Ana Karenina VI/Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

Iba ya a meterse en la cama, cuando entró Ana, en camisón.

Durante el día, en varias ocasiones, había intentado hablar con Dolly de sus cosas íntimas, sobre las cuales quería su opinión, y cada vez, después de pocas palabras, se había interrumpido. «Luego, cuando nos quedemos solas, hablaremos... ¡Tenemos que decimos tantas cosas!»

Ahora se hallaban solas y Ana no sabía de qué hablar. Estaba sentada cerca de la ventana, mirando a Dolly, y repasaba mentalmente aquellas reservas de conversaciones cordiales, íntimas, que antes le habían parecido inagotables, y no encontraba nada. En este momento le parecía que todo lo que tenían que hablar se lo habían ya dicho.

–¿Y cómo está Kitty? –preguntó, por fin, tras un suspiro profundo y mirando a Dolly con aire culpable.

Y en seguida, precipitadamente, reflejando una gran ansiedad, añadió:

–Dime la verdad. ¿No está enfadada conmigo?

–¿Enfadada? No –contestó Daria Alejandrovna.

–No está enfadada, pero me desprecia.

–¡Oh, no! Pero ya sabes que en estos casos no se perdona.

–Sí, sí –suspiró Ana volviendo el rostro y mirando a la ventana–. Pero no es mía la culpa –siguió–. ¿Y quién tiene la culpa? ¿Qué significa tener la culpa? ¿Cómo podía pasar de otro modo?... Pues, ¿qué piensas? Por ejemplo, ¿acaso podía ocurrir que tú no hubieses sido la mujer de Stiva?

–De verdad, no lo sé... Pero dime...

–Sí, sí. No hemos acabado de hablar de Kitty. ¿Es feliz? Dicen que él es un hombre excelente.

–¡Oh! Es poco decir «es un hombre excelente»: no conozco un hombre mejor que él.

–¡Ah! ¡Cuánto me alegra lo que dices! No sabes lo que me satisface, Dolly. «Es poco decir que es un hombre excelente» –repitió.

Dolly sonrió.

–Pero hablemos de ti ––dijo–. Has de tener como castigo una larga y quizá enojosa conversación conmigo. He hablado con... con...

Dolly no sabía cómo nombrar a Vronsky, porque tan desagradable le era llamarle Conde como Alexey Kirilovich llanamente.

–Con Alexey –le apuntó Ana–. Ya sé que habéis hablado. Pero yo quisiera preguntarte qué te parece mi vida.

–¿Cómo podré decirlo así, de una vez? No sé...

–No, dímelo, a pesar de todo... Ya ves mi vida. Pero no olvides que nos ves viviendo durante el verano y no estamos solos. Nosotros llegarnos aquí cuando apenas comenzaba la primavera y vivimos solos, y solos volveremos a vivir, luego, porque no aspiro a nada mejor que esto. Pero imagínate que vivo sola, sin él, lo cual sucederá. Veo, por todos los indicios, que se va a repetir a menudo, que la mitad del tiempo se lo va a pasar fuera de casa –dijo Ana, levantándose y sentándose más cerca de su cuñada–. Naturalmente –siguió, interrumpiendo a Dolly que quiso replicarle–, naturalmente, yo no le retendré por la fuerza. Y no le retengo. ¿Que hay carreras en las cuales toman parte sus caballos ...? Pues tendrá que asistir. Ello me satisface, pero pienso en mí... Pienso en mí, en mi situación... Pero, ¿por qué te hablo de todo esto? –y, sonriendo, le preguntó––: ¿De qué te habló, pues, Alexey?

–Me habló de lo mismo que yo quería hablarte y por esto me es fácil ser su abogado. De si hay alguna posibilidad, de si es posible... –Daria Alejandrovna se paró buscando las palabras– de si cabe arreglar mejor tu situación... Ya sabes cómo considero las cosas... Pero de todos modos, si es posible, hay que casarse...

–Es decir, ¿el divorcio? –dijo Ana–. ¿Sabes que la única mujer que vino a verme en San Petersburgo fue Betsy Tverskaya? ¿La conoces? Au fond c'est la femme la plus dépravée qui existe . Estaba en relaciones con Tuschkevich, más que nada por placer de engaitar a su marido. Y ella me dijo que no volvería a verme más hasta que mi situación estuviera regularizada. ¡Ella me dijo eso! No pienses que te comparo. Te conozco, querida Dolly. Pero, involuntariamente, he recordado... Entonces, ¿qué te ha dicho Alexey? –insistió.

–Ha dicho que sufre por ti y por él... Puede ser que digas que esto es egoísmo, pero ¡es un egoísmo tan legítimo, tan noble! Antes que nada, quiere legalizar a su hija y ser tu marido, tener sus derechos sobre ti.

–¿Qué esposa puede ser esclava hasta el grado en que lo soy yo por mi situación? –le interrumpió Ana sombríamente.

–Y lo que quiere sobre todo es que tú dejes de sufrir.

–Esto es imposible... ¿Y qué más?

–Pues lo más legitimo: quiere que vuestros hijos lleven su nombre.

–¿Qué hijos? ––dijo Ana, sin mirar a Dolly y frunciendo los ojos.

–Anny y los que vengan.

–Por lo que se refiere a lo último, puede estar tranquilo: no tendré más hijos.

–¿Cómo lo puedes decir?

–No tendré hijos porque no quiero.

A pesar de su agitación, Ana no pudo menos de sonreír al ver las expresiones ingenuas de sorpresa, interés y espanto que se dibujaron sucesivamente en el rostro de Dolly.

–El doctor me dijo, después de mi enfermedad...

–¡No puede ser! ––exclamó Dolly con los ojos desmesuradamente abiertos.

Para ella, aquél era uno de esos descubrimientos cuyos efectos y consecuencias son tan enormes que en el primer momento nos dejan anonadados, sintiendo solamente que es imposible comprenderlos bien y que será preciso pensar en ellos detenidamente.

Este descubrimiento, que le explicaba de súbito lo que hasta entonces le había resultado incomprensible, cómo en muchas familias había sólo uno o dos niños, despertó en ella tantos pensamientos, ideas y sentimientos contrapuestos que, de momento, no pudo decir nada a Ana, y sí mirarla con sus grandes ojos abiertos enormemente, con una expresión de profunda extrañeza.

Era eso mismo lo que ella había deseado, pero ahora, al enterarse de cómo era posible, estaba horrorizada. Sentía que era una solución demasiado sencilla para una cuestión tan complicada.

–Nest–ce pas immoral ? –pudo decir, al fin, después de un largo silencio.

–¿Por qué? Piensa que tengo para escoger dos cosas: o estar embarazada, es decir, como enferma inútil, o ser la amiga, la compañera de mi marido –dijo Ana pronunciando las últimas palabras en tono intencionadamente superficial y ligero.

«Sí, está claro, está claro» , se decía Daria Alejandrovna.

Eran los mismos argumentos que ella se había hecho, pero ahora no encontraba en ellos ninguna persuasión.

–Para ti, para otras, puede haber dudas aún, pero para mí... –dijo Ana, adivinando los pensamientos de Dolly–. ¿No comprendes? No soy su esposa, me ama, sí, y me amará... mientras me ame. ¿Y cómo podré retener su amor? ¿Con esto? –y Ana adelantó sus blancos brazos ante su vientre.

Con la rapidez extraordinaria con que sucede en los momentos de emoción, los pensamientos y recuerdos pasaban en torbellino por la mente de Daria Alejandrovna.

«Yo» , pensaba, « no atraía a Stiva y, claro, se fue con otra, y asimismo, como aquella primera mujer con quien me traicionó no supo retenerle, y estar siempre hermosa y alegre, la dejó y tomó otra. ¿Y es posible que Ana pueda atraer y retener con esto al conde Vronsky? Desde luego, si él busca esto, encontrará maneras y vestidos más atractivos y alegres; y por blancos, por magníficos que sean sus brazos desnudos, por hermoso que sea su cuerpo, su rostro animado bajo la negra cabellera, él encontrará siempre algo mejor, como lo busca y encuentra mi marido, mi repugnante, miserable y querido marido».

Dolly no contestó y suspiró profundamente.

Ana advirtió que suspiraba, y se afirmó en su idea de que Dolly, aun estando conforme con sus argumentos, no aprobaría su decisión.

–Dices que esto no está bien ––continuó, creyendo que lo que iba a exponer era tan firme que no admitía réplica alguna–. Hay que reflexionar, que pensar en mi situación. ¿Cómo puedo desear niños? No hablo de los sufrimientos, que no los temo. Pero pienso, «¿qué serán mis hijos?» . Unos desgraciados que llevarán un apellido ajeno. Por su estado ¡legal, serán puestos en trance de tener que avergonzarse de su madre, de su padre, y hasta de haber nacido...

–Pero precisamente por esto –insinuó Dolly– te es conveniente, necesario, el divorcio y vuestro casamiento.

Ana no la escuchaba: pensaba exponerle los mismos argumentos con que tantas veces había querido persuadirse a sí misma.

–¿Para qué me servirá la razón, si no la empleo en no traer desgraciados al mundo?

Miró a Dolly y, sin esperar contestación, continuó:

–Me sentiría siempre culpable ante estas criaturas desdichadas. Si no vienen al mundo no hay desventura, pero si naciesen y fuesen desgraciados, solamente yo sería la culpable.

También estos argumentos se los había hecho Dolly a sí misma; y, no obstante, ahora no los entendía.

«¿Cómo se puede ser culpable ante seres que no existen?», pensaba.

De repente, le acudió este pensamiento:

«¿Podría haber sido mejor en algún sentido, para mi querido Gricha, que no hubiese venido al mundo?»

Esto le pareció tan extraño, tan terrible, que sacudió su cabeza para disipar la confusión de sus pensamientos.

–No sé... No lo sé... Esto no está bien –sólo pudo decir Dolly, con expresión de repugnancia en su rostro.

–Sí... Pero no olvides lo principal: que ahora no me encuentro en la misma situación que tú. Para ti la cuestión es «si quieres todavía tener hijos», para mí es « si me está permitido tenerlos». Hay, pues, entre ambos casos, una gran diferencia. Yo, comprenderás, que en mi situación, no puedo desearlos.

Daria Alejandrovna no replicó. Comprendió de repente, que se encontraba ya tan alejada de Ana, que entre ellas existían cuestiones sobre las cuales no se pondrían nunca de acuerdo, que era mejor no hablar más.