiosas de su grandeza, ó que le dio su misma sangre agolpándose abrasada a su cerebro ardiente. [1] Aurelio Aguirre, el poeta de corazón y de fe, el hijo entusiasta de su patria, el consuelo de sus hermanos, el delicado amante de una mujer desgraciada, el cantor de la inocencia y de la virtud, dejaba de existir, cuando apenas las flores habían vestido sus galas primaverales veinte y cinco veces, desde el día en que Dios le envió al mundo para endulzar las penas con sus cantares. Aquella inteligencia poderosa dejó de dar sus espléndidos destellos para anegarse en el piélago de luz de la eterna vida, donde únicamente podía encontrar digno reposo su espíritu entusiasta.
¿Queréis saber su historia? ¿Queréis buscar en ella alguno de esos hechos que tanto llaman la atención del mundo con su pompa deslumbradora? No los hallareis: Aurelio Aguirre nació para ser poeta; para sentir y para cantar; para ver al hombre y a la sociedad con la penetrante mirada del genio, y a una y otra ofrecerle consuelo en sus cantares. No nació para ser el ostentoso girasol de los jardines, que alzándose orgulloso con su fastuoso ropaje, no tiene sino sombras para las humildes plantas que crecen a su lado y ni un solo perfume que entregar a las auras. Nació para ser la púdica violeta de los valles, que bajo la ancha hoja que la cubre esparce tesoros de aroma que llevan en sus alas las brisas del consuelo.
Su historia no es la historia del hombre como la comprende la sociedad. Es la historia del sentimiento, porque el sentimiento de lo bueno, delo grande y de lo bello, es la poesía, y Aguirre era poeta, y nada mas podía ser que poeta.
Natural de Santiago de Galicia, esa ciudad tan pobre hoy como rica de monumentos y gloriosos recuerdos, el 23 de abril de 1833, bautizado en la iglesia de San Andrés Apóstol, había tenido por padres al honrado comerciante don Ángel Aguirre y a doña Josefa Galarraga, que desde las provincias vascongadas, de donde eran naturales, habíanse establecido en la ciudad compostelana.—Apenas sus tiernos labios pronunciaban el dulce nombre del autor de sus días, cuando la orfandad meció sus negras alas sobre su cuna... Aurelio a los cuatro años era huérfano de padre, y las primeras frases que tradujeron su sentimiento, fueron consuelos para su madre.
A los nueve años la instrucción primaria había presentado a la poderosa mirada del niño, el ancho camino que a la luz de la gloria debía seguir el hombre. La universidad compostelana le abrió sus puertas. Durante cinco años bebió en sus aulas con ansiedad creciente ricos tesoros de literatura y filosofía en los cinco de la segunda enseñanza, recibiendo el grado de bachiller en esta facultad. En los tres años siguientes estudió el preparatorio para jurisprudencia, y a los diez y siete tenía aprobados los dos primeros de esta dignísima carrera, que sin embargo, con sus precisas reglas y severos estudios se prestaba poco al vuelo de su ardiente fantasía. Aurelio nació para ser pintor ó poeta; y en vano es querer torcer el curso de los decretos del Altísimo.
Durante los años 1846 y 1847, cursó con incansable afán en la Academia de dibujo de Santiago, y más de una vez sus obras de arte como sus poesías llamaron la atención de los que las admiraban viendo en ellas la vigorosa infancia de un genio superior.—A excitación del ilustrado catedrático de la universidad compostelana, el doctor don Pablo Zamora, volvió a la carrera que había emprendido, y como el talento donde quiera brilla, aunque fuera de la senda a que le llamaba su vocación, el poeta fue aprovechado alumno de tercero y cuarto de jurisprudencia, último año que acababa de estudiar cuando le arrebató la muerte.
Esa es su historia social. Un modesto estudiante que acata las indicaciones de los que juzga superiores a él, y sigue con aprovechamiento una carrera a la que no le llama su inclinación ni le lleva su genio. Y sin embargo, en medio de su vida de estudiante, tan monótona y regular, vedle alzarse en alas de su inspiración a conquistar el lauro de poeta que entreviera en sus sueños de niño.
Ese joven imberbe, de mirada penetrante, pero ligeramente melancólica, frente espaciosa que surca una precoz arruga de sufrimiento ó de meditación, que vestido con modesto traje se cubre con los anchos pliegues de una corta capa, es Aurelio Aguirre. Su derecha mano sujeta distraida el cuello de la capa, y apoya la siniestra en un libro; que ellos eran sus eternos compañeros. Por un sentimiento artístico, muy propio de su genio, aborrecía los incalificables trajes que para nuestro sexo ha inventado el siglo XIX, y por eso llevaba siempre la airosa capa que tan bien se prestaba por otra parte a su natural modestia.—Su única distracción durante las horas que le dejaban libres las aulas, era difundir los conocimientos entre las clases pobres enseñándolas a leer y escribir; y conociendo que la prostitución es con harta frecuencia compañera inseparable de la ignorancia, entre las que de él recibían tan útil enseñanza, se contaban algunas de esas desgraciadas, que respiran su álito emponzoñado. No fue una sola la que después de escucharle, sintiendo renacer en medio de su abyección el sentimiento de su dignidad y de su pudor perdido, abandonó la vergonzosa senda para volver al difícil pero hermoso camino de la virtud.
Conocedor del mundo y de sus falsas pompas, había visto bajo el lujo y brocados con que cubren sus asquerosas formas la ambición y las bajas pasiones, la verdad de la farsa; y llevando hasta el extremo estas ideas, huía de la alta sociedad, en tanto que abrasado por caridad ardiente hacia los desgraciados, era su ángel consolador, viéndosele más de una vez entregarles cuanto dinero poseía. Donde quiera que había una lágrima que enjugar, un dolor que compartir, una miseria que socorrer, allí estaba incansable el joven Aurelio. Por eso sus amigos le amaban tanto, los desvalidos le bendecían, los que sufrían le buscaban, y su tierna madre lloraba enternecida cada vez que oía referir algún nuevo acto de abnegación ó de virtud de su amante hijo. Gallego de nacimiento y de corazón amaba con entusiasmo a su patria, y con su talento y con sus obras aumentaba una brillante hoja a la rica corona de recuerdos y glorias que ciñen la noble frente de la desgraciada Galicia. Ese país de tan pintorescos valles y tan fértiles montañas; ese país, tan digno como ridiculizado por una lamentable vulgaridad; ese país, cuyos hijos se juzgan por los desgraciados mozos de cordel que arranca una organización viciosa de aquel antiguo reino, a la agricultura y a la industria, y que sin embargo, en el pasado y en el presente, ha ofrecido ejemplos numerosos de genio y de sabiduría; ese país, del que por la preocupación social ocultan al preguntarles por su patria, ó dicen con cierto rubor «soy gallego:» ese país, que sin embargo tiene hermosos puertos y ciudades mercantiles é industriales como la Coruña y Pontevedra; monumentos y establecimientos notables de enseñanza en Santiago; recuerdos que pudieran causar envidia a Herculano y Pompeya en Lugo, departamentos marítimos como el Ferrol, y sobre todo, que ha dado a España sabios como Feijoo, Fernando Boan y el P. Isla; prelados como el obispo Gelmirez y Alonso de Fonseca, protector de las ciencias en Santiago, y navegantes como los hermanos Rodales y Pedro Sarmiento.—Ese país, ha mecido la cuna de artistas como Villamil, Francisco Moures, Felipe Castro y Gregorio Hernández en nuestros días, y hombres de ciencias y literatos como Pastor Díaz, Colmeiro, Rua Figueroa y Neira de Mosquera; y de poetas jóvenes llenos de inspiración como Ricardo Puente Brañas, Miguel Murguía y el desgraciado Aurelio Aguirre. Aguirre, cuyo nombre ha despertado en mi corazón el recuerdo de las glorias de Galicia, y un sentimiento de indignación contra los que sin estudiarla la desdeñan...[2]
Ya conocéis a Aurelio: ya os he presentado al hombre social y al hombre moral, y en verdad que de uno ó de otro modo digno es de admiración como de seguir su ejemplo. Ahora nos resta conocer al poeta, y para eso tenemos que estudiar sus obras. En ellas vereis su genio como en su vida habeis podido apreciar su corazón. Pero antes de que entremos a hacer su estudio, quiero deciros una historia, triste y melancólica como el recuerdo del bien que fue. Oídla, que es una historia de dolor, y el dolor debe hallar eco siempre en las almas buenas.
Cerca de la Coruña, a poca distancia de la ciudad, vivía una joven que con la espansiva efusión del amor verdadero, amaba a un hombre que había hecho llegar hasta su oído las frases del amor más intenso. El amante vivía en la Coruña; y todas las mañanas cuando apenas el candescente disco del sol se alzaba de las ondas vistiéndolas su manto de púrpura y oro, se dirigía por el camino que pasa al pie de la torre de Hércules, y hallaba a la amada que venía a encontrarle, y a escuchar de sus labios las tiernas frases de su profunda pasión, ¡Cuántas veces las brisas marinas se alejaron repitiendo un canto de amor que el doncel repetía a la elegida de su alma, ó un juramento de ternura eterna, al despedirse la hermosa para volverse a ver al siguiente día! ¡Cuántas promesas, cuántos sueños de gloria y de noble ambición! ¡Cuántas plegarias por su felicidad! ¡Cuántas luchas y cuántas esperanzas! ¡Qué tesoros de amor y sentimiento si las rocas de la playa ó la gigante mole del faro pudiesen repetir cuanto escucharon en aquellos momentos de ventura y de felicidad, iluminados por el sol naciente y arrullados por el solemne ruido de las olas del Océano, digno eco del amor de un genio y la mujer que le comprende!...
Una mañana, la hermosa adelantaba anhelando llegase el momento de escuchar a su amado, cuando llamaron su atención las voces de unas pobres pescadoras que avanzaban por su mismo camino en dirección contraria. Creyó entender lamentaban alguna reciente desgracia, y como su corazón era bueno, como el de que sabe lo que es amor, dirigióse a las pobres mujeres, y preguntóles la causa de su llanto.
—Qué ha de ser, señora, respondiéronla, sino que un caballero se entró a bañar allá bajo y no ha vuelto a salir.
—¡Pobre señorito, repuso otra! quién lo había de decir cuando en Santiago enseñó a leer a mi hijo.
—¡Dios mío! gritó la hermosa, y rápida como el pensamiento se precipitó a la playa de San Amaro. Cuando llegó, las aguas arrojaban un cadáver. Era su amante. Era el poeta Aurelio Aguirre.
Aquella mujer era cristiana, y por eso vive, si vivir es arrastrar una triste existencia minada por el sufrimiento. Lo que en la mañana del 29 de julio pasó en su corazón, solo sufriéndolo se puede comprender...
Hoy la madre y la amada lloran unidas la muerte del poeta.
Dios las consuele, que solo Dios puede consolar ciertos dolores.
- ↑ (1) Aun es cuestionable si Aurelio Aguirre al tomar un baño en la playa de San Amaro en la Coruña, el día 29 de julio último murió ahogado, ó si pereció victima de un ataque cerebral.
- ↑ (2) No se crea que el autor de las presentes líneas habla en defensa de Galicia, porque el amor de patria le impulsa a ello. En extremo opuesto, al Sur de España, en las costas de Andalucía, vio la luz del sol, y en sus establecimientos de enseñanza y en Castilla ha hecho sus estudios. Ningún vínculo le liga con los gallegos, ni obedece a otro impulso al escribir su pluma, que al sentimiento de la justicia, olvidado por la generalidad de los españoles al hablar de estas provincias del Norte de nuestra península.