Amalia/La casa sola

La casa sola

Siguiendo el camino del Bajo que conduce de Buenos Aires a San Isidro, se encuentra, como a tres leguas de la ciudad, el paraje llamado Los Olivos, y también cuarenta o cincuenta árboles de ese nombre, resto del antiguo bosque que dio el suyo a ese lugar, en donde más de una vez acamparon en los años de 1819 y 20 los ejércitos de mil a dos mil hombres que venían a echar a los gobiernos, para al otro día ser echados a su vez los que ellos colocaban.

Los Olivos, sobre una pequeña eminencia a la izquierda del camino, permiten contemplar el anchuroso río, la dilatada costa, y las altas barrancas de San Isidro. Pero lo que sobre ese paraje llamaba más la atención en 1840, era una pequeña, derruida y solitaria casa, aislada sobre la barranca que da al río, a la derecha del camino: propiedad antigua de la familia de Pelliza, pleiteada entonces por la familia de Canaveri, y que era conocida por el nombre de la Casa Sola.

Abandonada después de algunos años, la casa amenazaba ruinas por todas partes, y los vientos del sudoeste que habían soplado tanto en el invierno de 1840 habrían casi completado su destrucción, si de improviso, y en el espacio de tres días, no hubieran refaccionádola, y héchola casi de nuevo como por encanto, en toda la parte interior del edificio, dejándole sin mínima compostura en toda su parte exterior.

¿Quién dirigía la obra? ¿Quién mandaba hacerla? ¿Quién iba a habitar esa casa? Nadie lo sabía, ni lo interrogaba en momentos en que, federales y unitarios, todos tenían que pensar en asuntos muy serios y personales.

Pero el hecho es, que las paredes, antes derruidas, quedaron en tres días primorosamente empapeladas, asegurados los tirantes; allanado el piso; nuevas las cerraduras de las puertas, y puéstose vidrios en todas las ventanas.

Y en aquella mansión que todo el mundo conocía por el nombre de la Casa Sola, habitada poco antes por algunas aves nocturnas; sobre cuyas cornisas abatidas resbalaban las alas poderosas de nuestros vientos de invierno, mientras que al pie de la barranca en que se levantaba, se quebraban en las negras peñas las azotadas olas del gran río, confundiendo su salvaje rumor con el que hacían los viejos olivares mecidos por el viento, y apenas a tres cuadras de aquella solitaria y misteriosa casa; en ella, decíamos, se veía ahora el sello de la habitación humana; y lo que es más, de la habitación humana y culta.

Las pocas y pequeñas habitaciones estaban sencilla pero elegantemente amuebladas; y al áspero grito de la lechuza había sucedido allí el melodioso canto de preciosos jilgueros en doradas jaulas.

En el centro de la pequeña sala, un blanquísimo mantel de hilo cubría una mesa redonda de caoba, sobre la que estaban dispuestos tres cubiertos, y cuya porcelana y cristales reflectaban la luz de una pequeña pero clarísima lámpara solar.

Eran las ocho y media de la noche, y la luna, llena y pálida, se levantaba de allá, del horizonte del Plata, como una magnífica perla sacada del fondo de las aguas por la mano de Dios, y presentada al mundo.

Una franja de luz, desde el pie de la tierra viajera de la noche, atravesaba el río, y parecía, sobre su superficie movediza, una inmensa serpiente con escamas de nácares y plata.

La noche era apacible. Las estrellas poblaban el azul del firmamento, y una brisa sutil, y perfumada en los jardines de nuestro Paraná, pasaba por la atmósfera, como el suspiro enamorado de las sílfides que vagaban en aquel momento entre los tiernos rayos de la luna, bebiendo el éter y jugando con la luz diamantina pero tenue de nuestros astros meridionales.

Todo era soledad y poesía; todo diafanidad y calma en la Naturaleza, allí, a orillas de ese río, testigo tantas veces y en ese instante de la tormenta desencadenada en las pasiones de todo un pueblo.

Las olas se escurrían muellemente sobre su blando y arenoso lecho, y por un momento parece que el invierno había plegado sus nevosas y agostadoras alas: y en la brisa del norte un aliento primaveral se respiraba.

Al pie de la barranca, que declinaba suavemente hasta la orilla del río, parada sobre un pequeño médano, a pocos pasos del linde de las olas, una mujer contemplaba extática la aparición de la redonda luna, saliendo muellemente de las ondas. La serpiente de luz venía a quebrar sus últimos anillos junto aquella misteriosa criatura, y las aguas llegaban con respeto a derramar su blanca espuma en la arena en que se acolchonaba su delicado pie, con ese murmullo del mar tranquilo que parece el canto misterioso con que arrulla al genio del espacio, cuando duerme quieto sobre su lecho de olas.

Los ojos de esa mujer tenían un brillo astral, y su mirada era lánguida y amorosísima como el rayo de la cándida frente de la luna.

Sus rizos, agitados suavemente por el pasajero soplo de la brisa, acariciaban su mejilla, pálida como la flor del aire cuando el sol la toca; y los encajes de su cuello, descubriéndolo furtivamente, dejaban ver el alabastro de una garganta que, lejos de esas horas primeras de la noche, habría parecido una de esas columnas del crepúsculo matutino, que se levantan, blancas y trasparentes como el mármol de Ferrara, entre los estambres dorados del oriente.

Su talle, ceñido por un jubón de terciopelo negro, parecía sufrir con resistirse a las ligeras corrientes de la brisa y no doblarse como el delicado mimbre de la rosa; y los pliegues de su vestido oscuro, englobándose y desmayándose de repente, parecían querer levantar en su nube aquella diosa solitaria de aquel desierto y amoroso río.

Esa mujer era Amalia. Amalia, en quien su organización impresionable y su imaginación poética estaban subyugadas por el atractivo imperio de la Naturaleza, en ese momento y bajo esa perspectiva de amor, de melancolía y dulcedumbre, críspido el cielo por el millar de estrellas que, como un arco de diamantes, parecían sostener engarzada la trasparente perla de la noche, cuando todos los síntomas hiemales habían huido bajo una brisa del trópico. Y el alma sensible y delicada de la joven, sufriendo uno de esos delirios deleitables, que a menudo absorbían en ella y abstraían su pensamiento, sólo oía y veía con su espíritu, lejos del mundo material de la vida, sumergida en ese otro sin forma ni color, donde campean los espíritus poetizados en los vuelos de su enajenación celestina.

Ella no veía ni oía con los sentidos, y el leve rumor que de repente hicieron las pisadas de un hombre cerca de ella no la hicieron volver su bellísima cabeza del globo argentino que contemplaba en éxtasis.

Un hombre había descendido de la barranca. Sus pasos, precipitados al principio, se moderaron luego, a medida que fue aproximándose a la solitaria visitadora de aquel poético lugar.

Una especie de contemplación religiosa pareció embargar el ánimo de ese hombre, cuando a dos pasos de Amalia cruzó sus brazos al pecho y se puso a admirarla en silencio. Pero un suspiro hizo traición de repente a su secreto, y, volviendo súbitamente la cabeza, la joven dejó escapar una exclamación de sus labios, a tiempo que su cintura quedó presa entre las manos de aquel hombre, arrodillado ante ella.

Ese hombre era Eduardo.

-¡Amalia!

-¡Eduardo!

Fueron las primeras palabras que exclamaron.

-¡Ángel de mi alma, cuán bella estás así! -dijo el joven continuando de rodillas a los pies de su amada, mientras sus manos oprimían su cintura, y sus ojos se extasiaban en la contemplación de su belleza.

-Pensaba en ti -dijo Amalia poniendo su mano sobre la cabeza de Eduardo.

-¿Cierto?

-Sí; pensaba en ti; te veía, pero no aquí, no en la tierra; te veía a mi lado en un espacio diáfano, azulado, bañado suavemente por una luz de rosa, respirando un ambiente perfumado, y embriagado de una armonía celeste que vibraba en el aire; te veía en uno de esos instantes de éxtasis en que una fuerza sobrenatural parece desprenderme de la tierra.

-¡Oh, sí, tú no eres de la tierra, alma de mi alma! -dijo Eduardo sentándose en el declive del pequeño médano y colocando a Amalia al lado suyo, su pie casi tocando las espumosas y rizadas ondas.

-Tú no eres de la tierra -continuó-. ¿No ves qué majestad, cuánta belleza sobre el pálido rostro de la luna? Pues hay mayor majestad, mayor encanto sobre tu frente alabastrina. ¿Ves esa luz que se diría que se difunde bajo la bóveda del cielo? Pues más bella es la luz de tus miradas, más tierna y melancólica que el rayo azul de estos diamantes de la noche. ¡Oh! ¡Por qué no puedo remontarme contigo al más espléndido de esos astros, y allí, coronada de luz, llamarte la reina, la emperatriz del universo! ¡Ah! ¡Cuánto te amo, Amalia, cuánto te amo! Con mis manos yo querría cubrir la delicada flor de tu existencia, para que los rayos del sol no ajaran su belleza; y con el aliento abrasado de mi pecho yo quisiera ausentar el invierno de tu lado...

-¡Eduardo! ¡Eduardo!

-¡Cuán bella estás, Amalia!

Y Eduardo echaba a la espalda los rizos de su amada para que todo su rostro fuese bañado por los rayos plateados de la luna.

-Eres feliz, Eduardo, ¿no es verdad?

-Luz de mi vida, yo no envidio a tu lado la existencia inefable de los ángeles... Mira: ¿ves aquel astro, al más brillante que tiene el firmamento? ¿Lo ves? Ese es el nuestro, Amalia; ésa la estrella de nuestra felicidad; ella irradia, y brilla y resplandece como nuestro amor en nuestras almas, como nuestra felicidad a nuestros propios ojos, como tu belleza irradia y brilla y resplandece a mi alma.

-¡No, no!...

-¡Amalia!

-¡No; es aquélla! -dijo la joven extendiendo su mano y señalando una pequeña y pálida estrella, que parecía pronta a sumergirse en el confín del río. Después, su espléndida cabeza se inclinó sobre el hombro de su amado, y sus ojos se clavaron sobre el cenit azul del firmamento.

-¡Eduardo! ¡Eduardo! -exclamó la joven con sus ojos fijos en las estrellas.

-Vivo para ti, Amalia.

-Tú me has reconciliado con la esperanza, Eduardo.

-Yo no envidio a tu lado la existencia inefable de los ángeles, Amalia.

-Yo he conocido a tu lado que la felicidad no era un delirio de mi vida.

-Vivir para ti, Amalia.

-Respirar siempre, siempre, un perfume de felicidad como ésta que nos embriaga.

-Beber tu risa.

-¡Oh!, soy feliz; sí, feliz.

-Oír siempre de tus labios una palabra de cariño... Amalia, la esplendidez del día, la melancólica hermosura de la noche, el universo entero desaparece a mis ojos cuanto tu imagen me preocupa; y como tu imagen está fija y grabada sobre mi alma, sólo Dios y tú existen para mi corazón... Tú me amas, ¿no es verdad? ¿Tú aceptas en el mundo mi destino, es verdad?

-Sí.

-¿Cualquiera que él sea?

-Sí, sí, cualquiera.

-¡Ángel de mi alma!

-Si eres feliz, yo beberé en tu sonrisa la ventura inefable de los ángeles.

-¡Amalia!

-Si eres desgraciado, yo partiré tus pesares; y...

-¿Y? Acaba.

-Y si el destino adverso que te persigue te condujera a la muerte, el golpe que cortara tu vida haría volar mi espíritu en tu busca...

Eduardo estrechó contra su corazón a aquella generosa criatura; y en ese instante, cuando ella acababa su última palabra inspirada del rapto de entusiasmo en que se hallaba, un trueno lejano, prolongado, ronco, vibró en el espacio como el eco de un cañonazo en un país montañoso.

La superstición es la compañera inseparable de los espíritus poéticos; y aquellos dos jóvenes, en ese momento embriagados de felicidad, se tomaron las manos y miráronse por algunos segundos con una expresión indefinible. Amalia al fin bajó su cabeza, como abrumada por alguna idea profética y terrible.

-No -la dijo Eduardo sacudiéndose de su primera impresión-. No... Esto habría sucedido de todos modos... Es efecto del calor extemporáneo que hemos tenido en este día de invierno; nada más, Amalia.

Una sonrisa dulce y melancólica vagó por los labios de rosa de la joven; y un suspiro se escapó silencioso de su pecho.

Eduardo continuó:

-La tempestad está muy lejos, Amalia. Y entretanto un cielo tan puro como tu alma sirve de velo sobre la frente de los dos. El universo es nuestro templo; y es Dios el sacerdote santo que bendice el sentido amor de nuestras almas, desde esas nubes y esos astros; Dios mismo que los sostiene con el imán de su mirada, y entre ellos el nuestro... sí... aquélla... aquélla debe ser la estrella de nuestra felicidad en la tierra... ¿No la ves? Clara como tu alma; brillante como tus ojos; linda y graciosa como tú misma... ¿La ves, mi Amalia?

-No... aquélla -contestó la joven extendido su brazo y señalando una pequeña y amortiguada estrella que parecía próxima a sumergirse en las ondas del poderoso Plata, tranquilo como toda la naturaleza en ese instante.

En seguida, Amalia reclinó de nuevo su cabeza sobre el hombro de su amado como una blanca azucena que se dobla al soplo de la brisa, y se reclina suavemente sobre el tallo de otra. Sus ojos luego quedaron fijos sobre el diáfano cendal del firmamento.

Eduardo la contemplaba embelesado. Y las olas continuaban desenvolviéndose y derramando su blanca espuma, como pliegues vaporosos de blanco tul que se agitan en derredor del talle de una hermosa, a los pies de esos amantes tan tiernos y tan combatidos de la fortuna, olas cuyo rumor asemejaba al cerrar de un abanico cuando con mano perezosa lo abre y cierra una beldad coqueta.

-¿Por qué me separas tus ojos, luz de mi alma? -la dijo Eduardo después de un momento de silencio.

-Oh, no... Yo te miro... yo te miro en todas partes, Eduardo -respondióle la joven mirándolo con una sonrisa encantadora.

-Pero tú has cambiado, alma mía.

-¿Yo?

-Sí, tú.

-Te engañas, Eduardo, yo no cambio jamás.

-Esta vez, sí... Hace un momento que radiabas de felicidad y de amor... y ahora...

-¿Y ahora?

-El brillo de esa felicidad se ha ennublecido.

-Es porque la felicidad es un cristal que se empaña de repente con nuestro propio aliento.

-¿Desconfías acaso de nuestra suerte?

-Sí.

-¿Por qué, mi Amalia, por qué?

-No sé... ¡Qué quieres!... Han empezado tan tristemente nuestros amores.

-Y qué nos importa todo eso si vivimos el uno para el otro.

-¿Y cuál es el instante que hemos tenido de tranquilidad desde que se cambiaron nuestras miradas?

-No importa, somos felices.

-¡Felices! ¿No está pendiente la muerte sobre ti? ¡Oh! ¿Y sobre mí, porque yo vivo en ti?

-Pero pronto seremos felices para siempre.

-¡Quién sabe!

-¿Lo dudas?

-Sí.

-¿Por qué, mi Amalia?

-Aquí; aquí hay una voz que me habla no sé qué, pero que yo interpreto tristemente-dijo Amalia poniendo la mano sobre su corazón.

-¡Supersticiosa! -dijo Eduardo tomando aquella mano que había estado sobre el corazón de su amada y llenándola de besos.

-¿No es singular -continuó la joven-, no es singular que en el momento de hablar de una desgracia, en medio de esa aparente tranquilidad de la Naturaleza, un trueno haya retumbado en el espacio como una fatídica confirmación de mis palabras?

-¿Y por qué hemos de complicar a la Naturaleza con nuestra mala fortuna?

-No sé... pero... yo soy supersticiosa, Eduardo; tú lo has dicho.

Y una nueva sonrisa dulce y tierna pasó otra vez jugando por la preciosa boca de la tucumana, descubriendo sus bellos y blanquísimos dientes.

En seguida levantóse, y dijo a Eduardo:

-Vamos.

-No, todavía.

-Sí, vamos; es tarde, y Daniel puede haber llegado quizá.

Y Amalia, con esa superioridad regia que acompañaba todas sus maneras, atrajo a Eduardo suavemente hasta ella. La mano del joven rodeó la cintura de la bien amada de su alma, mientras el brazo de ésta reposaba sobre el hombro: y, asidos de ese modo, los dos amantes empezaron a ascender la barranca, paso a paso, hablando con los labios y los ojos, hasta que llegaron a la aislada y desierta Casa Sola.