IX

A las cuatro de la tarde entraban las de Pajares en el paseo de la Alameda.

Era domingo, y la animación ruidosa y expansiva de los días festivos inundaba la acera izquierda del paseo. El tiempo era hermoso: una tarde de verano, con el cielo limpio de nubes, y en lo más alto, como un jirón de vapor tenue y apenas visible, la luna, esperando pacientemente que le llegase el turno para brillar. Las largas filas de rosales, los macizos de plantas, toda esa jardinería mutilada y corregida por las tijeras del hortelano, reverdecía con el soplo cálido de la tarde y se cubría de flores, uniendo sus simples perfumes a la estela de esencias que dejaban las señoras tras su paso.

Por el arroyo central daban vueltas y más vueltas, como arcaduces de noria, los carruajes alineados en interminable rosario. Las torres de los guardas erguían sus caperuzas de barnizadas tejas por encima de los árboles, y a los dos extremos del paseo, empequeñecidas por la distancia, destacábanse sobre el verde fondo las monumentales fuentes con sus figuras mitológicas ligeras de ropa. Era la hora en que el paseo adquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballos bajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo desfilaban lentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdes bancos no tenían ni un asiento libre. Un zumbido de avispero sonaba en el paseo, tan silencioso y desierto por las mañanas, y algunas familias ingenuas conversaban a gritos, provocando la sonrisa compasiva de los que pasaban con la mano en la flamante chistera, saludando con rígidos sombrerazos a cuantas cabezas asomaban por las ventanillas de los carruajes.

Lo que atraía la atención de todos era el desfile incesante de coches, símbolos de felicidad y bienestar en un país donde el afán de enriquecerse no tiene más deseo que no ir a pie como los demás mortales.

Piafaban los caballos con la boca llena de espuma, esparciendo en torno el pajizo olor de las cuadras, y de vez en cuando un relincho contagiaba a toda la línea de brutos briosos, que parecían contestar con nerviosos pataleos a este llamamiento de libertad. Los cocheros, enfundados en sus blancos levitones, exhibían desde lo alto de los pescantes, sus caras afeitadas y carrilludas de cómicos obesos o párrocos bien conservados, y miraban con cierto desprecio a toda aquella muchedumbre que les obligaba a pasar unas cuantas horas de tedio. En la larga fila de vehículos estaba el antiguo faetón, balanceándose sobre sus muelles como una enorme caja fúnebre y encerrando en su acolchado interior toda una familia, incluso la nodriza; la ligera berlina, con sus ruedas rojas o amarillas; la carretela, como una góndola, meciéndose a la menor desigualdad del suelo, y la galerita indígena, transformación elegante de la tartana y símbolo de la pequeña burguesía, que, detenida en mitad de su metamorfosis social, tiene un pie en el pueblo, de donde procede, y otro en la aristocracia, hacia donde va.

Parecía existir una barrera invisible e infranqueable entre la gente que paseaba a pie y aquellas cabezas que asomaban a las ventanillas, contrayéndose con una sonrisa siempre igual cuando recibían el saludo de las personas conocidas. Grupos de jinetes mezclados con jóvenes oficiales de caballería caracoleaban por entre los carruajes, tendiéndose algunas veces sobre el cuello de sus cabalgaduras para hablar al través de una portezuela. Las de Pajares contemplaban con nostalgia de desterradas el paso de los carruajes. ¡Gran Dios, qué tarde! ¡Se acordarían de ella toda la vida! Era la primera vez que iban a pie a la Alameda. Las niñas, a pesar de sus elegantes trajes, creían que todos se fijaban en ellas para sonreír compasivamente, y doña Manuela marchaba erguida, con altivez dolorosa, poco más o menos como Napoleón en Santa Elena después de la denota. La viuda presentía su ruina. Ya no eran las deudas y los apuros pecuniarios las amarguras de la vida; ahora, la fatalidad, según ella decía, complacíase en agobiarla con nuevos golpes, quitando a la familia los escasos medios que la restaban para sostener su prestigio.

Aquella mañana había sido de prueba para las de Pajares. Nelet el cochero subió muy alarmado a dar cuenta a sus señoras de que el caballo estaba enfermo. El suceso no era para tomarlo a risa. No se trataba de un cólico vulgar, y la pobre bestia, sostenedora inconsciente del prestigio de la familia, revolcábase abajo, en la obscura y húmeda cuadra, quedando panza arriba y con las patas agitadas por un temblor convulsivo. La situación fue ridícula y conmovedora. Tantos años de servicios habían establecido cierto afecto entre las señoras y la brava bestia, que era considerada casi como de la familia. Doña Manuela, recogiéndose la cola de su bata teatral, bajó a la cuadra, no pasando de la puerta por miedo al caballo, que se revolcaba furioso.

Llamaron al mejor veterinario de la ciudad; pero el caballo no mejoraba, y por la tarde desvaneciéronse las ilusiones que tenían las niñas de pasear en carruaje. Casi adquirieron la certeza de que el pobre caballo no saldría de la enfermedad. ¿Qué iban a hacer ellas cuando se vieran confundidas entre las cursis que paseaban a pie por la Alameda? ¿Qué dirían las amigas al ver que transcurría el tiempo y la hermosa galerita, de que tan orgullosas estaban, permanecía arrinconada en la cochera? Porque las dos, aunque su mamá, por no entristecerlas, las ocultaba el estado de la casa, tenían pleno conocimiento de los apuros de la familia y estaban seguras de la imposibilidad de reemplazar el viejo pero brioso caballo por otro que valiese tanto como él.

Después de comer, la madre y las hijas sentáronse en el salón, y allí permanecieron más de una hora, silenciosas, hurañas y malhumoradas. El día era magnífico; pero no, no saldrían: primero monjas que el mundo se enterase de su decadencia, de sus privaciones tan hábilmente ocultadas.

Pero las tres no podían resignarse a pasar un día dentro de casa. Además, por los balcones entraba el sol y soplaba un aire cargado de perfume irritante del verano. Pensaban involuntariamente en los verdes campos, en el paseo exuberante de gentío, en el placer de andar lentamente bajo las ladeadas sombrillas, viendo caras nuevas y contestando al saludo de los amigos; y por fin, la madre y las hijas no pudieron resistir más y comenzaron a vestirse.

—No hay que ser tan escrupulosas—dijo doña Manuela—. Todos nos conocen, y porque un día nos vean salir a pie no van a imaginarse que nos falta el carruaje. Vamos, niñas, ¡a paseo!

Y salieron de casa con el propósito de ir a cualquier parte menos a la Alameda. Pero el paseo las atraía; no sabían adonde ir, y al fin, insensiblemente, sin ponerse de acuerdo, encamináronse allá.

¡Qué tardecita pasaron las de Pajares! Exteriormente fueron las de siempre; las niñas contestaron con mohines graciosos a los saludos de los amigos, y la mamá, altiva y majestuosa, cobijándolo todo con su mirada de protección. Pero en su interior ¡cuántos tormentos! Si alguna amiga las saludaba desde su carruaje con expresión cariñosa, las tres creían adivinar cierto asomo de lástima, y enrojecían bajo la capa de blanquete que cubría sus mejillas. Si una persona conocida se detenía a saludarlas, ellas, a tuertas o a derechas, y muchas veces las tres a un tiempo, se apresuraban a decir que habían salido a pie en vista de la hermosura de la tarde; y seguían mirando con nostalgia y despecho la larga fila de carruajes, experimentando la misma impresión de nuestros bíblicos padres ante las puertas del Paraíso cerradas para siempre.

Después, ¡qué recuerdos tan penosos! A las tres las obsesionaba la enfermedad del caballo, como si éste fuese de la familia. Estaban arrepentidas de haber salido de casa; sentían la falsa esperanza de los que se interesan por un enfermo y creen que permaneciendo a su lado aceleran la curación. Saludaban a derecha y a izquierda; deteníanse a estrechar manos, cambiando palabras sobre el tiempo o sobre los trajes que más lucían en el paseo; pero sus miradas iban inconscientemente a detenerse en aquellos caballos que pasaban a pocos pasos de ellas; y en todos, bien fuese por el color, por la cabeza o por la grupa, encontraban cierto parecido con el otro que ocupaba su memoria.

Tuvieron en aquella tarde encuentros muy penosos. Andresito, el hijo de Cuadros, pasó por entre las dos filas de carruajes montando el enorme caballote que le había comprado su padre. Buscaba a la novia para ir escoltándola, luciendo sus habilidades hípicas en torno de su carruaje. El gesto de inocente sorpresa que hizo al verlas a pie, confundidas entre la cursilería dominguera, fue una verdadera puñalada para las tres mujeres.

Todo hería su susceptibilidad. Roberto del Campo, que iba con algunos amigos, las saludó con la más seductora de sus sonrisas; pero ellas creyeron distinguir en sus labios una irónica expresión. Indudablemente, aquel trasto de Rafaelito había relatado a Roberto lo del caballo. Estaban seguras de que todo el paseo conocía el desagradable suceso, adivinando lo que vendría después. Y cegadas por la vanidad herida, recordando sin duda las burlas que ellas habían dirigido a otras familias, turbábanse por momentos, creyendo ver miles de ojos fijos en ellas y que las señoras desde los carruajes las sonreían desdeñosamente, como si fuesen criadas disfrazadas. Hasta llegaron a pensar con escalofríos de terror si a sus espaldas las señalarían irrisoriamente con el dedo. Y siempre el maldito caballo ocupando su pensamiento, viéndolo con los ojos de la imaginación tal como estaba en su cuadra al salir ellas de paseo, panza arriba, estirando convulsivamente las patas. Las tres llevaban dentro de sí, como implacable enemigo, su propio pensamiento, que las hacía ver la burla y la lástima en todas partes, y hasta creyeron algunas veces que personas conocidas fingían distracción por no saludarlas.

—Vámonos, niñas—dijo la mamá con una expresión en que vibraban el dolor y la cólera—; vamos a casa a ver cómo está «aquello». Hoy el paseo está muy cursi.

Las niñas apoyaron a la mamá con gesto de aprobación. Era verdad, muy cursi; y las tres emprendieron una retirada desastrosa, anonadadas, vencidas, como si acabasen de sostener una batalla con la consideración pública, quedando derrotadas y maltrechas. Al subir la rampa del puente del Real tuvieron que apartarse del borde de la acera, limpiándose con los pañuelos de blonda el polvo que levantaban las ruedas de un carruajillo descubierto que corría con velocidad insolente, arrollándolo todo.

Era la última sorpresa. El señor Cuadros, tirando de las riendas para refrenar su veloz caballo y agitando el látigo, las saludaba desde lo alto de aquella cáscara de nuez montada sobre ruedas.

A su lado iba Teresa, desbordando sus carnes blanduchas sobre el banquillo de terciopelo azul, moviendo con cierta incomodidad su cabeza, como si le molestase la capota, recargada de rosas y follaje, regalo de su marido.

—Hasta la noche.... Adiós, niñas. Esta noche iré a ver a ustedes.

Y Teresa enviaba una sonrisa sin expresión a su antigua señora, como suplicando que no abandonase la tarea de catequizar a su esposo.

¡Buena estaba doña Manuela para tales indicaciones! Sabía lo que significaban las asiduas visitas, unas veces por la tarde y otras por la noche, que la hacía aquel cincuentón; pero no pensaba ahora en eso. El encuentro había acabado de trastornarla. Sus antiguos criados en carruaje, ensuciándola con el polvo de las ruedas, y ella, la hija de un millonario, la viuda del doctor Pajares, a pie y humillada por unas gentes a las que siempre había tratado con cierto desprecio. Jamás había imaginado que pudiera ocurrir aquello. Agobiada por las deudas, esperaba la caída, pero no tan honda y lastimosa para su dignidad.

Esto era demasiado fuerte para poder resistirlo. Y la pobre mujer, toda susceptibilidad y orgullo, sintió que algo caliente se agolpaba a sus ojos, y hubo de hacer esfuerzos para no llorar. Su paso acelerado era una verdadera fuga. Huían del paseo, de aquel lujo que algunos días antes era su elemento y ahora les parecía un verdadero insulto.

Cuando entraron en la plazuela donde vivían, la vista de su casa, que con el portalón entornado, los balcones cerrados y la fachada obscurecida por la última luz de la tarde tenía cierto aspecto fúnebre, hizo revivir en la memoria de las tres el recuerdo del caballo.

—¡Dios mío! ¿Cómo estará el pobre Brillante? Tan vehemente era su interés por la salud de la bestia, que hasta acariciaban la absurda esperanza de una extraña reacción, de un milagro que las permitiera tener el carruaje disponible para el día siguiente. Arrastradas por la rutina, hasta sentían tentaciones de rezar por el pobre animal. Algo había en ellas de cariño, de agradecimiento por todo lo pasado; pero lo que predominaba era el ansia de recobrar su categoría de «señoras de coche», sin la cual se creían deshonradas.

Al entrar en el patio, dirigiéronse rectamente a la cuadra. Pasaron rozando la abandonada galerita, que, oculta bajo su funda de lienzo, sólo mostraba las ruedas, ligeras, amarillas y finas como las de un juguete; y después de asomar su cabeza con cierta zozobra por la puerta de la cuadra, entraron en el antro obscuro y maloliente, recogiéndose las faldas y hundiendo sus elegantes botinas en la blanda y húmeda capa de estiércol.

Era un espectáculo extraño. A la luz de un farolillo colocado junto al pesebre, los trajes azul y rosa de las niñas, sus sombreritos de flores, las joyas relumbrantes de la mamá, causaban el efecto de una aparición sobrenatural, que contrastaba con las paredes sucias, el techo empavesado de polvorientas telarañas, los montones de estiércol y el olor punzante y molesto de cuadra sucia. Tan escasa era la claridad, que doña Manuela se dio un golpe contra la hoz clavada en la pared para cortar la hierba, y pasaron algunos momentos antes que las tres mujeres distinguieran a Nelet en el fondo de la cuadra.

El pobre muchacho, a pesar de su rudeza, contemplaba a Brillante con asombro doloroso, frunciendo el ceño como si quisiera cerrar el paso a las lágrimas. Los dos habían sido muy buenos amigos. El cochero celebraba sus picardías de animal viejo y brioso; tenía orgullo en decir que era muy bravo y sólo por él se dejaba manejar, y ahora estaba allí tendido de costado sobre el estiércol, inmóvil como carne muerta, agitando alguna vez con ronco estertor el redondo pecho y levantando un poco la cabeza para lanzar en torno suyo la mortecina y lacrimosa mirada.

—¡Lo que somos...! ¡lo que somos...!—decía Nelet entre dientes, sintiendo que cada espasmo de la larga agonía de su Brillante era una verdadera puñalada para él. Al ver a las señoritas se adelantó algunos pasos, hablando con tono compungido. El veterinario se había marchado, declarándose impotente para remediar el mal. Brillante se moría de una enfermedad extraña, de un nombre raro que Nelet no podía recordar; pero lo cierto era que estaba ya en la agonía.

Y el pobre caballo, como si quisiera afirmar las palabras de su amigo o reconociese a sus amas, levantaba la pesada cabeza, lanzando su estertor angustioso.

Aquello partía el corazón a las tres mujeres.

—¡Brillante! ¡Pobrecito Brillante...!

Y las tres se abalanzaron a la pobre bestia, soltando sus faldas, cuyos bordes barrieron la suciedad del suelo. Doña Manuela, casi arrodillada en el estiércol, sin acordarse de su elegante traje, cogía la cabeza de Brillante, que se elevaba trabajosamente como para saludar a sus amas por última vez. Aquella mirada desmayada y vidriosa, fija con expresión agradecida en el grupo de mujeres, acabó con la falsa serenidad de éstas, y estallaron los sollozos y las exclamaciones de desconsuelo.

Era ridículo llorar la muerte de un caballo; sí señor, ellas lo reconocían. Si les hubiesen contado algo semejante de sus amigas, no hubieran sido flojas las burlas; pero así y todo, había que reconocer lo que aquel pobre animal representaba para la familia, las ilusiones que se llevaba con su muerte.

¡Adiós, compañero de grandeza! La familia sólo tendría para ti grato recuerdo. Mueres representando la fortuna que se aleja de casa, el prestigio que se pierde, la altivez que se desvanece; y cuando salgas de ella a altas horas de la noche en sucio carro para ser conducido adonde te explotarán por última vez, convirtiendo tu piel en zapatos, tus huesos en botones y tu carne en abono fertilizante, por la puerta entreabierta entrará la pobreza, la desesperación de una miseria disimulada, y quién sabe si la deshonra, eterna compañera de los que se aferran tenazmente a las alturas de donde les arrojan. ¡Adiós, Brillante! ¡Adiós, fortuna que huyes para siempre!

Y las tres mujeres, con el cerebro embotado por el choque de confusos pensamientos, arrastrando sus hermosas faldas, que olían a cuadra, subieron lentamente la escalera, como agobiadas por el dolor.

Amparito, en otras ocasiones la más risueña y juguetona, era la que ahora lloraba como una niña, Su madre había tenido que sacarla de la infecta cuadra cogiéndola del brazo.

—¡Ay, Brillante...! ¡Pobrecito Brillante mío...!

Y hasta había llegado a unir su linda cabeza de bebé con las negras narices de la bestia, cubriéndolas de besos.

El desaliento las tuvo hasta bien entrada la noche clavadas en sus asientos del salón, silenciosas, sin otra luz que el escaso resplandor de los reverberos públicos que entraba por los balcones abiertos, produciendo una débil penumbra. Las tres, envueltas en sus batas de verano, destacábanse en la obscuridad como inmóviles estatuas. Las niñas pensaban en su porvenir, que adivinaban confusamente; presentían que desde aquel momento comenzaba para ellas una era nueva, en que no todo serían alegres risas e indiferencia para el día siguiente.

Los pensamientos de doña Manuela aún eran más obscuros. Miraba en torno de ella, y nada, ni un mal rayo de esperanza amortiguaba su desesperación. Necesitaba dinero para reponer esta pérdida, que tanto podía influir en el prestigio de la familia, y para satisfacer ciertos compromisos que, como de costumbre, la agobiaban con gran urgencia; pero a pesar de ser tan numerosas las amistades, no encontraba, repasando su memoria, un solo nombre.

¡Y pensar que ella, que había derrochado tantos miles de duros y vivía con cierta ostentación, pasaba angustias por unos cuantos miles de reales...! El recuerdo de su hermano se aferraba tenazmente a su memoria. ¡Ah, maldito avaro! Necesario era todo su mal corazón para dejar a una hermana en el sufrimiento, pudiendo remediar sus penas con algunos de los papelotes mugrientos que a fajos dormían en el viejo secrétaire de su alcoba. Pero no había que pensar en semejante hombre. Bastantes veces la había humillado con rotundas negativas.

Otro de los que no se podía contar para salir de la situación era su hijo Juanito. Doña Manuela, que le había tenido tanto tiempo a su voluntad, asombrábase ahora ante sus alardes de independencia. Le habían cambiado su hijo, según ella decía con el tono quejumbroso de una madre resignada. Y el tal cambio consistía en haberse negado Juanito varias veces a darla dinero para salir de pequeños apuros.

Esto indignaba a doña Manuela. Habíase despertado en él la fiebre de la explotación. Revivía la «sangre comercial» de su padre, el instinto acaparador de su tío don Juan; y contagiado por la atmósfera de jugadas victoriosas y millonadas de papel que respiraba continuamente en la tienda al lado de su principal, había acabado por decidirse, despreciando los bienes positivos y materiales para lanzarse en la fiebre de la Bolsa.

El acto de ciega confianza de su novia y su vieja amiga entregando sin temor los ahorros al omnipotente don Ramón Morte había acabado por decidirle. ¿Iba a ser él más cobarde que aquellas dos mujeres?

Vendió su huerto de Alcira, y los ocho mil duros que le dieron engrosaron el raudal de oro que, a impulsos de la más ciega confianza, iba a caer en las cajas del filántropo banquero. Una parte de su capital lo invirtió su eminente protector en papel del Estado, y con la otra, que era la más exigua, comenzó sus jugadas de Bolsa, siempre a la zaga de Cuadros y sin atreverse a imitar sus golpes de audacia.

Vacilaba algunas veces, sentía misteriosos terrores al pensar que su fortuna estaba a merced de un capricho del azar, mas no por esto perdía la confianza, y nada había reservado de su capital para responder a los vencimientos de los pagarés que le había hecho firmar su madre. ¿Para qué tal precaución? No había más que oír a su principal y al poderoso banquero. Sus ocho mil duros se doblarían y triplicarían en muy poco tiempo, y entonces podría pagar las deudas maternales y casarse con Tónica. Pero mientras tanto, que no contase su madre con él. La quería mucho, seguía adorándola con un respeto casi religioso; pero de dinero, ni un ochavo.

Todo lo sabía doña Manuela, y por esto colocaba a su hijo al mismo nivel que su hermano. ¡Vaya unos parientes! Podía una morirse en medio de la calle, bien segura de que nadie acudiría en su auxilio.

Y doña Manuela, enfurecida por lo difícil de la situación, crispaba sus manos arañando los adornos de su bata. Sólo una esperanza le restaba, pero no quería pensar en ella, pues en su interior elevábase como una voz de protesta.

Estaba segura de que cierta persona le facilitaría a la menor indicación aquel dinero que tantas angustias le producía. Indudablemente, el señor Cuadros no le era difícil salvar a una amiga por unos cuantos miles de reales, él que todos los meses contaba sus ganancias por miles de duros; pero apenas le acometía este pensamiento, renacían en doña Manuela escrúpulos que creía muertos para siempre.

Conocedora de la vida, comprendía la importancia de aquel favor y lo que forzosamente había de sobrevenir. Un mes antes no habría vacilado en acudir a su antiguo dependiente, a pesar de lo mucho que esto lastimaba su altivez. Pero ahora, al pensar en las audacias que se permitió el día de Corpus y otras muchas realizadas por el bolsista en sus diarias visitas, doña Manuela deteníase avergonzada, y a estar iluminado el salón, se hubiera visto su rubor.

Ella, que hacía tantos años no se acordaba para nada de Melchor Peña, sentíalo vagar en torno como un espíritu guardián de su honrada viudez. Del doctor, de su segundo marido, no se acordaba para nada. Aquel buena pieza, con sus infidelidades, no tenía derecho a exigirla cuentas por lo que pudiera hacer.

Lo que más extrañeza le causaba era que se mostrasen ahora en ella tan terribles escrúpulos, cuando a raíz de su primera viudez había caído fácil e insensiblemente en los brazos de Pajares. El amor había ahogado entonces todas las preocupaciones; pero ahora se trataba de una explotación deshonrosa, de una venta que sólo el suponerla le producía vergüenza y rubor. La altivez le hacía recobrar su puesto. Cuadros, a pesar de su fortuna, no dejaba de ser el antiguo dependiente, el marido de la criada Teresa, un pobre diablo al que ella había tratado siempre con desprecio. ¿Y por tal hombre iba a perder su prestigio de mujer honrada, sostenido durante tantos años a costa de sacrificios que guardaba en el misterio? No; antes la miseria.

Y doña Manuela, embriagándose con la energía de su resolución, pensaba en la miseria como en una cosa desconocida, pero que iba pareciéndole grata por ser la salvación de su honor. Trabajarían ella y sus hijas. También duquesas, princesas y hasta reinas se habían visto en la miseria, arrostrándola con dignidad. Y doña Manuela, repasando sus escasos conocimientos históricos, halagaba su orgullo y creíase casi igual a una soberana destronada que cae en la pobreza. Esto bastó para afirmarla en su resolución.

Cuando Rafael y Juanito llegaron a casa, la familia pasó al comedor. La cena fue triste. Parecía que el cadáver tendido abajo, en la suciedad de la cuadra, estaba allí, sobre la mesa, mirando con los ojos vidriosos e inmóviles a sus antiguos amos. Al terminar la cena, los dos hermanos salieron, marchando cada uno por su lado.

Juanito había cambiado de costumbres. No volvía a casa hasta las once de la noche, y después de hacer una corta visita a Tónica y Micaela, iba a un café donde se juntaba la gente de Bolsa y podían apreciarse diariamente las opiniones y profecías de «alcistas» y «bajistas».

A las nueve de la noche recibieron las de Pajares la visita de Andresito y su papá. Doña Manuela, al ver a su antiguo dependiente, se ruborizó, como si éste pudiese adivinar los pensamientos que la habían agitado poco antes.

El señor Cuadros mostrábase gozoso y radiante, como si le alegrase la noticia que en el patio le había dado Nelet. ¿Conque había muerto el caballo? Vamos, ahora se explicaba por qué iban aquella tarde a pie por la Alameda. Era de sentir la pérdida, porque un caballo que sustituyera dignamente a Brillante había de costar algún dinero; pero ¡qué demonio! cuatro o cinco mil reales no arruinan a nadie. Y el señor Cuadros hablaba del dinero con expresión de desprecio echando atrás la cabeza y sacando el vientre como si lo tuviera forrado con billetes de Banco.

Las niñas hablaban con Andresito cerca del piano, y doña Manuela, serena y en posesión de sí misma, miraba fijamente a su antiguo dependiente. La escandalizaba el desprecio con que aquel hombre hablaba del dinero, y recibía como un sangriento sarcasmo la suposición de que cuatro o cinco mil reales nada significaban para ella. Y pensando esto, su mirada iba instintivamente hacia el mármol de una consola, donde antes se exhibían unos magníficos candeleros de plata guardados ahora en el Monte de Piedad; y miraba igualmente los cromos baratos que adornaban las paredes del salón, sustituyendo a dos grandes cuadros heredados de su padre, obra de Juan de Juanes, por los cuales le habían dado lo preciso para vivir durante un mes.

Aquel hombre, cegado por su fortuna, no sabía lo que decía. Igual era ella algunos años antes, cuando tenía fincas que vender o empeñar y arrojaba el dinero a manos llenas. Pero ahora la pobreza vergonzante y cuidadosamente ocultada le había enseñado el valor del dinero.

El señor Cuadros, siempre ignorante de la verdadera situación de la casa, molestaba atrozmente a doña Manuela. Quería aparecer amable, y para esto la hacía ofrecimientos que resultaban sarcasmos. El se encargaba de la compra del caballo. Vería ella cómo le resultaba más barato; por una bestia tan hermosa como Brillante sólo tendría que desembolsar unos tres mil reales. Él conocía a los chalanes más afamados. El caballo que montaba su hijo lo había comprado casi por una bicoca, y confiaba ahora tener la misma suerte.

—Lo que a usted le conviene, Manuela, es comprar el caballo cuanto antes, pues si las gentes las ven a ustedes paseando muchos días como hoy, harán maliciosos comentarios. Los que estamos a cierta altura debernos mirarnos mucho en nuestras cosas.

Y el afortunado majadero, al hablar de la altura, cerraba los ojos como si sintiera el vértigo de los que se hallan en la cúspide. Lo que más efecto causó en doña Manuela fue la afirmación de que la gente haría comentarios si no se mostraba en público como siempre. Ahora reaparecía la altivez de su carácter, estremeciéndose al pensar en la mortificante lástima con que se hablaría de su ruina.

Ella no tenía carácter para sobrellevar con resignación la miseria. Estaba decidida. Había que sostenerse en la altura, empleando todos los medios; y después, que viniera todo, hasta aquello que sólo al pensarlo tanto rubor le producía.

Y la vanidosa señora, para afirmarse en su resolución, buscaba ejemplos y recordaba lo que tantas veces había oído en las murmuraciones infames de las tertulias: los innumerables casos de señoras tan decentes como ella, bien consideradas por la sociedad, y que habían hecho sacrificios iguales para salvar el prestigio de sus casas. Y sostenida por el pernicioso ejemplo de aquellas mujeres a las que tanto había censurado, miró a su antiguo dependiente con ojos en que se revelaba un impudor razonado y tranquilo. Al fin—pensaba ella para consolarse—, el señor Cuadros, aunque ramplón y vulgarote, era un hombre aceptable, y no tenía que resignarse ella, como otras mujeres, a buscar la protección de un valetudinario repugnante.

El bolsista adivinaba algo en las miradas de la esposa de su antiguo principal. Y en su credulidad de calavera viejo e inocente echaba el cuerpo atrás con cierto orgullo, como si estuviera convencido de que sus prendas personales habían influido en tan asombrosa conquista.

Terminó la visita a media noche, y cuando el padre y el hijo se dirigían hacia la puerta, acompañados por las señoras de la casa, doña Manuela cambió sus últimas palabras con el señor Cuadros.

—Quedamos—dijo la señora—en que usted se encargará de la compra del caballo. Mañana mismo confío en que habrá hecho mi encargo.

—¡Oh, seguramente...! Ya sabe usted que todas sus cosas me interesan como mis propios negocios.

—Entonces, venga usted mañana a las tres y le daré el dinero.

—¿Quiere usted callar? Ya arreglaremos cuentas más adelante.... Pero, en fin, vendré por tener el gusto de charlar un rato.

Y el señor Cuadros salió de la casa satisfecho de sí mismo, bufando de satisfacción, contoneándose como un joven y mirando con cierta lástima a su hijo, que caminaba al lado de él tímido y encogido. Un risueño optimismo le hacía olvidar que era su padre. ¡Ah! ¡Si en vez de los cincuenta y pico tuviera él los años de aquel pazguato, cuánta guerra había de dar en el mundo!

Al día siguiente, el señor Cuadros fue puntual A las tres de la tarde entraba en casa de doña Manuela, y se sorprendió agradablemente al ver que la señora estaba sola en el salón, vestida con la más elegante de sus batas y el rostro retocado con los más finos menjurjes del tocador de las niñas. El bolsista sentía como un renacimiento de la vida, algo que recordaba sus fiebres de joven, cuando siendo primer dependiente bromeaba y perseguía a la criada Teresa en la trastienda de Las Tres Rosas.

Las niñas habían sido enviadas por su mamá a casa de «las magistradas». Juanito estaba en la tienda; y en cuanto a Rafael, no había que esperarle hasta bien entrada la noche.

En el comedor oíase el ruido de los cubiertos que secaba Visanteta, la única que se enteró de la visita del señor Cuadros y de lo larga que resultó. Ella fue la que oyó las risas apagadas de la señora y el arrastre de algunos muebles, como si fueran empujados con violencia; pero era una muchacha prudente y reservada, que sólo se ocupaba de sus actos, sin detenerse a interpretar los ajenos.

Al día siguiente la familia pudo salir a paseo en su carruaje, y un caballo más joven y de mejor estampa que Brillante ocupó el vacío que la muerte había dejado en el pesebre. Las amarguras sufridas en aquel domingo fueron olvidadas ante una abundancia como pocas veces se había gozado en aquella casa. Doña Manuela tenía dinero; comenzaron a pagarse las cuentas con regularidad; los proveedores no la molestaron ya exigiendo el pago de los atrasos, y la modista francesa, después de embolsarse algunos miles de reales que creía perdidos para siempre, hizo a las niñas de Pajares nuevos trajes para lucirlos en la feria de Julio.

Todo era dicha y tranquilidad en casa de doña Manuela, y el contento de la familia repercutía en Las Tres Rosas, donde la sencilla Teresa considerábase feliz. Sabía que su marido había roto definitivamente con Clarita, aquella «mala piel» que vivía en la calle del Puerto. Ya no le pagaba los trimestres del entresuelo, ni atendía a sus locos gastos. Es más: un alma caritativa le había hecho saber que aquella perdida le engañaba, burlándose de él con los chicos de la Bolsa; y don Antonio mostrábase arrepentido, dispuesto a no proteger más mujeres de tal calaña.

La pobre Teresa, al pensar que su antigua señora era la que había realizado tal milagro, atrayendo a su esposo a la buena senda, sentía tal gratitud, que no podía hablar de ella sin que se le saltaran las lágrimas. ¡Qué buena persona era doña Manuela! Ella únicamente había sabido catequizar al señor Cuadros.