Ana Karenina VII/Capítulo XXX

Capítulo XXX

«Otra vez estoy en la calle. De nuevo lo comprendo todo», se dijo Ana en el momento en que se puso en marcha el carruaje. Y mientras el coche rodaba, con suave balanceo y fuerte trepidación, saltando sobre los guijarros del empedrado, mil pensamientos iban pasando por su mente. «¿Qué es lo último en que pensé antes? ¡Ah, sí! Tiutkin–Coiffeur. No, no es eso. ¡Ah, sí!, lo que decía Jachvin: "la lucha por la existencia y el odio son lo único que mueve a los hombres". Vosotros hacéis mal en ir allí», se dirigía mentalmente a varios hombres que iban en un coche tirado por cuatro caballos, dirigiéndose a las afueras, con ánimo bien visible de divertirse. «Tampoco el perro que lleváis va a serviros de nada. No podréis huir de vosotros mismos.»

Luego, dirigiendo su mirada a un punto al que, volviendo su cabeza, miraba fijamente Pedro, Ana vio a un obrero que, completamente ebrio, con la cabeza bamboleándosele, era llevado por un guardia en un coche de alquiler.

«Este hombre es más feliz», pensó Ana. «El conde Vronsky y yo hemos buscado también el placer, pero nuestra dicha no ha sido la que esperábamos.»

Y Ana examinó por primera vez a esta clara luz con que ahora lo veía todo, sus relaciones con Vronsky, sobre las cuales había procurado no pensar. «¿Qué buscaba él en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su amor propio.» Recordó las palabras de Vronsky, la expresión de perro sumiso que había en su rostro en los primeros tiempos de su amor, y la firme, resuelta,imperiosa y triunfante expresión de después. «Tal vez hubiera amor, pero más que nada había orgullo y vanidad. Ahora, ha terminado. Ya no tiene de qué vanagloriarse, sino de qué avergonzarse. Tomó de mí todo lo que quiso y ahora no me necesita. Ahora le soy un estorbo, aunque procura no mostrarse desatento conmigo. Ayer se le escapó la confesión de que quiere el divorcio y casarse conmigo para quemar sus naves. Me quiere, sí; pero, ¿cómo me quiere? The rest is gone ... Lo único que quiere es despertar la admiración del mundo. ¡Y está tan satisfecho de sí mismo», pensó mientras miraba a un empleado de comercio que iba montado en un caballo de carreras. «Sí: ya no tengo para él ningún atractivo. Si me marcho, en el fondo de su alma se alegrará. Esto no es una suposición mía: lo veo con claridad, gracias a esta luz bienhechora que me descubre el verdadero sentido de la vida y de las relaciones humanas.

»Mi amor se vuelve por momentos más apasionado y más orgulloso mientras que el suyo está apagándose; y así nos alejamos el uno del otro; y nada podemos hacer para cambiar esta situación. Para mí, él lo es todo y exijo que se me entregue completamente, en cambio él tiende más y más a alejarse de mí. Antes de nuestras relaciones íbamos uno al encuentro del otro y ahora nos dirijimos irresistiblemente por caminos opuestos. Y es imposible que cambiemos. Él me dice, y yo misma me lo he dicho, que estoy tontamente celosa. No es verdad: no estoy celosa: estoy descontenta. Pero ...»

Agitada por un pensamiento que brotó de súbito en su cerebro, cambió de sitio en el coche y quedó extasiada, con la vista en un punto indefinido, y la boca abierta como si fuera a hablar. « Si pudiese ser algo más que una amante apasionada que busca sólo sus caricias. Pero no Puedo ni quiero ser otra cosa. Y así solo despierto en él desagrado, mientras su frialdad me llena a mí de ira. Es una cosa fatal y no puede ser de otro modo. ¿Es que si tuviera el convencimiento de que no me engaña, que no tiene proyecto alguno con respecto a Sorokina, que no está enamorado de Kitty, ni me hará traición, me sentiría feliz? Lo cierto es que él no me ama; lo demás, ¿qué me puede importar? Es verdad que también sin quererme, podría mostrarse amable y dulce conmigo, impulsado por el sentimiento del deber. Y esto sería mil veces peor que el odio: esto sería el infierno. ¡Y precisamente lo que hay ahora es esto! Ya hace tiempo que no me ama. Y donde ternina el amor empieza el odio.

»No conozco estas calles tan pinas... casas... más casas. Y en las casas tanta gente... Hay un sinfín de gente y todos se odian los unos a los otros.

» ¡Bueno, imaginaré lo que necesito para ser feliz... Bien... Recibo el divorcio de Alexey Alejandrovich. Me dan a Sergio y me caso con Vronsky...»

Y al recordar a Alexey Alejandrovich, Ana se lo imaginó con extraordinaria precision, como si lo tuviera ante ella con sus ojos dóciles, apagados, sin vida; con las venas azules transparentándose en sus blancas manos; con las peculiares entonaciones de su voz; con los dedos de las manos cruzados y haciéndolos crujir; y la idea de sus relaciones, calificadas también de amor, la hizo estremecer con un sentimiento de repugnancia.

«Bien: obtendré el divorcio y seré la mujer de Vronsky. ¿Acaso Kitty dejará entonces de mirarme como me ha mirado hoy? No... ¿Y Sergio dejará de preguntar por mi vida y por qué tengo dos maridos? Y entre Vronsky y yo, ¿qué nuevo sentimiento va a brotar? ¿Será posible una nueva sensación que, si no nos hace felices, consiga al menos que no nos sintamos desgraciados? ¡No, no, y no! », se contestó sin vacilar.

«¡Esto es imposible! El abismo que nos separa es demasiado profundo. Yo causo su desgracia y él la mía. Se han hecho todas las tentativas, pero la máquina se ha estropeado.

»Allí, esa mendiga, con el niño en los brazos, imagina que le tengo lástima. ¿No estamos todos en este mundo sólo para odiarnos los unos a los otros, atormentamos nosotros mismos y hacer sufrir a los demás? Ahí van esos colegiales. Ríen. Y Sergio, ¿qué hará? También pensé que le quería. Sentía ternura por él. Y, sin embargo, he podido vivir sin verle. Lo he cambiado por otro amor y no me he quejado del cambio mientras este otro amor me daba satisfacción.»

Y aquello que llamaba «otro amor» se le apareció entonces bajo un aspecto repugnante. No obstante, la claridad con que veía ahora su propia vida y la de todos los demás, la llenaba de un extraño placer.

«Así somos todos: yo, Pedro y el cochero Teodoro y ese comerciante y la gente que vive en las riberas del Volga.

»¿Adónde invitan a ir esos carteles? A todas partes, ¿no?», se dijo, cuando llegaba ya a la estación de Nijni –un edificio bajo a insignificante– y unos mozos se apresuraban hacia ella, para llevar el equipaje.

–¿Quiere la señora tomar el billete hasta Obiralovka ? –preguntó Pedro.

Había olvidado por completo a dónde se dirigía y para que iba a aquel lugar, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para comprender la pregunta de su criado.

–Sí –le dijo al fin entregándole el monedero con el dinero. Y cogiendo su saquito rosa de viaje, bajó del coche.

Ana se dirigió, entre la gente, a la sala de espera de primera clase.

Poco a poco volvió a recordar todos los detalles de su situación y se puso a pensar otra vez en las decisiones que podía elegir.

Y de nuevo, ya la esperanza, ya la desesperación, avivaron el dolor de su corazón, que palpitaba con violencia.

Sentada en el diván con forma de estrella, esperaba el tren, mirando a los que entraban y salían de aquel local. Y todos despertaban en ella una invencible repugnancia.

Ana se dijo que al llegar a la estación mandaría una carta a Vronsky y se puso a pensar en lo que le escribiría.

Luego decidió que se presentaría de improviso en casa de la Condesa.

«Él estaría en aquel momento con su madre, se decía, lamentándose de su situación sin comprender los sufrimientos de ella; entonces ella, Ana, entraría en la habitación, y... ¿Qué le dirían?»

Y Ana pensó que tal vez pudiera todavía ser feliz.

«¡Cuán terrible –se dijo–, es amar y odiar a un mismo tiempo! ¡Con qué violencia me palpita el corazón!»