Amalia/Sor Marta del Rosario
Sor Marta del Rosario
En un pequeño banco de piedra, en el centro de un bosque de naranjos de Tucumán, sentada estaba Sor Marta del Rosario, abadesa de las Capuchinas, y Sor María del Pilar; mientras otras monjas paseaban por el jardín cercano al muro del convento, que da a la calle del Tacuarí.
Sor María del Pilar leía con mucha atención un papel: y, concluida que fue su lectura, dijo a la madre abadesa:
-Está como de mano, Sor Marta.
-Dios nos ilumina, Sor María, cuando tenemos que cumplir su voluntad -contestó la madre abadesa-. Pero quiero que lo lea fuerte. Puede ser que se me haya olvidado alguna cosa.
Sor María volvió a desdoblar el papel y leyó:
Jesús Excelentísimo Señor. Demos gloria al Soberano Dios de los ejércitos cuyo brazo poderoso sostiene y vigoriza las huestes de Vuecelencia para que reporte tan repetidos triunfos: en nombre de este nuestro buen Dios y de la Santa Comunidad, doy a Vuecelencia mil enhorabuenas, y quedamos con nuevo empeño rogando a nuestro Señor dé a Vuecelencia la investidura de sus soberanos atributos de bondad, equidad y misericordia, para consuelo de este pueblo que tanto lo ama, y para que la gloria de Vuecelencia sea eterna en compañía de los Santos y del mismo Dios. Deseo que Vuecelencia disfrute perfecta salud, y tan abrasado en su divino amor, como se lo suplica de continuo esta su más humilde y afectísima hija en este monasterio de Nuestra Señora del Pilar y Pobres Capuchinas, en Buenos Aires, a 31 de julio de 1840. Sor marta del Rosario, Indigna Abadesa(6) .
-No creo que falte nada -dijo Sor María después de concluida la lectura.
-Lo he pesado y consultado con mi conciencia por muchos días -contestó la madre abadesa.
-¿Y cree Su Reverencia que toda la comunidad piense del mismo modo?
-La comunidad debe pensar como su abadesa; porque de lo contrario, no sólo sería faltarme al respeto, sino una ingratitud, una herejía el desconocer los servicios que debemos al Señor Restaurador. El nos ha regalado la reja de fierro que tiene el atrio del templo. A él debemos que se haya arreglado nuestro asunto con el síndico; y de él y su familia estamos todos los días recibiendo obsequios; ¿qué sería de nosotras si él faltase? Además, las comunidades de Santo Domingo, de San Francisco y las monjas Catalinas nos han dado el ejemplo, y si nosotras no pasamos esta felicitación, infaliblemente caeremos en el enojo de Su Excelencia. Así, pues, en esta felicitación por la batalla del Sauce Grande, aunque va a ir después de tanto tiempo y con fecha atrasada, nos ponemos a cubierto del disgusto de Su Excelencia. Pero en otra cosa nos vamos a anticipar a todos los demás, y es en otra comunicación que vamos a dirigirle, y cuyo borrador lo ha de ver primero Don Felipe.
-Me parece muy bien pensado, porque nadie es capaz de darnos mejores consejos que ese santo varón.
-Una persona ha de venir dentro de un momento, y con ella he de mandarle a Don Felipe lo que quiero que vea.
Sor Marta del Rosario acababa estas palabras, cuando sonó la campana de la portería, y una monja llegó al jardín a anunciar que preguntaban por la madre abadesa.
Esta se levantó en el acto y fue al torno.
Era el señor Don Cándido Rodríguez, quien después de la introducción de forma, Ave María, etc, dijo a la abadesa:
-El Excelentísimo Señor Gobernador delegado, Camarista, Doctor Don Felipe Arana, me manda saludar en su nombre a Su Reverencia, madre abadesa, y a toda la santa comunidad del convento, y preguntar por la salud de Su Reverencia y toda la santa comunidad.
-Por la bondad de Dios todas gozamos de completa salud, y estamos rogando por la del señor Don Felipe y todos los que se hallan en gracia del Espíritu Santo -contestó Sor Marta, que por estatutos de su orden sólo podía hacerlo por el torno, en la parte interior del locutorio de recepción.
-El Excelentísimo Señor Gobernador delegado me ha ordenado el dar a Su Reverencia las más finas y benévolas gracias por las empanadas y el dulce de toronja.
-No salieron muy buenas las empanadas.
-He oído al Excelentísimo Señor que estaban muy buenas, y que se comió tres.
-Mañana le hemos de mandar al señor Don Felipe unas tortas.
-Tortas es lo que más come el Excelentísimo Señor.
-Y también le hemos de mandar a usted una; ¿usted vive en casa del señor Don Felipe?
-No, madre abadesa. Yo vivo en mi casa. Soy indigno secretario del señor Don Felipe. Pero en vez de la torta, yo viviría más eternamente agradecido a Su Reverencia y a toda la santa comunidad, si se dignaran elevar a Dios sus piadosos ruegos por la seguridad y tranquilidad de mi vida, en este caos de trastornos por que estamos atravesando.
-¿Pero usted no es federal y secretario de Su Excelencia?
-Sí, madre, lo soy, pero temo las intrigas de los enemigos de Dios y de los hombres; y sobre todo, madre abadesa, temo mucho las equivocaciones.
-No tenga usted cuidado, lo hemos de hacer; ¿cómo se llama usted, hermano?
-Cándido Rodríguez, natural de Buenos Aires, de edad de cuarenta y cinco años, soltero, actualmente secretario privado de Su Excelencia el gobernador delegado, humilde siervo de Dios, y criado de Su Reverencia y de toda la santa comunidad.
-¿Y el señor Don Felipe no le ha hecho a usted otro encargo, señor Don Cándido?
-Sí, madre abadesa. Me ha encargado reciba de Su Reverencia una carta para Su Excelencia el Restaurador de todas las Leyes, héroe de todos los desiertos y de la Federación, y el borrador de otra que habrá de dirigirle Su Reverencia a su nombre y al de toda la comunidad.
-Eso es; ya está todo pronto. Ahí va la carta -dijo la abadesa haciendo girar el torno con una carta que Don Cándido tomó, diciendo:
-Ya está en mis manos, madre abadesa.
-Muy bien, ahí va el borrador de la otra.
-Ya lo tengo también.
-Recomiéndele usted mucho al señor Don Felipe que lea el borrador con toda atención y haga en él las alteraciones que crea convenientes.
-Muy pocas tendrá que hacer, madre abadesa, porque las obras de Su Reverencia deben ser completas, acabadas, perfectas.
-¿Si usted quiere leer el borrador?...
-Con el mayor placer, madre abadesa.
-Pero léalo fuerte; me gusta mucho oír leer lo que yo escribo.
-Esa es propensión de todos los sabios y sabias de este mundo -dijo Don Cándido desdoblando el papel, en el cual leyó en seguida:
Jesús Excelentísimo Señor. Rogamos al Dios del cielo y de la tierra, Soberano Rey que da rigor al brazo victorioso de Vuecelencia, para que reporte nuevos triunfos sobre sus encarnizados enemigos que acaban de invadir el país, y para que sean pulverizados por Vuecelencia bajo la protección de la divina Providencia. En todas nuestras oraciones elevamos votos al Ser Supremo porque se consumen todas las glorias de Vuecelencia sin peligro de su vida, ni de su importante y preciosa salud. Y que, abrasado en el divino amor en que arde, viva eternamente para la felicidad de sus pueblos. Estos son los votos que a nombre de toda la comunidad de las pobres Capuchinas, hace al cielo y los trasmite a Vuecelencia en Buenos Aires, a de agosto de 1840. Sor Marta del Rosario, Indigna Abadesa.
-¡Magnífico está, madre abadesa!
-¿Lo halla usted bueno?
-No lo haría mejor el señor Don Felipe, a pesar de su inmensa sabiduría y elocuencia.
-Vaya, pues, muchas gracias, señor Don Cándido.
-¿Entonces no ordena Su Reverencia nada más?
-Nada más.
-Luego que el señor gobernador delegado haya impuéstose de este santo documento, yo mismo se lo traeré a Su Reverencia para que lo haga poner en limpio.
-Eso es.
-Pero entre tanto, yo vuelvo a pedir a Su Reverencia, que no me eche en olvido en sus santas oraciones.
-Pierda usted cuidado.
-Entonces, me despido de Su Reverencia y de toda la santa comunidad.
-Dios vaya con usted, hermano
-Sí, madre, Dios venga conmigo en todas partes -dijo Don Cándido, y salió del convento meditabundo y paso a paso.