La hacienda comprada ha sido contada y entregada: corren ya por cuenta del comprador todos los riesgos y los gastos, y el capataz encargado de la tropa, conoce demasiado la responsabilidad que pesa sobre él, para no vigilar estrechamente los intereses que le han sido confiados.

En un grupo, cortado de un rodeo de cuatro mil vacas, ahí están las mil cabezas al corte, de ganado medio arisco, que tiene que llevar a setenta leguas de distancia.

La hacienda, -toros, novillos, vacas de todas edades, vaquillonas regordetas y terneros retozones-, está rodeada por los ocho hombres que constituyen su guardia; ya se formó la tropa en son de marcha, caminando despacio, en su orden definitivo.

Por delante, dos hombres arrean al trotecito, juntas todas, las tropillas de los peones y del capataz, en medio del alegre campanilleo de los cencerros que las madrinas llevan colgados en el pescuezo. Al frente del trozo de hacienda, tres jinetes la sujetan constantemente, para oponerse, desde un principio, a las veleidades que podría tener, de emprender una de estas disparadas locas, que pronto desparraman por el campo, en todas direcciones, puntitas de vacas que se precipitan, seguidas, a todo correr, por gauchos que gritan y alzan los ponchos, cansan los caballos, y acaban, muchas veces, por no poder sujetar nada.

Todos los esfuerzos de la gente se concretan en evitar ese desastre; y hasta que la hacienda no se haya alejado bastante de la querencia, en vez de apurarla de atrás, la sujetan, al contrario, por delante y en los costados, haciéndola caminar, como encerrada, entre sus guardianes atentos.

Al salir de la querencia, las vacas miran para el campo, donde adivinan a las compañeras. Una que otra se para, estira la cabeza, y deja oír un balido quejoso, como si supiera que es un adiós eterno al campo donde nació, a los hijos que ahí deja, a las compañeras que, a media legua, pacen, indiferentes.

«¡Fuera vaca!» y el rebenque rabioso y brutal de un peón la obliga a seguir camino.

Poco a poco, van desapareciendo los amagos de fuga: las cabezas aspudas no se acuerdan ya de mirar por atrás. Resignados, caminan los animales, y para que se olviden más pronto de la querencia, de cuando en cuando, los llevan al trotecito.

Y las astas suben y bajan, golpeándose unas con otras, las grandes de los novillos con las finitas de las vaquillonas, en un movimiento continuo de olitas cortas y pequeñas, como las que produce la marejada de un río; las pezuñas se chocan con un ruido seco, y las panzas vacías suenan, como trapos mojados agitados por el viento.

Los novillos y las vacas grandes, personas serias que quieren saber adónde las llevan, trotean por delante, como divisando, siempre sujetadas por los peones, mientras que por detrás vienen los animales de menos edad, siempre dispuestos a chacotear, trepándose uno encima de otro, sembrando el desorden entre las filas.

«¡Vaaaca!»


* * *


Pero ya la querencia ha quedado lejos; los animales, agitados, algo cansados, muy hambrientos, poco se acuerdan de ella, y el capataz, eligiendo un buen retazo de campo, con buena aguada, manda parar.

Rodeados siempre por los peones, los animales comen un buen rato, pero sin que los dejen extenderse; los hombres, ellos, no descansarán hasta más tarde, y sólo comerán, a la oración.

¡Fuera bueeey!... Se vuelve a emprender la marcha. Se estrecha otra vez el círculo, y la tropa sigue su camino. Dará trabajo para pasar en la manga de una tranquera. Hacienda, como es, mal educada, que poco sabe lo que son puertas, se abalanza, se echa atrás, remolinea, atropella los postes, se enrieda en los alambres; y llueven los rebencazos, y los gritos ensordecen, y los balidos les contestan; y las risas dominan, al ver una vaca enojada darse vuelta y perseguir al capataz, con las astas bajas. «¡Él es! ¡Él es!», gritan todos; y enceguecida, agachada, la vaca sigue, rápida, la media vuelta que de repente, dio el jinete, encontrándose sin saber cómo, súbitamente calmaba, con el hocico entre las colas de las compañeras.

-«¡Ah! ¡Mancarrón lindo! ¡Si tiene una boca como miel!»


* * *


El sol se apagó; en la noche serena y clara, los guardianes de la tropa, medio dormidos en sus caballos, llevan por delante los animales soñolientos.

Un silencio, lleno de ruidos misteriosos que lo turban sin quebrarlo, lo mismo que alumbra la luz vacilante de las estrellas, sin disipar la obscuridad, se extiende sobre el campo sombreado, mientras pasa lentamente el arreo, agregando su nota peculiar al concierto nocturno de la Pampa.

Los cencerros de la tropilla, el continuo cliqueteo de las pezuñas, un balido, un relinche, la crepitación de un fósforo, el grito lento de los peones: «¡Vaaca!» interrumpen, por un rato, el canto de las ranas o el gruñido sordo de la vizcacha, dando lugar al clamoreo vibrante del tero, a la protesta enojada, diez veces repetida, con tono agrio, de la lechuza quisquillosa.

-«La hacienda va bien; está sosegada. Mauricio, cántanos algo», dice el capataz.

Y el interpelado, sin hacerse rogar, echa al cielo, en un grito agudo, una lastimosa queja de su corazón dolorido, diluida en seis versos.

-«¡Pobrecito!» dice un compañero, medio riéndose, medio convencido; y el cantor sigue con otra copla que, lagrimeando, cuenta, el abandono de la traidora.

-«¡Adiós mi plata!» murmura el chusco. Y todos los peones, sin dejar sus puestos de guardia en el arreo, tienden el oído para no perder una palabra del canto.

Mauricio, ahora, con voz gangosa y ronca, le reprocha a la infiel su crueldad, y deja entrever en el último verso, la ira, naciendo ya del despecho.

-«¡Esa máula!» dijo uno, y alzando el rebenque: «¡Vaaaca!» gritó fuerte, mientras el cantor, con un trino como pito, apagado paulatinamente, en voz más sorda, concluía, enjugando sus lágrimas y afilando el facón, en versos ávidos de venganza y de sangre vertida.

-«¡Mirá con el tigre!» exclamó la voz.

-«Tomá un cigarro, Mauricio», dijo el capataz.

-«¡Está lindo!» aprobó otro.

Y el silencio se hizo más profundo.


* * *


Los peligros no faltarán, ni las fatigas, en la larga jornada de diez a doce días que tienen que hacer. Habrá días de sol ardiente y noches de lluvia fría, horas de tormenta, durante las cuales la ronda se hace a ciegas; horas que parecen años al capataz, hombre de vergüenza, que tiene el sentido de su responsabilidad.

Pero, también, al entregar la tropa sin que falte un animal, ¡qué satisfacción del amor propio, y que pronto se olvidarán las malas noches al raso, las privaciones y los sustos!