Asclepigenia de Juan Valera
Escena I


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PROCLO, de edad de cincuenta años, seco, escuálido, consumido por vigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en un sitial. Su discípulo, MARINO, está de pie, junto a él.


MARINO.- ¡Maestro! ¿Estás decidido a recibir esta noche?


PROCLO.- Lo estoy. En cualquier otra ciudad podría yo excusarme: en Bizancio no, que es mi patria. ¿Cómo privar a mis paisanos del auxilio y consuelo de la sabiduría?


MARINO.- Difícil es; pero debieras reposar y cuidarte. Estás que pareces el espíritu de la golosina de puro desmedrado. Te vas a matar con tantos afanes.


PROCLO.- Lléveme el cuerpo donde quiero ir, y luego que muera.


MARINO.- Me afliges al decir eso. ¿Qué haré yo sin ti en este mundo? Pero dime, y perdona mi atrevida curiosidad: los que vienen a consultarte hablan siempre a solas contigo; no extrañes que note una contradicción...


PROCLO.- Di cuál es, y te demostraré que es aparente.


MARINO.- ¿No afirmas tú que se requieren largos preparativos antes de comunicar la sabiduría? ¿Qué revelas entonces a los que te consultan?


PROCLO.- No toda la verdad, cuyo resplandor los cegaría, sino algo de la verdad, velado en símbolos. Así el sol se vela entre nubes, a fin de que ojos mortales puedan fijarse en su disco glorioso.


MARINO.- Veo que esta noche estás expansivo. ¿Me permites que te haga varias preguntas?


PROCLO.- Haz las que se te antojen. Si me es lícito, contestaré.


MARINO.- Pues con tu venia: ¿Qué nos trae aquí desde el fondo del Asia, donde estabas estudiando los más obscuros ritos y misterios del Oriente, y desentrañando su oculto sentido? ¿Es capricho de tu alma o mandato de un numen?


PROCLO.- Hace ya años que mi alma no tiene caprichos. Es mandato de un numen.


MARINO.- ¿Puedo saber de cuál?


PROCLO.- De Venus Urania.


MARINO.- ¿La evocaste?


PROCLO.- No la evoqué. Ya sabes tú que en el día rara vez me tomo el trabajo de evocar a los númenes. Ellos mismos bajan del Olimpo y vienen a verme, enamorados de mi afable trato. Es verdad que en la escala de la vida ocupo lugar inferior al de ellos. Si quiero elevarme a la inteligencia y a la causa soberanas, a través de todas las manifestaciones corpóreas de su omnipotencia, tengo primero que subir por mil grados hasta llegar a dichos númenes, y aun después, desde los númenes hasta el manantial inexhausto de lo celeste y terrenal, del espíritu y la naturaleza, hay una peregrinación harto penosa. Por dicha, yo tengo un atajo, una trocha, un sendero recóndito y breve, por donde luego, no ya a la inteligencia y a la causa, sino más hondo; por donde llego al Uno. Me abstraigo de todo lo exterior; echo a un lado sentidos y potencias; borro imágenes de la fantasía; cubro con niebla densa todo lo escrito en la memoria, y hundiéndome en el abismo del alma, hallo al que es. Allí nos juntamos él y yo. Allí él y yo no somos más que el Uno. De este modo se explica que siendo yo simple mortal, sea tan considerado por los dioses. En la ligereza de carácter, propia de la serena beatitud de ellos, no caben estas reconcentraciones poderosas de la mente que me llevan al Uno. Ya te lo he dicho mil veces: por el principio vital, que gobierna mis sentidos, no valgo más que un perro; por el alma racional me quedo por bajo de las divinidades olímpicas; mas por la inteligencia especulativa e intuitiva, llego al Uno y dejo muy atrás de mí a los ángeles, a los demonios, a los genios y a los númenes. Por la unidad esencial que en mí hay, y de la cual hasta la inteligencia es emanado tributo, soy el Uno mismo. El Uno soy yo en los instantes dichosos de entusiasmo, de conjunción y de éxtasis.


MARINO.- Por Hércules vivo, maestro, que me lleno de envidia siempre que te oigo afirmar esa unión, por la cual te pones en el Uno o te identificas con el Uno. Se me ocurre, no obstante, cierta dificultad.


PROCLO.- Explánala y te la resolveré.


MARINO.- ¿Por qué, si hallas al Uno, hundiéndote en el abismo del alma, te allanas a buscarle en la naturaleza? ¿Por qué no estás siempre reconcentrado y como viviendo en la eternidad?


PROCLO.- Para imitar al propio Uno. Porque el Uno y yo, además de ser el Uno, somos el Bien. Es nuestra ley no quedar en el centro, absortos en el absoluto egoísmo y en la inefable contemplación de nuestra esencia. Tenemos que salir fuera a crear y mostrarnos activos. De él y de mí emanan la voluntad, la inteligencia y la palabra, y ellas crean el mundo. Desenvuelve el Uno su idea, y van apareciendo el ser, la vida, y la armonía, y el movimiento, y cuanto es y será. Desenvuelvo yo mi idea, y nacen el arte, las religiones y la ciencia. Y la creación del Uno y mi creación se compenetran y confunden y vienen a ser la misma. ¿Me entiendes ahora?


MARINO.- Me pasmo de tu claridad. Con sobrada razón mereces apellidarte el sumo pontífice de todas las creencias, el gran ciudadano de todas las repúblicas y el archimetafísico de todas las metafísicas. No, Proclo, tú no eres un mortal.


PROCLO.- En la esencia no lo soy. En la esencia soy eterno. Considerado en mi unidad, vivo en la eternidad primitiva: esto es, en un punto inmóvil, en el cual toda la duración infinita de los siglos se halla parada, cifrada y reconcentrada. Considerado en el ápice de mi mente, en la inteligencia, vivo en la eternidad secundaria; torrente de las existencias sucesivas, perpetuo tránsito, movimiento sin término, carrera sin meta, mudanza y proceso que no acaban.


MARINO.- Y dime, maestro: el sacrificio que sin duda haces al salirte del Uno y penetrar con la mente, y con el discurso, y con el afecto en este universo visible, ¿qué principal propósito lleva?


PROCLO.- Lleva varios propósitos; pero el principal es de la mayor transcendencia. La ley divina que sigue la historia me ha suscitado en el tiempo debido para una función importantísima. Mi espíritu toma carne hacia el fin de la civilización antigua para comprenderla toda en conjunto armónico. El genio de la Grecia, con sus castizas o peculiares creaciones, con los sueños de sus poetas desde Lisio y Orfeo hasta ahora, con su pensamiento filosófico desde Pitágoras hasta Jámblico, con los descubrimientos de sus matemáticos, astrónomos y físicos, y con las enseñanzas arcanas de Samotracia y de Eleusis; el genio de la Grecia, con los despojos opimos que trajo de Egipto, de Persia y hasta de la India, después de las conquistas del Macedón; todo este trabajo, toda esta aglomeración de doctrinas, experimentos y especulaciones, han venido a fundirse en mi cabeza como en horno o crisol candente. Ya fundido todo, he desechado la escoria por los bríos de mi virtud crítica, y he guardado sólo el metal limpio y puro. Por último, por otra virtud plasmante que hay en mí, he vaciado ese metal como en un molde, y he sacado a la luz el refulgente y completo sistema de la antigua sabiduría. Los pueblos del Norte acabaron ya con el imperio de Occidente. El imperio de Oriente sucumbirá también. Pronto vendrá la barbarie. Las tinieblas de la ignorancia cubrirán al mundo. Yo seré, desde entonces hasta que aparezca la aurora de una nueva y tal vez más rica civilización, faro luminoso que alumbre y guíe al humano linaje.


MARINO.- Reconozco la importancia de tu vida y de tus obras. Pero, concretándonos al caso singular de tu venida a Bizancio, ¿qué es lo que a ello te mueve?


PROCLO.- Muéveme amor.


MARINO.- ¿Amor de patria? ¿Amor de gloria?


PROCLO.- Amor de una mujer.


MARINO.- ¡De una mujer! Me dejas turulato. ¿Quién había de suponer que pensabas en tales cosas?


PROCLO.- No hay motivo para que te quedes turulato. ¿Qué tiene de absurdo que yo ame a una mujer? La amo desde que la vi: desde hace quince años. Ella tenía entonces diez y siete. Hoy tiene treinta y dos. Entonces era como capullo de rosa; hoy debe de brillar con toda la pompa y el esplendor de la hermosura, en la plenitud de su vida. Claro está que si yo estuviese siempre reconcentrado en el Uno, no la amaría; pero, volviéndome, y no puedo menos de volverme, al mundo exterior, ¿qué hallaré en todo él que represente mejor al Bien y al Uno mismo? ¿Qué imagen, qué trasunto, qué destello de la belleza increada descubrirá el sabio que valga más que la mujer hermosa? Cuando el artista quiere representar a la ciencia, a la poesía, a la virtud, ¿no les da forma de mujer?


MARINO.- Es cierto.


PROCLO.- No debes, pues, maravillarte de que yo ame en esta mujer a la ciencia, a la poesía y a la virtud con forma visible.


MARINO.- Ya no me maravillo. ¿Y puedo saber cómo se llama tu amada?


PROCLO.- Se llama Asclepigenia. Es la hija de mi maestro Plutarco. Ya te he dicho que la conocí quince años ha. La conocí en Atenas. Plutarco me acabó de enseñar la filosofía. Asclepigenia me inició en los misterios caldeos, en los ritos de las orgías sagradas y en los procedimientos más eficaces de la teúrgia. Desde entonces estamos ella y yo ligados por amor espiritual y sublime. Su gallardo y lindo cuerpo ha sido sólo para mí como dorada nube, donde se me aparecía, en reflejos fugitivos, el sol eterno: toda la perfección del Ser.


MARINO.- Nobilísima manera de amar fue la tuya... ¿Y ella, cómo te amaba?


PROCLO.- Me amaba también con el alma y andaba enamorada del alma mía.


MARINO.- ¿Y por qué te separaste de ella?


PROCLO.- Por mil razones. Ni ella ni yo queríamos contaminar la pureza del amor que para siempre nos une. Ambos anhelábamos seguir sin tropiezo el camino ascendente que hacia el bien y hacia la luz nos encumbraba. Éramos demasiado jóvenes. No estábamos aún a toda la altura a que nos importaba estar. Decidimos, pues, separarnos por amor de nuestro mismo amor. Prometimos reunirnos cuando ya no hubiese peligro alguno. Venus Urania me ha revelado que ya no le hay, y por eso vengo en busca de Asclepigenia.


MARINO.- Notable revelación estuvo. No hay más que verte, maestro, para conocer que no estás peligroso.


PROCLO.- Tienes razón que te sobra.


MARINO.- La fama ha difundido por esta gran capital, que la honras con tu presencia y que recibirás en consulta a tres personas cada noche. Por medio del senador Marciano, a fin de que la casa no se te llene de gente, han sido repartidos los billetes de entrada. Pronto irán llegando por su orden los que vienen hoy a verte. Tus siervos los detendrán en la antesala. Yo los conduciré luego hasta ti.


PROCLO.- Aunque Marciano profesa la religión de Cristo, es muy amigo mío y se parece a mí en muchas cosas. Ama a la virgen emperatriz Pulqueria, como yo amo a la hija de Plutarco. Marciano, que pronto va a cumplir doce lustros, dos más que yo, dicen que se casará con Pulqueria, con quien ha de compartir, en honestidad santísima, el trono y el imperio de Oriente. Del mismo modo, Asclepigenia compartirá conmigo el trono y el imperio de la filosofía. Pero oigo ruido en la antesala. Ve y mira si ha venido alguien.


(Sale MARINO y vuelve un instante después.)


MARINO.- ¡Maestro! El primero que acude a consultarte es un bellísimo y elegante mancebo, llamado Eumorfo. Nadie se viste con tanto lujo y primor, nadie monta mejor a caballo, nadie baila con tanta gracia y gallardía. Por estas y otras prendas es el encanto de las damas más encopetadas.


PROCLO.- ¿Qué pretenderá de mí ese pisaverde? Dile que pase adelante.