Apuntes para la historia de Marruecos/II




II


R

OMA CAYÓ: consumióse en guerras tan largas la sangre del pueblo, y los tiranos y los hijos de los esclavos se desgarraron después en civiles contiendas: más valían que el mundo conquistado, los ciudadanos que dio Roma á cambio de él. Llegaron los emperadores, y si alguna sangre generosa quedaba allí, esa corrió en los baños calientes que Tácito describe, donde los ciudadanos frecuentemente la dejaban ir por librarse de verdugos. Los máximos pontífices, los sucesores de los cónsules, dueños de la tierra, dieron pasto vil en sus personas á la lujuria de los esclavos, sirviendo como de mujeres, y en tanto Lydias y Cyntias, menospreciadas, distraían sus horas de abandono en el circo sangriento. Pero otro es nuestro propósito: aquel espectáculo, miserablemente grande, nos llevaba á olvidarlo. Ello es que la justicia de Dios fué sobre Roma. Enjambres de bárbaros, salidos de todas las partes del mundo, se ponen á un tiempo en camino: todos marchan contra Roma, ninguno sabe por qué; pero una especie de inspiración, de poder sobrenatural los guía. Alarico llega delante de la ciudad imperial, retírase, vuelve, torna como dudoso, y al fin cae sobre ella y la saquea: aquello sí que estaba escrito.

Godos, vándalos, suevos, francos, hérulos, sajones y alanos vinieron al Mediodía: todos apagaban la sed en el cráneo del vencido: tropezar y romper, hollar y destruir, eran cosas comunes en ellos. Pero diferenciábanse en algo: que los godos, si pérfidos, eran castos; y los alemanes, aunque no pérfidos, preciábanse de lujuriosos; los francos eran embusteros, pero hospitalarios; los sajones cruelísimos, pero castos, y castos eran los vándalos también, aunque más que ningunos otros feroces. De éstos era rey Gezericho ó Genserico, hombre de mediana estatura, y cojo á causa de una caída; pero de comprensión profunda, corto en palabras, enemigo de lujuria, en ira ardiente, habilísimo en buscar alianzas, práctico en sembrar discordias y levantar rencores[1]. Éste, después de devastar varias provincias de las Galias y España, se fijó en la Bética con sus vándalos, la cual tomó entonces el nombre de Andalucía. Desde las costas españolas miraba, sin duda con envidia, aquel conquistador la playa vecina del África, aprendiendo de los romanos ó de su propia sagacidad lo que la Providencia le guardaba en aquella tierra. Á dicha sucedió entonces que el conde Bonifacio, gobernador de la provincia, quejóse de Placidia, que gobernaba el imperio por su hijo Valentiniano, se alzase contra ella y demandase el auxilio de los vándalos, ofreciéndoles en pago la tercera parte del territorio. No se dejó esperar Genserico en África, sino que, aprovechando la ocasión, desembarcó allá con ochenta mil combatientes y se apoderó de todo, sin que el propio Bonifacio, reconciliado ya con Placidia, lograse tornarlo á España: merecido castigo para el que imprudente llama poder extranjero á componer discordias en su patria. Así fué como los vándalos fundaron su imperio en Cartago, Numidia y Mauritania. Genserico, no contento con tales conquistas, asoló con sus naves las costas del Mediterráneo; y llamado á Roma para cumplir otra venganza, remató la obra de Alarico, poniendo por tierra los restos de la grandeza imperial y trayendo riquísimos despojos para sí. Sabido es que al dejar el puerto de Cartago para una de sus expediciones, le preguntó el piloto contra quién había de encaminarle: «Contra aquellos, dijo el bárbaro, que merezcan la ira de Dios.» Con la fortuna de sus empresas y las altas dotes y calidades que poseía, Genserico logró afirmar su dominación en África y gobernarla sin contradicción por muchos años. Á Basiliscus ó Basílides, general romano que había venido contra él y estaba á punto de tomar á Cartago, lo apartó de su propósito con suma de dineros: de suerte que aquél se volvió con su armada á Oriente sin otro efecto. Y para distraer de semejantes empresas al emperador León, que mostraba más aliento que sus predecesores, concitó contra él á Eurico, rey de los visigodos, el cual, cediendo á los ruegos y ricos presentes del vándalo, atacó al imperio, apoderándose de Arles y de Marsella. Al propio tiempo tuvo maña para mover á los ostrogodos á que asolaran el Oriente, por manera que no volviesen más contra él los emperadores. En otra ocasión, temiendo que Teodorico quisiese vengar en él cierta injuria horrible que su hijo Hunnerico, casado con una hija de aquel rey, había inferido á su esposa, envió presentes de gran valor á Atila con embajadores que lo indujeran á entrar en las tierras que ocupaban los visigodos. Y por cierto que Genserico logró su intento y que el formidable caudillo de los hunnos, tan conforme con él en ferocidad y astucia, dio harto que hacer á Teodorico para que pensara en vengar á su hija; de que tuvo origen aquella guerra que terminó tan gloriosamente para los visigodos en los campos cataláunicos. No fué menos hábil y afortunado para sujetar á los naturales, que pugnaban por cobrar su independencia; presos unos, muertos otros, con dádivas éstos, aquéllos con rigores, logró general obediencia. Sin embargo, no hay datos para creer que aquellas tribus y régulos de Mauritania, que no pudo rendir el poder romano, fueran dominados por Genserico; antes parece que la dominación de éste no pasó, como la del imperio, de las costas y de algunos lugares importantes.

Cuarenta años después de su entrada en África murió Genserico. Príncipe verdaderamente grande, aunque bárbaro, y capaz de mayores empresas si mandara ejércitos tan numerosos como pedían los tiempos, porque á la verdad, los vándalos eran de las naciones más débiles que vinieron sobre el imperio. Hay en todos sus hechos cierta grandeza que espanta al historiador y le obliga á apartar los ojos de sus faltas. Ni Atila ni Alarico le excedieron en calidad de conquistador y de rey; antes bien, supo vencer al primero en astucia, con tener tanta, y al segundo en audacia y constancia, con ser extremado en una y otra. No fué culpa suya si la monarquía que fundó en África no llegó á consolidarse como las de los godos y francos. Los amazirgas y bereberes que poblaban aquellas tierras diferían sobradamente de los guerreros septentrionales para que pudieran confundirse con ellos, y por otra parte, era mucho el amor á la independencia que muchos de ellos gozaban, y otros disputaban constantemente, para que entrasen gustosos en la nueva monarquía. Otra era la situación de España y de las Galias, completamente dominadas por los romanos, acostumbradas á la obediencia y con mayor proporción y comodidad en sus climas para las tribus septentrionales que las ocuparon. Genserico llamó antes de morir á sus hijos, y para estorbar que el deseo del mando encendiera en ellos discordias, dispuso que se heredaran unos á otros y de mayor á menor. Por extraña que parezca esta manera de sucesión, ello es que el imperio de los vándalos se libertó con él de guerras civiles por algún tiempo. Á Genserico sucedió Hunnerico, á éste Gundamundo ó Gundarbando, y luego Trasamundo. Las historias nos pintan á estos reyes solamente ocupados en apagar las insurrecciones que encendía el deseo de independencia en los naturales, y en perseguir, como arríanos que eran, á los católicos. Tras ellos vino Hilderico, hijo de Hunnerico, que fué harto inferior á sus antecesores. Gelimer, su primo, capitán esforzado, sin cuidarse de lo mandado por el abuelo, se levantó contra él y le dio muerte, apoderándose del trono. Andaba el poder romano un tanto pujante aquellos días por el valor y fortuna de Belisario, al cual, oída la traición de Gelimer, mandó el emperador Justiniano que fuese á castigarla. De cierto debe contarse este castigo como pretexto del romano para ejecutar una empresa que acaso muy de antemano meditaba. Belisario desembarcó en África, derrotó á Gelimer, y cargado de cadenas, lo llevó á Constantinopla, donde murió de remordimiento y por no poder sufrir la vida particular á que quedó reducido. Cubrióse de gloria en esta conquista el general bizantino, que bien puede ser reputado como el último de su nación. Ni el imperio logró más prosperidades los años adelante; aquello fué un relámpago que alumbró, tronando, sus escombros. El espectáculo de la persecución que padeció más tarde Belisario por aquella patria ingrata, después de tantos servicios y victorias, es ciertamente de los más tristes y odiosos que presenta la historia. Nada había adelantado el imperio con cambiar de metrópoli; desapareció la autoridad del nombre, y quedó la vileza de los últimos días de Roma. Constantinopla, si no fué heredera de tanta gloria, lo fué de los mismos escándalos y crímenes.

Terminado en tanto en África el poderío y dominación de los reyes vándalos, herederos de Genserico, que duró cerca de cien años, la Mauritania Tingitana volvió á entrar en el imperio con las provincias limítrofes que antes, como ella, obedecían á los vándalos.

Mas no faltaron guerras en los años sucesivos. Un soldado de miserable condición, llamado Stozas, se alzó contra Salomón, que mandaba en África por Justiniano, y usurpó el poder supremo. Salomón tuvo que huir, y entretanto aquel rebelde hacía matar á los principales capitanes y caballeros romanos, y devastaba el territorio. Á punto llegaron las cosas que Belisario hubo de tornar con ejército formado para vencer á los rebeldes; consiguiólo, efectivamente, mas no por eso mejoraron las cosas[2]. Días adelante dejó la vida Salomón en manos de los mauritanos, levantados de nuevo en rebeldía. Sobrevenida discordia entre ellos, Stozas y otro de los caudillos, llamado el conde Juan, en quien antes confiara mucho Belisario, se encuentran en singular combate, y ambos quedan en el campo; otro Juan, llamado Stozas el joven, usurpó en seguida la autoridad y gobierno con ayuda de Gunthar, general romano, aunque manifiestamente de origen bárbaro, y un cierto Artaban, arsacida de origen, dio muerte á éste en un festín, y al usurpador Juan lo envió á Constantinopla, donde murió en vil suplicio.

Entonces vino á mandar en África el patricio Juan, apellidado Troglita, en quien depositaban los emperadores gran confianza. Logró al principio este capitán grandes efectos, porque introduciendo la discordia entre los moros, logró que unos le ayudasen á sujetar á los otros; castigó con pena de muerte en un solo día á diez y siete prefectos, y así, con el rigor y las artes de la política, consiguió poner en paz el territorio. Ignórase si tales servicios los hizo más por interés propio que no en beneficio del imperio, porque á la verdad, no mucho tiempo después, quiso levantarse en aquellas partes por soberano, y sólo debió la vida á la piedad del emperador, después de descubierto su propósito. Pero los años adelante se conservó la paz, y como por aquel mismo tiempo sucedió que los romanos recuperasen, por tratos con los godos, algunas plazas marítimas del Mediodía de España, regían en ellas, lo mismo que en las fronterizas de la Mauritania, los gobernadores imperiales de África.

Así continuaron las cosas por muchos años, hasta que Sisebuto y Suintila arrojaron de las plazas marítimas que poseían del lado acá del estrecho á los romanos, ó más bien greco-bizantinos, puesto que dependían del imperio de Oriente. Ocurrióseles al punto pasar al litoral de África y ganar también las plazas sujetas á aquel dominio, para completar su conquista; y aunque se ignora el tiempo en que lo ejecutaron, las hazañas que hicieron y el espacio que señorearon, ello es seguro que los príncipes españoles ganaron y poseyeron muchas plazas y tierras importantes en la costa mauritana, contándose entre ellas Tánger y Ceuta. Hay otras muy principales que se cuentan como de fundación hispano-goda.

Triste era en tanto la situación de aquellos desdichados gobernadores del imperio, puestos entre los ataques de los reyes de España, las insurrecciones de los naturales, siempre deseosos de sacudir el yugo, y lo que es más todavía, la violencia de las irrupciones con que ya los árabes amenazaban apoderarse de toda el África, como se habían apoderado de las regiones más florecientes del Asia. En este punto más que falta de noticias se siente tanta contrariedad y confusión, que es imposible determinar fijamente la mayor parte de los hechos. Luis del Mármol, laboriosísimo investigador de estas cosas, dice[3] que á mediados del siglo vii, mandando en África por los romanos Gregorio, patricio, los godos, con ayuda de los africanos, llegaron á apoderarse de mucha parte de Berbería. Mientras esto pasaba por una parte, entraron los árabes por el desierto de Barca con ochenta mil combatientes, y vencieron á Gregorio junto á Caruam (ó mejor Cairowan). Muchos árabes volvieron á su patria después de esta conquista, pero otros se establecieron en tierra de Túnez, mandándoles el califa que no atacaran los lugares marítimos, ocupados por los romanos, porque había tratos entre él y el emperador Constantino II, que le obligaban á la paz. Gregorio volvió con armada al cabo de algún tiempo, y recuperó á Cartago, pero fué obligado á abandonarla de nuevo. Al fin, después de muchas vicisitudes y conquistas, ocuparon los árabes toda el África greco-bizantina, «hasta llegar, dice Mármol, á la ciudad de Constantina y hasta las Mauritanias, donde pusieron la frontera contra los godos, que poseían los lugares marítimos de la costa Occidental y algunas ciudades y provincias de la tierra adentro»[4].






  1. Este retrato y la mayor parte de los hechos que siguen están tomados en Jornandes: De Getarum sive Gothorum origine et rebus gestis.
  2. De estos sucesos trata menudamente Procopio en la Guerra de Justiniano contra los vándalos, uno de sus más curiosos libros.
  3. Véase la Descripción de África.
  4. Véase la Descripción de África.