Atalaya de la vida humana/Libro I/IV

III
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
IV
V

IV

Agraviado sólo el dotor, que Guzmanillo le hubiese injuriado en presencia de tantos caballeros, quisiera vengarse dél; sosiégalo el embajador de España haciendo que otro de los convidados refiera un caso que sucedió al condestable de Castilla, don Álvaro de Luna

Solenizaron el agudo dicho, y el encarecerlo algunos tanto encendió a el dotor de manera que ya les pesaba de haberlo comenzado. Mas el embajador de España, con su mucha prudencia, tomó la mano en meter el bastón, haciéndolo, con su discreción, chacota. El capitán era de buen proceder, soldado corriente. Reíase de todo y santiguábase, jurando que ni tal palabra habló comigo ni le pasó por pensamiento tratar de caso semejante. Y como era hombre rasgado y estaba sordo de oír en su negocio mucho más y peor de lo que allí el dotor dijo, y porque le pareció que tenía razón en cuanto hablaba como injuriado, pasó por ello.

Mas cuando el dotor supo cierto haber sido yo solo el autor de su pesadumbre, de tal manera se volvió contra mí, que partía con los dientes las palabras, no acertando a pronunciarlas de coraje. Quisiera levantarse a darme mil mojicones y cabezadas, empero no lo dejaron. Y faltándole todo género de venganza, no pudiendo con otra que la sola lengua, la soltó en decirme cuantas palabras feas a ella le vinieron, de que hice poco caso, antes le ayudaba diciéndole que me dijese. Desto se enojaba más, ver que de todo me burlaba, y fue causa que la soltase demasiadamente. Porque, como excomunión, iba tocando a participantes y casi, y aun sin casi, si mi amo no lo atajara -viendo la polvareda que suele un colérico necio levantar a veces, con que deja obligados a muchos en mucho-, pasara el negocio a malos términos.

Apaciguólo con razones lo mejor que pudo divertirlo. Y para bien hacer, barajando la conversación pasada, volvió el rostro a César, aquel caballero napolitano que había contado el caso de Dorido y Clorinia, el cual era uno de sus convidados, y, díjole:

-Señor César, pues ya es notorio en Roma y a estos caballeros el caso y muerte de la hermosa Clorinia, recibamos merced en que nos diga qué se sabe del constante Dorido, que me tiene con mucho cuidado.

-A su tiempo lo sabrá Vuestra Señoría -dijo César-, que aqueste no lo es para que dél se trate, ni semejantes desgracias y lástimas caerán bien hoy sobre lo que aquí ha pasado. Mas, pues habemos comido y la fiesta viene, diré otro caso que la ocasión me ofrece, que por haber sido verdadero creo dará mucho gusto.

Agradeciéronle todos la promesa y, estándole atentos, dijo:

«-Residiendo en Valladolid el condestable de Castilla don Álvaro de Luna en el tiempo de su mayor creciente, gustaba muchas veces madrugar las mañanas del verano y salirse a pasear un poco, gozando del fresco por el campo; y, después de haber hecho algún ejercicio, antes que le pudiese ofender el sol, se recogía. Una vez déstas, habiéndose alargado y detenido algo más de su ordinario por un alegre jardín que a la orilla del río Pisuerga estaba, recreándose de ver su varia composición, hermosas flores, alegres arboledas y sabrosas frutas, entró el calor de manera que, temiendo la vuelta y con el gusto de tanta recreación, determinó quedarse gozándola hasta la noche.

»Y en cuanto los criados prevenían de lo necesario a la comida, para entretener el tiempo, pidió a dos caballeros que le acompañaban, el uno don Luis de Castro y el otro don Rodrigo de Montalvo, que cada uno le contase un caso de amores, el de mayor peligro y cuidado que le hubiese sucedido. Porque sabía bien que los dos eran entonces los galanes de más nombre, de ilustre sangre, discretos, gallardos de talle y trato, curiosos en sus vestidos, generales y briosos en todas gracias, que pudieran con satisfación colmar su deseo en aquella materia. Y para más animarlos prometió por premio una rica sortija de un diamante que traía en el dedo, a quien por el suceso mejor la mereciese.

»Don Luis de Castro tomó luego la mano y dijo:

»-Bien podrá ser, condestable mi señor, que otros amantes para contar sus desdichas las vayan matizando con sentimientos, exageraciones y terneza de palabras, en tal manera, que por su gallardo estilo provoquen a compasión los ánimos. Y de los deste género se halla mucho escrito. Mas que real y verdaderamente, desnudo de toda composición, haya sucedido en los presentes tiempos negocio semejante a el mío, no es posible, por ser el más estraño y peregrino de los que se saben. Y pues Vuestra Señoría es el juez, bien creo conocerá lo que tengo por él padecido. Yo amé a cierta señora deste reino, doncella y una de las más calificadas dél, tan hermosa como discreta y honesta. De lo cual y de lo que más dijere acerca desto doy por testigo presente a don Rodrigo de Montalvo, como el amigo que solo se halló presente a todo. Servíla muchos años y lo mejor de los míos con tanto secreto y puntualidad, que jamás de mí se conoció tal cosa ni en alguna de su gusto hice falta. Por ella corrí sortijas y toros, jugué cañas, mantuve torneos y justas, ordené saraos y máxcaras. Y para desvelar sospechas, desmintiendo las espías, que no se supiese ni hubiese rastro por donde se pudiera presumir ser por ella, siempre para lo exterior ponía los ojos en otras damas; empero real y verdaderamente, bien conocía la de mi alma ser sola ella su dueño y por quien lo hacía.
En estas fiestas y otras ocasiones encaminadas a este solo fin me gasté de manera, sacando facultades para vencer dificultades y vendiendo posesiones, que, siendo conocidamente mucho lo que mis padres me dejaron, todo lo consumí, hasta quedar tan pobre, que la merced sola de Vuestra Señoría es la que me sustenta. Y aunque no es aquesto lo que pide menor sentimiento, verse un caballero como yo, de mi calidad y prendas, mi hacienda deshecha, tan arrinconado y pobre que la necesidad me obligue a servir, habiendo sido servido siempre -que aunque confieso por mucha felicidad el ser criado de Vuestra Señoría, no se duda cuánta sea la buena fortuna de aquellos que pasan su vida con seguridad y descuido, sin sobresaltos ni desvelos en buscar medios con que granjear voluntades-, tengo por la mayor de mis desgracias y siento en el alma que, habiéndome mi dama entretenido con falsas esperanzas y promesas vanas, que nunca daría sus favores a otro, antes por premio de mi constante amor se casaría comigo, de que me dio su palabra, o fueron palabras de mujer o fueron obras de mi corta fortuna, pues, cuando me vio gastado y pobre, olvidada de todo lo pasado, dándome de mano la dio a otro, desposándose con él. Faltó a su obligación y a su calidad. Pues, despreciada la mía y los bienes naturales, hizo eleción de los de fortuna, con marido no igual suyo. Porque se le aventajaba en la hacienda y aun en años, que hasta en estas desdichas hace suplir el dinero. Ya tengo brevemente dicho el discurso de mis amores, los venturosos principios y desgraciados fines que tuvieron. Y aunque por no cansar a Vuestra Señoría me acorto en referir por menor lo que padecí estos tiempos, Vuestra Señoría supla con su discreción cuánto sería, cuántos trabajos importaría padecer y a cuántos peligros habría de ponerse quien seguía tan altos pensamientos y tan recatado andaba en el secreto, para que nada faltara de su punto. No creo tendrá don Rodrigo ni otro algún caballero suceso de infortunio mayor que poder contar a Vuestra Señoría. Pues amando con tanta firmeza y sirviendo con tantas veras, fiado de palabras dulces y suaves, perdí mi tiempo, perdí mi hacienda y sobre todo a mi dama, para venirme a dar en trueco de todo la Fortuna sólo el premio de aquesa sortija.

»Don Luis acabó con esto su razonamiento y don Rodrigo de Montalvo comenzó el suyo, diciendo:

»-También habéis perdido la sortija, pues de razón será mía.

»Y volviendo el rostro con las palabras a el condestable, prosiguió desta manera:

»-Por cierto, señor ilustrísimo, aunque confieso ser verdad cuanto don Luis aquí ha referido, de que soy testigo de vista, por la grande amistad que habemos tenido siempre, agora no tiene razón de pretender el diamante. Porque, si desapasionadamente lo considera y trocásemos los asientos, juzgaría en mi favor y contra sí. Mas, pues él vive ciego, juzgarálo Vuestra Señoría por mi suceso, el cual tiene su principio del fin de sus amores que ha contado, que pasa en esta manera: Pocos días ha que nos andábamos él y yo paseando una tarde por la orilla deste mismo río, tratando de algunas cosas bien ajenas de lo que nos esperaba, cuando se llegó a don Luis un criado antiguo desta misma señora dama suya, de cuya parte secretamente le dio una carta, que abierta y leída de don Luis, me la dio que la leyese. Yo lo hice más de una y de dos veces, maravillado de lo que vía en ella escrito. Por lo cual y por no ser pobre de memoria, me quedó toda en ella, y decía desta manera:

'Señor mío, no es justo que me acuséis de ingrata, por pareceros tener alguna justa causa, que no es posible olvidarse, como lo habréis creído de mí, lo que se ama de veras. Y pues reconozco mi deuda y vuestra firmeza, reconoced que ni tuve ni tengo culpa contra vos cometida. Y el no corresponder a vuestro merecimiento con mis obras fue por ser tan contrarias a lo que se debía en aquel estado tan peligroso de doncella. Estorbaron el matrimonio -que con vos deseaba más que a mi propria vida- la obediencia de hija, el mandato de padres y la instancia de mis deudos, movidos todos de vano interese, y título de condesa, que contra mi gusto tengo, pues me obligaron a entregar el cuerpo a quien jamás di el alma, por ser en calidades y edad tan contrario a la mía. Vuestra soy todo el tiempo que viviere, lo cual podréis conocer en el deseo que tengo de acudir a los vuestros. El conde mi marido hace una larga jornada. Veníos aquí luego y no traigáis en vuestra compañía otra persona que a don Rodrigo, nuestro amigo. Y cuando lleguéis a esta villa, hallaréis a la entrada della en una ermita orden para lo que habéis de hacer.'

»Esto contenía la carta. La cual, visto por don Luis que lo que venía en ella era lo más contrario de su esperanza y natural a su deseo, no podré significar las pasiones amorosas que sintió, leyéndola por momentos. Ponía con atención los ojos en ella. Volvíalos a el criado, esperando que a voces le dijéramos todos la certinidad en su gusto por el bien prometido, que aún dudaba dello. Y tan turbado como alegre, me decía: '¿Qué vemos, don Rodrigo? ¿Estoy recordado? ¿Es por ventura sueño? ¿Somos vos y yo los que leímos esta carta? ¿Es por ventura esta letra de la condesa y aquél su escudero? ¿Fáltame acaso el juicio y, como afligido enamorado, cercano a la desesperación, finjo imaginaciones para engañar a la fantasía?' Con todas estas cosas y certificarse dellas, diciéndole yo no ser ilusiones, antes muy ciertas esperanzas de cobrar bienes perdidos, lo animé a que con toda diligencia se abreviase la partida, en cumplimiento de lo que se nos mandaba. Hízose luego y, cuando llegamos a la ermita, hallamos en ella una reverenda y honrada dueña, que, por saberse ya el día y hora que habíamos de llegar, nos esperaba.
La cual nos dio un recabdo, diciéndonos que el conde su señor había salido fuera y vuéltose del camino por ciertas indispusiciones; masque aguardásemos allí en cuanto fuese a p[a]lacio a decir a su señora la condesa su llegada. Fuese y quedamos, yo algo confuso y don Luis desesperado. Yo por las dificultades que se pudieran ofrecer y él de considerar su corta fortuna, que nunca dejaba de seguirle. Así en el tiempo que se dilató la vuelta de la buena dueña nos pasaron muchos cuentos, que no son para referir en éste, y a las once de la noche volvió a nosotros, diciendo que la siguiésemos. Ayudábanos la oscuridad y metiónos con mucho secreto en un aposento de palacio, donde salió la condesa, que nos recibió con grandísimas muestras de alegría. Ya después de habernos dado los parabienes de las deseadas vistas, que todo fue breve, me dijo la condesa: 'Don Rodrigo, el tiempo que tenemos para poder gozar la ocasión que se ofrece, ya con vuestra discreción podréis juzgar cuánto sea corto. También sabéis la obligación de amistad que tenéis a don Luis; y cuando ésta faltara, por mí que lo pido, debéis concederme un ruego. Sabed que, como el conde mi marido, por indispusición que tuvo, se volviese del camino y llegase cansado, se fue luego a echar a la cama, donde lo dejo dormido. Mas porque podría suceder que dispertando alargase alguna pierna o brazo hacia mi lugar y, me hallase menos, de lo cual me resultaría notorio peligro y grandísimo escándalo en la casa, deseo que, en tanto que aquí nos entretenemos hablando vuestro amigo don Luis y yo, que a lo más largo podrá ser como un cuarto de hora, os acostéis en mi lugar y estéis en él, para que con esto pueda estar aquí segura. Y me constituyo por fiadora de vuestro peligro, que no tendréis alguno. Porque demás de ser el conde viejo, nunca recuerda en toda la noche, hasta ya muy de día, si no es a gran maravilla, que suele dar un vuelco y luego se duerme.' Sabe Dios y considere Vuestra Señoría cuánto me podría pesar que la condesa me pusiera en tan evidente peligro. Mas, como los actos de cobardía son tan feos, pareciéndome que si lo rehusara no cumplía con mi honra ni obligaciones, tanto de amistad como ruego de la condesa, dije que lo haría. Pedíles encarecidamente que no se detuviesen mucho, pues conocían el riesgo en que por sus gustos me ponía. Ellos me lo prometieron y juraron que a lo más largo no pasaría de media hora. Púsome la condesa un tocado suyo, y desnudo y descalzo me llevó a su retrete y metió en su cama. No había luz alguna. Estaba todo a oscuras y en estraño silencio.
Estúveme así a un lado de la cama, lo más apartado que pude, no un cuarto de hora, ni media, sino más de cinco, que ya era casi de día. Considere cada uno y juzgue lo que pudiera sentir en lugar semejante y tanto tiempo. ¡Qué congojas por no ser conocido! ¡Con cuánto temor de no ser sentido! Y era lo menos que sentía lo más que me pudiera suceder, que era la muerte, si recordara el conde. Porque, como entré desnudo y sin armas, había de ser a brazos la pendencia. Y cuando de los suyos escapara, no pudiera de los de sus criados, pues no sabía cómo ni por dónde había de huir. Y no fueron solas estas mis congojas, que adelante pasaron, porque don Luis y la condesa se reían y hablaban tan descompuestos y recio, que les oía desde la cama casi todo lo que decían, con que me aumentaban el temor no dispertasen a el conde. Y entre mí me deshacía, viendo que no les podía decir que hablasen quedo, ya que se tardaban. Reventaba con esto y por no poderme apartar de allí un punto, por esta negra honrilla. Después de todo esto, ya cuando vieron el día tan cerca, que casi era claro, se vinieron risueños y juntos hacia la cama, con una vela encendida y llegándose adonde yo estaba, con mucha grita y trisca, hacían grande ruido. Entonces vine a pensar si con el mucho contento se hubieran vuelto locos. Ya me pesaba tanto de su desgracia como de mi desventura, pues había de ser la infamia y castigo general en todos y, sin que alguno escapase dél, ellos por faltos y yo por sobrado. Vime de modo que dentro de un espacio muy breve tuve mil imaginaciones y ninguna que me pudiera ser de provecho. Y estando en ellas, en medio de mi mayor conflito, se vinieron acercando a la cama y tirando la condesa de la cortina, que ya podíamos claramente vernos, quedé sin algún sentido, tanto, que quisiera huir y no pude. Mas muy presto volví en mí. Porque yo, que siempre creí tener a mi lado a el conde, alzando la condesa la ropa de la cama, descubrió el desengaño y conocí no ser él, sino una señora doncella, hermana de la condesa, hermosa como la misma Venus. De lo cual y de la burla que creí habérseme hecho, quedé tan atajado y corrido, que no supe hablar ni otra cosa que hacer, más de levantarme como estaba en camisa y salir a buscar mis vestidos, de que después me avergoncé mucho más de lo que temí antes. Vea, pues, Vuestra Señoría, el peligro a que me puse y juzgue por él debérseme dar la sortija.

»Riéndose mucho desto el condestable, dijo que don Luis no debía tener queja del amor, pues aunque tarde y con trabajos, llegó a conseguir su deseo y así no era merecedor del premio puesto. Ni tampoco don Rodrigo, pues no había corrido algún peligro durmiendo con el conde, aunque había sido muy donosa la burla que le habían hecho. Por lo cual juzgaba no ser alguno dellos dueño del diamante. Y sacándolo del dedo lo entregó a don Rodrigo, para que lo enviase a la doncella con quien había dormido, pues ella sola padeció el peligro y lo corriera su honra si fuera sentida.»

Con esto dio fin a su cuento y todos muy contentos quedaron determinando si la sentencia del condestable había sido discreta o justa. Loáronlo todos de cortesano y con esto, haciéndoseles a cada uno la hora para sus negocios, poco a poco se deshizo la conversación y se despidieron por acudir a ellos.