Así fue

En el cataclismo a que habían caído, arrojados por la mano de Rosas, todos los principios de la constitución moral, social y política del cuerpo argentino, la religión no podía librarse del sacudimiento universal, porque sus representantes en la tierra son hechos, por desgracia, de la misma cera modificativa que los profanos.

Exhaustas las fuentes purísimas del cristianismo, la justicia, la paz, la fraternidad, la tolerancia, la religión divina no encontró en Buenos Aires otros hijos dignos de su severo apostolado, que los padres de la Compañía de Jesús.

Desenfrenadas las pasiones innobles en el corazón de una plebe ignorante, al soplo instigador del tirano; subvertida la moral; perdido el equilibrio de las clases; rotos los diques, en fin, al desborde de los malos instintos de una multitud sin creencias, educada por aquel fanatismo español que abría los ojos del cuerpo a la superstición por el fraile, y cerraba los del alma a la adoración ingenua de la divinidad, y a la comprensión de la más ilustrada de las religiones, la Federación vio sin dolor la profanación de los templos, la prostitución del clero, y el insulto cometido a los altares y a la cátedra de la predicación evangélica, sin sentir en su conciencia el torcedor secreto de su crimen.

Rosas quiso despojar a la conciencia de los hombres que lo sostenían en el mando, de toda creencia que no fuese la de su poder; de otro temor que a su persona; de esperanza alguna que no fuese la que su labio prometía; de otro consuelo que el que ofrece al crimen la repetición del crimen. Y para eso era preciso insultar a Dios, la religión, y la práctica de ella, a los ojos de esa multitud fanática y apasionada, cuyos sentimientos rudos explotaba.

Sacerdotes indignos de su misión evangélica se prestaron al plan rebelde del apóstata, y comenzaron en las famosas parroquiales sus primeros insultos a Dios, a Cristo, y a su sacra casa.

Cuando el emperador Teodosio, bañado en la sangre de la degollación de Tesalónica, quiso entrar al templo, San Ambrosio salió a la puerta, y extendiendo su mano le dijo: «Aquí no entra el delito, id a lavaros, y volved limpio.»

Pero en Buenos Aires no hubo quien velase la santidad del templo.

En los brazos de los federales, de los federales dignificados con la casaca de nuestros generales, o con el bastón de nuestros magistrados, pero plebeyos y corrompidos de corazón, el retrato del dictador fue conducido hasta los templos, y recibido en la puerta de ellos por los sacerdotes en sobrepelliz; paseado por entre las naves bajo el santo palio, y colocado en el altar al lado del Dios crucificado por los hombres...

En la tribuna del Espíritu Santo se alzaba al mismo tiempo la voz del misionero apóstata de la santa ley del evangelio, y buscando la inspiración de su palabra, no en el sagrado tabernáculo donde se encierra la primera ofrenda, que hace al alma el legado sublime del catolicismo, sino en la imagen ensangrentada del renegado de su Dios y de sus doctrinas en la tierra, trasmitía al pueblo ignorante y ciego que cuajaba el templo, no esa predicación de amor y de paz, de abnegación y de virtud, de sacrificio y de hermandad que le dictó el hombre-Dios desde el Calvario, sino el odio de Caín, y la mofa sangrienta del que presentaba el vinagre y la hiel al que pedía desde la cruz una gota de agua para sus labios abrasados...

Sobre las losas de esos templos, en sus atrios, los mashorqueros, inflamados por la palabra de sus predicadores, agitaban su cuchillo y juraban mellarlo sobre la garganta de los unitarios.

El confesionario estaba convertido en otro púlpito de propaganda federal, donde se extraviaba la conciencia del penitente, pintándole a Rosas como el protegido de Dios sobre la tierra, y mostrando a los unitarios como los condenados por Dios a la persecución de los cristianos...

Y este escándalo, llevado al grado de propaganda diaria, caminaba, como una epidemia, por el aire, e iba a infestar y corromper el clero y las nociones de la moral y de lo santo, hasta en los últimos confines de la República.

Uno de los bizarros cuerpos de la cruzada libertadora es deshecho y acuchillado por las fuerzas federales. A su espalda tiene la muerte en el cuchillo de Rosas. A su frente tiene la muerte entre las nieves de los Andes.

Esta invasión a la Naturaleza, en la estación de sus enojos, cuando el hombre no tiene entre los hielos más amparo que Dios, que parece a veces castigarle por su insensata vanidad, que arrastra al pie mortal donde parece que solo el rayo del sol y las alas del aire pueden llegar, ofrecía un espectáculo pasmoso.

Nuestros valientes, sin embargo, atropellan las nieves.

Infinitos de ellos perecen en su lucha terrible con la Naturaleza. Quedan sepultados para siempre bajo enormes hielos que se desploman sobre sus cabezas. ¡Y cuando el aire, la luz, el hielo y la gigante mole guardaban quizá el silencio de la admiración, en presencia de esa magnífica osadía, de ese terrible infortunio, al pie de los Andes, las provincias de Cuyo rugían, haciendo eco a la voz del obispo, José Manuel Eufrasio, que levantaba su báculo, incitando a los pueblos a la persecución de aquellos desgraciados, predicando su muerte y su exterminio en la persecución!

Y Rosas, contento el bárbaro de ver a su sistema dando los resultados calculados, escribía al obispo de Cuyo:

Descargando Vuestra Señoría Ilustrísima un anatema justo contra los salvajes unitarios, impíos enemigos de Dios y de los hombres, ofrece un lucido ejemplo eminente. Resalta la verdadera caridad cristiana, que enérgica y sublime por el bien de los pueblos, desea el exterminio de un bando sacrílego, feroz, bárbaro... Altamente complacido el infrascrito por los espléndidos triunfos con que la divina providencia se ha dignado enlucir las armas de nuestra libertad y honor, quedando exterminados los feroces salvajes unitarios, siente una satisfacción pura en retornar a Vuestra Señoría Ilustrísima sus benévolas congratulaciones. Juan Manuel de Rosas(5) .


Así: el clero se prostituía.

El sentimiento religioso se pervertía en la sociedad.

La niñez abría los ojos ante un culto de sangre.

Y Rosas, hijo de la Federación, y jefe de ella, sostenía este escándalo, y se sostenía con él, al mismo tiempo.

Sí. ¡En este nombre de la Federación está sellada la tradición de toda cuanta desgracia puede azotar el nombre y el destino de todo un pueblo!

No hay jerarquía de delitos, no hay género de criminales que no haya surgido de los centros que aceptaron por nombre esa palabra Federación.

Quiroga, ese bandido que algún día se creerá una creación de la fábula de nuestras tradiciones; Quiroga, que prendía fuego a la ciudad de su nacimiento; que pasaba como un cometa de sangre y crímenes sobre la frente de los pueblos; que desde la profanación de la virgen, hasta el degüello del anciano y el niño, muestra en su vida una gradería indefinible de delitos; que para escarnio de Dios, cansado ya de escarnecer los hombres, inscribía sobre un pendón negro: ¡Religión o muerte!; Quiroga, decíamos, se llamaba federal; y a nombre de la Federación dejó a la posterioridad una historia inaudita de delitos.

López, cuya vida era el robo y la falsía del salvaje.

Ibarra, que entregaba a sus amigos arrancándolos del techo de su casa que los cubría, para pasarlos a manos del verdugo que se los pedía.

Aldao, el fraile Aldao, que tenía celos de la vida criminal de Quiroga, y en una ambición febriciente de delitos se empeñaba en sobrepasarle y eclipsarle el nombre.

Rosas, que reasumió todas las inspiraciones de esos otros, y sistematizó con ellas su gobierno basado en el crimen, nutrido por él, dirigido a él: todos tomaron su bautismo público en esa charca de sangre que se ha llamado Federación en la república.

La historia argentina no enseñará esa palabra sino como la representación de algún delincuente, como el signo convencional de alguna rebelión, de algún partido, de algún golpe preparado al progreso y a la libertad del país.

La Federación, como sistema, jamás ha sido practicada en la república, ni los pueblos la exigieron nunca. Una sola vez fueron consultados, y fue cuando aceptaron la constitución unitaria...

«Los unitarios son demasiado ilustrados, relativamente a nuestros pueblos», decían los federales en tiempo del debate constitucional; «y no pueden mandarlos, porque los pueblos no entenderían su civilización».

Pero los federales al mismo tiempo pedían que esos pueblos se gobernasen y legislasen por sí solos...

¡Como si el pueblo, atrasado para comprender la ilustración ajena, pudiera a la vez ser bastante civilizado para darse lo más difícil de la existencia pública: su legislación, y sus principios de gobierno!

La Federación no ha sido jamás en la república, sino el vicio orgánico que quisieron introducir en ella los caudillos, alzados a la sombra de la ignorancia general... Y ahí está la tradición entera de ese pueblo. Desde 1811, las guerras civiles, el crimen oficial, el atraso, la estagnación de los elementos de progreso que tenía el país, su ruina en una palabra, todo es debido a los que han levantado la bandera de federación. Y cuanta tradición honrosa tiene la república, en armas, en constitucionalismo, en moral, en ciencia, en literatura, está inherente a los nombres de los que han constituido el martirologio argentino bajo el puñal de los federales.

Cuanto más se aleja la historia de la vida desenfrenada de los caudillos de la Federación; cuanto más se acerca a nuestro primer día político, el pensamiento unitario refleja más sobre la frente de nuestros primeros patriotas.

Moreno era unitario; quería un centro de poder genérico en la república.

Belgrano era más que unitario: era monarquista. Recibió la República como un hecho que se establecía al empuje de los acontecimientos; la sostuvo con su espada; la propagó en el continente; pero en sus convicciones de hombre, la monarquía constitucional irritaba los deseos más vivos de su corazón. La monarquía, único gobierno para que nos dejó preparados la metrópoli. La constitución, última expresión de la revolución americana.

Muchos otros la querían también.

Ellos sabían que no era la emancipación del principio monárquico lo que requerían las necesidades sociales de los pueblos de América. Estos necesitaban, para cumplir la grandeza de su destino en el mundo, quebrar los lazos seculares que los ataban a una monarquía extranjera y atrasada. Pero esas necesidades no pedían el divorcio del principio monárquico y los pueblos.

La raza, la educación, los hábitos, los intentos y el estado social, todo clamaba por la conservación de aquel principio. La geografía, el suelo mismo, coordinaban sus voces con los pueblos.

Pero la revolución degeneró, se extravió, y al derrocar al trono ibérico, dio un hachazo también sobre la raíz monárquica, y, de la superficie de la tierra, se alzó, sin raíces, pero fascinadora y seductiva, esa bella imagen de la poesía política, que se llama república.

Todavía un medio quedaba de reconquistar algo de la gran pérdida de aquel principio, y ese medio era la unidad de régimen en la República.

La unidad, sin embargo, fue hecha pedazos por los Atilas argentinos, que, salidos del fondo de nuestros desiertos bárbaros, vinieron a romper con el casco de sus potros las tablas de ese occidente americano, en que empezaban a inscribirse las primeras palabras de nuestra revolución social.

Tomaron el nombre de los pueblos. Entendieron que Federación era hacer cada uno lo que le diera la gana; y cada uno hizo lo que Artigas, López, Bustos, Ibarra, Aldao, Quiroga y Rosas.

Y entre todo lo que hicieron, pocos de ellos dejaron de convertir la religión en instrumento de su ambición personal.

Rosas fue el último de todos que se valió de ella, pero el primero, sin disputa, en la grandeza de su crimen.

Los jesuitas fueron los únicos sacerdotes que osaron oponer la entereza del justo, la fortaleza del que cumple en la tierra una misión de sacrificio y de virtud, a la profanación que hizo al altar la enceguecida pretensión del tirano.

El templo de San Ignacio, fundado por ellos durante la dominación española, y de donde fueron expulsados después, fue velado por ellos en 1839, y cerradas sus puertas a la profana imagen con que se intentaba escarnecer el altar. Ellos le pagaron más tarde al dictador esta resistencia digna de los propagadores mártires del cristianismo en la América, pero ellos recibieron el premio en su conciencia; y más tarde lo recibirán en el cielo.

¿Qué tenía que ver el templo y los sacerdotes de Cristo con los triunfos políticos de Rosas, ni con la imagen de un profano la casa de las imágenes celestes? «Determinado está por Jesucristo el fin de la misión eclesiástica, y trazado el círculo de sus funciones. Encargada de apacentar y conducir el rebaño que está de camino para la vida eterna, conductora de peregrinos, y ella misma peregrina, no puede cuidarse más, ni necesita más, que el permiso del tránsito para viajar por tierra extraña.»

Pero fuera de los padres de la Compañía de Jesús, la religión se vio escarnecida por sus mismos intérpretes en la tierra.

Las comunidades de Santo Domingo, San Francisco, y monjas Catalinas y Capuchinas hicieron exposiciones políticas completamente opuestas al espíritu de caridad, al sentimiento de paz y fraternidad, que debe abrasar a los que se cubren con un sayal para vivir lejos de las pasiones del mundo.

La victoria del Sauce Grande fue victoreada por esos frailes y esas monjas; y era la sangre de hermanos, la sangre de Abel la que había corrido en esa lucha...

Jesucristo no se entrometió jamás en los negocios políticos de la Judea; y ninguna tradición revela que los apóstoles felicitasen en calidad de tales a ninguno de los césares romanos por sus victorias sobre los otros pueblos. Y esos frailes y esas religiosas se las tributaban por la prensa al más impío y sanguinario de los tiranos. Sus labios sacrílegos ofrecían elevar a Dios sus plegarias por sus continuos triunfos sobre los unitarios.

«Tienen miedo», decían para disculparlos. ¡Miedo! El que viste el santo hábito del religioso no conoce ese sentimiento. Cuando siente que la fortaleza de su alma se desmaya, él se arrodilla en el templo, o bajo la bóveda eterna de los cielos, y pide a Dios la inspiración divina que imprimió la resignación en el espíritu de su hijo. El miedo es un crimen en el varón apostólico, cuando se trata de defender la religión y la moral; cuando se trata de resistir al crimen o a la tentación del demonio. El hijo de la Iglesia debe morir antes que claudicar de los santos principios que profesa. Cuando le falta el valor a la carne, la inspiración del Altísimo lo infiltra en la conciencia, si ella se lleva hasta él en estado de santidad y de ruego. En Cochinchina, en el Tibet, en los desiertos del África, en los bosques de la India, entre sus boas y sus reptiles, el sacerdote de Cristo no conoce el miedo. Allí van diez, y vuelve uno contando que sus demás hermanos perecieron, y otros diez y otros cien siguen tras ellos, a llevar en su palabra, en su resignación y en su martirio, la propaganda santa que el curso de diez y nueve siglos no ha cortado.

Al nuevo mundo, levantado en la mano de Colón y presentado a la luz de la civilización del viejo mundo, ni vino antes que ésta la luz pura y clarísima del Cristianismo, a invadir los páramos solitarios y en tinieblas de la conciencia del rudo habitador de los desiertos. Y el misionero apostólico, estableciendo su púlpito y su predicación donde encontraba cuatro hombres que le oyesen, sentía por su oído el silbo de la flecha, se deslumbraban sus ojos con el brillo de la hoguera, y, levantando el corazón a Dios, seguía hablando la palabra de Cristo, muchas veces cortada en sus labios por la muerte, y hablaba y moría sin conocer el miedo. Porque la vida terrenal, la vida de la carne, no es la vida del sacerdote de la cruz. Su vida es el espíritu, su mundo el cielo, su reino la eternidad, su misión el martirio, su premio la prosternación de su alma ante el rostro de su Creador, bañado en la inefable sonrisa del que recibe con amor al hijo digno de su precioso aliento...

No, no es el miedo una justificación de esos sacerdotes impíos. No es el miedo quien puede justificarlos ante Dios de su predicación de sangre, de sus apoteosis mentidas al asesino de un pueblo, al profanador de los altares, al rebelde a la justicia, a la fraternidad y a la paz, inspiraciones purísimas del Omnipotente, puestas en los divinos labios del Redentor del mundo.

¡Si había miedo, era porque no había fe, porque no había la conciencia de su apostolado en la tierra; y había esto, porque la prostitución de la época, que filtraba sus gotas de veneno por los viejos muros de nuestros conventos, inficionaba el aire y corrompía las conciencias...!

¡Y mañana cuando la revolución o la naturaleza tumbe la frente del tirano, y el pueblo, sin cadenas, se levante, ¡oh!, no toquéis entonces su conciencia; no le miréis el alma, si queréis bajar a la tumba con una ilusión y una esperanza!

Veinte años no pasan sin dejar huella en el alma de las generaciones jóvenes. Y donde no se ha visto sino el escándalo y el crimen, el vicio, la apostasía, y la prostitución de todas las nociones del bien, que envuelve la palabra y la práctica del evangelio, en tan largo, en tan pesado tiempo, allí no encontraréis ni la religión, ni la moral; allí será precisa una propaganda y una acción sostenida por no menos tiempo, en sentido inverso de la que arrulló en la cuna y desenvolvió los instintos y el espíritu de un pueblo nuevo. Y cuando el ángel bueno de la patria vierta una lágrima al lado del pueblo, dormido sobre la almohada de sus pasiones solamente, sin que la fe y la creencia refresquen sus sienes con la imagen dulcísima de Dios, el nombre de la Federación y de Rosas brillará fosfórico en el aire que circunda al Plata.

Porque ellos serán para Dios y para la historia la causa generatriz que hizo desenvolver tanto germen de inmoralidad y de escándalo; tanta semilla cuyos frutos amargos no son para nosotros solamente, sino también para nuestros hijos.