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Juanito vivía entregado a la agitación y la zozobra del que confía su porvenir a los caprichos del azar.

Él, tan metódico y cuidadoso de cumplir sus obligaciones, abandonaba la tienda para ir a la Bolsa en compañía de su principal, o a los lugares donde se reunían sus compañeros de explotación financiera. ¡Valiente cosa le importaba Las Tres Rosas! Ya no quería ser dueño de la tienda. Las primeras ganancias, adquiridas con dulce facilidad, le habían cegado y sólo pensaba en ser millonario, en esclavizar la fortuna, riéndose ahora de aquellos tiempos en que soñaba con Tónica la existencia monótona y tranquila de rutinarios burgueses, amasando ochavo tras ochavo un capital para pasar tranquilamente la vejez.

Su novia, prácticamente, refrenaba sus entusiasmos financieros. No había que tentar a la fortuna; y ahora que se mostraba favorable, era una locura no retirarse a tiempo.

Pero Juanito se negaba a oírla. ¿Qué saben las mujeres de negocios? ¿Por qué había de quedarse en la mitad del camino, cuando podía seguir a su principal hasta el paraíso de los millonarios? Enamorado cada vez más de Tónica, le halagaba la idea de casarse inmediatamente; pero este mismo cariño impulsábale a esperar. Era mejor contener sus deseos durante algunos meses, un año a lo más; dejar que su capital, volteando por la Bolsa, se agrandase como una bola de nieve; y cuando poseyera el tan esperado y respetable millón, hacer que la transformación fuese completa: gozar viendo cómo la pobre costurerilla se convertía, bajo la dirección de su vanidosa suegra, en señora elegante, con gran casa, carruaje y los demás adornos de la riqueza.

El deseo de llegar cuanto antes a este final apetecido era lo que le hacía audaz y acallaba sus temores de una probable ruina. Los que le habían conocido en otros tiempos asombrábanse por el cambio radical de su carácter. Su tío don Juan no hablaba ya con él. Un día dio por roto el parentesco, faltándole poco para que pegara a su sobrino.

—Juanito, eres un imbécil—dijo el avaro con los labios trémulos por la rabia, erizándosele el bigote de cepillo—. Siempre creí que en tu carácter había más de tu padre que de mi hermana, y por eso te quería; pero ahora veo que me engañé. Te han perdido las malas compañías, esa atmósfera de mentira en que vives, los ejemplos de tu derrochadora madre y los consejos del majadero de tu principal, que se cree un oráculo en los negocios porque gana el dinero a ciegas por una burla caprichosa de la suerte, y algún día las pagará todas juntas, dándome el gusto de poder reír al verle sin camisa. Y a ti te pasará lo mismo. ¡Vaya si te pasará...! Vendiendo el huerto para hacerte dueño de Las Tres Rosas y casarte con esa chica, que, según tengo entendido, es buena persona, hubieras dado gusto a tu tío. Y si te faltaba algo, aquí estaba yo para responder. Conque hubieras venido a decirme: «Tío, necesito esto, lo otro y lo de más allá», estábamos al final de la calle. Pero ahora no, ¿lo entiendes? No cuentes para nada conmigo. Como si no fueras mi sobrino. Me has salido igual a todos los de tu familia, y no puedo quererte. Yo pensaba en ti, quería que fueses el que estuviera junto a mi cama en la hora de mi muerte, y al recontar los cuatro cuartos que tengo, me decía: «Esto será para el chico.» Pero ahora estoy desengañado. Anda, anda, hazte millonario en la Bolsa, y si quedas en pordiosero, no vengas a buscarme, porque lo que hará tu tío es reírse al ver lo bruto que eres.

La ruptura con su tío entristeció a Juanito. No había conocido otro padre; y además, en sus cálculos de comerciante, siempre había figurado la esperanza de ser el heredero de don Juan. Pero las agitaciones de la Bolsa, y especialmente las ganancias, amortiguaban en él el pesar del rompimiento.

Cuando a fin de mes, cobraba las «diferencias», decíase con extrañeza:

«Parece imposible que nos censuren por dedicarnos a una explotación tan cierta. Pero ¡bah! ¡Quién hace caso de esa gente rancia!»

Y entre, los rancios no sólo figuraba su tío, sino don Eugenio, el fundador de Las Tres Rosas, que también manifestaba al joven gran descontento. Siempre que Juanito se encontraba en la tienda con el viejo comerciante, éste le lanzaba miradas tan pronto de compasión como de desdén. Algunas veces hasta llegaba a murmurar con tono de reproche:

—¡Ay, Juanito, Juanito...! Te veo perdido. Ese demonio de Cuadros te arrastra a la perdición.... No le defiendas, no intentes justificarte. Ahora te va muy bien para que pueda convencerte; pero al freír será el reír.

Y el viejo le volvía la espalda, con la confianza de que los hechos vendrían en apoyo de sus pronósticos.

Únicamente en su casa encontraba Juanito aplauso y consideración. Su madre le quería más desde que le veía entregado a los negocios. Su hijo ya no era un dependiente de comercio; era un bolsista, y esto siempre proporciona mayor consideración social. Además, sus ganancias eran un motivo de esperanza para la viuda, que aunque veía satisfechas todas sus necesidades en el presente, no dejaba de sentirse preocupada por el porvenir. La buena fortuna de Juanito podía solidificar el prestigio de la casa.

La proximidad de la feria de Julio preocupaba a la familia. Nunca se habían pasado veladas tan agradables en casa de las de Pajares. Por la noche, después de la cena, llegaban el señor Cuadros, Teresa y su hijo, y comenzaba la alegre reunión.

Por los balcones abiertos penetraba el hálito caliginoso de las neones de verano, cargado de enervantes perfumes. La plazuela animábase. El calor arrojaba de sus estrechos cuchitriles a la gente de los pisos bajos, y las puertas estaban obstruidas por corrillos de blancas sombras sentadas en sillas bajas y respirando ruidosamente. Arriba, sobre los tejados, cubriendo la plaza como un toldo de apelillado raso que transparentaba infinitos puntos de luz, el cielo del verano con su misteriosa y opaca transparencia. En los obscuros balcones distinguíanse, entre los tiestos de flores y el botijo puesto al fresco, confusas siluetas ligeras de ropa. Otros abiertos e iluminados, dejaban escapar, como los de las de Pajares, el sonoro tecleo del piano, acompañado algunas veces por el rítmico chorrear de las macetas recién regadas.

En los corrillos de la plaza partíanse enormes sandías, y las mujeres, con el moquero sobre el pecho para librarse de manchas, devoraban las tajadas como medias lunas, chorreándoles la boca rojizo zumo. En una puerta susurraba la guitarra con melancólico rasgueo, contestándole desde otra el acordeón con su chillido estridente y gangoso. Y los ruidos de la plaza, el reír de las gentes, los gritos que se cruzaban entre los corrillos y la música popular, entraban con el fresco de la noche en el salón de las de Pajares, sirviendo de sordo acompañamiento a la conversación de la tertulia.

Las niñas, con Andresito, hacían planes para la próxima feria. Recordaban los rigodones en el pabellón de la Agricultura y los alegres valses en el del Comercio; pensaban en los trajes que les había traído la modista francesa, y que guardaban intactos para dar golpe en la Alameda en la primera noche de feria, y hasta sentían su poquito de maligna alegría considerando el efecto que su elegancia causaría en las amigas.

La calma y la felicidad habían vuelto a aquella casa.

Hasta Conchita, a pesar de su carácter iracundo y malhumorado, considerábase dichosa al ver que Roberto «volvía al redil», mostrándose más enamorado que antes. Por las noches, abandonando a su amigo Rafael, asistía a la tertulia de las de Pajares; y no contento con las largas conversaciones que allí sostenía con su novia, todavía por las mañanas, a la hora en que Amparo estaba en el tocador, las criadas en el Mercado y la mamá en la cama, subía la escalera, y en el rellano, ante la puerta entreabierta de la habitación, hablaba más de una hora con Conchita, hasta que se levantaba doña Manuela y comenzaba el movimiento de la casa.

La gran preocupación de la familia eran las tres corridas de toros, festejo el más ruidoso de la feria. La tertulia tenía ya ultimado sus proyectos. El señor Cuadros compraría un palco de los mejores para las dos familias; y lo mismo las de Pajares que Teresa, proponíanse deslumbrar al público con su elegancia.

Las niñas tenían preparados sus trajes de «manola», y un sinnúmero de veces se habían ensayado ante el espejo para aprender a colocarse con naturalidad y buen gusto la blanca mantilla de blonda. En cuanto a las dos mamas, pensaban lucir obscuros trajes de seda, con costosas mantillas negras, regaladas a las dos por el señor Cuadros.

Llegó el día de la primera corrida. La atmósfera parecía cargada de un ambiente extraño de locura y brutalidad. Por la mañana arremolinábase la gente, con empujones y codazos, en torno de los revendedores que en la plaza de San Francisco voceaban las de «sol» y de «sombra»; y como si la ciudad acabase de sufrir una invasión, tropezábase en todas partes con gentes de la huerta y de los pueblos: unos con pantalones de pana y manta multicolor; y otros, los tipos socarrones de la Ribera, vestidos de paño negro y fino, la chaqueta al hombro, dejando al descubierto la blanca manga de la camisa, los botines de goma entorpeciéndoles el paso, y en la mano un bastoncillo delgado, casi infantil, movido siempre con insolencia agresiva.

El gentío presentaba igual aspecto en todas las calles, como si la ciudad entera se hubiese vestido con arreglo al mismo patrón. Sombreros cordobeses de blanco fieltro o marineras de paja, cazadoras de color claro, corbatas rojas, y en todas las bocas un cigarro de a palmo.

La Bajada de San Francisco era un torrente por el que rodaban sin cesar las oleadas de gentío. Las jacas pamplonesas, cubiertas con inquietos borlajes y repiqueteantes cascabeles, pasaban como rayos por entre el gentío tirando de las tartanillas de colores claros, de los coches señoriales y de los carruajes ingleses, en cuyos bancos erguíanse como cimbreantes flores las muchachas vestidas de rosa o azul, con el rostro realzado por el marco de blanca blonda. La gente menuda, los del tendido de sol, pasaban en grupos, con la enorme bota al hombro y un garrote de Liria en la mano, oliendo a vino y vociferando, como si comenzasen a sentir la borrachera de insolación que les aguardaba en la plaza.

Muchachos desarrapados rompían las oleadas del gentío, ofreciendo la vida de Lagartijo en aleluyas, los antecedentes y retratos de los seis toros que iban a lidiarse, o pregonaban unos abanicos de madera sin cepillar y en los cuales una mano torpe había estampado un toro como un pellejo de vino y un torero que parecía una rana desollada.

Los babiecas ávidos de emociones agolpábanse frente a las fondas donde se alojaban las cuadrillas, esperando pacientemente la salida de los toreros para poder tocar con respeto los alamares del diestro. La gente abría paso con curiosidad cada vez que algún picador empaquetado sobre la silla y con el mozo a la grupa pasaba montado en su jaco huesoso y macilento, que le llevaba hacia la plaza con un trotecillo cochinero.

Entre los carruajes que velozmente y atronando las calles atravesaban el centro de la ciudad, pasó el cochecito de Cuadros, y tras él una carretela de alquiler en la que iban las de Pajares. Doña Manuela en el sitio preferente, empolvada y retocada con tal arte, que su rostro producía cierta impresión asomando por entre los festones de la negra blonda; y frente a ella, las niñas, graciosísimas como un cromo de revista taurina, con zapatito bajo, medias caladas, falda de medio paso con red cargada de madroños y mirando atrevidamente bajo la nube blanca que envolvía sus adorables cabezas, cerrándose sobre el pecho con un grupo de claveles.

¡Qué tarde tan hermosa! Nunca se sintieron las de Pajares más contentas de la vida. Al descender de su carruaje frente a la plaza, llovieron sobre ellas los requiebros; y para todas hubo, hasta para la mamá, que respiraba ruidosamente y enrojecía, satisfecha del triunfo. Indudablemente eran ellas las que más llamaban la atención en toda la plaza. No había más que verlas en el palco abanicándose con negligencia, mientras una gran parte de los señores del tendido, puestos de pie y volviendo la espalda al redondel, las miraban fijamente, con ojos de deseo.

El señor Cuadros estaba orgulloso de su situación. No podía quejarse de la vida. Ganaba cuanto quería; parecía un muchacho con su trajecito claro, corbata roja y el enorme cigarro, al que conservaba la sortija de papel, para que todo el mundo se enterase de su precio. A un lado tenía a Teresa, tranquila y sin sentir la menor sospecha de infidelidad, y al otro a doña Manuela, orgullosa de la admiración que ella y sus niñas despertaban en una parte de la plaza.

Sentíase satisfecho de la situación el señor Cuadros, y las ávidas miradas fijas en el palco parecíanle un homenaje a él. No se podía pedir mayor felicidad. Cumplía con la conciencia y con el placer. A un lado la esposa legítima; al otro, doña Manuela, la satisfacción de la carne, el alimento de su vanidad; y las dos familias de las cuales era él el punto de unión, contentas, lujosas, llamando la atención del público, todo gracias a su buena suerte/ que le permitía tirar a manos llenas los miles de pesetas. El bolsista, saboreando su dicha, aseguraba mentalmente que Dios es muy bueno, y no sabía ya qué desear, pues la seguridad de que en breve sería millonario teníala por indiscutible.

En el fondo del palco estaban el hijo de Cuadros y los dos de doña Manuela, con los gemelos en la mano, contemplando el aspecto de la plaza. En el tendido de sombra, el graderío circular era un escalonamiento de sombreros blancos que bajaba hasta la barrera. Algunas capotas cargadas de flores o relucientes peinados, destacándose sobre los pañolones de Manila, rompían la monotonía de las hileras de puntos blancos. Las puertas de los palcos abríanse con estrépito, y aparecían en las barandillas, cubiertas con los colores nacionales, las mantillas blancas, las caras risueñas, los peinados con flores; toda una primavera que era saludada a gritos por los entusiastas de abajo, puestos en pie sobre los banquillos de madera.

Enfrente, bajo el sol que agrietaba la piel en fuerza de sacar sudor, que hacía humear las ropas y ponía un casco de fuego sobre cada cabeza, enloqueciéndola, estaba la demagogia de la fiesta, el elemento ruidoso que aguardaba impaciente, tan dispuesto a arrojar al redondel los sombreros en honor al diestro, como los bancos y los garrotes en señal de protesta. De allí partían las palabras infames contra los picadores que al aproximarse al toro pensaban en la mujer y en los hijos. Esta mitad de la plaza no tenía la regularidad monótona del tendido de sombra. Era un mosaico animado, en el que entraban todos los colores y que al agitarse variaba de composición. Las tintas rabiosas de los trajes de la huerta, las blancas manchas de los grupos en mangas de camisa, los pantalones rojos de los soldados, los enormes quitasoles de seda granate que parecían robados de una antigua sacristía, los gigantescos abanicos de papel moviéndose con incesante aleteo, las botas de vino que a cada instante se alzaban oblicuamente sobre las cabezas, los gritos, las protestas porque se hacía tarde, todo daba a aquella parte de la plaza un aspecto de locura orgiástica, de brutalidad jocosa. Y arriba, sobre la doble galería, clavadas en la crestería del tejado, colgaban lacias e inertes las banderítas rojas y amarillas, palpitando perezosamente cuando un suspiro fresco, enviado por el mar al través de la vega, arrastrábase sobre aquellas gentes aplastadas por la insolación, haciéndoles dilatar fatigosamente los pulmones. En lo alto, como bóveda del gran redondel, el cielo azul, infinito, sin la más leve vedija de vapor, cruzado algunas veces por una serpenteada fila de palomos, que aleteaban impasibles, sin dar importancia a la extraña reunión de tantos miles de personas.

Eran las cuatro de la tarde y se impacientaba la gente. Por detrás de la barrera iban los chulos de la plaza, con sus blusas rojas, abrumados bajo el peso de las capas de brega, repugnantes andrajos manchados de sangre; y por los tendidos, haciendo prodigios de equilibrio, filtrándose por entre el compacto gentío, avanzaban los vendedores de gaseosas con el cajón al hombro, pregonando la limonada y la cerveza, y los tramusers con un capazo a la espalda, llenando de altramuces y cacahuetes los pañuelos que les arrojaban desde las nayas y devolviéndolos a tan prodigiosa altura con la fuerza de un proyectil.

Sonó la música, y un movimiento de ansiedad, de emoción, dio la vuelta a la plaza, haciendo latir sus corazones.

Esto era lo que más gustaba a las de Pajares. La lidia las aburría o las horrorizaba; pero la salida de la cuadrilla las enardecía, y movíanse nerviosamente en sus asientos al ver el desfile de jacarandosas figurillas, que, a la luz del sol, destacábanse sobre la arena del redondel como ascuas de oro con el brillo de sus alamares.

Pasada la primera impresión de entusiasmo, cuando las doradas capas cambiáronse por sucios trapos y cesó de tocar la música, saliendo el alguacil del redondel a todo galope, las de Pajares presintieron el aburrimiento.

El primer toro... ¡bueno! Todavía les causaba cierta ilusión el arrojo de los diestros, el valor de aquellos cuerpos esbeltos, nerviosos y ligeros que escapaban milagrosamente de entre las curvas astas; pero apenas comenzó la parte brutal del espectáculo y cayeron pesadamente como sacos de arena los infelices peleles forrados de amarillo, mientras el caballo escapaba, pisándose en su marcha los pingajos sangrientos como enormes chorizos, las jóvenes volvieron la cabeza con un gesto de asco y no quisieron mirar al redondel. ¿A qué iban allí? A lo que van todas: a ver y ser vistas, a lucirse un rato a cambio de palidecer de emoción y lanzar angustioso grito cuando la cornuda cabeza bufa en la misma espalda del torero fugitivo.

Y conforme avanzaba la corrida, la mayoría del público contagiábase del aburrimiento del espectáculo, y hasta los del tendido de sol, si no por repugnancia por fastidio, callaban, dejando que los lances en la arena se desarrollasen en medio de un tétrico silencio, como si desearan no provocar incidentes para que la lidia terminase cuanto antes. Sólo los grupos de los aficionados sostenían el entusiasmo palmoteando, aclamando a sus respectivos ídolos y entablando disputas ruidosas.

La salida de la plaza era lenta, desmayada, contrastando con la llegada, ruidosa como una invasión. Todos parecían cansados y caminaban con cierta lentitud y ensimismamiento, como el que acaba de ser víctima de un engaño o ve defraudadas sus ilusiones. Los únicos que mantenían la algazara de la fiesta eran los que, tostados y sudorosos, salían por las puertas del sol golpeándose amigablemente con las arrugadas botas y las vacías calabazas, dando a entender a gritos que el contenido de aquéllas se hallaba en lugar seguro y servía para algo. Las dos familias, sufriendo los codazos de la muchedumbre, salieron de la plaza por entre los jinetes de la Guardia Civil que mantenían el turno en el desfile de los coches, fueron en busca de los suyos, teniendo las mamas y las niñas que recoger sus faldas de seda, y manchándose las medias con el barro de la carretera recién regada.

Por fin vieron a Nelet, que guardaba el cochecito del señor Cuadros. Vestía de blusa, pues la carretela de las señoras era de alquiler y tenía cochero propio.

Iba a subir el señor Cuadros en su pescante y empuñar las riendas, cuando el cazurro muchacho se rascó la cabeza y pareció recordar algo.

—Oiga, don Antonio; don Eugenio me ha dado este papel, encargándome mucho que no tardase en entregarlo.

Y ofrecía un cuadrado de papel azul con el cierre intacto. Era un telegrama.

Juanito, al ver el despacho, por un instinto de solidaridad, apartóse de su madre, colocándose al lado del maestro.

—¡Bah!—dijo el señor Cuadros con indiferencia—. Será un telegrama de nuestro corresponsal en Madrid.

Pero inmediatamente palideció, dio una patada en el suelo y soltó unos cuantos pecados gordos, de aquellos que hacían ruborizar a Teresa y fruncir el gesto a doña Manuela, intransigente con tales groserías. Juanito, que leía por encima del hombro de su principal, estaba pálido también y parpadeaba como si creyera en un engaño de sus ojos.

—Ya ves, Juanito—dijo con precipitación el maestro—. Acaba de subir de un golpe cerca de tres enteros. ¿Qué será esto? Hay que ver en seguida a don Ramón. Lo que es por esta vez, ¡se ha lucido! Pero no; él no se equivoca fácilmente. Aquí hay gato encerrado. De todos modos, debemos consultar en seguida a nuestro hombre. ¡Cristo! ¡pues apenas tiene la cosa importancia...!

Y montó en el cochecillo, nervioso e impaciente, con el deseo de llegar cuanto antes a casa para dejar a la familia y correr en busca del infalible protector.

Juanito no tuvo tanta presencia de ánimo. Pálido, sudoroso, hablando y gesticulando como un sonámbulo, casi echó a correr sin despedirse de la familia. Iba al despacho del poderoso Morte, a aquella Meca de la fortuna, y sentía una inmensa extrañeza al ver que la gente no mostraba la menor impresión, que el cielo estaba azul, que todo se hallaba como siempre y no surgía la más leve señal exterior para hacer saber al mundo que el gran genio se había equivocado por primera vez aconsejando la baja.