Atalaya de la vida humana/Libro I/V

IV
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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No sabiendo una matrona romana cómo librarse sin detrimento de su honra de las persuasiones de Guzmán de Alfarache, que la solicitaba para el embajador su señor, le hizo cierta burla, que fue principio de otra desgracia que después le sucedió

Los que del rayo escriben dicen, y la experiencia nos enseña, ser su soberbia tanta, que siempre, menospreciando lo flaco, hace sus efetos en lo más fuerte. Rompe los duros aceros de una espada, quedando entera la vaina. Desgaja y despedaza una robusta encina, sin tocar a la débil caña. Prostra la levantada torre y gallardos edificios, perdonando la pobre choza de mal compuesta rama. Si toca en un animal, si asalta un hombre, como si fuese barro le deshace los huesos y deja el vestido sano. Derrite la plata, el oro, los metales y moneda, salvando la bolsa en que va metida. Y siendo así, se quebranta su fuerza en llegando a la tierra: ella sola es quien le resiste. Por lo cual en tiempos tempestivos, los que sus efetos temen se acostumbran meter en las cuevas o soterraños hondos, porque dentro dellos conocen estar seguros.

El ímpetu de la juventud es tanto, que podemos verdaderamente compararlo con el rayo, pues nunca se anima contra cosas frágiles, mansas y domesticadas; antes de ordinario aspira siempre y acomete a las mayores dificultades y sinrazones. No guarda ley ni perdona vicio. Es caballo que parte de carrera, sin temer el camino ni advertir en el paradero. Siempre sigue a el furor y, como bestia mal domada, no se deja ensillar de razón y alborótase sin ella, no sufriendo ni aun la muy ligera carga. De tal manera desbarra, que ni aun con su antojo proprio se sosiega. Y siendo cual decimos esta furiosa fiera, sólo con la humildad se corrige y en ella se quebranta. Esta es la tierra, contra quien su fuerza no vale, su contrayerba y el fuerte donde se halla fiel reparo.

De tal manera, que no hay esperar cosa buena en el mozo que humilde no fuere, por ser la juventud puerta y principio del pecado. Criéme consentido: no quise ser corregido. Y como la prudencia es hija de la experiencia, que se adquiere por transcurso de tiempo, no fuera mucho si errara como mancebo. Mas que habiéndome sucedido lo que ya de mí has oído en los amores de Malagón y Toledo, y debiendo temer, como gato escaldado, el agua fría, diese más crédito a mujeres y me quisiese dejar llevar de sus enredos; que no conociese con tantas experiencias y tales que siempre nos tratan con cautela, o nace de mucha simplicidad nuestra o demasiada pasión del apetito. Y aquesto es lo más verdadero y cierto.

Y a Dios pluguiera que aquí parara y en este puerto diera mi plus ultra, plantando las colunas de mi escarmiento, sin que, como verás adelante, no reincidiera mil veces en esta flaqueza, sin poderme preciar de que alguna hubiese salido con bien de la feria. Mas como el que ama siempre hace donación a quien ama de su voluntad y sentidos, no es maravilla que como ajeno dellos haga locuras, multiplicando los disparates.

El embajador mi señor amaba una señora principal, noble, llamada Fabia; era casada con un caballero romano; a la cual yo paseaba muy a menudo y no con pequeña nota; pues ya por ello estaba indiciada sin razón, porque de su parte jamás hubo para ello algún consentimiento ni causa. Mas, como todos y cada uno puede amar, protestar y darse de cabezadas contra la pared, sin que la parte contraria se lo impida, mi amo hacía lo que su pasión le ditaba y ella lo que a su honra y de su marido convenía.

Verdad es que no estábamos tan ciegos, que dejásemos de ver por la tela de un cedazo, faltándonos de todo punto la luz. Alguna llevábamos, aunque poca. El marido era viejo, mezquino y mal acondicionado: mirad qué tres enemigos contra una mujer moza, hermosa y bien traída. Con esto y con que una familiar criada suya, doncella que había sido, era prenda mía, creí que por sus medios y mis modos, con las ocasiones dichas pudiéramos fácilmente ganar el juego. ¿Mas quién sino mi desdicha lo pudiera perder, llevando tales trunfos en la mano?

Salióme todo al revés. No es todo fácil cuanto lo parece. Virtudes vencen señales y nada es parte para que la honrada mujer deje de serlo. Cuando ésta supo lo que con su criada me pasaba, procuró vengarse de ambos a su salvo y mucho daño de nuestro amor y de mi persona en especial. Porque, como me viese solicitar esta causa tanto, y su doncella, dama mía, por mis intereses y gusto ayudase con todo su cuidado en ello, haciendo a tiempos algunas remembranzas, no dejando pasar carta sin envite y aun haciendo de falso muchos, con rodeos, que nunca le faltaban, de tal manera, que como la honrada matrona se viese acosada en casa y ladrada en la calle de los maldicientes, no hizo alharacas, melindres ni embelecos de los que algunas acostumbran para calificar su honestidad y con aquel seguro gozar después de su libertad. Que la mujer honrada, con medios honrados trata de sus cosas, no dando campanadas para que todos las oigan y censuren y que cada cual sienta dellas como quisieren. Porque, como son los buenos menos, los más que juzgan mal, por ser malos ellos, y aquella voz ahoga como la cizaña el trigo.

Como esta señora era romana, hizo un hecho romano. Conociendo su perdición, acudió a el remedio con prudencia, fingiéndose algo apasionada y aun casi rendida. Un día que la criada le metió cierta coleta en el negocio, se le mostró risueña y con alegre rostro le dijo:

-Nicoleta -que así se llamaba la moza-, yo te prometo que sin que hubieras gastado comigo tantas invenciones ni palabras estudiadas, me hubieras ya rendido la voluntad, que tan salteada me tienes; porque yo se la tengo a Guzmán y a su buen término. Demás que su amo merece que cualquiera mujer de mucha calidad y no tan ocasionada huelgue de su amistad y servicios. Mas, como sabes y has visto, no sé cómo sea posible ser nuestro trato seguro de lenguas, pues, aun faltando causa verdadera y no habiéndose dado de mi parte algún consentimiento a lo que por ventura deseo, ya se murmura por el barrio y en toda Roma lo que aun en mi casa y contigo, que sola pudieras venir a ser el instrumento de nuestros gustos, no he comunicado. Y pues ya está en términos que la voz popular corre con tanta libertad y yo no la tengo para resistirme más del amor de aquese caballero, lo que te ruego es que lo dispongas y trates con el secreto mayor que sea posible. Dile a Guzmán que acuda por acá estas noches, para que una dellas le des entrada y se vea comigo, si se ofreciere oportunidad para tratar algo de lo que deseamos.

Nicoleta se arronjó por el suelo de rodillas, no sabiendo qué besar primero, si los pies o las manos. Y con la cara encendida en fuego de alegría, no cesaba de rendirle gracias, calificando el caso y afeando las faltas de su viejo dueño. Traíale a la memoria pasadas pesadumbres, mala codición y sequedades que con ella usaba, para con ello mejor animarla en la resolución que, simplemente, creyó haber tomado.

Con esto se vino a mí desalada, los brazos abiertos, y, enlazándome fuertemente con ellos, me apretaba pidiéndome las albricias, que después de ofrecidas, me refirió lo pasado. Yo con ella por la mano, como quien lleva despojos de alguna famosa vitoria, nos entramos en el retrete de mi amo, donde con grande regocijo celebramos la buena nueva, dando trazas de la hora, cómo y por dónde había yo de poder entrar a hablar con Fabia. Y dando mi amo a Nicoleta un bolsillo que tenía en la faltriquera, con unos escudos españoles, hacía como que no quería recibirlo. Mas nunca cerró el puño ni encogió la mano; antes por la vergüenza la volvió atrás como el médico y con una risita le daba gracias por ello. Con esto se despidió dél y de mí.

Quedóse mi amo dándome cuenta de sus amores y yo a él parabienes dellos, con que pasamos aquella tarde toda. Ya después de anochecido, a las horas que tenía de orden, fue a mi puesto, hice la seña; mas ni aquella noche ni en otras tres o cuatro siguientes tuvo lugar el concierto. Llegóse un día que había muy bien llovido, menudico y cernido, y a mis horas vine a correr la tierra, con lodos, como dicen, hasta la cinta.

Llegué algo remojado. Anocheció muy oscuro y así fue todo para mí. Mi suerte, que no debiera, llegó a tener efeto. Como para las cosas de interese y gusto importe tanto despedir el miedo y acometer a las dificultades con osado ánimo, yo lo mostré aquella vez más de lo que importaba, pues con agua del cielo y barro en el suelo, la noche tenebrosa y dándome con la frente por las esquinas, vine a el reclamo.

Luego fui conocido; empero hicieron por un rato estarme mojando, y tanto, que ya el agua que había, entrando por la cabeza, me salía por los zapatos. Mandaron esperase un poco, y cuando ya no lo había en todos mis vestidos ni persona que no estuviese remojado mucho, sentí que muy pasico abrían la puerta y a Nicoleta llamarme.

Parecióme aquel aliento que salió de su voz de tanto calor, que me dejó todo enjuto. Ya no sentía el trabajo pasado, con la regalada vista de la fregoncilla de mi alma y esperanzas de gozar de la de Fabia. Poco habíamos hablado, porque sólo me había dado el bienvenido, cuando bajó la señora y dijo a su criada:

-Oyes, Nicoleta, sube arriba y mira lo que tu señor hace y, si llamare, avísame dello, en tanto que aquí estoy con el señor Guzmán hablando.

A todo esto estábamos a escuras, que ni los bultos nos víamos, o con dificultad muy grande, cuando me comenzó a preguntar por mi salud, como si me la deseara o le fuera de importancia o gusto. Yo le repliqué con la misma pregunta, dile un largo recabdo de mi amo, en agradecimiento de aquella merced, y ofrecílo a su servicio con una elegante oración que tenía estudiada para el proprio efeto. Mas antes de concluirla, en la mayor fuerza della, ganada la benevolencia, no la pude hacer estar atenta ni volverla dócil, porque alborotada con un improviso me dijo:

-Señor Guzmán, perdone, por mi vida, que con el miedo que tengo todos pienso que me acechan. Éntrese aquí dentro y allí frontero hay un aposento. Váyase a él y aguarde, tan en tanto que doy una vuelta por mi casa y aseguro mi gente. Presto seré de vuelta. No haga ruido.

Yo la creí, entréme de hilo y, pareciéndome que atravesaba por algún patio, quedé metido en jaula en un sucio corral, donde a dos o tres pasos andados trompecé con la prisa en un montón de basura y di con la cabeza en la pared frontera tal golpe, que me dejó sin sentido. Empero con el falto que me quedaba, poco a poco anduve las paredes a la redonda, tentando con las manos, como los niños que juegan a la gallina ciega, en busca del aposento. Mas no hallé otra puerta, que la por donde había entrado. Volví otra vez, pareciéndome que quizá con el recio golpe no la hallaba y vine a dar en un callejoncillo angosto y muy pequeño, mal cubierto y no todo, donde sólo cabía la boca de una media tinaja, lodoso y pegajoso el suelo y no de muy buen olor, donde vi mis daños y consideré mis desventuras.

Quise volverme a salir y hallé la puerta cerrada por defuera. El agua era mucha, fueme forzoso recogerme debajo de aquel avariento techo y desacomodado suelo. Allí pasé lo que restó de la noche, harto peor para mí que la toledana y no de menor peligro que la que tuve con el señor ginovés mi pariente. No sólo me afligía el agua que llovía, que, aunque no venía cernida caíame a canal y cuando menos goteando. Mas consideraba qué había de ser de mí, que, pues me habían armado aquella ratonera, sin duda por la mañana sería entregado a el gato. Tras esto me venían luego a la imaginación otros discursos con que me consolaba, diciendo: «Líbreme Dios de la tramontana desta noche y déjeme amanecer con vida, que, cuando el patrón de la nave aquí me halle, todo será decirle que su criada me trujo y que soy su marido. Porque será menor daño casarme con ella, que verme descansar los huesos a tormentos para que diga lo que buscaba, si acaso con eso se contentan y no me dan de puñaladas y me sepultan en este mal cimenterio, acabando de una vez comigo.»

En esto iba y venía, hasta que ya después de las dos de la madrugada me pareció que abrían la puerta, con que todo lo pasado se me hizo flores, creyendo sería Fabia que volvía. Mas cuando a la puerta llegué y la hallé sin cerrojo ni persona viviente por todo aquello, volví a cobrar con mayor temor mis pasadas imaginaciones, creyendo que detrás de alguna pared o puerta de la casa esperaban que saliese, para con mayor seguro y facilidad quitarme la vida.

Desenvainé la espada y en otra mano la daga fui poco a poco reconociendo, con la escasa luz de la madrugada, los pasos por donde me habían entrado, que no eran muchos ni dificultosos. Empero con más miedo que vergüenza, llegué a la puerta de la calle, que hallé también abierta. Cuando puse los pies en el umbral, abrí los ojos y vi que lo pasado había sido castigo de mis atrevimientos y que, aunque la burla fue pesada, pudiera serlo más y peor.

Consolóme y reconocíme, sentí mi culpa y en este pensamiento llegué hasta mi casa, donde, abriendo mi aposento, me desnudé y metíme revuelto entre las frazadas, para cobrar algún calor del que con el agua y sustos había perdido. Desta manera pasé hasta casi las diez del día, sin poder tomar sueño de corrido, pensando y vacilando en lo que podría responder a mi amo. Porque si decía la verdad, fuera con afrenta notable mía y me habían de garrochear por momentos, dándome con aquella burla por las barbas, riéndose de mí los niños. Negárselo y entretenerlo tampoco me convenía, pues ya Nicoleta le había cogido las albricias y pareceríale invención para llevarle su dinero.

Todas eran matas y por rozar. De una parte malo y de la otra peor. Si saltaba de la sartén, había de dar en las brasas. Y pensando en hallar un medio de buen encaje, veis aquí donde un criado tocó en mi aposento, que monsiur me llamaba. «¡Oh desgraciado de mí! -dije luego-. ¿Qué haré, que me cogen las manos en la masa y a el pie de la obra, el hurto patente y por prevenir el despidiente?» «Ánimo, ánimo -me respondí-. ¿Cuándo te suelen a ti arrinconar casos como éste, Guzmán amigo? Aún el sol está en las bardas. El tiempo descubrirá veredas. Quien te sacó anoche del corral, te sacará hoy del retrete.» Tomé otro de mis vestidos, y tan galán como si tal por mí no hubiera sucedido, subí adonde me llamaba el embajador mi señor.

Preguntóme cómo me había ido y cómo no le había dado cuenta de lo pasado con Fabia. Respondíle que me tuvieron en la calle hasta más de media noche, aguardando la vez, y últimamente la tuve mala y nació hija, pues no fue posible hablarme ni darme puerta. También le dije que me quería volver a echar, porque no me sentía con salud por entonces. Diome licencia; subíme a la cama, desnudéme y comí en ella. Y así me quedé hasta la tarde, trazando mil imaginaciones, alambicando el juicio, sin sacar cosa de jugo ni sustancia. Como con el enojo y pensamientos no tomaba reposo, ni de un lado tenía sosiego ni del otro, de espaldas me cansaba y sentado no podía estar, determiné levantarme.

Ya tenía los vestidos en las manos y los pies fuera de la cama, cuando entró en mi aposento un mozo de caballos y dijo:

-Señor Guzmán, abajo en el zaguán están unas hermosas que lo llaman.

-¡Oh! ¡Que les venga el cáncer! -dije-. Diles que se vayan al burdel o que no estoy en casa.

Parecióme que ya toda Roma sabía de mi desdicha y que serían algunas maleantes que me venían a requerir con algún ladrillejo. Receléme dellas, hice que las despidiesen y así se fueron. Aquella noche me mandó mi amo continuar la estación. Respondíle hallarme mal dispuesto, por lo cual quiso que me retirase temprano y avisase de lo que había menester, y si fuese necesario, llamar a el médico.

Beséle las manos por la merced muy a lo regalón y volvíme a mi aposento, donde me recogí solo, como aquel día lo había hecho. Por la mañana del siguiente amaneció comigo un papel de mi Nicoleta, quejándose de mí, porque habiéndome venido a visitar el día pasado, no le había querido hablar ni darle aviso de lo que la noche antes había tratado con su ama; que ocasión tuve, pues había pasádose aquella noche sin dar vuelta por aquella calle, y que me había esperado hasta más de las doce. Añadió a éstas otras palabras que me dejaron tan sobresaltado como confuso. Y para salir de dudas le respondí por otro billete que aquel día por la tarde la visitaría por la calleja detrás de la casa.

Estaba la de Fabia entre dos calles y a las espaldas de la puerta principal había un postigo y encima dél un aposento con una ventanilla, por donde cómodamente podía Nicoleta hablarme de día, por ser calleja de mal paso, angosta y llena de lodo; y entonces lo estaba tanto, que mal y con trabajo pude llegar a el sitio.

Cuando en él estuve, me preguntó qué había sido de mí, qué grande ocasión pudo impedirme que la noche antes no la hubiera visitado: cuando no por ella, debiera hacerlo por su ama. Formaba muchas quejas, culpando la inconstancia de los hombres, cómo no por amar, sino por vencer, seguían a las mujeres, y en teniéndoles alguna prenda, las olvidaban y tenían en poco. Desto y de lo que profesaba quererme conocí su inocencia y malicia de Fabia, pues nos quería engañar a entrambos, y díjele:

-Nicoleta mía, engañada estás en todo. Sabe que tu señora nos ha burlado.

Referíle lo que me había sucedido, de que se santiguaba, no cesando de hacerse cruces, pareciéndole no ser posible. Yo estaba muy galán, pierniabierto, estirado de cuello y tratando de mis desgracias, muy descuidado de las presentes, que mi mala fortuna me tenía cercanas. Porque aconteció que, como por aquel postigo se servían las caballerizas y se hubiese por él entrado un gran cebón, hallólo el mozo de caballos hozando en el estiércol enjuto de las camas y todo esparcido por el suelo. Tomó bonico una estaca y diole con ella los palos que pudo alcanzar. Él era grande y gordo; salió como un toro huyendo. Y como estos animales tienen de costumbre o por naturaleza caminar siempre por delante y revolver pocas veces, embistió comigo. Cogióme de bola. Quiso pasar por entre piernas, llevóme a horcajadillas y, sin poderme cobrar ni favorecer, cuando acordé a valerme, ya me tenía en medio de un lodazal y tal, que por salvarlo, para que me sacase dél, convino abrazarlo por la barriga con toda mi fuerza. Y como si jugáramos a quebrantabarriles o a punta con cabeza, dándole aldabadas a la puerta falsa con hocicos y narices, me traspuso -sin poderlo excusar, temiendo no caer en el cieno- tres o cuatro calles de allí, a todo correr y gruñir, llamando gente. Hasta que, conocido mi daño, me dejé caer, sin reparar adonde; y me hubiera sido menor mal en mi callejuela, porque, supuesto que no fuera tanto ni tan público, tenía cerca el remedio.

Levantéme muy bien puesto de lodo, silbado de la gente, afrentado de toda Roma, tan lleno de lama el rostro y vestidos de pies a cabeza, que parecía salir del vientre de la ballena. Dábanme tanta grita de puertas y ventanas, y los muchachos tanta priesa, que como sin juicio buscaba dónde asconderme.

Vi cerca una casa, donde creí hallar un poco de buen acogimiento. Entréme dentro, cerré la puerta. Híceme fuerte contra todo el pueblo que deseaban verme. Mas no me aconteció según lo deseaba, que a el malo no es justo sucederle cosa bien. Pena es de su culpa y así lo fue de la mía el mal recebimiento que allí me hicieron, como lo sabrás en el siguiente capítulo.