Atalaya de la vida humana/Libro III/II

I
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
II
III

II

Sale Guzmán de Alfarache de Zaragoza; vase a Madrid, adonde hecho mercader lo casan. Quiebra con el crédito, y trata de algunos engaños de mujeres y de los daños que las contraescrituras causan, y del remedio que se podría tener en todo

Luego que a casa llegué, me fui derecho a el pozo y, fingiendo quererme refrescar, porque mi criado no sintiera mi desgracia, le hice sacar dos calderos de agua. Con el uno me lavé las manos y con el otro la boca, que casi la desollé y no estaba bien contento ni satisfecho de mí. En toda la noche no pude cobrar sueño, considerando en la verdad que la mujer me había confesado, que me acordaría de sus manos para en toda mi vida.

Ved si la dijo, pues aún hago memoria dellas para los que de mí sucedieren. Yo aseguro que no se hizo tanta de las de la griega Helena ni de la romana Lucrecia. Cuando daba en esto, la conversación de la otra me destruía. Quería olvidarlo todo y acudía por el otro lado la memoria del guijarro; alterábaseme otra vez el estómago. ¿Qué ha de ser esto desta noche? ¿Cuándo habemos de acabar con tantos? Que si de una parte me cerca Duero, por otra Peñatajada.

Decía, considerando entre mí: «Si aquesta pequeña burla, no más de por haberlo sido, la siento tanto, ¿cómo lo habrán pasado mis parientes con la pesada que les hice? ¿Cuando aquesto así duele, qué hará con guindas?»

Ya lo pasaba en esto, ya en lo que había de hacer el siguiente día, cómo y de qué me había de vestir; si había de arrojar la cadena del día de Dios, de las fiestas terribles; por dónde había de pasear, qué palabras me atrevería [a] decir para moverla, o qué regalo le podría enviar con que obligarla.

Luego volvía diciendo: «¿Si mañana hallase aquella mozuela, qué le haría? ¿Pondríale las manos? No. ¿Quitaréle lo que llevare? Tampoco. Pues tratar su amistad, menos.» Pues decíame yo a mí: «¿Para qué la quiero buscar? Ya conozco las buenas y diestras manos que trae por la tecla. Váyase con Dios. Allá se lo haya Marta con sus pollos. Que a fe que si le sobrara, que no se pusiera en aquel peligro.»

Mirábame a mí, conocíame, volvía considerando a solas: «¿Cuáles quejas podrá dar el carnicero lobo del simple cordero? ¿Qué agua le pone turbia, para que tanto dél se agravie? No puedo traer en una muy valiente acémila el oro, plata, perlas, piedras y joyas, que traigo robadas de toda Italia, ¡y acuso a esta desdichada por una miseria que me llevó, quizá forzada de necesidad! ¡Oh condición miserable de los hombres, qué fá[ci]lmente nos quejamos, cuán de poco se nos hace mucho y cómo muy mucho lo criminamos! ¡Oh majestad immensa divina, qué mucho te ofendemos, qué poco se no[s] hace y cuán fácilmente lo perdonas! ¡Qué sujeción tan avasallada es la que tienen los hombres a sus pasiones proprias! Y pues lo mejor de las cosas es el poderse valer dellas a tiempo, y conozco que se debe tener tanta lástima de los que yerran, como invidia de los que perdonan, quiéromela tener a mí. Allá se lo haya: yo se lo perdono.»

Así me amaneció. Ya la luz entraba escasamente por unas juntas de ventanas, cuando también por ellas pareció haber entrado un poco de sueño. Dejéme llevar y traspúseme hasta las nueve, sin decir esta boca es mía. No tanto me holgué por haber dormido, como de quedar dispuesto a poder velar la noche siguiente, sin quedar obligado a pagar por fuerza el censo en lo mejor de mi gusto, si acaso acertara otra vez a cobrarlo.

Levantéme satisfecho y deseoso. Fuime a misa, visité la imagen de Nuestra Señora del Pilar, que es una devoción de las mayores que hoy tiene la cristiandad. Gasté aquel día en paseos. Vi mi viuda, que saliendo a la ventana, se puso en el balcón a lavar las manos. Quisiera que aquellas gotas de agua cayeran en mi corazón, para si acaso pudieran apagar el fuego dél. No me atreví a hablar palabra. Púseme a una esquina. Miréla con alegres ojos y rostro risueño. Ella se rió y, hablando con las criadas que allí estaban dándole la toalla con la fuente y jarro, sacaron las cabezas afuera y me miraron.

Ya con esto me pareció hecho mi negocio. Atiesé de piernas y pecho y, levantado el pescuezo, dile dos o tres paseos, el canto del capote por cima del hombro, el sombrero puesto en el aire y llevando tornátiles los ojos, volviendo a mirar a cada paso, de que no poco estaban risueñas y yo satisfecho. Tanto me alargué, tan descompuesto anduve, como si fuera negocio hecho y corriera la casa por mi cuenta, y a todo esto estuvo siempre queda, sin quitarse de la ventana.

Paseábanla muchos caballeros de muy gallardos talles y bien aderezados; empero, a mi juicio, ninguno como yo. A todos les hallé faltas, que me parecían en mí ventajas y sobras. A unos les faltaban los pies, y piernas a otros; unos eran altos, otros bajos, otros gordos, otros flacos, los unos gachos y otros corcovados. Yo sólo era para mí el solo, el que no padecía ecepción alguna y en quien estaba todo perfeto y sobre todo más favorecido, porque a ninguno mostró el semblante que a mí. Acercóse la noche, levantóse de la ventana, volvió la vista hacia donde yo estaba y entróse adentro.

Fuime a la posada, rico y pensativo en lo que había de hacer. Quiso venir el huésped a tenerme conversación; pero, como ya de nada gustaba más de mis contemplaciones, díjele que me perdonase, que me importaba ir fuera. Cené y, tomando mi espada, salí de casa en demanda de mi negocio.

Veréis cuál sea la mala inclinación de los hombres, que con haber hecho aquel discurso en favor de la mujer que me llevó aquella miseria, me picaban tábanos por hallarla y di cien vueltas aquella noche por la propria calle, pareciéndome que pudiera ser volver a verla otra vez en el mismo puesto, sin saber por qué o para qué lo hacía, mas de así a la balda, hasta hacer hora. Ya, cuando vi que lo era, fuime mi calle adelante, y a el entrar en la del Coso, por una encrucijada casi frontera de la casa de mi dama, devisé desde lejos dos cuadrillas de gente, unos a la una parte y otros a la otra.

Volvíme a retirar adentro y, parado a una puerta, consideraba: «Yo soy forastero. Esta señora tiene las prendas y partes que todo el mundo conoce. Pues a fe que no está la carne en el garabato por falta de gato. No es mujer ésta para no ser codiciada y muy servida. Éstos aquí no están esperando a quien dar limosna. Yo no sé quién son o lo que pretenden, si son amigos y todos una camarada, o si alguno dellos es interesado aquí. Si me cogen por desgracia en medio, no digo yo manteado, acribillado y como del coso agarrochado, por ventura me dejaran muerto. La tierra es peligrosa, los hombres atrevidos, las armas aventajadas, ellos muchos, yo solo. Guzmán, ¡guarte no sea nabo! Y si son enemigos y quieren sacudirse, yo no los he de poner en paz; antes he de sacar la peor parte, ya sea por aquí, ya por allí. Volvámonos a casa, que es lo más cierto. Más a cuento me viene mirar por mis baúles y salirme de lugar que no conozco ni soy conocido. Que a quien se muda, Dios le ayuda.»

Di la vuelta en dos pies y en cuatro trancos llegué a mi posada. Recogíme a dormir con mejor gana y menos penas que la noche pasada. Que verdaderamente no hay así cosa que más desamartele, que ver visiones. Desta manera me determiné a salir de allí el siguiente día y así lo hice.

Víneme poco a poco acercando a Madrid, y, cuando me vi en Alcalá de Henares, me detuve ocho días, por parecerme un lugar el más gracioso y apacible de cuantos había visto después que de Italia salí. Si la codicia de la Corte no me tuviera puestas en los pies alas, bien creo que allí me quedara, gozando de aquella fresquísima ribera, de su mucha y buena provisión, de tantos agudísimos ingenios y otros muchos entretenimientos. Empero, como Madrid era patria común y tierra larga, parecióme no dejar un mar por el arroyo. Allí al fin está cada uno como más le viene a cuento. Nadie se conoce, ni aun los que viven de unas puertas adentro. Esto me arrastró, allá me fui.

Estaba ya todo muy trocado de como lo dejé. Ni había especiero ni memoria dél. Hallé poblados los campos; los niños, mozos; los mozos, hombres; los hombres, viejos, y los viejos, fallecidos; las plazas, calles, y las calles muy de otra manera, con mucha mejoría en todo. Aposentéme por entonces muy a gusto, y tanto, que sin salir de la posada estuve ocho días en ella divertido con sólo el entretenimiento de la huéspeda, que tenía muy buen parecer, era discreta y estaba bien tratada.

Hízome regalar y servir los días que allí estuve con toda la puntualidad posible. En este tiempo anduve haciendo mi cuenta, dando trazas en mi vida, qué haría o cómo viviría. Y al fin de todas ellas vence la vanidad. Comencé mi negocio por galas y más galas. Hice dos diferentes vestidos de calza entera, muy gallardos. Otro saqué llano para remudar, pareciéndome que con aquello, si comprase un caballo, que quien así me viera, y con un par de criados, fácilmente me compraría las joyas que llevaba. Púselo por obra. Comencé a pavonear y gastar largo. La huéspeda no era corta, sino gentil cortesana. Dábame cañas a las manos en cuanto era mi gusto.

Aconteció que, como frecuentasen mi visita muchas de sus amigas, una dellas trujo en su compañía una muchachuela de muy buena gracia, hermosa como un ángel y, con ser tan por estremo hermosa, era mucho más vellosa. Hícele el amor; mostróse arisca. Dádivas ablandan peñas. Cuanto más la regalé, tanto más iba mostrándoseme blanda, hasta venir en todo mi deseo. Continué su amistad algunos días, en los cuales nunca cesó, como si fuera gotera, de pedir, pelar y repelar cuanto más pudo, tan sutil y diestramente cual si fuera mujer madrigada, muy cursada y curtida; empero bastábale la dotrina de su madre. Pidióme una vez que le comprase un manteo de damasco carmesí, que vendía un corredor a la Puerta del Sol, con muchos abollados y pasamanos de oro, y no querían por él menos de mil reales. Pareciéndome aquello una excesiva libertad (porque, aunque me tenía un poco picado, no lo había hecho tan mal con ella que ya no le hubiese dado más de otros cien escudos y que, si así me fuese dejando cargar a su paso, en tres boladas no quedara bolo enhiesto), no se lo di. Enojóse: no se me dio nada. Sintióse: dime por no entendido. Indignáronse madre y hija: callé a todo, hasta ver en qué paraba. No me vinieron a visitar ni yo las envié a llamar. Entraron en consejo con mi huéspeda, que fueron todas el lobo y la vulpeja y tres al mohíno.

Veis aquí, cuando a mediodía estaba comiendo muy sin cuidado de cosa que me lo pudiera dar, donde veo entrar por mi aposento un alguacil de corte. «¡Ah cuerpo de tal! Aquí morirá Sansón y cuantos con él son. Mi fin es llegado», dije. Levantéme alborotado de la mesa y el alguacil me dijo:

-Sosiéguese Vuestra Merced, que no es por ladrón.

-«Antes no creo que puede ser por otra cosa» -dije entre mí-. ¿Ladrón dijistes? Creí que lo decía por donaire y por esa causa quería prenderme.

Turbéme de modo, que ni acertaba con palabra ni sabía si huir, si estarme quedo. Teníanme tomada la puerta los corchetes, la ventana era pequeña y alta de la calle. No pudiera con tanta facilidad arronjarme por ella, que primero no me cogieran y, cuando pudiera escapar de sus manos, me matara. Últimamente, con toda mi turbación, como pude le pregunté qué mandaba. Él, con la boca llena de risa y muy sin el cuidado que yo estaba, metiendo la mano en el pecho sacó dél un mandamiento en que me mandaban prender los alcaldes por lo que ni comí ni bebí.

«Por estrupo» -diréis-. «Válgate la maldición por hembra, y a mí, si sé lo que te pides y no mientes como cien mil diablos.» Juréle ser falsedad y testimonio. El alguacil, riéndose, me dijo que así lo creía; empero que no podía exceder del mandamiento ni soltarme. Que tomase la capa y me fuese con él a la cárcel. Vime desbaratado. Yo tenía los baúles cuales ya podrás imaginar. Mis criados no eran conocidos. Estaba en posada, donde me habían hecho la cama y quizá para tener achaque de robarme. Si allí los dejaba, quedaban como en la calle, y, si los quería sacar, no sabía dónde ponerlos. Pues ir a la cárcel es como los que se van a jugar a la taberna en la montaña, que comienzan por los naipes y acaban borrachos con el jarro en las manos. Pensando ir por poco, pudiera ser salir por mucho.

Estaba que no sabía lo que hacerme. Aparté a solas a el alguacil. Roguéle que por un solo Dios no permitiese mi perdición. Díjele que aquella hacienda quedaba en riesgo y perdida; que diese traza cómo no se me hiciese agravio, porque me robarían y que sólo aquese había sido el intento de aquella gente. Era hombre de bien, que no fue pequeña ventura, discreto, cortesano; sabía mi verdad, como quien conocía bien a la parte. Prometí de pagárselo muy a su gusto. Díjome que no tuviese pena, que haría lo que pudiese por servirme. Dejó allí los criados en mi guarda y salió a buscar a la parte, que habían con él venido y estaban en el aposento de la huéspeda. Fue y volvió con unos y otros medios.

Amenazólas que, si no lo hacían, había de jurar en mi favor la verdad y descubrir la bellaquería, si no se contentaban con lo que fuese bueno. Ellas, que vieron su pleito mal parado, lo dejaron todo en sus manos y concertónos en dos mil reales, que le fue por juramento a la madre que le había de pagar el manteo con el doblo y no la tendría contenta. Mas yo sé que lo quedó, porque no se lo debía. Paguéselos y, yéndonos a el oficio del escribano, se bajaron de la querella.

Costóme todo hasta docientos ducados y en media hora lo hicimos noche; mas no tuve aquélla en la posada ni más puse pie de para sacar mi hacienda y al punto alcé de rancho. Fuime a la primera que hallé, hasta que busqué un honrado cuarto de casa con gente principal. Compré las alhajas que tuve necesidad y puse mis pucheros en orden.

Cuando andaba en esto, encontréme una mañana con el mismo alguacil en las Descalzas y, después de haber ambos oído una misma misa, nos hablamos y juréle por el Sacramento que allí estaba que tal cargo no tuve aquella mujer, y díjome:

-Caballero, no es necesario ese juramento para lo que yo sé, cuanto más para lo que aquí es muy público. Yo conozco aquella mozuela, y con esta demanda que puso a Vuestra Merced son tres las querellas que ha dado en esta Corte por el mismo negocio. Dio la primera ante el vicario de la villa, de un pobre caballero de epístola, que vino aquí a cierto negocio. Era hijo de padres honrados y ricos. El cual, por bien de paz, les dejó en las uñas hasta la sotana y se fue, como dicen, en camisa. Después lo pidieron otra vez en la villa, querellándose a el teniente de un catalán rico, de quien también pelaron lo que pudieron; pero éste jurada se la tiene, que no le dejará la manda en el testamento. Agora se querelló, a los alcaldes, de Vuestra Merced, y si no fuera por parecerme de menor inconveniente pagarles aquel dinero que consentirse ir preso dejando su hacienda desamparada, verdaderamente no lo consintiera, hiciera mi oficio; empero del mal el medio. Que, aunque sin duda Vuestra Merced saliera libre, no pudiera ser con tanta brevedad, que no pasase algún tiempo en pruebas y respuestas. Con esto escusamos prisiones, grillos, visitas, escribanos, procuradores, daca la relación, vuelve de la relación. Que todo fuera dilación, vejación y desgusto. Más barato se hizo de aquella manera y con menos pesadumbre.

»Lo que como hidalgo y hombre de bien puedo a Vuestra Merced asegurar es que he servido a Su Majestad con esta vara casi veinte y tres años, porque va ya en ellos. Y que de todos cuantos casos he visto semejantes a éste, no he sabido de tres en más de trecientos, que se hayan pedido con justicia; porque nunca quien lo come lo paga o por grandísima desgracia. Siempre suele salir horro el dañador y después lo echan a la buena barba. Siempre suele recambiar en un desdichado, de quien pueden sacar honra y dineros o marido a propósito para sus menesteres. Él es como la seca, que el daño está en el dedo y escupe debajo del brazo. La causa es porque o luego el delincuente huye o es persona tal a quien sería de poca importancia pedirlo. Estas mozuelas ándanse por esas calles o en casa de sus amigas o en las de sus padres. Entra en la cocina el mozo, tiene lugar de hablarlas y ellas de responderle. Ambos están de las puertas adentro. Sóbrales el tiempo, no les falta gana, llega la ocasión y dejan asentada la partida. Y como sucede las más veces aquesto con gente pobre y luego él, en oliendo el tocino, se sale de casa y no parece, cuando los padres lo alcanzan a saber, para no quedarse sin el fruto de sus trabajos, danle una fraterna y ellos mismos andan después a ojeo y la echan a la mano a persona tal, que saquen costo y costas de su mercadería. Y así viene quien menos culpa tiene a lavar la lana.

Entonces le pregunté:

-Pues dígame Vuestra Merced, suplícole, si nunca los tales casos acontecen sino a solas, ¿quién hay que jure con verdad, si ella no da gritos para que se vea la fuerza y acude gente que los halle a entrambos en el acto?

Respondióme:

-No es necesario ni en tales casos piden a el testigo que diga si los vio juntos, que sería infinito. Basta que depongan que los vieron hablar y estar a solas, que la besó, que los vieron abrazados o de las puertas adentro de una pieza, o tales actos que se pueda dellos presumir el hecho. Porque con esto y la voz que ella misma se pone de haber sido forzada, hallándola ya las matronas como dice, bastan para prueba. Yo vi en esta corte un caso muy riguroso y el mayor que Vuestra Merced habrá oído. Aquí estuvo una dama muy hermosa y forastera, la cual venía ladrada de su tierra, no con otro fin que a buscar la vida. Tratóse como doncella y en ese hábito anduvo algunos días. Pretendióla cierto príncipe y, habiéndole hecho escritura por ochocientos ducados, en que con él concertó su honor, diciendo quererlos para su casamiento, no pagándoselos a el plazo, ejecutó y cobró. Después de allí a pocos años, que no pasaron cuatro, siendo favorecida de cierto personaje, hizo un escabeche, con que, habiendo tratado con cierto estranjero, querelló dél. Y alegando el reo contra ella la escritura original y la paga del interés, lo condenaron y pagó. Allá dijo que no hubo, que sí hubo. En resolución, la mujer en cada lugar cobraba dos y tres veces lo que no vendía, y desta manera pasaba. Vuestra Merced no se tenga por mal servido en lo hecho, porque libró muy bien. Que a fe que los testigos decían ensangrentados, aunque no lo quedó ella.

Despedímonos y fuese. Yo quedé admirado de oír semejante negocio. De allí me fui deslizando poco a poco en la consideración de cuán santa, cuán justa y lícitamente había proveído el Santo Concilio de Trento sobre los matrimonios clandestinos. ¡Qué de cosas quedaron remediadas! ¡Qué de portillos tapados y paredes levantadas! Y cómo, si la justicia seglar hiciera hoy otro tanto en casos cual el mío, no hubiera el quinto ni el diezmo de las malas mujeres que hay perdidas. Porque real y verdaderamente, hablándola entre nosotros, no hay fuerza, sino grado. No es posible hacerla ningún hombre solo a una mujer, si ella no quiere otorgar con su voluntad. Y si quiere, ¿qué le piden a él?

Diré lo que verdaderamente aconteció en un lugar de señorío en el Andalucía. Tenía un labrador una hija moza, de quien se enamoró un mancebo, hijo de vecino de su pueblo, y, habiéndola gozado, cuando el padre della lo vino a saber, acudió a una villa, cabeza de aquel partido, a querellarse del mozo. El alcalde tuvo atención a lo que decían y, después de haber el hombre informádole muy a su placer del caso, le dijo: «¿Al fin os querelláis de aquese mozo, que retozó con vuestra muchacha?» El padre dijo que sí, porque la deshonró por fuerza.

Volvió el alcalde a preguntar: «Y decidme, ¿cuántos años tiene él y ella?» El padre le respondió: «Mi hija hace para el agosto que viene veinte y un años y el mozuelo veinte y tres.»

Cuando el alcalde oyó esto, enojado y levantándose con ira del poyo, le dijo: «¿Y con eso venís agora? ¡Él de veinte y tres y ella de veinte y uno! Andá con Dios, hermano. ¡Ved qué gentil demanda! Volvedos en buen hora, que muy bien pudieron herlo.»

Si así se les respondiese con una ley en que se mandase que mujer de once años arriba y en poblado no pudiese pedir fuerza, por fuerza serían buenas. No hay fuerza de hombre que le valga, contra la que no quiere. Y cuando una vez en mil años viniese a ser, no se había de componer a dinero ni mandándolos casar -salvo si no le dio ante testigos palabras dello-, no había de haber otro medio que pena personal, según el delito, y que saliese a la causa el fiscal del rey, para que no pudiese haber ni valiese perdón de parte. Yo aseguro que desta manera ellos tuvieran miedo y ellas más vergüenza. Porque quitándoles esta guarida, desconfiadas, no se perderían. Si fue su voluntad, ¿qué piden? Si no tienen, que no engañen.

Aquí entra luego la piedad y dice: «¡Oh!, que son mujeres flacas, déjanse vencer, por ser fáciles en creer y falsos los hombres en el prometer: deben ser favorecidas.» Esto es así verdad; empero, si supiesen que no lo habían de ser, sabríanse mejor guardar. Y aquesta confianza suya las destruye, como la fe sin obras, que tiene millares en los infi[e]rnos. Ninguna se fíe de hombre. Prometen con pasión y cumplen con dilación y sin satisfación. Y la que se confiare, quéjese de sí, si la burlare.

Prenden a un pobreto, como yo he visto muchas veces revolverse dos criados en una casa, y, estando ella como gusano de seda de tres dormidas con quien ha querido, cuando el amo los halla juntos, prende a el desdichado que ni comió nata ni queso, sino sólo el suero que arronjan a los perros. Tiénenlo en la cárcel, hasta que ya desesperado lo hacen que se case con ella, porque lo condenan en pena pecuniaria, que, vendidos él y todo su linaje, no alcanzan para pagarla. Cuando se ve perdido y cargado de matrimonio, quítale a bofetadas lo que tiene. Vanse uno por aquí y el otro por allí. Él se hace romero y ella ramera. Ved qué gentil casamiento y qué gentil sentencia. ¡Oh! si sobre aquesto se reparase un poco, no dudo en el grande provecho que dello resultase.

Pagué lo que no pequé, troqué lo que no comí. Puse mi casa, recogíme con lo que tenía, porque temía no me sucediese con otra huéspeda lo que con la pasada. Y porque también recelaba que aquel collar y cinta que me había enviado el tío, siendo piezas de tanto valor, pudieran ser por la fama descubiertas, quíseme retirar a solas a mi casa y en parte donde con secreto pudiese deshacerlo. Así lo hice. Desclavé las piedras a punta de cuchillo, quité las perlas, puse cada cosa de por sí. Metí en un grande crisol todo el oro, no de una vez, que no cupo, sino en seis o siete, y así lo fundí, yéndolo aduzando con un poco de solimán, que yo sabía un poquito del arte. Y teniendo un riel prevenido, lo fue de mi espacio haciendo barretas.

Parecióme cordura que por sus hechuras no quedase deshecha la mía, y tuve por mejor perderlas que perderme. Híceme tratante con aquellas piedras, informándome muy bien primero del valor dellas y de cada una, haciéndolas engastar en cruces, en sortijas, en arracadas y otras joyas, donde mejor se podían acomodar, diferenciado el engaste. De manera que con el oro mismo y las proprias piedras hice diferentes piezas, que unas vendidas, otras fiadas a desposados, y rifadas muchas, perdí muy poco de lo que de otra manera se pudiera ganar y con menos pesadumbre de riesgo.

Mi caudal crecía, porque ya me había hecho muy gentil mohatrero. Crédito no me faltaba, porque tenía dinero. Dábanse junto a mi casa unos solares para edificar. Parecióme comprar uno, por tener una posesión y un rincón proprio en que meterme, sin andar cada mes con las talegas de las alcomenías a cuestas, mudando barrios. Concertéme, paguélo en reales de contado y cargáronme dos de censo perpetuo en cada un año. Labré una casa, en que gasté sin pensarlo ni poderme volver atrás más de tres mil ducados. Era muy graciosa y de mucho entretenimiento. Pasaba en ella y con mi pobreza como un Fúcar. Y así acabara, si mi corta fortuna y suerte avarienta no me salieran a el encuentro, viniéndose a juntar el tramposo con el codicioso.

Como mi casa estaba tan bien puesta, mi persona tan bien tratada y mi reputación en buen punto, no faltó un loco que me codició para yerno. Parecióle que todo yo era de comer y que no tenía dentro ni pepita que desechar. Aun ésta es otra locura, casar los hombres a sus hijas con hijos de padres no conocidos. Mirá, mirá, tomá el consejo de los viejos: «A el hijo de tu vecino mételo en tu casa.» Sabes qué mañas, qué costumbres tiene, si tiene, si sabe, si vale; y no un venedizo, que pudieran otro día ponérselo desde su casa en la horca, si acaso lo conocieran.

Era también mohatrero como yo, que siempre acude cada uno a su natural. Tanto se me vino a pegar, que me llegó a empegar. Casóme con su hija y otra no tenía. Estaba rico. Era moza de muy buena gracia. Prometi[ó]me con ella tres mil ducados. Dije de sí.

Él, como era vividor, sólo buscaba hombre de mi traza, que supiese trafagar con el dinero. Y en aquesto tuvo razón, porque mucho más vale un yerno pobre que sepa ser vividor, que rico y gran comedor. Mejor es hombre necesitado de dineros, que dineros necesitados de hombre.

Aqueste se aficionó de mí. Tratáronse los conciertos y efetuáronse las bodas. Ya estoy casado, ya soy honrado. La señora está en mi casa muy contenta, muy regalada y bien servida. Pasáronse algunos días, y no fueron muchos, cuando, llevándonos mi suegro un domingo [a] comer a su casa, después de alzadas mesas, que nos quedamos los tres a solas, díjome así:

-Hijo, como ya con los años he pasado por muchos trabajos y veo que sois mozo y estáis a el pie de la cuesta, para que lleguéis a lo alto della descansado y no volváis a caer desde la mitad, os quiero dar mi parecer, como quien tanto es interesado en vuestro bien; que de otra manera, no tenía para qué daros parte de lo que pretendo. Lo primero habéis de considerar que, si un maravedí sacardes del caudal con que tratáis, que se os acabará muy presto, cuando sea muy grueso. También habéis de hacer cómo con vuestro buen crédito paséis adelante. Y, si habéis de ser mercader, seáis mercader, poniendo aparte todo aquello que no fuere llaneza, pues no se negocia ya sino con ella y con dinero: cambiar y recambiar. Yo procuraré iros dando la mano cuanto más pudiere siempre. Y porque, lo que Dios no quiera, si alguna vez diere vuelta el dado y no viniere la suerte como se desea, purgaos en salud, preveníos con tiempo de lo que os puede suceder. Otorgaránse luego dos escrituras y dos contraescrituras. La una sea confesando que me debéis cuatro mil ducados, que os presté, de la cual os daré luego carta de pago como la quisierdes pintar. Y ambas las guardaremos para si fueren menester; aunque mucho mejor sería que tal tiempo nunca llegase ni lo viésemos por nuestra puerta. La otra será: yo haré que os venda mi hermano quinientos ducados que tiene de juro en cada un año y haráse desta manera. No faltará un amigo cajero, que por amistad haga muestra del dinero, para que pueda el escribano dar fe de la paga, o ahí lo tomaremos y nos lo prestarán en el banco a trueco de cincuenta reales. Y cuando se haya otorgado la escritura de venta, vos le volveréis a dar a él poder en causa propria, confesando que aquello fue fingido; mas que real y verdaderamente siempre los quinientos ducados fueron y son suyos.

Parecióme muy bien, por ser cosa que pudiera importar y nunca dañar. Hízose así como lo trazó el maestro y como aquel que de bien acuchillado sabía cómo se había de preparar el atutia, pues ya tenía el camino andado y con la misma traza se había enriquecido.

Desta manera fui negociando algún tiempo, siendo siempre puntual en todo. Y como la ostentación suele ser parte de caudal por lo que a el crédito importa, presumía de que mi casa, mi mujer y mi persona siempre anduviésemos bien tratados y en mi negociación ser un reloj. Era la señora mi esposa de la mano horadada y taladrada de sienes. Yo por mi negocio le comencé a dar mano y ella por el suyo tomó tanta, que con sus amigas en banquetes, fiestas y meriendas, demás de lo exorbitante de sus galas y vestidos, con otros millares de menudencias, que como rabos de pulpos cuelgan de cada cosa déstas, juntándose con la carestía que sucedió aquellos primeros años y la poca corresponsión que hubo de negocios, ya me conocí flaqueza, ya tenía váguidos de cabeza y estaba para dar comigo en el suelo. Faltaba muy poco para dejarme caer a plomo.

Nadie sabe, si no es el que lo lasta, lo que semejante casa gasta. Si en este tiempo se hiciera la ley en que dieron en Castilla la mitad de multiplicado a las mujeres, a fe que no sólo no se lo dieran, empero que se lo quitaran de la dote. Debían entonces de ayudarlo a ganar; empero agora no se desvelan sino en cómo acabarlo de gastar y consumir.

Hacienda y trato tenía yo solo para ser brevemente muy rico, y con la mujer quedé pobre. Como sólo mi suegro sabía tan bien como yo el debe y ha de haber de mi libro, no me faltaba el crédito, porque todos creyeron siempre que aquellos quinientos ducados eran míos. Con aquella sombra cargué cuanto más pude, hasta que, no pudiendo sufrir el peso, me asenté como edificio falso.

Llegábase ya el tiempo de las pagas, que, aunque siempre corre, para los que deben vuela y es más corto. Vime apretado. No podía sosegar ni tener algún reposo. Fuime a casa de mi suegro a darle cuenta de mi cuidado. Él me alentó cuanto más pudo, diciendo que no desmayase, pues teníamos el remedio a las manos, de puertas adentro de nuestra casa.

Tomó la capa y fuímonos mano a mano los dos a el oficio de un escribano de provincia, grande amigo suyo, y llevándolo a Santa Cruz, que es una iglesia que está en la misma plaza, frontero de la cárcel y de los oficios, allí le hicimos en secreto relación del caso. Y dijo mi suegro:

-Señor N., este negocio le ha de valer a Vuestra Merced muchos ducados, y en la pesadumbre pasada que yo tuve bien sabe que no me llevó blanca ni derechos algunos de los que me tocaban en cuanto el pleito duró. Mi yerno debe por otra escritura, primera que la mía, mil ducados, y está presentada y hechas diligencias en otro oficio; empero queremos que todo pase ante Vuestra Merced y en esta consideración ha de tratarnos como a sus amigos y servidores. Que yo quiero, no sólo [no] dejar de satisfacer esta merced, empero aquí mi hijo, el día que saliere, dará para guantes docientos escudos y yo quedo por su fiador.

El escribano dijo:

-Haráse todo de la manera que Vuestra Merced fuere servido. Preséntese luego esa escritura de los cuatro mil ducados y concertaremos la décima con un amigo a quien daremos cuenta desta pretensión, para que lo haga por cualquiera cosa que le demos, y lo más déjese a mi cargo.

Mi suegro presentó su obligación y lleváronme preso. Ejecutóme toda la hacienda. Salió luego mi mujer con su carta de dote, con que ocuparon tanto paño, que faltaba mucho para cumplir el vestido. Porque, habiéndose ambos echado sobre la casa, obligaciones y muebles, no quedó ni se halló en qué hincar el diente, que joyas y dineros ya los teníamos puestos en cobro. Cuando me vieron mis acreedores preso, acudió cada uno, embargándome por lo que le tocaba, presentando sus escrituras y contratos ante diferentes escribanos; empero, saliento a esto el nuestro, pidió que como a originario se habían todos de acumular a el que pasaba en su oficio, por ser el más antiguo y donde primero se pidió. Así lo mandaron los alcaldes, viendo ser cosa justificada.

Como vieron el mal remedio que con mis bienes tenían, acudieron luego a embargar los quinientos ducados de renta. Salió su dueño y defendiólos. Dijo el tío de mi mujer ser suyos. Comenzóse a trabar sobre todo un pleitecillo que pasaba de mil y quinientas hojas, así escrituras de obligaciones como testamentos, particiones, poderes y otra multitud grande que se vino a juntar de papeles. Cada uno que lo pedía para llevarlo a su letrado, como había de pagar a el escribano tantos derechos, temblaba. Pagábanlo unos; empero había otros que, viendo el pleito mal parado y metido a la venta la zarza, no lo querían y deseaban que se diesen medios en la paga, por no hacer más costas y echar la soga tras el caldero.

Vían que ya una vez puesto en aquello, no habían de salir con ello; antes me ayudaban a negociar, por ser el daño inremediable de otra manera. Pedí esperas por diez años. Fuéronmelas concediendo algunos. Juntóseles luego mi suegro y, como cargó a su parte la mayor, hicieron a los menos pasar por lo que los más; con que salí de la cárcel, quedando el escribano el mejor librado.

Deste bordo, aunque me puse braguero, fue de plata. Quedéme con mucha hacienda de los pobres que me la fiaron engañados en mi crédito. Hice aquella vez lo que solía hacer siempre; mas con mucha honra y mejor nombre. Que, aunque verdaderamente aquesto es hurtar, quédasenos el nombre de mercaderes y no de ladrones. En esto experimenté lo que no sabía de aqueste trato. Estas tretas hasta entonces nunca las alcancé. Parecióme cautela dañosísima y digna de grande remedio. Porque con las contraescrituras no hay crédito cierto ni confianza segura, siendo lo más perjudicial de una república, por causarse dellas la mayor parte de los pleitos, con las cuales muchos vienen de pobres a quedar muy ricos, dejando a los que lo eran perdidos y por puertas. Y siendo la intención del buen juez averiguar la verdad entre los litigantes para dar a cada uno su justicia, no es posible, porque anda todo tan marañado, que los que del caso son más inocentes quedan los más engañados y por el consiguiente agraviados.

La causa es porque, cuando quien trata el engaño, comienza dando traza en su cautela, es lo primero que hace tomarle a la verdad los pasos y puertos, de manera que nunca se averigüe, con lo cual, faltando esta luz, queda ciego el juez y sale triumfando la mentira del que no tiene justicia. Yo sé que no faltará quien diga que son las contraescrituras importantes para el comercio y trato; pero sé que le sabré decir que no son. Quien quisiere ayudar a otro con su crédito, déselo como fiador y no como encubridor de su malicia.

Lo que de Barcelona supe la primera vez que allí estuve y agora de vuelta de Italia en estos dos días, es que ser uno mercader es dignidad, y ninguno puede tener tal título sin haberse primero presentado ante el Prior y Cónsules, donde lo abonan para el trato que pone. Y en Castilla, donde se contrata la máquina del mundo sin hacienda, sin fianzas ni abonos, mas de con sólo buena maña para saber engañar a los que se fían dellos, toman tratos para que sería necesario en otras partes mucho caudal con que comenzarlos y muy mayor para el puesto que ponen. Y si después falta el suceso a su imaginación, con el remedio de las contraescrituras quedan más bien puestos y ricos que lo estaban de antes, como lo habemos visto en muchos cada día.

Llévanse con su quiebra detrás de sí a todos aquellos que los han fiado, los cuales consumen lo poco que les queda en pleitos. Y si acaso son oficiales o labradores, el señor pierde también su parte, pues faltan los que ayudan en los derechos de sus alcabalas, y la república, la obra y trabajo destos hombres, que, como embarazados en litigios, no acuden a sus ministerios. Menor daño sería que unos pocos y malos no fuesen ricos, que no que abrasasen y destruyesen a muchos buenos. No habiendo contraescrituras, cada cual podría fiar seguramente, porque tendría noticia de la hacienda cierta que tiene aquel a quien se la da, sin que después le salgan otros dueños. Y porque podría ser que se tratase algún tiempo del remedio desto, diré los efetos de semejante daño brevemente -si acaso no se deja de hacer porque yo lo dije. Que muchas cosas pierden buenos efectos porque no se conozcan ajenos dueños en ellas y lo quieren ser en todo solos aquellos que las hacen ejecutar. Empero dígalo yo y nunca se remedie. Cumpla yo mis obligaciones y mire cada uno por las que tiene, que discreción y edad no les falta. No les falte gana de remediar lo que importare al servicio de Dios y de su rey, siendo bien universal de la república.

Todas aquellas veces que el mercader pobre se quiere meter a mayor trato, pide para su crédito a un su pariente o amigo le dé algún juro de importancia o hacienda en confianza. De lo cual hace contraescritura, en que confiesa que, no obstante que aquello parece suyo, real y verdaderamente no lo es, y que se lo volverá siempre, cada y cuando que se lo pida. Con esto halla quien le fíe su hacienda. Ved quién somos, pues para los negros de Guinea, bozales y bárbaros, llevan cuentecitas, diles y caxcabeles; y a nosotros con sólo el sonido, con la sombra y resplandor destos vidritos nos engañan.

Si el trato sale bien, bien: vuélveseles a sus dueños lo que recibieron dellos; y si mal, hácenlo trampa y pleito de acreedores. Todo va con mal. El que dio la hacienda en confianza, vuelve a cobrarla con la contraescritura y los demás quédanse burlados. Cuando no quiere alguno pagar lo que debe, antes de llegar el plazo en que ha de pagar la deuda, vende o traspasa su hacienda en confianza, con alguna contraescritura. Y sucede que, cuando llega el plazo, es ya muerto el deudor que hizo la cautela, y el verdadero acreedor no puede cobrar. Porque aquel de quien se hizo confianza, encubre y calla la contraescritura, quédase con todo y va el difunto a porta inferi.

Para engañar con su persona, si quiere tratar de casarse con mucha dote, hace lo mismo: busca haciendas en confianza y como después de casado crecen las obligaciones y no pueden con el gasto, cobra lo suyo su dueño y quedan los desposados padeciendo necesidad. Luego, conocido el engaño, falta el amor y algunas y aun muchas veces llegan a las manos, porque la mujer no consiente que se venda su hacienda o no quiere obligarse a las deudas del marido.

Todo lo cual tendría facilísimo remedio, mandando que no hubiese tales contraescrituras ni valiesen, deshaciéndose las hechas, con que cada uno volviese a tomar en sí lo que desta manera tiene dado. Sabríase a el cierto la hacienda que tiene cada cual, si se le puede fiar o confiar; escusaríanse de los pleitos la mitad, por ser desta naturaleza y tener de aquí su principio los más de los que se siguen por Castilla.