Ana Karenina VI/Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

–Por esto es aún más necesario normalizar tu situación si es posible –insistió Dolly.

–Sí... Sí es posible... –dijo Ana en un tono completamente distinto, suave y tristemente.

–¿Es acaso imposible el divorcio? Me han dicho que tu marido consiente.

–Dolly, no quiero hablar de esto.

–Bien, no hablemos –se apresuró a decir Daria Alejandrovna, al ver la expresión de sufrimiento del rostro de Ana–. Veo –añadió– que tomas las cosas demasiado sombríamente.

–¿Yo? Nada de eso. Estoy muy alegre... muy contenta... Ya lo has visto. Je fais même des passions. Veselovsky.

–Sí. Y, si he de decirte la verdad, no me gusta el tono de ese hombre –dijo Daria Alejandrovna, queriendo cambiar de conversación.–¡ Bah! Nada. Esto hace cosquillas a Alexey y nada más... Él es un chiquillo y le tengo absolutamente en mis manos. ¿Sabes? Hago de él lo que quiero. Es igual que tu Gricha...

De repente, Ana volvió al tema del divorcio:

–¡Dolly! Dices que me tomo las cosas demasiado sombríamente... No puedes comprender.. Es demasiado terrible... Lo que hago es esforzarme en no ver nada.

–Pues a mí me parece que es preciso mirar. Hay que hacer todo lo que sea posible.

–Pero, ¿qué es posible?... Nada... Dices «debes casarte con Alexey» y que yo no pienso en esto. ¡Que yo no pienso en esto! –repitió Ana. La emoción coloreó sus mejillas. Se levantó, enderezó el busto, suspiró profundamente y se puso a pasear por la habitación, deteniéndose de cuando en cuando.

–¿Qué yo no pienso? No hay ni un día ni una hora que no piense en ello. Y me irrito contra mí misma al pensarlo, porque estos pensamientos pueden volverme loca. ¡Volverme local –repitió Ana exaltadamente–. Cuando lo pienso, ya no puedo dormir sin morfina... Pero está bien: hablemos de ello con la mayor tranquilidad posible. Me dicen «el divorcio». Primero, él no accederá. «El» está ahora bajo la influencia de la condesa Lidia Ivanovna.

Recostada sobre el respaldo de la silla, Daria Alejandrovna seguía, volviendo la cabeza y con la mirada, los movimientos de Ana con ojos llenos de comprensión.

–Hay que probar –––dijo con voz débil.

–Supongamos que hemos probado –siguió Ana–. ¿Qué significa esto? –––dijo, repitiendo una idea sobre la cual había, evidentemente, meditado mil veces y que se sabía de memoria–. Esto significa que yo, aunque le odio, reconozco, no obstante, mi culpa, que le considero un hombre generoso y debo rebajarme para escribirle... Supongamos que, haciendo un esfuerzo, me decido a hacerlo. O bien recibiré una contestación humillante o su consentimiento... Pues bien, he recibido su consentimiento...

Ana estaba en este momento en el rincón más lejano de la habitación y se había detenido allí jugando distraídamente con la cortina.

–Hemos supuesto que recibo el consentimiento. ¿Y mi hijo? No me lo darán. Y crecerá, despreciándome, en la casa de su padre, al cual he abandonado. ¿Comprendes que quiero a dos seres, a Sergio y a Alexey igualmente, más que a mí misma?

Ana volvió al centro de la habitación y se paró ante Dolly, oprimiéndose el pecho con las manos. Dentro del blanco salto de cama su figura resaltaba particularmente alta y ancha. Bajó la cabeza y, con los ojos brillantes de lágrimas, miraba de arriba abajo la figura pequeña, delgadita, miserable de Dolly, que se encontraba ante ella con su blusita escocesa y su cofia de dormir, temblorosa toda de emoción.

–Amo sólo a estos dos seres –siguió– y uno de ellos excluye al otro. No puedo unirlos, y esto es lo único que necesito. Y si no lo tengo, todo me da igual. Todo, todo, me da igual... Se terminará de uno a otro modo, pero de esto no quiero ni hablar. Así que no me reproches nada, no me critiques. Con tu pureza no puedes comprender lo que sufro...

Ana se acercó a Dolly, se sentó a su lado, y, mirándola con ojos que expresaban un hondo sufrimiento, un inmenso pesar por su culpa, tomó la mano de su cuñada.

–¿Qué piensas? ¿Qué piensas de mí? No me desprecies... No merezco desprecio... Soy muy desgraciada.

Si hay en el mundo un ser desgraciado, ése soy yo –dijo, y, volviendo el rostro, lloró amargamente.

Cuando Dolly se quedó sola, rezó sus oraciones y se metió en la cama.

Mientras había oído hablar a Ana, la había compadecido con toda su alma; pero ahora le era imposible pensar en ella: los recuerdos de su casa, de sus hijos, se presentaron en su imaginación con un nuevo encanto, con una luz nueva y radiante.

Aquel mundo suyo le pareció ahora tan querido, que se propuso no pasar por nada fuera de él ni un día más, y decidió partir al siguiente, sin falta.

Mientras tanto, Ana había vuelto a su habitación, cogió una copita, vertió en ella algunas gotas de una medicina cuya parte principal era morfina y, habiéndola bebido, se sentó y permaneció así inmóvil algún tiempo, y se dirigió a la cama con el ánimo calmado y alegre.

Cuando entró en el dormitorio, Vronsky la miró atentamente, buscando en su rostro las huellas de la larga conversación que suponía había tenido con Dolly. Pero en la expresión del rostro de Ana, que ocultaba su emoción, no encontró nada fuera de su belleza que, aunque acostumbrada, ofrecía siempre un nuevo atractivo para él. Fuese simplemente por quedar admirado, absorto, ante la belleza de su amada o porque ésta despertara en él deseos que absorbieron sus pensamientos, Vronsky nada preguntó. Esperó a que ella misma le hablara.

Pero Ana se limitó a decir:

–Estoy muy contenta de que te haya agradado Dolly... ¿No es verdad?

–La conozco desde hace mucho tiempo. Parece que es muy buena, mais excessivement terre–à–terre . De todos modos, me place mucho que haya venido.

Tomó la mano de Ana y le miró interrogativamente a los ojos.

Ana, interpretando en otro sentido esta mirada, le sonrió.

A la mañana siguiente, no obstante los ruegos de los dueños de la casa, Daria Alejandrovna partió.

Con su caftán ya viejo, su gorra parecida a las de los cocheros de alquiler, sobre los desaparejados caballos enganchados al landolé de aletas remendadas, con aire sombrío, llegó Filip de mañana, a la entrada, cubierta de arena, de la casa de los Vronsky.

La despedida de la princesa Bárbara y los hombres resultó a Daria Alejandrovna desagradable.

Después de haber pasado juntos un día, tanto ella como ellos sentían claramente que no se comprendían, no congeniaban, y que lo mejor para unos y otros era mantenerse alejados.

Sólo Ana estaba triste.

Sabía que ahora, tras la marcha de Dolly, nunca más iban a despertar en su alma, la emoción, la alegría que había despertado en ella la llegada de aquella amiga. Había sido doloroso, remover ciertos sentimientos, pero, de todos modos, Ana sabía que éstos eran la mejor parte de su alma y que rápidamente se cubriría con los sufrimientos, el pesar, la tristeza, de aquella vida de lucha que llevaba.

Al salir al campo, Daria Alejandrovna experimentó en su alma una agradable sensación de alivio. Sentía deseos de preguntar si les había gustado la estancia en la casa de Vronsky, cuando, de repente, el cochero Filip, dijo, hablando el primero:

–Son ricos, pero sólo nos dieron tres medidas de avena... Los caballos se la habían comido ya antes de que despertaran los gallos. ¡Claro! Con tres medidas no hay para nada... Hoy día, la avena la venden los guardas por cuarenta y cinco copecks solamente. En nuestra casa, a los que vienen de fuera les damos tanta avena cuanta quieren comer los caballos...

–Es un señor muy avaro –comentó el encargado.

–¿Y sus caballos, te gustaron? –preguntó Dolly.

–Los caballos, a decir verdad, son buenos... Y la comida no es mala... Pero, no sé por qué, me pareció todo muy triste, Daria Alejandrovna... No sé cómo le habrá parecido a usted... –dijo, volviendo a aquélla su rostro bonachón.

–A mí también... ¿Qué, llegaremos para la noche?... Tenemos que llegar.

Al entrar en casa y habiendo encontrado a todos completamente bien y particularmente afectuosos y alegres, Daria Alejandrovna, con gran animación, contó todo su viaje: lo bien que la habían recibido; el lujo y buen gusto de la vida de los Vronsky; sus diversiones... Y no dejó que hiciera nadie la menor observación contra ellos.

–Hay que conocer a Ana y a Vronsky. Ahora les he conocido bien y sé cuán amables y buenos son –decía Dolly, sinceramente, olvidando aquel sentimiento indefinido de disgusto y malestar que había experimentado cuando estaba allí.