Atalaya de la vida humana/Libro III/VII

VI
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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VII

Después de haber entrado Guzmán de Alfarache a servir a una señora, la roba. Préndenlo y condénanlo a las galeras por toda su vida

Tanta es la fuerza de la costumbre, así en el rigor de los trabajos, como en las mayores felicidades, que, siendo en ellos importantísimo alivio para en algo facilitarlos, es en los bienes el mayor daño, porque hacen más duro de sufrir el sentimiento dellos cuando faltan. Quita y pone leyes, fortaleciendo las unas y rompiendo las otras; prohíbe y establece, como poderoso príncipe, y consecutivamente a la parte que se acuesta, lleva tras de sí el edificio, tanto en el seguir los vicios, cuanto en ejercitar virtudes. En tal manera que, si a la bondad se aplica, corre peligro de poderse perder fácilmente y, juntándose a lo malo, con grandísima dificultad se arranca. No hay fuerzas que la venzan y tiene dominio sobre todo caso. Algunos la llamaron segunda naturaleza, empero por experiencia nos muestra que aún tiene mayor poder, pues la corrompe y destruye con grandísima facilidad. Si amargo apetece, con tal artificio lo conserva y enduza, que, como si tal no fuese, lo vuelve suave. Y acompañada con la verdad es el monarca más poderoso y su fortaleza inexpugnable. ¿Quién sino ella hace al pobre pastor asistir en los desiertos campos, en la hondura de los valles, en las cumbres de los empinados montes y sierras, contra las inclemencias del riguroso invierno, sufriendo tempestades, continuas pluvias, vientos y aires, y en el verano, riguroso sol que tuesta los árboles, abrasa las piedras y derrite los metales? Y siendo su fuerza tanta, que hace domesticarse las fieras más fieras y ponzoñosas, refrenando sus furias y mitigando sus venenos, el tiempo la gasta, con él se labra y sólo a él se sujeta. Porque para con él son sus telas de araña, hechas contra un elefante; que si ella es poderosa, él es prudente y sabio. Y como el ingenio suele sobrepujar a todas humanas fuerzas, así el tiempo a la costumbre. Sigue la noche a el día, la luz a las tinieblas, a el cuerpo la sombra. Tienen perpetua guerra el fuego con el aire, la tierra con el agua y todos entre sí los elementos. El sol engendra el oro, da ser y vivifica. Desta manera sigue, persigue y fortalece a la costumbre. Hace y deshace, obrando sabiamente con silencio, según y por el orden mismo que acostumbra ella con las continuas gotas cavar las duras piedras. Es la costumbre ajena y el tiempo nuestro. Él es quien le descubre la hilaza, manifestando su mayor secreto, haciendo con el fuego de la ocasión ensaye de sus artes; con experiencia nos enseña los quilates de aquel oro y el fin adonde siempre van sus pretensiones encaminadas, y quien comigo no tuvo alguna misericordia, pues en breve hizo público lo que siempre con instancia procuré que fuese oculto.
Todo lo dicho se verificó bien de mí, en proprios términos y casos. ¡Oh cuántas veces, tratando de mis negocios, concertando mis mercaderías, dando mis logros, fabricando mis marañas por subir los precios, vendiendo con exceso, más al fiado que al contado, el rosario en la mano, el rostro igual y con un «en mi verdad» en la boca -por donde nunca salía-, robaba públicamente de vieja costumbre! Y descubriólo el tiempo. Quién y cuántas veces me oyeron y dije: «Prometo a Vuestra Merced que me tiene más de costo y no gano un real en toda la partida y, si la doy barato, es porque tengo de dar unos dineros para...» Y daba otras causas, no habiéndolas para ello más de querer ganar a ciento por ciento de su mano a la mía. ¡Cuántas veces también, cuando tuve prosperidad y trataba de mi acrecentamiento -por sólo acreditarme, por sola vanagloria, no por Dios, que no me acordaba ni en otra cosa pensaba que solamente parecer bien al mundo y llevarlo tras de mí, que, teniéndome por caritativo y limosnero, viniesen a inferir que tendría conciencia, que miraba por mi alma y hiciesen de mí más confianza-, hacía juntar a mi puerta cada mañana una cáfila de pobres y, teniéndolos allí dos o tres horas por que fuesen bien vistos de los que pasasen, les daba después una flaca limosna y, con aquella nonada que de mí recebían, ganaba reputación para después mejor alzarme con haciendas ajenas! ¡Cuántas veces de mi pan partí el medio, no quedando hambriento, sino muy harto, y con aquella sobra, como se había de perder o darlo a los perros, lo repartí en pedazos y lo di a pobres, no donde sabía padecerse más necesidad, sino donde creí que sería mi obra más bien pregonada! ¡Y cuántas otras veces, teniendo sangriento el corazón y dañada la intención, siendo naturalmente pusilánime, temeroso y flaco, perdonaba injurias, poniéndolas a cuenta de Dios en lo público, quedándome dañada la intención de secreto! ¡Con secreto lo disimulé y en público dije: «Sea Dios loado», siendo de mí verdaderamente ofendido, pues maldita otra cosa que impidió mi venganza sino hallarme inhábil para ejecutarla, porque viva la tenía dentro del alma! ¡Cuán abstinente me mostré otras veces, qué ayunador y reglado, no más de por parecerlo, para poder guardar más y gastar menos! Que, cuando de ajena sustancia comía, cuando de lo del prójimo gastaba, un lobo estaba en mi vientre: nunca pensaba verme harto. ¡Qué continuamente visitaba los templos, asistía en las cárceles por acreditarme con los ministros oficiales dellas, no por los presos, antes por si alguna vez me viesen preso, que ya me conociesen y más me respetasen! Si acudí a los hospitales, anduve romerías, frecuenté devociones, royendo altares, no faltando a sermón de fama, en jubileo ni a devoción pública, todos aquellos pasos eran enderezados a cobrar buena fama, para mejor quitar a el otro la capa.

Pues no se me olvida que hartas veces me decían y supe de algunas cosas muy secretas, que, por serlo tanto, cuando después trataba dellas con sus dueños mismos, aconsejándolos o corrigiéndolos en ellas, entendían de mí que debía saberlo por divina revelación. Y así lo daba yo a entender por indirectas, ganando con aquello grandísima reputación, en especial con mujeres, que tras esto y gitanas corren como el viento, fáciles en creer y ligeras en publicar, de cuyas bocas iban esparciéndose más mis alabanzas. Hartas y muchas veces, cuando algún pobre se quiso valer de mí, como tenía tanta y tal reputación, pedía limosna públicamente para él a los que me conocían y, juntando mucho dinero, le daba muy poco, quedándome con ello: quitaba para mí la nata y dábales el suero. Si quería hacer alguna bellaquería, lo primero que para ello procuraba era prevenirme de una muy hermosa y grande capa de coro con que cubrirla, para mejor disimularla con santidad, con sumisión, con mortificación, con ejemplo, y asolaba por el pie cuanto quería.

Si no, vedlo agora con cuánta facilidad engañé a este santo. Y no fue sólo este daño el que hice; mas otro mayor se siguió, que fue dejarle falida la opinión. A lo menos pudiéralo quedar, cuando tan bien zanjada no la tuviera. Que instrumento había yo sido y causa tuve dada de harto perjuicio contra su buena reputación. Asentóme con aquella señora, creyendo de mí que la sirviera con toda fidelidad según pudo presumirse de los actos que mostré de tanta perfeción. Diome mucho crédito con el abundante caudal del suyo. Recibióme con voluntad en su servicio, fióme su hacienda y familia, diome un muy honrado aposento, regalada cama y todo servicio. Acaricióme, no como a criado, mas como a un deudo y persona de quien creía que le haría Dios por mí muchas mercedes. Pedíame algunas veces le rezase un Avemaría por la salud y buen suceso de su esposo. Respondíale a todo como un oráculo, con tanta mortificación, que le hacía verter lágrimas.
Con esto la engañé, la robé y sobre todo la injurié, ofendiendo su casa. Pues teniendo en ella para su servicio una esclava blanca, que yo mucho tiempo creí ser libre, tal en cautelas o peor que yo, me revolví con ella. No sé cómo nos olimos, que tan en breve nos conocimos. A pocos días entrado en casa, no había orden para poderla echar de mi aposento, en son de santa para los demás y por todo estremo disoluta comigo, como si fuera criada en la casa más pública del mundo, y con tal sagacidad, que otro que yo entre todos los criados ni su ama misma le alcanzaron a conocer aquel secreto. Y con él me regalaba tanto, que siempre abundaba mi caja de colaciones, como si fuera una confitería. Proveíame de toda ropa blanca, bien aderezada, olorosa y limpia. Su señora gustaba dello, porque a los dos nos tenía por santos. Dábame dineros que gastase, sin que yo tampoco supiese al cierto de dónde los había, quién o cómo se los daba. Bien que se me traslucían algunas cosas; mas, por no caer de mi punto, no quise ser curioso en apurarla; y para nunca perderla en cuanto yo allí estuviese y mejor poder obligarla, íbala sustentando con palabras y esperanzas, que teniendo con qué, buscaría manera como ahorrarla y me casaría con ella. Esto le hacía desvelar y enloquecer en mi servicio. Porque, según el amor que le fingí, aunque muy astuta, siempre lo tuvo por cierto, como si yo no fuera hombre y ella esclava.
No sabía mi ama de más hacienda ni más poseía de aquello que yo le daba. La de la ciudad estaba en mi mano, y juntamente gobernaba la del campo y toda la esquilmaba. Porque mi disinio era hacer una razonable pella y dar comigo lejos de allí a buscar nuevo mundo. Queríame pasar a las Indias y aguardaba embarcación, como quiera que fuese; mas no lo pude lograr. Que, conociendo mi ama su cierta perdición, que los caseros le decían haberme ya pagado, los pastores que vendía los ganados, el capataz que sacaba los vinos de las bodegas y que de todo no vía blanca, porque me alzaba con ello, determinóse a comunicarlo a solas con un hidalgo deudo suyo. Díjole la mala cuenta que daba, que le pusiese conveniente remedio. Él, sin decirme palabra, ya cuando yo andaba en vísperas de alzar las eras, muy descuidado y libre de tal suceso, estando durmiendo la siesta con mucho reposo, dio un alguacil sobre mí, prendióme y, sin decir por qué ni cómo, sino que allá me lo dirían, me llevó a la cárcel. Esto se hizo porque no se alborotase la casa ni el barrio con algunas libertades mías, cuando supiese por cúya orden me prendían. Iba yo por el camino suspenso y mentecapto. Ya juzgaba si fuese requisitoria de Italia, ya si de mis acreedores en Castilla o si de mis nuevos hurtos no purgados en aquella ciudad. Y aunque de cualquiera cosa déstas me pesaba, sentía mucho perder aquel pesebre. Que con el mal nombre faltaría mi estimación y no me acudirían como antes. Mas ¡paciencia! ¡Gracias a Dios, que ya esta desgracia sucedió a tiempo que me halló de corona! Que, como mi madre vivía por sí, poco a poco le iba llevando cuanto recogía y ella me lo guardaba. Después abrieron mi caja y no hallaron en ella más que una bula del año pasado y trastos viejos. Acudieron a la cárcel a pedirme cuenta. Dila tan mala como se puede presumir de quien sólo cobraba y nunca pagaba. No hay tales cuentas como las en que se reza. Hiciéronme terrible cargo. Quedóse la data en blanco. Acudieron al fraile, dándole parte del caso. Él, como prudente, ni condenó ni absolvió, hasta darme un oído y juzgar después de informado de ambas partes. Vínome a visitar a la cárcel. Neguéselo todo a pie juntillo, afirmando ser falso testimonio que me levantaban y estar tan inocente, que ninguno lo era más en el mundo de aquel negocio, y así esperaba en Dios que, como libró a Josef y a Susana, no se descuidaría de mi verdad ni dejaría perecer mi justicia; más que todo aquello y castigos mayores merecían mis culpas, por otras ofensas contra su divina majestad cometidas.
El buen religioso no sabía qué ni a quién había de dar crédito. Quedó perplejo y, en caso de duda, se acostó por entonces a la parte del caído, socorriendo a lo más flaco. Estúvome consolando con palabras, prometiéndome su solicitud en mi defensa, encomendando mis negocios al Señor, que me librase y tuviese de su mano. Despidióse de mí. Fuese al oficio del escribano para quererme abonar, pidiéndole por caridad que mirase mucho por mi causa, que me tenía sin duda por varón santo. Mas cuando el escribano le oyó decir esto, riéndose mucho dello sacó los procesos que contra mí tenía y, haciéndole relación de las causas, diciéndole quién yo era, los hurtos que había hecho y, embelecos de que usaba, corrióse y con toda la sencillez del mundo, sin creer que me dañaba, le contó el caso que con él me había pasado y por el orden que me había conocido, de donde había resultado acreditarme tanto porque no lo tuviesen por hombre falto que se movía sin causas en mi defensa. Cuando el escribano le oyó, sintió en el alma mi maldad, que así hubiese querido burlar a un tan grave personaje. Indinóse contra mí de manera, con un coraje tan encendido, que si en su mano fuera, me ahorcara luego. Dejó el oficio, fue a casa del teniente, hízole relación de palabra y tal que lo puso de su misma tinta. Y afrentado dello, como si les hubieran dado poder en causa propria, me cogieron a cargo, haciéndome de aquél otro nuevo y mandándome agravar prisiones, dijeron a el alcaide que me tuviera en un calabozo.

No me cogió tan desnudo este día, que me faltasen dineros con que sustentar la tela y hacer la guerra. Mas es la cárcel de calidad como el fuego, que todo lo consume, convirtiéndolo en su propria sustancia. Largas experiencias hice della y por mi cuenta hallo ser un molino de viento y juego de niños. Ninguno viene a ella que no sea molinero y muela, diciendo que su prisión es por un poco de aire, un juguete, una niñería. Y acontece a veces traer a uno déstos por tres o cuatro muertes, por salteador de caminos o por otros atrocísimos y feos delitos. Ella es un paradero de necios, escarmiento forzoso, arrepentimiento tardo, prueba de amigos, venganza de enemigos, república confusa, infierno breve, muerte larga, puerto de suspiros, valle de lágrimas, casa de locos donde cada uno grita y trata de sola su locura. Siendo todos reos, ninguno se confiesa por culpado ni su delito por grave. Son los presos della como la parra de uvas, que, luego que comienzan a madurar, cargan avispas en cada racimo y sin sentirse los chupan, dejándole solamente las cáscaras vacías en el armadura, y, según el tamaño, así acude la enjambre.

Cuando traen a uno preso, le sucede lo proprio. Cargan en él oficiales y ministros hasta no dejarle sustancia. Y cuando ya no tiene qué gastar, se lo dejan allí olvidado. Y esto sería menos mal, respeto de otro mayor que acostumbran, dándole luego con la sentencia, como a pobre, dejándolo perdido y desbaratado. Luego como lo entregan al primer portero, en la puerta principal de la calle le hacen el tratamiento que su bolsa merece; que aquel portero hace como el que compra, que nunca repara en la calidad que tiene quien vende, sino en lo que vale la cosa que le venden. Así él, no se le da un real que sea el preso quien fuere; sólo repara en lo que le diere. Cuando el caso no es de calidad ni tiene pena corporal que nazca de atrocidad, como sería muerte, hurto famoso, pecado feo y otros cuales aquestos, déjanlo andar por la cárcel, habiéndoselo pagado.

Era mi prisión primera, hasta que diera fianzas de estar a derecho por aquella deuda. Ya me conocían. Todos nos entendíamos. Éramos camaradas. Contentélos y quedéme abajo con ellos; aunque siempre tuve ojo a si pudiese con buen seguro coger la puerta y esperaba mejor comodidad para hacerlo. Mas desde que asomé por vistas de la cárcel y después de ya dentro della, estuve rodeando de veinte procuradores, que con su pluma y papel escrebían mi nombre y la causa de mi prisión, facilitándola todos. El uno decía ser su amigo el juez, el otro el escribano, el otro que dentro de dos horas haría que me diesen en fiado. Decía otro que mi negocio era cosa de burla, que por los aires me haría soltar luego con seis reales. Cada uno se hacía señor de la causa y decía pertenecerle: aquéste, porque me acompañó desde que me vio traer preso y se previno comigo del negocio; aquél, porque yo le rogué que me fuese a llamar a un mi amigo escribano, allí junto a la cárcel; otro, porque fue quien primero escribió y tenía ya hecha petición para el teniente. Mas de todos ellos entre mí me reía, porque los conocía y sabía su trato, que sólo viven de coger de antemano lo que pueden y después con dos yuntas de bueyes no les harán dar paso. Y hubo alguno dellos que, teniendo poder para defender a un ladrón, entró a pedirle dineros para hacer el interrogatorio, después de rematado a las galeras.

Estando altercando todos cuál había de procurar mi negocio, entró rompiendo por ellos, confiado y hecho señor dél, cierto procurador que antes lo había sido mío en las causas criminales, y dijo:

-¿Acá está Vuestra Merced?

Díjele que sí, pues me habían preso. Y díjome:

-¿Pues qué ha sido la causa?

Y cuando se la hube dicho, respondióme:

-Ríase Vuestra Merced dello y calle. ¿Tiene ahí algún dinero que llevemos a el escribano y daré luego petición al teniente para que le mande soltar con fianzas de la haz? Y si no lo proveyere, lo llevaremos a la sala mañana y esos señores lo mandarán luego. Yo hablaré a uno dellos, que es gran señor mío, y no estará Vuestra Merced aquí a mediodía.

Cuando los otros oyeron esto, dijeron que qué o qué gentil manera de dar petición.

-¡Estamos aquí veinte hombres dos horas ha trabajando en el negocio y viénese agora muy de su espacio a querer escrebir en él!

Mi procurador les dijo:

-Señores, aunque Vuestras Mercedes hubieran escrito en él dos meses ha, en llegando yo había de ser negocio mío, que aqueste caballero es muy mi grande amigo y despáchole yo sus negocios todos. Bien pueden irse con Dios y dejarlo.

Ellos, cuando le oyeron, replicaron:

-¡Oh qué lindito, qué gentil manera de negociar y qué buena flor se porta y con qué nos viene agora, sus manos lavadas, a querer llevar la causa! Váyase norabuena, que aqueste caballero verá la razón y dará su poder a quien quisiere. No tengamos aquí voces.

Él que sí, los otros que no, asiéronse de manera que se vinieron a decir quiénes eran, sin dejar mancha por sacar y la manera con que robaban a los presos. Que fue un coloquio para quien los oyó de mucho entretenimiento, por ser de verdades, representado al vivo. Y es trato común suyo éste de cada hora y con cada preso. Ya, cuando los hubieron metido en paz, me llegué a mi dueño viejo y pedíle que acudiese a lo necesario, que yo lo pagaría. Dile cuatro reales y no lo volví a ver en aquellos quince días. Bien sabía yo ya lo que había de hacer y que por sólo aquello venía, por asegurar la olla del día siguiente y tener con qué salir a la plaza; mas fueme forzoso elegirlo a él por temor que tuve, que, como sabía mis causas viejas, a dos por tres descornara la flor y me hiciera en dos horas juntar un ciento dellas. Y si así como así, o porque callase o porque procurase, le había de pagar, tuve por mejor que fuese mi procurador, aunque aquél no era negocio de muchas tretas y sólo consistía en dinero. Mas después, cuando me vinieron a encomendar por el embeleco, que se vinieron a juntar las causas, lo hube bien menester.

Ya iba el negocio de veras. Pasáronme arriba. Quisieron echarme grillos. Redimílos a dineros, pagué al portero a cuyo cargo estaban y al mozo que los echa. El escribano acudía; las peticiones anduvieron; daca el solicitador, toma el abogado, poquito a poquito, como sanguijuelas, me fueron chupando toda la sangre, hasta dejarme sin virtud. Quedé como el racimo seco, en las cáscaras. A todo esto no es bien pasar en silencio lo que con mi dama me pasaba, pues cada mañana luego en amaneciendo llovía sobre mí el mana. En ella hallaba mi remedio, proveyéndome de todo lo necesario. Y en el rigor de mi prisión, habiéndome sentenciado el teniente a galeras, me envió una carta que, por ser donosa, me pareció hacer memoria della y porque también es bien aflojar a el arco la cuerda contando algo que sea de entretenimiento. Decía desta manera:
«Sentenciado mío: La presente no es para más de que dejéis la tristeza y toméis alegría. Baste que yo no la tenga por ti, mi alma, desde el día de Santiago a las dos de la tarde, que te prendieron durmiendo la siesta, que aun siquiera no te dejaron acabar de reposar, y más la que hoy he recebido, con que me han dicho que ya te sentenció el teniente a docientos azotes y diez años de galeras. Malos azotes le dé Dios y en malas galeras él esté. Bien parece que no te quiere como yo ni sabe lo que me cuestas. Díceme Juliana que te diga que apeles luego. Apela veinte veces y más, las que te pareciere, y no te se dé nada, que todo se remediará con el favor de Dios y ese señor teniente. A[u]n bien que no te has de quedar ahí para siempre. Que, para esta cara de mulata que se ha de acordar de las lágrimas que me ha hecho verter, que han sido tantas, que por poco lo hubiera dado a sentir a todo el mundo; y más lo hubiera dado a sentir, si no fuera por temor de quedar ahogada en ellas y después no gozarte. Que a fe que te tengo ya pesado a ellas y sacaréte a nado de aquese calabozo donde tienes mi alma encadenada. Juliana dirá los cabellos que me saqué de la cabeza cuando me lo dijeron. Ahí te lleva veinte reales para tu pleito y con que te huelgues, por que te acuerdes de mí. Aunque yo sé cuando para mí no eran menester estos proverbios y en un momento que me apartaba de ti para echar carbón a la olla se te hacían mil años. Acuérdate, preso mío, de lo que te adoro y recibe aquesa cinta de color verde, que te doy por esperanza que te han de ver mis ojos presto libre. Y si para tus necesidades fuere menester venderme, échame luego al descubierto dos hierros en ésta y sácame a esas Gradas, que yo me tendré por muy dichosa en ello. Dícesme que Soto, tu camarada, está malo de que se burló mucho el verdugo con él hasta hacerlo músico. Hame pesado que un hombre tan principal haya consentido que aquese hombrecillo vil y bajo se le atraviese y que de su miedo haya dicho lo suyo y lo ajeno. Dale mis encomiendas, aunque no lo conozco, y dile que me pesa mucho y parte con él de aquesa conserva, que para ti, bien mío, la tenía guardada. Mañana es día de amasijo y te haré una torta de aceite con que sin vergüenza puedas convidar a tus camaradas. Envíame la ropa sucia y póntela limpia cada día. Que, pues ya no te abrazan mis brazos, cánsense y trabajen en tu servicio para las cosas de tu gusto. Mi ama jura que te ha de hacer ahorcar, porque dice que la robaste. Harto más tiene robado ella a quien tú sabes. Ya me entiendes, y a buen entendedor, pocas palabras. Si Gómez, el escudero, te fuere a ver, no le hables palabra, que es hombre de dos caras y se congracia con todos y es amigo de taza de vino. De todo te doy aviso y, porque aquésta no es para más, ceso y no de rogar a Dios que te me guarde y saque de aquese calabozo. Fecha en este tu aposento a las once de la noche, contemplando en ti, bien mío. Tu esclava hasta la muerte.»

Aquésta mantuvo la tela todo el tiempo de aquel trabajo. Porque los gastos eran muchos y, por mucho que había recogido, todo se deshizo como la sal en el agua. También mi madre, cuando vio mi pleito mal parado, díjome que la robaron y, a lo que yo entendí, fue que se quiso quedar con ello. Fueme forzoso hacerme con los demás y andar a el hilo de la gente. Mi pleito anduvo. El dinero faltó para la buena defensa. No tuve para cohechar a el escribano. Estaba el juez enojado y echóse a dormir el procurador. Pues el solicitador, ¡pajas! Ya no había sustancia en el gajo. Fuéronse las avispas. Dejáronme solo. Confirmaron la sentencia, con que los azotes fuesen vergüenza pública y las galeras por seis años.

Cuando me vi galeote rematado, rematé con todo al descubierto. Jugaba mi juego sin miedo ni vergüenza, como esclavo del rey, que nadie tenía ya que ver comigo; pero muy consolado que también a mi camarada Soto lo condenaron a lo mismo y salimos en una misma colada. Y, si como estuvimos en la prisión juntos y en un calabozo y pasamos la misma carrera, quisiera que nos conserváramos, a él y a mí nos hubiera ido mejor, mas, como verás adelante, salióme zaino. Era muy gentil aserrador de cuesco de uva. Siempre había de ser su taza de profundis, que hiciese medio azumbre. Y esto lo descompuso en el ansia; que, por haberse puesto a orza, cantó llanamente a las primeras vueltas.
Viéndome ya rematado y sin algún remedio ni esperanza dél, quise probar mi ventura, mas no la tuve nunca y fuera milagro que no me faltar[a] entonces. Híceme por quince días enfermo. No salí del calabozo ni me levanté de la cama, y al fin dellos ya tenía prevenido un vestido de mujer. Con una navaja me quité la barba y, vestido, tocado y afeitado el rostro, puesto mi blanco y poco de color, ya cuando quiso anochecer, salí por las dos puertas altas de los corredores, que ninguno de los porteros me habló palabra y tenían ambos buena vista, sus ojos claros y sanos. Mas, cuando llegué abajo a la puerta de la calle y quise sacar el pie fuera, puso el brazo delante del postigo un portero tuerto de un ojo, ¡que a Dios pluguiera y del otro fuera ciego! Detúvome y miróme. Reconocióme luego y dio el golpe a la puerta. Yo iba prevenido de un muy gentil terciado, para lo que pudiera sucederme. Quiso mi desgracia que lo saqué a tiempo que ya no me pudo aprovechar. Criminóse con esto mi delito. Hiciéronme volver arriba y, fulminándome nueva causa, me remataron por toda la vida. Y no fue poca cortesía no pasearme con aquel vestido, como se hizo alguna vez con otros. Pensé huir el peligro y di en la muerte.