Atalaya de la vida humana/Libro III/VIII

VII
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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Sacan a Guzmán de Alfarache de la cárcel de Sevilla para llevarlo al puerto a las galeras. Cuenta lo que pasó en el camino y en ellas

Galeote soy, rematado me veo, vida tengo de hacer con los de mi suerte, ayudarles debo a las faenas, para comer como ellos. Híceme de la banda de los valientes, de los de Dios es Cristo. Púseme mi calzón blanco, mi media de color, jubón acuchillado y paño de tocar, que todo me lo enviaba mi dama con esperanzas que aún había de pasar aquel tiempo y había de tener libertad. Con esto y cobrando mis derechos de los nuevos presos, pasaba gentil vida y aun vida gentil; que tal es la de los tales como yo cuando se hallan allí en aquel estudio. Cobraba el aceite, prestaba sobre prendas, un cuarto de un real por cada día. Estafaba a los que entraban. Dábales culebras, libramientos y pesadillas. Porque allí, aunque se conoce a Dios, no se teme. Tiénenle perdido el respeto, como si fueran paganos. Y por la mayor parte los que vienen a semejante miseria son rufianes y salteadores, gente bruta, y por maravilla cae o por desdicha grande un hombre como yo. Y cuando sucede acaso es que le ciega Dios el entendimiento, para por aquel camino traerlo en conocimiento de su pecado y a tiempo que con clara vista lo conozca, le sirva y se salve.

Hubo en mi tiempo un rufián, que, teniéndolo sentenciado a muerte y puesto en la enfermería para sacarlo el día siguiente a justiciar, viendo jugar en tercio a los que lo guardaban, se levantó del banco y se fue para ellos como pudo, con sus dos pares de grillos y una cadena. Y preguntándole dónde iba, dijo: «Acá me vengo a pasar el tiempo un rato.» Los guardas le dijeron que se ocupase rezando y encomendándose a Dios, y respondióles: «Ya tengo rezado cuanto sé y no tengo más que hacer. Barajen y echen por todos y tráigase vino con que se ahogue aquesta pesadumbre.» Dijéronle ser muy tarde, que ya estaba cerrada la taberna, y dijo: «Díganle a ese hombre que es para mí. Basta, no digan más y juguemos. Que juro a Cristo que no entiendo en lo que ha de parar este negocio.» A este son bailan todos. Otros hay que se mandan hacer la barba y cabello para salir bien compuestos, y aun mandan escarolar un cuello almidonado y limpio, pareciéndoles que aquello y llevar el bigote levantado ha de ser su salvación. Y como en buena filosofía los manjares que se comen vuelven los hombres de aquellas complexiones, así el trato de los que se tratan. De donde se vino a decir: «No con quien naces, sino con quien paces.»

Ya yo era uno destos y, como bárbaro, quería ocupar un poco de dinerillo que tenía en alquilar uno de aquellos bodegones de la cárcel, mas temiendo el día que pudieran tocar a el arma y por no dejar perdido el empleo, no lo hice y acertélo. Que, como ya hubiese número de veinte y seis galeotes y trujésemos inquieta la cárcel, temió el alcaide no le hiciésemos algún guzpátaro por donde nos despareciésemos. Hizo diligencia en descargarse de nosotros. Un lunes de mañana nos mandaron subir arriba y, dando a cada uno el testimonio de su sentencia, nos fueron aherrojando y, puestos en cuatro cadenas, nos entregaron a un Comisario que nos llevase nuestro poco a poco, un rato a pie y otro paseándonos. Desta manera salimos de Sevilla con harto sentimiento de las izas, que se iban mesando por la calle, arañándose las caras, por su respeto cada una. Y ellos, los sombreros bajos encima de los ojos, iban como corderos mansos y humildes, no con aquella braveza de leones fieros que solían, porque no les valía hacerlos.

No puedo negar haberlo sentido mucho, acordándome de tanto tiempo bueno como por mí pasó y cuán mal supe ganarlo. Vínome a la memoria: «Si esto se padece aquí, si tanto atormenta esta cadena, si así siento aqueste trabajo, si esto pasa en el madero verde, ¿qué hará el seco? ¿Qué sentirán los condenados a eternidad en perpetua pena?» En esta consideración pasé las calles de Sevilla, porque ni mi madre me acompañó ni quiso verme y solo fue, solo entre todos. Caminábamos a espacio, según podíamos, y era harto poco. Porque, cuando yo iba libre, quería detenerse mi compañero a lo que le hacía necesario. El otro iba cojo de llevar el pie descalzo y todos los más muy fatigados. Éramos hombres y, como tales, en sentir ninguno se nos aventajaba.

¡Oh condición miserable nuestra y a cuántos varios y miserables casos estamos obligados! Llegamos a las Cabezas, y al salir dellas una mañana, ya que tendríamos andado poco más de media legua, devisó uno de nosotros a un mozuelo que venía hacia el pueblo con una manada de lechoncillos de cría y, pasando la palabra de uno en otros, nos pusimos en ala, como si fueran las galeras del turco, y, hecho de todos una media luna, les acometimos de tal orden que, cerrando los cuernos delanteros, nos quedaron en medio y, a bien librar del mozuelo, venimos a salir a lechón por hombre. Bien que dio gritos, haciendo exclamaciones, pidiéndole a el Comisario que por un solo Dios nos los mandase volver; mas él se hizo sordo, como quien había de ser el mejor librado, y nosotros pasamos adelante con la presa. Cuando a la venta llegamos a sestear, quisiera el Comisario que partiéramos del hurto con él, que, pues había sido consentidor, tenía la misma parte que cualquier agresor. Mandó le asasen uno, y sobre cuál había de dar el suyo se levantaba un alboroto de la maldición, porque no había en todos nosotros tres que tuviesen uso de razón. Cuando vi el motín y que pudiera justamente hacerme a mí más cargo, por de más entendimiento, dije:

-Señor Comisario, aquí tiene Vuestra Merced el mío a su servicio. Si gustare dello, pues hay harta gente de guarda, mande Vuestra Merced que me deshierren, que yo lo aderezaré de mi mano, que aún reliquias me quedaron de tiempo de un buen cocinero.

Agradecióme mucho el cumplimiento y dijo:

-Verdaderamente, después que vienes a mi cargo, he reconocido en ti cierta nobleza, que debe proceder de alguna buena sangre. Yo te agradezco el presente y holgaré comerlo como lo tienes ofrecido.

Sacóme de la cadena y, encomendándome a las guardas, pedí el recabdo que fue necesario y, según el malo que allí había, no pude más sazonarlo bien de asado con sus huevos batidos y sal. Quisiérale hacer algún relleno, mas faltó lo necesario. Hícele una salsa de los higadillos, que le supo muy bien. Habían llegado en la misma ocasión unos pasajeros, los cuales no poco les pesó de hallarnos allí, por parecerles que aun las orejas no tenían seguras de nosotros. La mesa en que habían de comer era una banca larga, llegada junto a un poyo. La comida se aderezó para todos junta.

El Comisario les hizo cumplimiento. Sentáronse los tres a la hila y el uno dellos tomó su portamanteo y, poniéndolo a sus pies debajo de la mesa, puso también unas alforjas, en que traía queso, la bota del vino y un pedazo de jamón. Y para poderlo sacar mejor, desvió por delante un poco el portamanteo, dejando las alforjas entremedias del y de sus piernas. Yo, cuando vi que tanto se recataba, sospeché que no sin causa y, pidiéndole un cuchillo a la huéspeda, lo metí en el brazo por entre la manga, y poniendo un barreño grande con agua debajo de la mesa y en él una garrafa de vino a enfriar para servir al Comisario, cada vez que me bajaba para querer dar vino, trabajaba un poco en el portamanteo. Hasta que, habiéndole quitado las hebillas y dándole una gentil cuchillada, pegada con la cadenilla, saqué dél dos envoltorios pequeños y algo pesados. Los cuales acomodé por luego en los calzones y, volviendo a ponerle las hebillas, quedó todo cubierto, sin dejarse ver alguna cosa del hurto.

Acabaron de comer, alzóse la mesa, y hecha la cuenta, se fueron los forasteros y nosotros comenzamos a querer aliñar para también hacer lo mismo. Soto, mi camarada, iba en otra cadena diferente. Que no poca pena me daba no poder ir parlando con él. Mas, antes que me herrasen, lleguéme a él de secreto y dile los dos líos, que los guardase, para poder después en mejor ocasión saber lo que llevaban. Recibiólos alegremente y, matando su lechoncillo sin que se lo sintiese alguno, se los metió en el cuerpo y abocóle las asadurillas a la herida, de manera que no se cayesen y mejor pudiese tenerlos encubiertos. Ya, cuando me quisieron meter en la cadena, roguéle a el Comisario me hiciese merced en acomodarme con mi camarada y él de muy buena gana lo hizo. Sacó a uno de los de aquel ramal y trocónos. Íbamos caminando perezosamente, según costumbre. Y a pasos andados díjele a Soto:

-¿Qué os digo, camarada? ¿Dónde guardastes aquello?

Él, como si no me conociera ni le hubiera dado alguna cosa, se hizo tan de nuevas, que me hizo sospechar si acaso habría bebido al uso de la patria y estaba trascordado. Íbale haciendo recuerdos de cuando en cuando y él negaba siempre, hasta que, mohíno, me dijo:

-¿Venís borracho, hermano? ¿Qué me pedís o qué me distes, que ni os entiendo ni os conozco?

No puedo exagerar el coraje que allí recebí de semejante ingratitud en un hombre a quien yo tanto había regalado siempre, que bocado no comí sin que con él partiese, ni real tuve de que no le diese medio y que también había de tener en aquello su parte, que me negase amistad y lo que le había dado. Él era de mala digestión; alborotóse a mis palabras, desentonó la voz con juramentos y blasfemias, que obligaron a el Comisario a quererlo castigar con un palo. Yo, confiado en la merced que me hacía, le supliqué lo dejase, porque iba enojado. Y queriendo saber la causa de tanta descompostura y viendo que ya se quería quedar con todo, hice mi cuenta: «Si a el Comisario le digo lo que pasa, podrá ser que, ya que no todo, a lo menos partirá comigo y tocaré algo siquiera. No se ha de quedar este ladrón con ello, riéndose de mí.» Determinéme a contarle lo sucedido, que no poco se debió de holgar por la codicia que luego le nació de quitárnoslo a entrambos.

Mandóle a Soto que luego diese lo que le había dado. Nególo valentísimamente. Hizo que las guardas lo buscasen. Hicieron su diligencia y no le hallaron memoria dello. Creí que también él hubiese hecho lo que yo y dádolo a otro. Díjele al Comisario que sin duda lo habría rehundido entre los más que íbamos allí, porque real y verdaderamente yo se los di. Él, viendo que palabras blandas, amenazas ni otro algún remedio era parte a que lo manifestase, mandó hacer alto para hacerle dar tomento. Y como allí no había otros instrumentos más que cordeles, diéronselo en las partes bajas. Y en comenzando a querer apretar, por ser tan delicadas y sensibles y él que siempre fue de poco ánimo, confesó dónde los llevaba. Luego le quitaron el lechón -que aun también se quedó sin él-, y sacados los líos para ver lo que iba en ellos, hallaron en cada uno un rosario de muy gentiles corales, con sus estremos de oro, que debían ser encomiendas diferentes. Él se los echó en la faltriquera, prometiéndome hacer amistad por ello y darme lo que yo quisiere. Soto se indinó contra mí de manera que fue necesario volvernos a dividir, porque, aun divididos, le pusieron guadafiones a los pulgares en cuanto iba caminando, porque cuando hallaba guijarros me los tiraba.

Con este trabajo llegamos a las galeras a tiempo que las querían despalmar para salir en corso y, antes de meternos en ellas, nos llevaron a la cárcel, donde pasamos aquella noche con la mala comodidad que las pasadas, y allí peor, por ser estrecha y estar ocupada. Mas, como tal o cual, así la llevamos, y había de ser por fuerza, pues no podíamos, aunque quisiéramos, arbitrar ni escoger. Habló el Comisario con los oficiales reales. Vinieron con los de las galeras y el alguacil real y, habiéndonos ya reseñado y hecho nuestros asientos, dieron su recabdo del entrego a el Comisario y, diciéndome que me vería y lo haría bien comigo, tomó su mula y acogióse, que nunca más lo vi.

Para querernos pasar de la cárcel a las galeras, antes de sacarnos hicieron en ella repartimiento y a seis de nosotros nos cupo ir juntos a una, y -¡mis pecados, que así lo quisieron!- el uno dellos era Soto, mi camarada. Luego nos entregaron a los esclavos moros, que con sus lanzones vinieron a llevarnos y, atándonos las manos con los guardines que para ello traían, fuimos con ellos. Entramos en galera, donde nos mandaron recoger a la popa, en cuanto el capitán y cómitre viniesen, para repartirnos a cada uno en su banco, y, cuando llegaron, anduviéronse paseando por crujía, y los esforzados de una y otra banda comenzaron a darles voces, pidiendo que se les echasen a ellos. Unos decían que tenían allí un pobreto inútil, otros que cuantos había en aquel banco todos eran gente flaca. Y viendo lo que más convenía, me cupo el segundo banco, adelante del fogón, cerca del rancho del cómitre, al pie del árbol. Y a Soto lo pusieron en el banco del patrón. Diome pena tenerlo tan cerca de mí, por la enemistad pasada; que nunca más pudimos digerirnos el uno a el otro. Él a lo menos, que tenía corazón crudo. Porque yo jamás le negué amistad ni le había de faltar en lo que me hubiera menester. Mas él quisiera que, como el Comisario se alzó con todo, se lo hubiera dejado. Y lo hubiera hecho si tan mal pago creyera que había de darme.
Cuando me llevaron al banco, diéronme los dél el bienvenido, que trocara de buena gana por un bienescusado. Diéronme la ropa del rey: dos camisas, dos pares de calzones de lienzo, almilla colorada, capote de jerga y bonete colorado. Vino el barberote. Rapáronme la cabeza y barba, que sentí mucho, por lo mucho en que lo estimaba; mas acordéme que así corría todo y que mayores caídas habían otros dado de más alto lugar. Quité los ojos de los que iban delante y volvílos a los que venían detrás. Que, aunque sea verdad ser la suma miseria la de un galeote, no la hallaba tanta como mi primero malcasamiento, y consoléme con los muchos que semejante tormento quedaron padeciendo. El mozo del alguacil se llegó luego a echarme una calceta y manilla, con que me asió a un ramal de los más mis camaradas. Diéronme mi ración de veinte y seis onzas de bizcocho. Acertó a ser aquel día de caldero y, como era nuevo y estaba desproveído de gábeta, recebí la mazamorra en una de un compañero. No quise remojar el bizcocho, comílo seco, a uso de principiante, hasta que con el tiempo me fue haciendo a las armas.
El trabajo por entonces era poco, porque, como se concertaban las galeras y estaban despalmadas, no servía de otra cosa toda la guzma que de dar a la banda cuando nos lo mandaban, por que no se derritiese con el sol el sebo. Todo el vestido que metí en galera, lo junté y vendí. Hice dello algún dinerillo, el cual junté con otro poco que saqué de la cárcel, y no sabía cómo ni dónde poderlo tener guardado con secreto, para socorrer algunas necesidades que suelen ofrecerse, o para hacer algún empleo con que poder hallarme con seis maravedís cuando los hubiese menester. Y como ni allí tenía cofre, arca ni escritorio cerrado adonde poderlo guardar, me trujo un poco inquieto, sin saber qué hacer dél. En tenerlo comigo corría peligro de los compañeros; darlo a tercero ya tenía experiencia de la mala correspondencia. Todo lo veía malo. Hube de pensarlo bien y resolvíme que no podría darle mejor lugar y secreto, que arrimado con el corazón. Otros lo tienen adonde ponen su tesoro y púselo yo al revés. Busqué hilo, dedal y aguja, hice una landre, donde, cosiéndolo muy bien, lo traía puesto, como dicen, a el ojo, libre de sus amigos, enemigos míos, que siempre me lo andaban asechando, en especial un famoso ladrón, camarada mía de junto a mí, que no fue posible hurtarme dél a media noche y a escuras, para guardarlo en aquella parte; porque, cuando me sentía dormido, me visitaba todo al tiento y, como las alhajas no eran muchas, eran fácilmente visitadas. Recorrióme la mochila, el capote y los calzones, hasta que vino a dar con el almilla, que mejor la pudiera llamar alma, pues con aquel calor vivificaba la sangre con que la sustentaba. Su cuidado era mucho en robarme y no menor el mío en recelarme. Que, si alguna vez me la desnudaba, de tal manera la ponía, que fuera imposible, no llevándome a cuestas, podérmela sacar de abajo.
Con esta solicitud caminaba y estuve mucho tiempo, en el cual, como considerase que dondequiera que un hombre se halle tiene forzosa necesidad para sus ocasiones de algún ángel de guarda, puse los ojos en quien pudiera serlo mío; y, después de muy bien considerado, no hallé cosa que tan a cuento me viniese como el cómitre, por más mi dueño. Que, aunque sea verdad que lo es de todos el capitán como señor y cabeza, nunca suele por su autoridad empacharse con la chusma. Son gente principal y de calidad, no tratan de menudencias ni saben quién somos. También porque [lo] tenía por más vecino y como a tal pudiera regalarlo con facilidad, y por ser el que tiene mano y palo. Desta manera me fui poco a poco metiendo cuña en su servicio, ganando siempre tierra, procurando pasar a los demás adelante, tanto en servirlo a la mesa, como en armarle la cama, tenerle aderezada y limpia la ropa, que a pocos días ya ponía los ojos en mí. No pequeña merced recebía que se dignase de verme, pareciéndome cada vez que me miraba una bula o indulto de azotes y que me dejaba con esto absuelto de culpa y de pena. Mas engañarme, porque, como naturalmente son ásperos y se buscan tales para tal oficio, nunca ponen los ojos para considerar ni agradecer lo bueno, sino para castigar lo malo. No son personas que agradecen, porque todo se les debe. Matábale de noche la caspa, traíale las piernas, hacíale aire, quitábale las moscas con tanta puntualidad, que no había príncipe más bien servido, porque, si le sirven a él por amor, a el cómitre por temor del arco de pipa o anguila de cabo, que nunca se les cae de la mano. Y aunque sea verdad que no es aqueste modo de servir tan perfeto y noble como otro, a lo menos pone mayor cuidado el miedo. Entre unas y otras, cuando lo vía desvelado lo entretenía con historias y cuentos de gusto. Siempre le tenía prevenidos dichos graciosos con que provocarle la risa; que no era para mí poco regalo verle alegre la cara. Ventura tuve con él acerca desto y mereciólo mi buen servicio, porque ya no quería que otro le sirviese las cosas de su regalo, sino yo. En especial que tenía sobre ojos a un forzado que antes que yo le había servido. Porque, con tratarlo bien, siempre andaba desmedrado y cada día se iba más consumiendo. Dábale pena verlo, pues con tener mejor vida que los otros y tanto que le daba de comer de su mismo plato y de lo mejor, era como los potros de Gaeta, que, cuanto más bien los piensan, valen menos y son peores. Viéndonos juntos una tarde sirviéndole a la mesa, me dijo:

-Guzmán, pues tienes letras y sabes, ¿no me dirás qué será la causa que habiendo Fermín entrado en galera robusto, gordo y fuerte y habiéndole procurado hacer amistad, teniéndolo en mi servicio, no comiendo bocado que con él no lo partiese, tanto se desmedra más, cuanto yo más lo acaricio?

Entonces le respondí:

-Señor, para satisfacer a esa pregunta seráme necesario referir otro caso semejante a ése de un cristiano nuevo y algo perdigado, rico y poderoso, que viviendo alegre, gordo, lozano y muy contento en unas casas proprias, aconteció venírsele por vecino un inquisidor, y con sólo el tenerlo cerca vino a enflaquecer de manera, que lo puso en breves días en los mismos huesos. Y juntamente daré a entrambos la solución con otro caso verdadero, y fue desta manera: «Tuvo Muley Almanzor, que fue rey de Granada, un muy gran privado suyo, a quien llamaron el alcaide Bufériz, hombre muy cuerdo, puntual, verdadero y otras muchas partes dignas de su mucha privanza, por las cuales el rey lo amaba tanto y por la confianza que dél tenía, que ninguna dificultad en el mundo lo fuera para él cuando se atravesara de por medio su servicio. Y como lo[s] que aquesta gloria merecen son siempre invidiados de los indignos della, no faltó quien, oyéndole decir a el rey lo dicho, dijo: 'Señor, pues para que veas que no sale cierto lo que tanto encareces del alcaide, pruébalo en alguna dificultad que lo sea, y por la diligencia que para ello pusiere, conocerás de veras las de su alma para contigo.' Fue contentísimo el rey con esto y dijo: 'No sólo le quiero mandar cosa que sea dificultosa, mas aun será imposible.' Y mandándole llamar, le dijo: 'Alcaide, tengo que os encargar una cosa que habéis luego de cumplir so pena de mi desgracia, y es que os entregaré un carnero bueno y gordo, el cual tendréis en vuestra casa, dándole de comer su ración entera, como siempre se le ha dado, y más, si más quisiere, y dentro de un mes me lo habéis de dar flaco.'

El pobre moro, que otro no fue siempre su deseo que acertar a servir a su rey, aunque nunca creyó podría salir con un imposible semejante, no por eso desmayó y, recibiendo el carnero, lo hizo llevar a su casa, según se le había mandado; y, puesto a imaginar cómo saldría con su deseo, tanto cavó con el pensamiento, que vino a dar en una cosa muy natural, con que facilísimamente cumplió con el precepto. Hizo que le trujesen hechas dos jaulas, ambas de fuerte madera y de igual tamaño, las cuales puso cercanas la una de la otra y en ellas metió en la una el carnero y en la otra un lobo. Al carnero le daban su ración cumplidamente y a el lobo tan limitada, que siempre padecía hambre y así con ella procuraba cuanto podía, sacando la mano por entre las verjas, llegar adonde la del carnero estaba, por sacarlo della y comérselo. El carnero, temeroso de verse tan cercano a su enemigo, aunque comía lo que le daban, hacíale tan mal provecho, por el susto que siempre tenía, que no solamente no medraba, empero se vino a poner en los puros huesos. Deste modo lo entregó a su rey, no faltándole a lo por él mandado ni cayendo de su acostumbrada gracia.» Mi cuento sirve al propósito, acerca de haberse Fermín enflaquecido en la privanza, pues el temor que tiene de Vuestra Merced, a quien él tanto desea servir, le hace no medrar.

Cayóle al cómitre tan en gracia lo bien que le truje acomodado el cuento, que me hizo mudar luego de banco, pasándome a su servicio con el cargo de su ropa y mesa, por haberme siempre hallado igual a todo su deseo. No por aquella merced, que para mí fue muy grande, habiendo querido excusarme de las obligaciones de forzado, en usar los oficios de galera, dejé por solo mi gusto de acudir a ellos. Quise saber de mi voluntad; que alguna vez podían obligarme de necesidad. Enseñéme a hacer medias de punto, dados finos y falsos, cargándolos de mayor o menor, haciéndoles dos ases, uno enfrente de otro, o dos seises, para fulleros que los buscaban desta manera. También aprendí hacer botones de seda, de cerdas de caballo, palillos de dientes muy graciosos y pulidos, con varias invenciones y colores, matizados de oro, cosa que sólo yo di en ello.
Estando mi peso en este fiel, fue necesario salir a Cádiz mi galera por unos árboles y entenas, brea, sebo y otras cosas. Que fue aqueste viaje la primera cosa en que trabajé. Que, como era tan privado del cómitre, no me obligaban a más de lo que yo quería, y, como aquesta faena no fuese a mi parecer trabajosa, por no ir en alcance o de huida donde importan el trabajo y fuerzas, y por entre puertos de ordinario se boga descansadamente y sin azotes, como por entretenimiento, fui aguantando el remo, sólo por comenzar a saber lo que aquello era en alguna manera. Mas no fue tan poco ni fácil, que a causa de que traíamos remolcando los árboles y entenas, cuando llegamos a dar fondo, no viniese muy bien cansado y sudado, por no querer apartarme de allí ni dar ocasión a murmuración, dejando de la mano lo que una vez quise de mi gusto poner en ella. Fue aquesto causa que con facilidad aquella noche, después de acostado mi amo, me durmiese, dejándome caer como una piedra. Y dilo bien a entender a mis camaradas, pues lo que antes no me habían oído me sintieron entonces, que fue roncar como un cochino. El traidor de mi banco, el primero, como estaba cerca, oyóme y, llamando pasico a otro del mío, muy aliado suyo, le dijo su deseo y buena ocasión que había para hurtarme aquel dinerillo. Acomodáronse ambos, así en la manera del partirlo como del quitármelo, que hubieran salido muy bien con todo si yo no tuviera el padre alcalde. Quitáronmelo con mucha facilidad y luego pasó banco, pareciéndoles que por haber sido de noche y no sentidos de alguno, teniendo ambos firme la negativa, se quedarían con ello.
Después de amanecido, recordados ya todos, yo me levanté algo pesado del sueño, pero ligero de ropa. Porque aquel peso que solía tener encima de mi corazón, ya no lo sentía y pesábame mucho que no me pesase. Miré y hallé mi dinero menos. Quedé mortal, como un defunto. No supe qué hacer. Si callaba, lo perdía, y si hablaba, me lo habían de quitar. Ya me hallé desposeído dello de cualquier manera y entre mí dije: «Si quien me lo quitó no me ha de quedar agradecido ni por ello tengo de recebir dél algún beneficio, mejor será que lo goce quien, ya que se quede con ello, no dejará de hacerme algún reconocimiento, y juntamente con esto quedará castigado el que aqueste daño ha querido hacerme: a lo menos comerálo con dolor, cuando no saque dello algún otro provecho.» Cuando el cómitre se levantó de dormir y le di el vestido, hícele larga relación de mi desgracia, diciéndole cómo había sacado aquellos dinerillos de Sevilla y juntádolos con lo procedido del vestido que metí en galera, lo cual tenía guardado para socorro de algunas necesidades que suelen ofrecerse o para hacer empleo en algo que fuese aprovechado. Enseñéle con esto el falsopeto en que los tenía guardados, que dejaron la señal amoldada, como si fuera cama de liebre que se había levantado della en aquel punto.
Parecióle a el cómitre ser evidente verdad la que le decía y, dándome crédito por sólo aquel indicio y con el amor que me tenía, mandó poner en ejecución dos bancos de adelante y seis de atrás, donde viniendo el mozo del alguacil con el escandallo, le dieron a cada uno cincuenta palos de hurtamano, que les hicieron levantar los verdugos en alto, dejando los cueros pegados en él. Hacíanseles preguntas a cada uno de por sí de lo que sabían de vista o por oídas y, después de bien azotados, los lavaban con sal y vinagre fuerte, fregándoles las heridas, dejándolos tan torcidos y quebrantados, como si no fueran hombres. Cuando sucedió este hurto, acaso no dormía un forzado gitano y, cuando llegó su vez, que lo querían arrizar, dijo que había sentido a su compañero aquella noche antes levantarse y echádose sobre el otro banco mío, pero que no sabía para qué. Cuando el forzado sintió que hablaban dél y lo cargaban, se puso en pie, diciendo que se le había embarazado el ramal en los del otro banco y que tenía el pie de la manilla torcido y se había levantado para desenmarañarla. Mas, como la razón era flaca y no tal que pudiera ser admitida por excusa y más de quien tan bien los conoce, al momento lo arrizaron y diéronle muchos palos más que a los otros. Y fue tanto el coraje que cobró el cómitre con el mozo del alguacil, porque no se los daba con las ganas que él quisiera, que le mandó dar luego a él otros tantos, demás de otros muchos que le dio de su mano con un arco de pipa. Y con aquella ira volvió luego a mandar arrizar otra vez al delincuente, a quien bastaran los azotes ya pasados. Mas cuando se vio arrizar otra vez, creyó del cómitre que lo había de matar a palos hasta que confesase la verdad y tuvo por bien decirla de plano, quién y cómo tenía el dinero y la traza que se había tomado para quitármelo, excusándose lo más que podía, diciendo que bien descuidado estaba él dello, si no lo incitaran.

Fue muy mejorado en azotes por su culpa y volvieron el dinero, que fue de mí muy bien recebido de mano del cómitre, aconsejándome juntamente que lo emplease, aprovechándome dél, que mi comodidad sería muy de su gusto. Iba creciendo como espuma mi buena suerte, por tener a mi amo muy contento y, queriendo salir las galeras, que se habían de juntar con las de Nápoles para cierta jornada, salí a tierra con un soldado de guarda y empleé mi dinerillo todo en cosas de vivanderos, de que luego en saliendo de allí había de doblarlo, y sucedióme bien. Hice, con licencia de mi amo, de aquella ganancia un vestidillo a uso de forzado viejo, calzón y almilla de lienzo negro ribeteado, que por ser verano era más fresco y a propósito.

Ya con las desventuras iba comenzando a ver la luz de que gozan los que siguen a la virtud y, protestando con mucha firmeza de morir antes que hacer cosa baja ni fea, sólo trataba del servicio de mi amo, de su regalo, de la limpieza de su vestido, cama y mesa. De donde vine a considerar y díjeme una noche a mí mismo: «¿Ves aquí, Guzmán, la cumbre del monte de las miserias, adonde te ha subido tu torpe sensualidad? Ya estás arriba y para dar un salto en lo profundo de los infiernos o para con facilidad, alzando el brazo, alcanzar el cielo. Ya ves la solicitud que tienes en servir a tu señor, por temor de los azotes, que dados hoy, no se sienten a dos días. Andas desvelado, ansioso, cuidadoso y solícito en buscar invenciones con que acariciarlo para ganarle la gracia. Que, cuando conseguida la tengas, es de un hombre y cómitre. Pues bien sabes tú, que no lo ignoras, pues tan bien lo estudiaste, cuánto menos te pide Dios y cuánto más tiene que darte y cuánto mejor amigo es. Acaba de recordar de aquese sueño. Vuelve y mira que, aunque sea verdad haberte traído aquí tus culpas, pon esas penas en lugar que te sean de fruto. Buscaste caudal para hacer empleo: búscalo agora y hazlo de manera que puedas comprar la bienaventuranza. Esos trabajos, eso que padeces y cuidado que tomas en servir a ese tu amo, ponlo a la cuenta de Dios.
Hazle cargo aun de aquello que has de perder y recebirálo por su cuenta, bajándolo de la mala tuya. Con eso puedes comprar la gracia, que, si antes no tenía precio, pues los méritos de los santos todos no acaudalaron con qué poderla comprar, hasta juntarlos con los de Cristo, y para ello se hizo hermano nuestro, ¿cuál hermano desamparó a su buen hermano? Sírvelo con un suspiro, con una lágrima, con un dolor de corazón, pesándote de haberle ofendido. Que, dándoselo a él, juntará tu caudal con el suyo y, haciéndolo de infinito precio gozarás de vida eterna.» En este discurso y otros que nacieron dél, pasé gran rato de la noche, no con pocas lágrimas, con que me quedé dormido y, cuando recordé, halléme otro, no yo ni con aquel corazón viejo que antes. Di gracias al Señor y supliquéle que me tuviese de su mano. Luego traté de confesarme a menudo, reformando mi vida, limpiando mi conciencia, con que corrí algunos días. Mas era de carne. A cada paso trompicaba y muchas veces caía; mas, en cuanto al proceder en mis malas costumbres, mucho quedé renovado de allí adelante. Aunque siempre por lo de atrás mal indiciado, no me creyeron jamás. Que aquesto más malo tienen los malos, que vuelven sospechosas aun las buenas obras que hacen y casi con ellas escandalizan, porque las juzgan por hipocresía.

Dicen vulgarmente un refrán, que se sacan por las vísperas los disantos. El que quisiere saber cómo le va con Dios, mire cómo lo hace Dios con él y sabrálo fácilmente. ¿Pones tu diligencia, haces lo que tienes obligación a cristiano, son tus obras de algún mérito? Conocerás que recibe Dios tu sacrificio y tiene puestos los ojos en ti. Mira si te trata como se trató a sí. Que señal segura es que tu señor te ama, cuando del pan que come, del vestido que viste, de la mesa y silla en que se sienta, del vino que bebe y de la cama en que se acuesta no hace diferencia de la tuya y todo es uno. ¿Qué tuvo Dios, qué amó Dios, qué padeció Dios? Trabajos. Pues, cuando partiere dellos contigo, mucho te quiere, su regalado eres, fiesta te hace. Sábela recebir, aprovechándote della. No creas que deja de darte gustos y haciendas por ser escaso, corto ni avariento. Porque, si quieres ver lo que aqueso vale, pon los ojos en quien lo tiene, los moros, los infieles, los herejes. Mas a sus amigos y a sus escogidos, con pobreza, trabajos y persecuciones los banquetea. Si aquesto supiera conocer y su Divina Majestad se sirviera dello, de otra manera saliera yo aprovechado. Helo venido a decir, porque verdaderamente, cuando el discurso pasado hice, lo hice muy de corazón y, aunque no digno de poder merecer por ello algún premio, como tan grande pecador, aun aquella migaja de aquel cornadillo al mismo punto tuve la paga. Luego comenzaron a nacerme nuevas persecuciones y trabajos. A Dios pluguiera que como debía lo considerara. Sacóme de aquel regalo, comenzóme a dar toques y aldabadas, perdiendo aquella pequeña sombra de yedra: secóseme, nacióle un gusano en la raíz, con que hube de quedar a la fuerza del sol, padeciendo nuevas calamidades y trabajos por donde no pensé, sin culpa ni rastro della. Y son éstos para quien sabe conocerlos el tesoro escondido en el campo.

Y pues hasta aquí llegaste de tu gusto, oye agora por el mío lo poco que resta de mis desdichas, a que daré fin en el siguiente capítulo.