Ana Karenina VII/Capítulo XXIX
Capítulo XXIX
Ana se sentó en el coche, en peor estado de ánimo que cuando había salido de su casa. A sus sufrimientos de antes se había añadido el sentimiento de humillación que le había producido su encuentro con Kitty.
–¿Adónde ordena la señora que la lleve? ¿A casa? –le preguntó Pedro.
–Sí, a casa ––dijo Ana sin pensarlo.
«¡Cómo me miraban! Les debí de parecer un ser extraño, curioso, incomprensible. ¿De qué puede hablar ese hombre a aquel otro con tanto entusiasmo?», pensó mirando a dos hombres que pasaban. «¿Es que es posible contar a otro lo que se está sintiendo?»
« Quería contar a Dolly todo lo sucedido, pero he hecho muy bien en no decirle nada. ¡Qué contenta se habría puesto con mi desgracia! Lo habría ocultado, pero el principal sentimiento habría sido de alegría, porque yo estoy purgando ahora los placeres por los cuales me envidiaba. Kitty se habría alegrado más aún.
¡Qué bien la veo ahora! La veo como si fuera transparente. Sabe que me mostré amable con su marido, y tiene celos de mí y me odia. Además, me desprecia. A sus ojos, soy una mujer inmoral. Si lo fuera habría intentado enamorar a su marido. Lo habría intentado», dijo. «¡Pero, si lo intenté! Y ese hombre, ¡qué satisfecho está de sí mismo!», pensó, mirando a un señor que iba en un coche en dirección opuesta a la suya, gordo, colorado, con aire bien visible de satisfacción. «Se habrá confundido», se dijo aún, viéndole que la saludaba quitándose su brillante chistera, y levantándola por encima de su también reluciente calva. «El pobre hombre habrá pensado que me conocía. Tan poco como él me conocen otros muchos, incluso algunos que me tratan. Ni yo misma me conozco. No conozco sino mes appétits, como dicen los franceses. Toma, al menos ésos saben bien lo que quieren», se dijo viendo a dos chiquillos que acababan de parar a un vendedor de helados. Éste bajó la heladora que traía sobre la cabeza y, enjugándose el rostro sudoroso con la punta de la servilleta, sacaba unas porciones sucias de su mercancía. «Todos queremos algo dulce, sabroso. Si no hay bombones, nos conformarnos con un mal helado. También Kitty lo ha hecho así: no ha podido tener a Vronsky, tiene a Levin. Aparte de esto me envidia; me envidia y me odia. Todos nos odiamos los unos a los otros. Yo odio a Kitty y ella me odia a mí. Ésta es la verdad. «Tiutkin–Coiffeur... (leyó en un rótulo). Je me fais coiffer pour Tiutkin . Cuando vuelva», pensó, «le haré reír con esta necedad», y sonrió. Pero en aquel instante recordó que no tenía a nadie a quien hacer reír, nadie con quien bromear. «Además no hay nada alegre ni ridículo», siguió pensando. «Ahora tocan las campanas a vísperas.
Y este comerciante está persignándose con tanto cuidado como si fuera a perder algo. ¿Para qué sirven todas estas iglesias, estas campanadas, estas mentiras? Sólo para ocultar que todos nosotros no s odiamos los unos a los otros. Igual que esos cocheros de punto, que están peleándose con tanta ira. Jachvin dice que el que juega con él quiere dejarle sin camisa y él quiere dejarle sin ella al otro. ¡Ésta es la única verdad!»
Arrebatada por estos pensamientos hasta el punto de olvidarse de su situación, apenas se dio cuenta de que había llegado y de que el coche se detenía a la entrada de su casa.
Al ver al portero, que vino a su encuentro, Ana recordó que había enviado una carta y un telegrama a Vronsky. –¿Hay contestación al telegrama? –preguntó. –Ahora lo miraré ––dijo el portero. Y después de rebuscar en su mesa, de uno de los cajones sacó un sobre cuadrado que contenía un telegrama y se lo dio a Ana. Ésta lo abrió con mano temblorosa y leyó:
No puedo ir antes de las diez. –Vronsky.
–Y ese Mijailo, al que mandé con una carta, ¿no ha vuelto todavía?
–No, señora ––contestó el portero.
–¡Ah! Si es así, ya sé lo que tengo que hacer –dijo Ana sintiendo que su espíritu se llenaba de una ira inmensa y de un deseo ardiente de venganza. «Yo misma iré a encontrarle donde está, y antes de irme para siempre se lo diré todo. Nunca he odiado a nadie como a este hombre», pensaba, mientras corría hacia su habitación.
Al ver el sombrero de su amado en el perchero del recibidor, Ana se estremeció de aversión. No se daba cuenta de que el telegrama de Vronsky era la respuesta al suyo, y que él no había podido aún recibir su carta. Ahora se le imaginaba hablando tranquilamente con su madre y con la Sorokina, que gozarían desde allí con sus sufrimientos.
«¡Sí: debo ir en seguida!», se dijo. No sabía concretamente a dónde tenía que ir; sólo comprendía que quería huir de los sentimientos que experimentaba en aquella casa. Los criados, las paredes, todo despertaba en ella una profunda aversión.
Sentía en la cabeza una gran pesadez.
«Sí, debo ir a la estación del ferrocarril y, si no está, seguir hasta la casa y sorprenderle», miró en un periódico el horario de los trenes. Por la noche pasaba un tren a las ocho y dos minutos. «Sí, tendré tiempo», pensó.
Mandó enganchar caballos de refresco y se ocupó de poner en su saco de viaje los objetos indispensables para una ausencia de algunos días. Sabía que allí no volvería más. Entre los mil confusos proyectos que desfilaban por su mente, decidió vagamente que, después de la escena que pudiera tener con la Condesa a su llegada, seguiría su viaje por ferrocarril hasta Nijgorod y se detendría en el primer pueblo.
La comida estaba ya preparada.
Ana se acercó a la mesa, miró el pan y el queso; pero el sólo olor de las viandas le daba náuseas y decidió no comer.
Ordenó que le prepararan el coche y salió.
La casa proyectaba ya una gran sombra que atravesaba toda la calle. Era un atardecer claro y brillaba todavía el sol.
Anuchka, que le llevó el equipaje hasta el coche, Pedro, que lo colocó dentro del carruaje, y el cochero, que expresaba descontento, todos le alteraban los nervios, despertaban su irritación con sus palabras y sus ademanes.
–No lo necesito, Pedro.
–¿Y quién le va a comprar el billete?
–Bueno; haz lo que quieras... Todo me da igual.
Pedro subió al pescante de un salto y, con la mano apoyada en la cintura, ordenó al cochero ir a la estación.