Atalaya de la vida humana/Libro III/III

II
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
III
IV

III

Prosigue Guzmán de Alfarache con el suceso de su casamiento, hasta que su mujer falleció, que volvió a su suegro la dote

¿Habéis bien considerado en qué labirinto quise meterme? ¿Qué me importa o para qué gasto tiempo, untando las piedras con manteca? ¿Por ventura podrélas ablandar? ¿Volveré blanco a el negro por mucho que lo lave? ¿Ha de ser de algún fruto lo dicho? Antes creo que me quiebro la cabeza y es gastar en balde la costa y el trabajo, sin sacar dello provecho ni honra. Porque dirán que para qué aconseja el que a sí no se aconseja. Que igual hubiera sido haberles contado tres o cuatro cuentos alegres, con que la señora doña Fulana, que ya está cansada y durmiéndose con estos disparates, hubiera entretenídose.

Ya le oigo decir a quien está leyendo que me arronje a un rincón, porque le cansa oírme. Tiene mil razones. Que, como verdaderamente son verdades las que trato, no son para entretenimiento, sino para el sentimiento; no para chacota, sino para con mucho estudio ser miradas y muy remediadas. Mas, porque con la purga no hagas ascos y la dejes de tomar por el mal olor y sabor, echémosle un poco de oro, cubrámosla por encima con algo que bien parezca.

Vuélvome al punto de donde hice la digresión. Ya me alcé a mayores con lo más que pude, que fue mucho menos de lo que yo quisiera y había menester. Porque para grande carga es necesario grandes fuerzas. Que los que sobre arena fundan torres, muy presto dan con el edificio en tierra. Los que se hubieren de casar, ellos han de tener qué comer y ellas han de traer qué cenar. No son dote cuatro paredes y seis tapices, cuando para la primera entrada tengo de gastar en joyas y aderezos aquello con que busco mi vida. Gástase lo principal y quédome después con la necesidad: porque quien compra lo que no ha menester vende lo que ha menester. ¿De qué fruto es para un pobre hombre negociante seis pares de vestidos a su esposa, en que consume todo el caudal que tiene? ¿Por ventura podrá después tratar con ellos?

Estaba la señora mi mujer mal acostumbrada y poco prática en miserias. En casa de su padre lo había pasado bien y con mucho regalo, y en mi poder no menos hacíansele los trabajos muchos y duros. Con lo poco que me quedó volví a dar mis mohatras, con aquella libertad sicut erat in principio. Yo fiaba y mi suegro compraba, y a el contrario, como caían las pesas; empero nunca la mercadería salía de casa. Lo más ordinario era oro hilado, algunas veces plata labrada, joyas de oro, encajando bien las hechuras y con ello algunas bromas de que no se podía salir y habíamos comprado a menos precio.

Ganábase con que menos malpasar. Todo era poco, por serlo también el caudal, y así poco a poco nos los íbamos comiendo y consumiendo; empero a la dote no se tocaba. Siempre andaba en pie, por ser posesiones a quien jamás mi mujer consintió que se llegase, ni aun por lumbre. Dábamos la hacienda fiada por cuatro meses con el quinto de ganancia. El escribano -que lo teníamos a propósito y conocido, como lo habíamos menester- daba siempre fe del entrego de las mercaderías. Tomábalas luego en sí el corredor, que era nuestra tercera persona y una misma comigo y con el escribano. Llevábalas en su poder y dentro de dos horas llevaba el dinero a su dueño, con aquello menos en que decía que lo vendía; y quedábasenos en casa, recebía su carta de pago y a Dios con todos.

Teníamos por costumbre valernos de un ardid sutilísimo, para que no se nos escapasen algunos por los aires, alegando hidalguía o alguna otra ecepción que les valiese o de que se pudiesen aprovechar. Cuando habíamos de dar una partida, reconocíamos la dita y, siendo persona de quien sabíamos que tenía de qué pagar y que la tomaba por socorrer de presente alguna necesidad, se la dábamos llanamente; aunque algunas veces aconteció faltarnos destas ditas algunas que teníamos por las mejores y más bien saneadas. Y cuando no era bien conocida ni para nosotros a propósito, pedíamosle fiador con hipoteca especial de alguna posesión. Y aunque supiésemos claramente no ser suya o que tenía un censo para cada día y que no había teja ni ladrillo que no fuese deudor de un escudo, no se nos daba dello un cuarto.

Esto mismo era lo que buscábamos. Porque les hacíamos confesar en la escritura que aquella posesión era suya, realenga, libre de todo género de censo perpetuo ni al quitar, no hipotecada ni obligada por otra deuda. Y con esto, cuando el día del plazo no pagaban, ya teníamos alguacil de manga con quien estábamos concertados que nos habían de dar un tanto de cada décima que les diésemos. Al punto se la cargábamos encima, ejecutándolos.

Cuando alguna vez acaso se querían oponer o hacían algunas piernas para no pagar, luego le saltaba la del monte: hacíamos el pleito, de civil, criminal; buscábamosle algún sobrehueso; sabíamos el censo que tenía sobre la casa, con que dábamos con el hombre de barranco pardo abajo por el estelionato. Desta manera jugábamos a el cierto y sin esta prevención jamás efetuábamos partida por algún caso. Si ello era lícito, ya yo me lo sabía; mas corríamos como corren, teníamos callos en las conciencias; ni sentíamos ni reparábamos en poco más o menos.

Yo bien sé que todo el tiempo que desto traté verdaderamente nunca me confesé y, si lo hice, no como debía ni más de para cumplir con la parroquia, porque no me descomulgasen. ¿Queréislo ver? Pues considerad si allí prometía la restitución, cuando lo tuviese y mejor pudiese, y juntamente la emienda de la vida, si entonces corrían quince, veinte y más obligaciones, y nunca fui a decir ni a hacer diligencia con los obligados en ellas, diciéndoles cómo aquella contratación fue ilícita y usuraria, que por descargo de mi conciencia, y para dignamente recebir el sacramento de la comunión, les quería rebatir y bajar todo lo que lícitamente no pude llevar. Si cuando me vinieron a pagar tampoco se lo volví, ¿qué intención fue aquesta? ¡Pardiós, mala!

Esto era lo que debía hacer. No lo hice ni hoy se hace. Dios nos dé conocimiento de nuestras culpas; cierto sé, si entonces acabara la vida, que corría el alma ciento de rifa. Gente maldita son mohatreros: ni tienen conciencia ni temen a Dios.

¡Oh, qué gallardo y qué cierto tiro aquéste, qué cerca lo tengo y cómo aguardan los traidores bien!¡Qué tentación me da de tirarles y no dejarles hueso sano! Que, como soy ladrón de casa, conózcoles los pensamientos. ¿Queréisme dar licencia que les dé una gentil barajadura? Ya sé que no queréis y, porque no queréis, en mi vida he hecho cosa de más mala gana que hacer con ellos la vista gorda, dejándolos pasar sin que dejen prenda. Mas porque no digan que todo se me va en reformaciones, les doy lado. Y porque podría ser haberlos alguna vez necesidad, no quiero ganar enemigos a los que podría después desear por amigos. Porque al fin tanto lo son cuanto los habemos menester y pueden ser de provecho. Y así como el amigo fiel se deja conocer en los bienes, no se asconde nunca en los males el enemigo. Una cosa sola diré: haga un hombre su cuenta, tenga necesidad en que se haya de valer de solos docientos ducados: hallará que, si solos dos años los trae de mohatra, montarán más de seiscientos. Ved, pues, a este respeto qué hará lo mucho, cómo lo pagará el que no pudo lo poco. Aquí se queden y vuelvo sobre mí.

Por no hacer los hombres lo que deben, digo que vienen a deber lo que hacen. ¿Qué vale mucho ganar, qué aprovecha mucho tener, si no se sabe conservar? Pues vemos claro que le vale mucho más a el cuerdo la regla, que a el necio la renta. El que tuviere tiempo, no aguarde otro mejor ni esté tan confiado de sí, que deje de velar sobre sí con muchos ojos. Porque de lo que le pareciere tener mayor seguridad, en lo mismo ha de hallar un Martinus contra, que es lo que solemos decir: «un Gil que nos persiga.» Dineros tuve, rico me vi, pobre me veo, sabe Dios por quién y por qué.

Esperaba un día en que ordenar los que me quedaban por vivir. Nunca llegó, porque siempre me fié de mí, pareciéndome que, aunque pudiera con todos mentir, no a lo menos a mí mismo. Veis aquí cómo de confiarse uno de sí hace que se olvide de Dios, de donde nade perderse las haciendas y las almas. El enemigo mayor que tuve fue a mí mismo. Con mis proprias manos llamé a mis daños. De la manera que las obras buenas del bueno son el premio de su virtud, así los males que obra un malo vienen a serlo de su mayor tormento. Mis obras mismas me persiguieron; que los tratos ni los hombres fueran poca parte. Pero permite Dios que aquello que tomamos por instrumento para ofenderle, aqueso mismo sea nuestro verdugo.

No tanto sentía ya que me faltase la hacienda, que bien me sabía yo que los bienes y riqueza de fortuna con ella vienen y tras ella se van y que, cuanto más favorable se mostrare, menor seguro tiene. Sólo sentía que aquello mismo que había de ser mi alivio, mi mujer, aquella que con instancia pidió a su padre que la casase comigo y para ello puso mil terceros, el otro yo, la carne de mi carne y hueso de mis huesos, ésa se levantase contra mí, persiguiéndome sin causa, no más de por verme ya pobre. Y que llegase a tal punto su aborrecimiento, que contra toda verdad me levantase que estaba amancebado, que era un perdido y que con estas causas hallase favor con que tratar de apartarse de mí, no faltando letrado que se lo aconsejase, firmándolo de su nombre, que podía.

¡Dolor cruel! Verdaderamente, cuanto el matrimonio contraído es malo de desanudar, cuando está mal unido, es peor de sufrir. Porque la mujer sediciosa es como la casa que toda se llueve, y tanto cuanto resplandece más en prudencia y buen gobierno, cuando se quiere acomodar con la virtud, tanto más queda oscura, insufrible y aborrecida en apartándose della. ¡Qué facilidad tienen para todo! ¡Qué habilidad escotista para cualquiera cosa de su antojo! No hay juicio de mil hombres que igualen a solo el de una mujer, para fabricar una mentira de repente. Y aunque suelen decir que el hombre que apetece soledad tiene mucho de Dios o de bestia, yo digo que no es tanta la soledad que el solo padece, cuanta la pena que recibe quien tiene compañía contra su gusto.

Caséme rico: casado estoy pobre. Alegres fueron los días de mi boda para mis amigos y tristes los de mi matrimonio para mí. Ellos los tuvieron buenos y se fueron a sus casas; yo quedé padeciéndolos malos en la mía, no por más de por quererlo así mi mujer y ser presuntuosa. Era gastadora, franca, liberal, enseñada siempre a verme venir como abeja, cargado de regalos. No llevaba en paciencia verme salir por la mañana y que a mediodía volviese sin blanca. Perdía el juicio cuando vía que lo pasado faltaba. Pues ya -¡pobre de mí!- cuando del todo se acabó el aceite y sintió que se ardían las torcidas, cuando no habiendo qué comer ni adónde salirlo a buscar, se sacaban de casa las prendas para vender, ¡aquí era ello! Aquí perdió pie y paciencia. Nunca más me pudo ver. Aborrecióme, como si fuera su enemigo verdadero.

Ni mis blandas palabras, amonestaciones de su padre ni ruego de sus deudos, conocidos, ni de parientes, fueron parte para volverme a su gracia. Huía de la paz, porque la hallaba en la discordia; amaba la inquietud, por ser su sosiego; tomaba por venganza retirarse a solas, faltándome a la cama y mesa, y aun dejaba de comer muchas veces, porque sabía lo bien que la quería y que con aquello me martirizaba. No sabía ya qué hacerme ni cómo gobernarme, porque todo tenía dificultad en faltando la causa de su gusto, que sólo consistía en el mucho dinero.

Pues ya, si acaso se casa una mujer y se halla después que la engañaron, porque su marido no tenía la hacienda que le dijeron y le fue necesario sacar las donas fiadas y a pocos días llega el mercader de la seda pidiendo lo que se le debe y el sastre por las hechuras o el alguacil por uno y otro: no hay de qué pagar y, si lo hay, es más forzoso comer, que con eso no se puede trampear ni dejarlo para otro día, por ser mandamiento de no embargante.

Aquí deshacen la rueda los pavones mirándose a los pies. Comiénzanse a marchitar las flores, acábaseles la fuga, el gusto y la paciencia. Hacen luego un gesto como quien prueba vinagre. Y si les preguntásedes entonces qué tienen, qué han o cómo les va de marido, responderán tapándose las narices: «¡Cuatridiano es, ya hiede! No alcen la piedra, no hablemos dél, dejémoslo estar, que da mal olor, trátese de otra cosa.» ¡Pues cómo, cuerpo de mi pecado, señora hermosa! No se queja Lázaro en el sepulcro de tus miserias, de donde no puede salir, dentro de las oscuras y fuertes cárceles, en el sepulcro de tus importunaciones, envestido en la mortaja de tu gusto, que siempre te lo procura dar a trueco, riesgo y costa del suyo, ligadas las manos y rendido a tu sujeción, tanto cuanto tú lo habías de estar a la suya; calla él, que tiene a cuestas la carga y ha de socorrer la necesidad y por ventura por ti está en ella y la padece; no se queja de verse ya podrido de tus impertinencias, viéndose metido entre los gusanos de tus demasías, que le roen las entrañas, tus desenvolturas en salir, tus libertades en conservar, tus exorbitancias en gastar y desperdiciar, en ir entonando tu condición, que tiene más mixturas y diferencias que un órgano; ¿y de cuatro días te hiede?

Pues ya, si acaso se casa una mujer y se halla después que la engañaron, porque su marido no tenía la hacienda que le dijeron y le fue necesario sacar las donas fiadas y a pocos días llega el mercader de la seda pidiendo lo que se le debe y el sastre por las hechuras o el alguacil por uno y otro: no hay de qué pagar y, si lo hay, es más forzoso comer, que con eso no se puede trampear ni dejarlo para otro día, por ser mandamiento de no embargante.

Aquí deshacen la rueda los pavones mirándose a los pies. Comiénzanse a marchitar las flores, acábaseles la fuga, el gusto y la paciencia. Hacen luego un gesto como quien prueba vinagre. Y si les preguntásedes entonces qué tienen, qué han o cómo les va de marido, responderán tapándose las narices: «¡Cuatridiano es, ya hiede! No alcen la piedra, no hablemos dél, dejémoslo estar, que da mal olor, trátese de otra cosa.» ¡Pues cómo, cuerpo de mi pecado, señora hermosa! No se queja Lázaro en el sepulcro de tus miserias, de donde no puede salir, dentro de las oscuras y fuertes cárceles, en el sepulcro de tus importunaciones, envestido en la mortaja de tu gusto, que siempre te lo procura dar a trueco, riesgo y costa del suyo, ligadas las manos y rendido a tu sujeción, tanto cuanto tú lo habías de estar a la suya; calla él, que tiene a cuestas la carga y ha de socorrer la necesidad y por ventura por ti está en ella y la padece; no se queja de verse ya podrido de tus impertinencias, viéndose metido entre los gusanos de tus demasías, que le roen las entrañas, tus desenvolturas en salir, tus libertades en conservar, tus exorbitancias en gastar y desperdiciar, en ir entonando tu condición, que tiene más mixturas y diferencias que un órgano; ¿y de cuatro días te hiede?

Respóndame, por vida de sus ojos, si ayer no dejó ermita ni santuario que no anduvo; si desde que tiene uso de razón -y antes que la tuviera, pues aun agora le falta- no llegó noche de San Juan, que sin dormir -porque diz que quita el sueño la virtud- estuvo haciendo la oración que sabe y valiérale más que no la supiera, pues tal ella es y tan reprobada, y sin hablar palabra -que diz que también esto es otra esencia de aquella oración- estuvo esperando el primero que pasase de media noche abajo, para que conforme lo que le oyese decir, sacase dello lo que para su casamiento le había de suceder, haciendo en ello confianza y dándole crédito como si fuera un artículo de fe, siendo todo embeleco de viejas hechiceras y locas, faltas de juicio; si no dejó beata ni santera por visitar o que no enviase a llamar, si a todas las trujo arrastrando faldas y rompiendo mantos, que nunca se les cayeron de los hombros, poniendo candelillas, ella sabe a quién; si, pasando la raya, sin rebozo ni temor de Dios, no dejó cedazo con sosiego ni habas en su lugar, que todo no lo hizo bailar por malos medios, con palabras detestadas y prohibidas por nuestra santa religión; si no quedó casamentero ni conocido a quien dejase de importunar, diciéndoles cómo estaba enferma y deseaba casarse.

Dale Dios marido -digo de otros- quieto, de buena traza, honrado, que con toda su diligencia busca un real con que la sustente y no le falte para sus untos y copetes. ¿Por qué de cuatro días dice que ya hiede? ¿Por qué te afliges y enfadas en que te traten dél? Murmuras de sus buenas obras, finges que te las finge, regulando por tu corazón el suyo. No quieres que lo desentierren y desentiérrasle tú hasta los huesos de todo su linaje, mintiendo y escandalizando a quien te oye, poniéndole mala voz, publicando a gritos lo que ni tú con verdad sabes ni en él cabe, no más de por injuriarlo y afrentarlo. Haces como mujer: eres mudable, y quiera Dios que tus mudanzas no nazcan -cuando esto anda desta traza- de ofensas cometidas contra Dios, contra él y contra ti.

Ya, pues aquí he llegado sin pensarlo y en este puerto aporté, quiero sacar el mostrador y poner la tienda de mis mercaderías, como lo acostumbran los aljemifaos o merceros que andan de pueblo en pueblo: aquí las ponen hoy, allí mañana, sin asiento en alguna parte y, cuando tienen vendido, vuélvense a su tierra. Vendamos aquí algo desta buena hacienda, saquemos a plaza las intenciones de algunos matrimonios, tanto para que se desengañen de su error las que por tales fines los intentan, como para que sepan que se saben, y es bien que les digamos lo mal que hacen, pues verdaderamente hacen mal, y luego nos volveremos a nuestro puesto.

Algunas toman estado, no con otra consideración más de para salir de sujeción y cobrar libertad. Parécele a la señora doncella que será libre y podrá correr y salir, en saliendo de casa de sus padres y entrando en las de sus maridos; que podrán mandar con imperio, tendrán qué dar y criadas en quien dar. Háceseles áspera la sujeción; paréceles que casadas luego han de ser absolutas y poderosas, que sus padres las acosan, que son sus verdugos y que serán sus maridos más que cera blandos y amorosos. Lo cual nace de no recatarse los padres en los tratos con sus mujeres. Viven como brutos, levantan los deseos en las hijas, encienden los apetitos, dan con ellas al traste. Porque como son imprudentes, no distinguen: abrazan todo lo suave y dulce, pensando hallarlo en toda parte, no creyendo que hay amargo ni acedo, sino en sólo sus padres. Esto las inquieta, trayéndolas desasosegadas, desvanecidas y sin juicio. Como miran esto, ¿por qué no ponen los ojos en la otra su amiga, que se casó con un marido celoso y áspero, que no sólo nunca le dijo buena palabra, pero no le concedió salida gustosa, ni aun a misa, sino muy de madrugada con una saya de paño, en un manto revuelta, como si fuera una criada, y sobre todo, no como a su mujer, empero como a esclava fugitiva la trata?

Piensa que los casamientos, ¿qué son sino acertamientos, como el que compra un melón, que si uno es fino, le salen ciento pepinos o calabazas? ¿No ha visto a la otra su conocida, que se casó con un jugador, que no le ha dejado sábanas en cama que no las haya puesto en la mesa del juego? ¿No consideró de la otra su vecina lo que padece con su marido amancebado, que no hay mañana de cuantas Dios amanece, que no amanezca la espuerta colmada en casa de su amiga y en la suya propria están pereciendo de hambre? ¿No le han dicho de algunos que, cuando por las puertas de sus casas entran, ajustan los ojos con los pies y no los alzan para otra cosa que reñir y castigar sin causa ni otra consideración más de por su mala digestión?

¿Piensan por ventura que son todas adoradas y queridas de sus maridos, como de sus padres? Pues yo les aseguro que vi a el mejor marido, ido; y que no vi padre que no fuese padre. ¡Pocos maridos! Milagro ha sido el que no faltó en alguna de las obligaciones del matrimonio. Y no conocí padre que dejase jamás de serlo, aunque fuese muy malo el hijo.

Otras lo hacen, que no tienen padres, por salir de la mano de sus tutores, creyendo que con ellos están vendidas y robadas. Hacen su cuenta y dicen entre sí que, como aquél dispende su hacienda, lo haría mejor su marido, que por no desposeerse y dársela se olvida de ponerla en estado, que mañana le dará una enfermedad y se quedará ella muerta y ellos con su dinero. Dicen con esto: «¡Cuánto mejor sería que aquesto que tengo lo gocen mis hijos, que no mis enemigos que me desean la muerte por heredarme! Casarme quiero y sea con un triste negro. Que no lo ganaron mis padres para que lo comiesen mis tutores, trayéndome como me traen, rota y hecha pedazos, hambrienta y deseosa de un real con que comprar alfileres.» Esto las precipita y, tomando el consejo de la que primero se lo da, les parece que, pues le dice aquello aquella su amiga, que lo hace por quererla bien; y da con ella en un lodazal, de donde nunca quedan limpias en cuanto viven. Porque hicieron eleción de quien vistió su persona, regaló su cuerpo, engordó sus caballos, aderezó sus criados, gastó en las fiestas, dejando su mujer a el rincón. Y lo que propuso y deseaba dejar a sus hijos, la hacienda, ya, cuando viene a estar cargada dellos, no tiene real que darles ni dejarles, porque todo lo llevó el viento. Y si se temía que por heredarla sus deudos le deseaban quitar la vida, ya su marido no menos, porque con deseo de mudar de ropa limpia, cansado de tanta mujer, que nunca le faltó de cama y mesa, desea, y aun por ventura lo procura, meterla debajo de la tierra, y así la pobre nunca consigue lo que con su imaginación propone.
Tratan otras livianas de casarse por amores. Dan vista en las iglesias, hacen ventana en sus casas, están de noche sobresaltadas en sus camas, esperando cuando pase quien con el chillido de la guitarrilla las levante. Oye cantar unas coplas que hizo Gerineldos a doña Urraca, y piensa que son para ella. Es más negra que una graja, más torpe que tortuga, más necia que una salamandra, más fea que un topo, y, porque allí la pintan más linda que Venus, no dejando cajeta ni valija de donde para ella no sacan los alabastros, carmines, turquesas, perlas, nieves, jazmines, rosas, hasta desenclavar del cielo el sol y la luna, pintándola con estrellas y haciéndole de su arco cejas... ¡Anda, vete, loca!, que no se acordaba de ti el que las hizo y, si te las hizo, mintió, para engañarte con adulación, como a vana y amiga della. Quien te hizo esas coplas, te hizo la copla. Guarte dél, que con aquel jarabe las va curando a todas. A cada una le dice lo mismo.
Leyó la otra en Diana, vio las encendidas llamas de aquellas pastoras, la casa de aquella sabia, tan abundante de riquezas, las perlas y piedras con que los adornó, los jardines y selvas en que se deleitaban, las músicas que se dieron y, como si fuera verdad o lo pudiera ser y haberles otro tanto de suceder, se despulsan por ello. Ellas están como yesca. Sáltales de aquí una chispa y, encendidas como pólvora, quedan abrasadas. Otras muy curiosas, que dejándose de vestir, gastan sus dineros alquilando libros y, porque leyeron en Don Belianís, en Amadís o en Esplandián, si no lo sacó acaso del Caballero del Febo, los peligros y malandanzas en que aquellos desafortunados caballeros andaban por la infanta Magalona, que debía de ser alguna dama bien dispuesta, les parece que ya ellas tienen a la puerta el palafrén, el enano y la dueña con el señor Agrajes, que les diga el camino de aquellas espesas florestas y selvas, para que no toquen a el castillo encantado, de donde van a parar en otro, y, saliéndoles a el encuentro un león descabezado, las lleva con buen talante donde son servidas y regaladas de muchos y diversos manjares, que ya les parece que los comen y que se hallan en ello, durmiendo en aquellas camas tan regaladas y blandas con tanta quietud y regalo, sin saber quién lo trae ni de dónde les viene, porque todo es encantamento. Allí están encerradas con toda honestidad y buen tratamiento, hasta que viene don Galaor y mata el gigante, que me da lástima siempre que oigo decir las crue[l]dades con que los tratan, y fuera mejor que con una señora déstas los hubieran enviado a Castilla, donde por sólo verlos pagaran muchos dineros con que tuvieran bastante dote para casarse, sin andar por tantas aventuras o desventuras, y así se deshace todo el encantamento. No falta otro tal como yo, que me dijo el otro día que, si a estas hermosas les atasen los libros tales a la redonda y les pegasen fuego, que no sería posible arder, porque su virtud lo mataría. Yo no digo nada y así lo protesto, porque voy por el mundo sin saber adónde y lo mismo dirán de mí.

Otras hay que, porque vieron un mocito engomado y aun quizá lleno de gomas, como raso de Valencia, con más fuentes que Aranjuez, pulidetes más que Adonis, aderezados para ser lindos y que se precian dello, como si no fuesen aquellas curiosidades vísperas de una hoguera... (Sea la mujer, mujer, y el hombre, hombre. Quédense los copetes, las blanduras, las colores y buena tez para las damas que lo han menester y se han de valer dello. Bástale a el hombre tratarse como quien es. Muy bien le parece tener la voz áspera, el pelo recio, la cara robusta, el talle grave y las manos duras.) Paréceles a sus mercedes que un lindo déstos está siempre con aquella existencia, que no tienen pasiones naturales, no escupen, tosen y viven sujetos a la zarzaparrilla y china, emplastro meliloto, ungüento apostolorum y más miserias y medicinas que los otros, que pierden el seso y se despulsan por ellos, de manera que, si el freno de la vergüenza no les hiciera resistencia, fueran peores que un demonio suelto. Y si les preguntan a todas o a cualquiera dellas: «¿Qué veis, qué sentís, qué pensáis?», maldita otra respuesta tienen para todo, si[no] sólo decir ser gusto. Y si les ponéis delante el disparate que hacen, los inconvenientes que se siguen, lo mal que se aconsejan, a todo responden: «Yo lo tengo de padecer y nadie por mí. Si mal me sucediere, yo lo tengo que llevar y por mi cuenta corre. Déjenme, que yo sé lo que me hago.» Y no sabe la desventura lo que se hace ni lo que se dice.

Pues ya, si se hallan obligadas de confites, de la cintita, del estuchito, del billete que le trujo la moza y del que le respondió a el señor, de que le dio un pellizco o le tomó una mano por bajo de la puerta, si no fue un pie; y ya, cuando a esto llega, sólo Dios podrá remediarlo. No hay medicinas para su mal. Tocada está de la yerba.
Mujeres hay también que sólo se casan por ser galanas de corazón y para poderlo andar, ver y ser vistas, vestirse y tocarse cada día de su manera, pareciéndoles que, porque vieron a la otra un día de fiesta o toda la semana engalanarse, que luego en siendo casada la traerá su marido de aquella manera y, si mejor, no menos; y que, com[o] a la otra trotalotodo, le darán a ella licencia para poder andar deshollinando barrios. Aquí entra la pendencia. Porque, si no le sucede como lo piensa o porque su marido no gusta o no quiere que su mujer esté más vestida ni desnuda que para él, y que, si el otro lo consiente, quizá no hace bien y se lo murmuran y no quiere que con él se haga otro tanto, por el mismo caso que no la dejan vestir y calzar, holgar y pasear como la que más y mejor, no queda piedra sobre piedra en toda la casa, forma traiciones con que vengarse de su desdichado marido. Que, de bien considerado, conociendo quien ella es, teme que si le diese licencia y alas, le acontecería como a la hormiga, para su perdición: así no se atreve ni consiente. Sólo esto basta para que luego ella se arañe y mese, llamándose la más desdichada de las mujeres, que a Dios pluguiera que, cuando nació, su madre la ahogara, o la hubieran echado antes en un pozo que puéstola en tan mal poder, que sola ella es la malcasada, que Fulanilla es una tal y que su marido la trae como una pe[r]la regalada, que no es menos ella ni trujo menos dote, ni se casara con él, si tal pensara. Deshónralo de vil, bajo, apocado: que mejores criados tuvo su padre, que no mereció descalzarle la jervilla. «¡Desventurada de mí! ¡Cómo en ese regalo me criaron, para eso me guardaron, para que viniésedes vos a traerme desta suerte, hecha esclava de noche y de día, sirviendo la casa y a vuestros hijos y criados! ¡Mirad quién! ¡Mi duelo! ¡Como si fuese tal como yo! Que sabe Dios y el mundo quién es mi linaje, don Fulano y don Zutano, el Obispo, el Conde y el Duque» -sin dejar velloso ni raso, alto ni bajo, de que no haga letanía. Pues ya desdichado dél, si acaso acierta -que nunca le suceda tal a ninguno- a tener en su casa consigo a su vieja madre, a sus hermanas doncellas o hijos de otra mujer. «¡Para ellos es la hacienda que mis padres ganaron, con ellos la gasta, ellos la comen y a mí me tratan como a negra! Negra, y a Dios pluguiera que me trataran como a la de N., que por aquí pasa cada día como una reina, con una saya hoy, otra mañana; yo sola estoy con estos trapos desde que me casé, que no he tenido con qué remendarlos, encerrada entre aquestas paredes, metida ¡mira con qué peines y con qué rastillos!» ¿Qué se puede responder a esto, sino dejarlo? Que sería no acabar el intento que se pretende.

Cásanse otras para que con la sombra del marido no sean molestadas de las justicias ni vituperadas de sus vecinas o de otras cualesquier personas. Ya ésta es bellaquería, suciedad y torpeza. ¿Qué se puede más decir? Son libres, deshonestas y sin honra. Hacen como los hortolanos, que ponen un espantajo en la higuera, para que no lleguen los pájaros a los higos. Ellos allí están de manifiesto, para quien el hortolano quisiere y los pagare; pero los pájaros no los piquen, ésos no toquen a ellos, no ha de haber quien las corrija, quien las reprehenda ni quien abra la boca para decirles palabra: porque hay espantajo en la higuera, está el marido en casa. Ellas bien pueden dar o vender su honra y persona como quisieren o como más gustaren, a vista de todos; pero no quieren que haya justicia que las castigue. Pues aconteceráles lo que a las viñas, que tendrán guarda en tiempo de fruto; empero presto llegará la vendimia y quedarán abiertas, hechas pasto común, para que los ganados la huellen, quedando rozadas y perdidas. Hermana, que son caminos ésos del infierno. Que te llevará Dios el marido, por tus disoluciones y desvergüenzas, para que con ese azote seas castigada, saliendo en pública plaza tus maldades. En la balanza que trujiste la honra dél andará la tuya presto. Mas mirad a quién se lo digo ni para qué me quiebro la cabeza. No temió a su marido, perdió a Dios la vergüenza y quiérosela poner con estos disparates, que no son otra cosa para ella.

También hay otras que se casan por ver que se pierde su hacienda, y sin dar ellas alguna causa más de por ser mozas, les traen algunos maldicientes las honras en almoneda, o corren peligro por otras causas. Del mal el menos, ya que a Dios no le cabe parte alguna de todos estos matrimonios, que se dirían mejor obras de demonios. Como todas las cosas tienen de bueno o malo, tanto cuanto lo es el fin a que van encaminadas, y, éste conocido, se determinan las acciones que caminan a el mismo y las que se apartan dél, teniéndole siempre más amor que a las cosas que a él nos guían. Así no se ama en las tales el matrimonio por matrimonio, porque sólo hacen dél un medio para conseguir su deseo. Y aquestas mujeres tales no caminan derechamente, a lo menos van cerca de acertar presto; empero no tengo por buen matrimonio ni lo es, cuando lleva otro fin que de sólo servir a Dios en aquel estado.

Todos estos matrimonios permite Dios; pero en los más mete su parte, y no la peor, el diablo. Bueno y santo es el sacramento; pero tú haces del casamiento infierno. Para quietud se instituyó; tú no la quieres ni la tienes y antes andas echándole traspiés para dar con él en el suelo.

No tome ni ponga la doncella o la viuda su blanco en la libertad, en el salir de sujeción de padres o tutores. No se deje llevar del vano amor. Déjese de su torpeza la que sigue a su sensualidad. Y crean, si no lo hicieren, que sucederles mal a las unas y a las otras, el no salir los maridos como pensaron y desearon, ser esclavas después de casadas, tenerlas encerradas, el darles mala vida, perdérseles la hacienda, cargar de hijos, vaciarse la bolsa, sobrevenir trabajos, jugar el desposado, amancebarse, tratarlas mal y después morir a sus manos, nace de los malos fines que tomaron, de adelantar su calidad o su cantidad o por otros ya dichos: por eso sólo se perdieron.

Ese ídolo de Baal que adoraron, en él se confiaron. Pensaron que los pudiera socorrer, librar y defender; empero cuando lo hubieren de veras menester, no hayáis miedo ni creáis que os ha de enviar fuego con que encendáis: no lo tiene ni lo puede dar. ¿Adoráis ídolos? Pues de ninguno habéis de ser socorridos en los trabajos. Que son ídolos al fin, obras hechas de vuestras proprias manos, fabricados por antojo y adorados por sólo gusto. Bajará fuego del cielo que consuma el sacrificio, leña, piedras y cenizas, hasta las aguas mismas en el de Elías; aunque muchas veces lo haya hecho mojar y más mojar. Sabéis que son los matrimonios que Dios ordena, y los que hacéis por sólo ser obedientes a su voluntad y los consultastes con ella, dejándole a Él solo que obrase como más conviniese a su servicio, sin buscar malos y torpes medios; que, aunque los mojen cien veces con las aguas de las persecuciones, hambres, fríos, cárceles y más trabajos de la vida, no impide: fuego del cielo, amor de Dios y su caridad baja, que lo consumen. Ella lo arrebata y se lo lleva, poniéndolo presente ante su divina Majestad, para más méritos de gracia y gloria.

Quédese aquí esto como fin de sermón y volvamos a mi casamiento, que no debiera. Padecí con mi esposa, como con esposas, casi seis años; aunque los cuatro primeros nos duró tierno el pan de la boda, porque todo era flor. Mas cuando íbamos de cuesta, que acudimos a el mediano y faltaba dinero para él; cuando la basquiña de tela de oro y bordada, ya se vendía el oro y no quedaba tela ni aun de araña que no se vendiese, y de razonable paño fuera bien recebida; cuando ya no pude más, que me subía el agua por encima de la boca, porque nunca me consintió vender posesión suya ni mía; ni había crédito en la tienda para dos maravedís de rábanos; vime tan apretado, que por el consejo de mi suegro quise usar de medios de algún rigor.

¡Buenas noches nos dé Dios! Comenzó fuera de todo tono a levantar tal algazara, que, como si fuera cosa de más momento, acudieron a socorrerla los vecinos, hasta que ya no cabían en toda la casa. Venido a saber la verdad, quiso Dios que no fue nada. Vían mi razón. Volvíanse a salir. Empero no por eso dejaba ella sus lamentaciones, que había para cien semanas santas. Era forzoso, para no venir a malas, dejarla, por no quedar obligado, en oyéndola, responderle con palabras y obras. Tomaba la capa, salíame de casa, dejábala en sus anchos, que hiciese y dijese, hasta que más no quisiese. Y de aquesto se irritaba en mayor cólera, ver que despreciaba lo que me decía. Y puedo confesar con verdad que de todo el tiempo que con ella viví, jamás me acusé de ofensa que le hiciese. Dar Dios los bienes o quitarlos es diferente materia, por no ser en manos de los hombres pasar con ellos adelante ni estorbar que no vuelvan atrás. No se llamará perdido el que pone sus medios conforme lo hicieron otros, con que quedaron remediados, y siente mal quien lo piensa. Sólo es perdido aquel que se distrae con mujeres, con el juego, con bebidas y comidas, con vestidos demasiados o con otros vicios.

Entiéndame, señor vecino. Con él hablo. Bien sabe por qué se lo digo y quisiérale decir que quizá por su temeridad y mal consejo está desde acá en los infiernos. Haga penitencia y mire cómo vive, para que no muera.

De modo que no el bien o mal suceder son causas de discordias ni se deben mover por eso entre casados. Que no tiene un marido más obligación que a poner toda su diligencia y trabajo. El suceso, espere lo que viniere; que harto hace quien le tiene la dote bien parada y mejorada, sin habérsela vendido ni malbaratado.

Ella sin duda no se debía de confesar y, si se confesaba, no decía la verdad, y si la decía, la debía de adulterar de modo que la pudiesen absolver. Engañábase a sí la pobre, pensando engañar a los confesores.

No faltaban con esto alguna gentecilla ruin, de bajos principios y fundamentos y menos entendimientos, que por adular y complacerla, le ayudaban a sus locuras, favoreciéndolas, no dándome oído ni sabiendo mi causa. Y éstos fueron los que destruyeron mi paz y a ella la enviaron a el infierno. Porque de un enfermedad aguda murió, sin mostrar arrepentimiento ni recebir sacramento.

En dos cosas pude llamarme desgraciado. La primera, en el tal matrimonio, pues de mi parte puse todos los medios posibles en la guarda de su ley. La segunda, en que, ya que lo padecí tanto tiempo y perdí mi hacienda, no me quedó carta de pago, un hijo con que valerme de la dote. Aunque no me puedo desto quejar, pues en haberme faltado, la desdicha me hizo dichoso. Que no hay carga que tanto pese como uno destos matrimonios.

Y así lo dio bien a sentir un pasajero, el cual, yendo navegando y sucediéndole una gran tormenta, mandó el maestre del navío que alijasen presto de las cosas de más peso para salvarse, y, tomando a su mujer en brazos, dio con ella en la mar. Queriéndolo después castigar por ello, escusábase diciendo que así se lo mandó el maestre y que no llevaba en toda su mercadería cosa que tanto pesase, y por eso lo hizo.

Veis aquí agora mi suegro, que nunca comigo tuvo alguna pesadumbre, antes me acariciaba y consolaba como si fuera su hijo y, volviéndose de mi bando contra su hija, la reprehendía. Tanto que, viendo cómo no aprovechaba, nunca quiso entrarle por sus puerta[s]; empero, cuando más aborrecida la tuvo, al fin era su hija, que son los hijos tablas aserradas del corazón: duelen mucho y quiérense mucho. Sintió su falta; pero quedamos muy en paz. Enterramos a la malograda, que así se llamaba ella. Hicimos lo que debíamos por su alma, y a pocos días tratamos de apartar la compañía, porque quiso que le volviese lo que me había dado con su hija. No halló resistencia en mí. Dile cuanto me dio, muy mejorado de como me lo entregó. Agradeciómelo mucho. Dímonos nuestros finiquitos, quedando muy amigos, como siempre lo fuimos.