Amalia/La ley de hambre
La ley de hambre
Imposible es dar a conocer en los rasgos fugitivos del romance la situación pública de Buenos Aires, después de la retirada del Ejército Libertador.
El espíritu no volvía en sí del pasmo que le había causado tal noticia; y una lucha febriciente de la esperanza y el desengaño lo agitaba terriblemente. Todavía se esperaba, en cada semana, en cada día que pasaba, la vuelta del general Lavalle sobre Buenos Aires, después de haber triunfado sobre López. Y esta esperanza era sostenida por los periódicos y las cartas de Montevideo, que llegaban de contrabando dos o tres veces por semana.
Esos periódicos escritos con una pasión y un entusiasmo, con una perseverancia y una imaginación que sólo se hallan en rarísimas épocas de la vida de un pueblo, caían como fierro candente en el espíritu que se enfriaba. Y sobre hechos falsos, sobre detalles inventados, sobre conjeturas irracionales, se formaba, sin embargo, en muchos una fe positiva, una esperanza robusta.
Pero todo caía vencido por el terrorismo.
Rosas, poseedor del secreto de su triunfo real, ya no pensaba sino en vengarse de sus enemigos, y en acabar de enfermar y postrar el espíritu público a golpes de terror. El dique había sido roto por su mano, y la Mashorca se desbordaba como un río de sangre.
La sociedad estaba atónita; y en su pánico, buscaba en las más pueriles exterioridades un refugio, una salvación cualquiera.
En menos de ocho días, la ciudad entera de Buenos Aires quedó pintada de colorado. Hombres, mujeres, niños, todo el mundo estaba con el pincel en la mano pintando las puertas, las ventanas, las rejas, los frisos exteriores, de día y muchas veces hasta en alta noche. Y mientras parte de una familia se ocupaba de aquello, la otra envolvía, ocultaba, borraba o rompía cuanto en el interior de la casa tenía una lista azul o verde. Era un trabajo del alma y del cuerpo, sostenido de sol a sol, y que no daba a nadie, sin embargo, la seguridad salvadora que buscaba.
La mayor parte de las casas había quedado sin sirvientes.
La ciudad se había convertido en una especie de cementerio de vivos. Y por encima de las azoteas, o por salidas de carrera, los vecinos se comunicaban las noticias que sabían de la Mashorca.
Este famoso club de asesinos corría las calles día y noche, aterrando, asesinando y robando, a la vez que en Santos Lugares, en la cárcel y en los cuarteles de Mariño y de Cuitiño, se le hacía coro con la agonía de las víctimas.
La entrada de la Mashorca a una casa representaba una combinación infernal de ruido, de brutalidad, de crimen, que no tiene ejemplo en la historia de los más bárbaros tiranos.
Entraba en partidas de ocho, diez, doce o más forajidos.
Unos empezaban a romper todos los vidrios, dando gritos.
Otros se ocupaban en tirar a los patios la loza y los cristales, dando gritos también.
Unos descerrajaban a golpes las cómodas y los estantes.
Otros corrían de cuarto en cuarto, de patio en patio, a las indefensas mujeres, dándoles con sus grandes rebenques, postrándolas y cortándoles con sus cuchillos el cabello; mientras otros buscaban, como perros furiosos, por bajo las camas y cuanto rincón había, el hombre o los hombres dueños de aquella casa, y si allí se estaban, allí se les mataba, o de allí eran arrastrados a ser asesinados en las calles; y todo esto en medio de un ruido y una grita infernal, confundida con el llanto de los niños, los ayes de la mujer, y la agonía de la víctima.
En la vecindad el pánico cundía; ¡y sólo Dios sabe las oraciones que se elevaban hasta su trono por madres abrazadas de sus pequeños hijos, por vírgenes de rodillas pidiéndole amparo para su pudor, misericordia para sus padres, misericordia para las víctimas!
El terror ya no tenía límites. El espíritu estaba postrado, enfermo, muerto. La Naturaleza se había divorciado de la Naturaleza. La humanidad, la sociedad, la familia, todo se había desolado y roto.
No había asilo para nadie.
Las puertas se cerraban al prójimo, al pariente, al amigo. Y la víctima corría las calles; golpeaba las casas, los conventos, las legaciones extranjeras, y una mano convulsiva y pálida se le ponía en el pecho, y una voz trémula le decía:
-No, no; por Dios; vendrán aquí y moriremos todos. No. ¡Atrás!, ¡atrás! -y el infeliz salía, corría, imploraba, y ni la tierra le abría sus entrañas para guardarlo.
Los más leales y antiguos federales, ministros unos, diputados otros, generales, magistrados, todos temblaban. Nadie sabía si las cabezas estaban botadas al azar, o si era un martirologio escrito, pasado a las manos de la Mashorca. El golpe no era súbito e instantáneo como las vísperas en Sicilia, como la San Bartolomé en París. No; duraba, se reproducía a sí mismo con una exuberancia de ferocidad espantosa, y el espíritu se aterraba y postrábase más, pendiente la vida en el martillo de cada hora, en el sol de cada día.
Pero el cuchillo no podía herir a toda la familia. La madre, el niño, la virgen, no morían. Centenares de hombres escapaban a la muerte, y todo esto dejaba incompleta la venganza de Rosas, y no podía ser así. Era necesario un golpe que diese sobre todas las vidas, sobre todos los destinos, y que hiriese el presente y el porvenir de todos.
Y en medio al llanto, al susto y a la muerte, a los reflejos del puñal de la Mashorca, leyó el pueblo de Buenos Aires el bárbaro decreto de 16 de setiembre de 1840, que arrojaba a la miseria, al hambre, a cuantos eran, o quería Rosas que fuesen unitarios.
De un momento a otro, millares de familias pasaron de la opulencia a la miseria, quedando a mendigar un albergue, y un pedazo de pan, arrojadas de sus casas, y robadas hasta de sus muebles y los objetos más necesarios a la vida. Pues todos «los bienes muebles e inmuebles, derechos y acciones de cualquiera clase, en la ciudad y campaña», pertenecientes, no digamos a los unitarios, a los que no eran sostenedores ardientes del tirano, cayeron bajo el imperio de la confiscación.
Ese solo decreto estaba destinado a envolver más desgracia y más lágrimas, que toda la serie de los delitos de Rosas.
En presencia de la muerte, la sociedad no pudo darse cuenta inmediatamente de toda la importancia de aquel estudiado acto de venganza.
Y mientras así temblaba y se sacudía convulsiva entre el puñal, el hambre, la desesperación y el terror, el Ejército Libertador, persiguiendo a López, se alejaba, y se alejaba para siempre; y el pueblo emigrado en la orilla oriental del Plata se echaba en los brazos de una nueva esperanza, con la llegada a Montevideo del vicealmirante Mackau, el 25 de setiembre, y que bien pronto debía disiparse.
Al llegar el señor Mackau a Montevideo, manifestó deseos de instruirse a fondo de la cuestión y de su estado; recibió prolijos informes, apoyados en documentos verídicos, del señor Bouchet Martigny; oyó los de multitud de personas particulares, que aparentaba escuchar con interés y atención; recibió en un documento, revestido de multitud de firmas, la expresión de los deseos e ideas de la población francesa de estos países; pero con el pretexto de una prudente reserva, exigida por su posición, jamás manifestó abiertamente la menor de sus ideas, ni al ministro de Estado del gobierno oriental. Las palabras del almirante se redujeron siempre a éstas, o parecidas: «Mi posición es muy delicada: mis simpatías por la causa oriental y argentina son muy vivas: sería preciso no tener corazón para no sentirlas: haré por esa causa cuanto sea compatible con mis deberes.» A estas frases solía con frecuencia agregarse un medio no común en la diplomacia, la emoción y las lágrimas del almirante.
Sin embargo, de esta sensibilidad el plenipotenciario francés dejaba entrever que, según sus instrucciones, ni a la República Oriental, ni a las tropas que estaban a las órdenes del general Lavalle, había reconocido la Francia por aliados, sino como auxiliares que la casualidad le había proporcionado.
Pero la emigración decía bien alto que los orientales y argentinos tenían derecho a ser ayudados por la Francia hasta terminar su cuestión con Rosas, invocando la justicia, el honor y la conveniencia.
Antes de adoptar la Francia, decían, el medio de las alianzas locales contra Rosas, antes que su gobierno y sus Cámaras aprobasen, tan solemnemente como lo han hecho, el sistema adoptado por sus agentes, debió ella misma prever las consecuencias del compromiso en que entraba. Pero, después de formadas las alianzas, después de comprometidos los pueblos del Plata, sobre la fe de la Francia, el tiempo de retroceder había pasado irrevocablemente; alta barrera de bronce quedaba levantada entre la Francia y Rosas.
En esta alianza, como en muchas otras, los poderes que la contrajeron iban a un fin común, aunque por diversos motivos e intereses. Buscaba la Francia un tratamiento justo para sus nacionales, e indemnizaciones por daños a ellos causados; querían los orientales la destrucción de un poder que había atacado sus libertades y derechos, que los amenazaba constantemente, y que, desde muy atrás, hizo causa común con los enemigos de su tranquilidad interna; los argentinos, por último, buscaban el aniquilamiento, en su patria, de un sistema de expoliación y de sangre; la destrucción perdurable del sistema dictatorial, o de facultades extraordinarias: reacción vergonzosa y mortal contra la revolución americana; querían, por fin, asentar el imperio de la civilización y de las leyes sobre el sitial que manchan hoy la barbarie y la voluntad sangrienta de un solo hombre. En esto último tenían también interés, aunque indirecto, la Francia y el Estado Oriental; porque le tienen la humanidad y la razón.
Pero el tiempo de las apreciaciones históricas que debieran medir los procedimientos de la Francia en su política con estas regiones del nuevo mundo no era aquél, por cierto. Y si las instrucciones del gabinete francés venían calcadas sobre aquello que entendía por su conveniencia en el Plata, todas las demostraciones y los llamamientos al honor y al deber eran fuerzas impotentes para estorbarlo. Aquel tiempo era de hechos únicamente; y los hechos empezaban a encaminarse favorablemente a Rosas de parte de la Francia.
El almirante debía partir para Buenos Aires en los primeros días de octubre. Y allí se iba a jugar la última esperanza de la época contra un nuevo triunfo para Rosas.
Pero aun cuando la última expresión de esa negociación fuese desfavorable al tirano, ella era impotente a su vez para estancar la sangre en las venas abiertas de ese pueblo infeliz.
Los negocios franceses ya eran sólo esperanzas de los emigrados. Para el pueblo de Buenos Aires no había esperanza sino en Dios.
Las cárceles se llenaban de ciudadanos.
Las calles se teñían de sangre.
El hogar doméstico era invadido.
Las madres querían volver a sus entrañas a sus hijos.
Cada mirada del padre sobre ellos era un adiós del alma, era una bendición que les echaba, esperando a cada instante el ser asesinado en medio de ellos.
Y el aire y la luz llevaban hasta Dios la oración íntima de todo un pueblo, que no tenía sino la muerte sobre su cabeza.