Amalia/El despertar del cura Gaete

El despertar del cura Gaete

Aquel día tan fatal para Don Cándido Rodríguez, en que vio frustrada su tentativa de embarque clandestino, y en el momento en que se acercaba a la casa de Daniel, destilando agua todavía de sus empapadas botas y calzones, su discípulo acompañaba hasta la puerta de la casa al presidente de la Sociedad Popular Restauradora, que había venido en solicitud de una representación federal que la Sociedad debía dirigir al Ilustre Restaurador de las Leyes, ofreciéndole de nuevo sus vidas, honor y fama durante la espantosa crisis que provocaban los inmundos, traidores, asquerosos unitarios. Representación que le fue ofrecida por Daniel en el acto, con un calor y una elocuencia federal que dejó atónito al hermano de aquel enojadizo Don Genaro, que retribuía con leñazos el respetable nombre de Salomón, con que querían honrarlo los muchachos: la representación le debía ser enviada al siguiente día.

Y lleno de seguridad de que su nombre, después que firmase ese memorable documento, pasaría de generación en generación, a recibir los aplausos de la más remota posteridad, se despedía de su joven amigo, decidido a darle también honor, vida y haberes, como modelo que era del más acendrado federalismo. Y se despedía de él, cuando llegaba el muy respetable secretario privado de Su Excelencia el gobernador delegado.

-¡Daniel! -exclamó Don Cándido tomando del brazo a su discípulo.

-Entremos, mi querido maestro.

-No, salgamos -le contestó queriendo retenerle en el zaguán. Pero Daniel lo tomó del brazo y muy amablemente lo introdujo a la sala.

-¡Daniel!

-¿Sabe usted, señor, que me asusta la entonación de su voz y el modo de mirarme?

-¡Daniel! Estamos perdidos.

-No todavía.

-Pero nos perdemos.

-Es posible.

-¿Y no eres tú quien ha preparado esta suerte impía, calamitosa, adversa, que pesa y gravita sobre nosotros?

-Puede ser.

-¿Y sabes lo que hay?

-No.

-¿Pero no te lo dice la conciencia?

-No.

-¡Daniel!

-Señor, yo estoy de buen humor esta tarde, pero parece que viene usted a quitármelo.

-¿De buen humor, y pendiente está sobre tu cabeza, y sobre la mía, que es lo peor, la ensangrentada guadaña de la negra parca?

-Lo que me pone de mal humor no es eso, porque ya lo sé, sino el que usted no me dice lisa y llanamente lo que hay; que va emplear media hora de circunloquios, ¿no es verdad?

-No, oye.

-Oigo.

-Seré rápido, violento, súbito en mi discurso.

-Adelante.

-Tú sabes que soy secretario privado del ministro, ahora gobernador delegado.

-Estoy.

-Voy todas las mañanas, y escribo lo que hay que copiar, aunque con trabajo; pues has de saber que la escritura, la buena escritura, pertenece únicamente a la edad juvenil, o más propiamente dicho, a los treinta años, pues que antes de esa época de la vida el pulso está muy inquieto, y después, la vista está muy débil y poco flexibles los dedos; efecto es todo esto de la sangre que, según dicen, corre con más o menos celeridad, según los años en que está el hombre, y según la salud, aunque en mi opinión...

-¡Santa Bárbara bendita! Me va usted a hacer una disertación.

-Retrogrado.

-Bien.

-Me circunscribiré.

-Mejor.

-Esta mañana, pues... -Y Don Cándido hizo a Daniel la relación de cuanto le había ocurrido en lo de Arana, en el convento y en el muelle, empleando una buena media hora en unos doscientos adjetivos y un buen par de docenas de episodios.

Daniel oía, meditaba y formaba su plan con aquella rapidez de percepción y de cálculo que le conocemos.

-¿Conque se incomodó mucho con la cosa del sonambulismo? -preguntó a Don Cándido con los ojos fijos en el suelo, y su mano jugando maquinalmente con su barba.

-Mucho; primero estaba perplejo, indeciso, fluctuante: después se irritó y...

-¿Y miraría sucesivamente al señor Don Felipe y a usted durante esa perplejidad de que usted habla?

-Sí, puso una cara que me parecía de un loco.

-Dudaba... Es criminal y es ignorante, luego es susceptible a la superstición.

-¿Qué estás hablando entre dientes, Daniel?

-Nada, estoy sonámbulo.

-¿Y no es terrible?...

-¿Doña Marcelina le ha dicho a usted que el cura Gaete quedaba durmiendo la siesta?

-Sí.

-¿Qué hora sería?

-Tres y media a cuatro.

-Son las cinco y cuarto -dijo Daniel viendo su reloj.

-Y que había comido con las sobrinas de Doña Marcelina.

-Entonces ha bebido mucho -continuó Daniel como para sí mismo.

-Y bien, ¿qué dices? ¿Qué hacemos?

-Salir y andar de prisa -dijo Daniel levantándose, y pasando a su alcoba, donde tomó sus pistolas y su capa.

Volvió a la sala y dijo a Don Cándido:

-Vamos, señor.

-¿Adónde?

-A salvarnos de la persecución de Gaete, porque éstos no son momentos de vivir con gente a las espaldas.

-¿Pero dónde vamos? ¿Corremos acaso algún peligro?

-Vamos, señor, o de lo contrario esta noche o mañana tiene usted que habérselas con el cura Gaete y dos o tres de sus amigos.

-¡Daniel!

-¡Fermín! Cierra; si alguien viene, que estoy ocupado.

Y Daniel, después de dar esta orden a su fiel criado, se embozó en su capa; y, con Don Cándido arrastrado magnéticamente, enfiló la calle de la Victoria, dobló hacia Barracas, luego hacia el este, después de andar algunas cuadras, y fue a salir a la plaza de la Residencia, en los momentos en que el sol se ponía.

-Daniel -dijo Don Cándido con tono melancólico y voz trémula-, nos aproximamos a la calle de Cochabamba.

-Justamente.

-Pero, ¿y si nos ven de la casa de esa mujer estrafalaria, que habla con todas las tragedias en la boca?

-Mejor entonces.

-¿Qué es lo que dices?

-Que vamos a esa casa.

-¿Yo?

-Usted y yo.

-No, no dirá la historia que allí murió Don Cándido Rodríguez.

Y nuestro amigo dio un golpe con su caña de la India en el suelo, y dando luego media vuelta a la derecha, se disponía a volver por el camino que había andado.

Daniel, sin desembozarse, le tomó del brazo fuertemente, y le dijo:

-Si usted vuelve, Gaete estará con usted esta noche; si usted escapa de Gaete, mañana lo mandarán a usted a Santos Lugares. Si usted me sigue y no hace otra cosa que amplificar cuanto yo haga y cuanto diga, usted está salvado entonces.

-¡Pero tú eres el diablo, Daniel! -dijo Don Cándido abriendo tamaños ojos y mirando a su discípulo.

-Puede ser. Vamos.

-¿Yo?

-Vamos -repitió Daniel sacudiendo el brazo de Don Cándido y clavando de sus brillantes ojos rayos tan fijos y tan firmes sobre las débiles pupilas de aquel su esclavo de voluntad, que, como a un golpe galvánico, aquella masa inerte en su albedrío siguió al joven sin responder una palabra.

A pocos minutos de marcha Daniel y su compañero llegaron a la puerta de Doña Marcelina en la calle de Cochabamba, como sabe el lector.

La puerta tenía abierta una de sus hojas, y en el pequeño patio no se veía a nadie; la calle estaba solísima.

El joven tomó la hoja de la puerta y la cerró, quedando él y Don Cándido en la calle. Después de cerrada tocó suavemente el picaporte.

Nadie salió.

Volvió a llamar un poco más fuerte; y entonces el ruido de un crujiente vestido de seda le hizo conocer que se acercaba la dueña de aquella solitaria mansión.

La puerta entreabrióse, y Doña Marcelina, toda desprendida, y en desorden sus espesos y denegridos rizos, asomó su redonda y moreniza cara, en quien la expresión de la sorpresa puso su sello al ver los huéspedes que acababan de tocar sobre las puertas de su Edén.

Pero la inspiración dramática no se cortaba jamás en aquella hija de la literatura clásica, y su estupor no le impidió la aplicación de un verso de la Argia:

-Solo, sin armas, ¿Qué pretendéis hacer? Volved al campo.

-¿Se ha despertado Gaete?

-Sus miembros fatigados Gozan del sueño la quietud sabrosa,

-respondió Doña Marcelina.

-Adelante, pues -dijo Daniel empujando suavemente a Doña Marcelina, y arrastrando a Don Cándido en los momentos en que pasaba por su mente la idea de tomar la carrera.

-¿Qué hacéis, temerario? -exclamó Doña Marcelina.

-Cerrar la puerta.

Y en efecto corrió el cerrojo de ella.

La fisonomía de Daniel tenía en aquel momento la expresión de una resolución vigorosa.

Doña Marcelina estaba estupefacta.

Don Cándido creía llegada su última hora, y una especie de cristiana resignación empezaba a esparcirse por su alma.

-¿Cuáles de las sobrinas de usted están en casa?

-Gertruditas solamente; Andrea y las otras acaban de salir.

-¿Dónde está Gertrudis?

-Está peinándose en la cocina, porque el fraile está en el aposento, y yo estaba en la sala reclinada en mi lecho.

-Bien. Usted es una mujer de talento, Doña Marcelina; y con una sola mirada de su brillante imaginación alcanzará todo el cuadro que va a desenvolverse a sus ojos, o más bien a sus oídos, porque usted oirá todo desde la sala.

-¿Pero habrá sangre?

-No, usted me dará su opinión después, como literata. Quiero en el zaguán hablar con Gertruditas, cuando me disponga a salir.

-Bien.

-Traigo algo para ella y para usted.

-¿Pero dónde va usted a entrar?

-A ver a Gaete.

-¿A Gaete?

-Silencio.

Y Daniel tomó de la mano a Don Cándido y entró a la sala, mientras Doña Marcelina se fue a hablar a su Gertruditas.

La sala estaba casi en tinieblas, pero a la débil claridad, que entraba de la luz crepuscular por la rendija de un postigo, el joven se acercó a él, lo abrió y pudo entonces elegir el objeto que deseaba: éste no era otro que la inmensa colcha de zarazas del enorme lecho de Doña Marcelina, en que acababa de estar reclinada.

Daniel tomó la colcha, dio una punta a Don Cándido y le hizo señas de que la torciera a la derecha mientras él a la izquierda.

Don Cándido creyó con toda buena fe que se trataba de ahorcar al reverendo cura, y a pesar de todo el peligro que corría viviendo su enemigo, la idea de un asesinato le cuajó la sangre. Daniel, que adivinaba y estaba en todo, se sonrió y tomando la colcha ya torcida, miró a Don Cándido y puso su dedo índice sobre los labios. En seguida acercóse a la puerta del aposento y el ronquido áspero, sonoro y prolongado con que salía el aire pulmonar por la entreabierta boca del cura Gaete, le convenció de que allí se podía entrar sin muchas precauciones de silencio, y entró, en efecto, con Don Cándido pegado a su levita.

Entreabrió uno de los postigos que daban al patio, y a la débil claridad de la tarde distinguió al cura de la Piedad, tendido sobre un catre de lona, boca arriba, en mangas de camisa, cubierto con una frazada hasta medio cuerpo, y durmiendo y roncando a pierna suelta.

Tomó una silla, colocóla muy despacio a la cabecera, entre el catre y la pared, hizo señas a Don Cándido de pasar a sentarse en ella, y luego que vio que su maestro había obedecido maquinalmente, como estaba haciendo todo, puso él otra silla en el lado opuesto. En seguida dio a Don Cándido, por encima del dormido, una de las puntas de la colcha torcida, haciéndole seña de que la pasase por bajo del catre. Obedeció Don Cándido, y en diez segundos Daniel dejó perfectísimamente bien atado al dignísimo sacerdote de la Federación: atado por la mitad del pecho contra el catre, pero de tal modo que las puntas del nudo venían a quedar del lado en que el joven iba a sentarse.

Hecha esta operación, se acercó a la ventana y dejó apenas la suficiente luz para que los ojos que iban a abrirse distinguiesen los objetos; dio en seguida una de sus pistolas a Don Cándido, que la tomó temblando; le dijo al oído que repitiera sus palabras cuando le hiciera señas y se sentó.

Gaete roncaba estrepitosamente cuando Daniel exclamó con una voz sonora y hueca:

-¡Señor cura de la Piedad!

Gaete dejó de roncar.

-¡Señor cura de la Piedad!

Gaete abrió con dificultad sus abotagados ojos, dio vuelta lentamente su pesada cabeza, y al ver a Daniel, sus párpados se dilataron; una expresión de terror cubrió su rostro, y a tiempo de querer levantar la cabeza, exclamó Don Cándido del otro lado:

-¡Señor cura de la Piedad!

Es imposible poder describir la sorpresa de este hombre al dar vuelta hacia el lugar de donde salía esa nueva voz, y encontrarse con la cara de Don Cándido Rodríguez. Por un minuto estuvo volviendo su cabeza de derecha a izquierda; y como si quisiera convencerse de que no soñaba, hizo el movimiento de incorporarse, sin precipitación, como dudando, pero la banda que estaba atravesada sobre su pecho y sus brazos, le impidió levantar otra cosa que la cabeza, que inmediatamente cayó otra vez sobre la almohada. Pero esto no era todo. Al tiempo de descender la cabeza, Daniel puso la boca de su pistola sobre la sien izquierda, y Don Cándido, a un seña del joven, puso la suya sobre la sien derecha; y todo esto sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, y sin moverse cada uno de su posición.

El fraile cerró los ojos, y una palidez mortal cubrió su frente.

Daniel y Don Cándido retiraron las pistolas.

-Señor cura Gaete -dijo el joven-, usted ha entregado su alma al demonio, y nosotros, a nombre de la justicia divina, vamos a castigar al que ha cometido tamaño crimen.

Don Cándido repitió las últimas palabras de Daniel, con una entonación y énfasis a que él quería dar todos los visos de sobrenaturales.

Un sudor abundante y frío empezó a correr por las sienes del cura Gaete.

-Usted ha jurado asesinar a dos personas que se nos parecen; y antes de que usted cometa ese nuevo crimen, vamos a mandarlo a los infiernos. ¿Es verdad que usted ha hecho la intención de asesinar esos dos individuos, juntándose con tres o cuatro de sus amigos?

El fraile no respondía.

-¡Responda usted!

-¡Responda usted! -dijeron Daniel y Don Cándido, poniendo otra vez la boca de sus pistolas sobre las sienes del fraile.

-Sí; pero yo juro por Dios...

-¡Silencio! No nombre usted a Dios -dijo Daniel cortando la voz trémula y hueca del espantado fraile, cuyo semblante empezó a cubrirse de un color rojo, salpicándosele la frente de manchas amoratadas.

-¡Apóstata, renegado, impío, tu hora ha llegado, mi poderosa mano va a descargar el golpe! -exclamó Don Cándido, que habiendo comprendido que ya no había peligro quería portarse como un héroe.

-¿De dónde iba usted a sacar los compañeros con que pensaba cometer ese crimen? -preguntó Daniel.

Gaete no contestó.

-¡Responded! -gritó Don Cándido con una voz sonora.

-¡Responded! -gritó Daniel al mismo tiempo.

-Iba a pedírselos a Salomón -contestó el fraile sin abrir los ojos y con una voz cada vez más trémula.

Su respiración empezaba a hacerse difícil.

-¿Qué pretexto iba usted a darle?

El fraile no respondió.

-Hable usted.

-Hable usted -repitió Don Cándido poniendo de nuevo su pistola sobre la sien de Gaete.

-¡Por Dios! -exclamó, queriendo incorporarse, y volviendo a caer sobre la almohada.

-¿Tiene usted miedo?

-Sí.

-Pues usted va a morir -dijo Don Cándido.

Un rugido, acompañado de un sacudimiento de cabeza, se escapó del oprimido pecho de aquel hombre: su sangre empezaba a afluir copiosamente a su cerebro.

-Usted no morirá si se convence de que jamás se ha encontrado en esta casa con las personas a quienes quiere perseguir -dijo Daniel.

-¿Pero y ustedes quiénes son? -preguntó el fraile abriendo los ojos y volviendo con dificultad de uno a otro lado la cabeza.

-Nadie.

-Nadie -repitieron maestro y discípulo.

-Nadie -exclamó Gaete volviendo a cerrar los ojos, y sufriendo un golpe de convulsión en todos sus miembros.

-¿No comprende usted lo que le ha pasado y lo que le pasa ahora mismo?

Gaete no respondió.

-Usted está sonámbulo, y su destino es morir en ese estado el día mismo en que intente hacer el menor daño a las personas que cree estar viendo.

-Sí -exclamó Don Cándido-, estáis sonámbulo, y moriréis sonámbulo, de muerte horrible, desgarradora, cruenta, el día que penséis siquiera en las respetables personas a quienes teníais sentenciadas. La justicia de Dios está pendiente sobre vuestra cabeza.

Gaete apenas entreoía. Un segundo sacudimiento convulsivo indicó a Daniel que un accidente apoplético estaba cercano de aquel miserable; y desatando entonces el nudo de la colcha que le oprimía el pecho, hizo una seña a Don Cándido y ambos salieron en puntas de pie: Gaete no los oyó salir.

Doña Marcelina y Gertruditas habían oído todo desde la puerta de la sala, y trémulas estaban con la risa.

-Doña Marcelina -la dijo Daniel en el zaguán-, su talento de usted es suficiente para adivinar cómo debe continuarse esta escena.

-Sí, sí; el sueño de Orestes, o el de Dido con Siqueo.

-Justamente. Eso es lo que ha tenido: un sueño, y nada más.

-Gertruditas, esto es para usted -continuó Daniel poniendo un billete de 500 pesos en manos de la sobrina de la ilustrada tía, que lo tomó no sin oprimir ligeramente aquella mano de que tan a menudo recibían obsequios, sin que su hermoso dueño pidiese por ello ningún favor a los animados ojos de las cuatro sobrinas huérfanas y abandonadas en el mundo, como decía su respetable tía, en cuyas manos puso el joven otro billete del mismo valor, saliendo en seguida a la calle de Cochabamba.

Cuatro horas después de esta escena el cura Gaete tenía rapada a navaja toda su cabeza, sin sentir cuatro docenas de sanguijuelas que se entretenían en chuparle la sangre tras de las orejas y en las sienes; y cuatro días después el médico de Su Excelencia el Restaurador, y el doctor Cordero, no respondían aún de la importante vida del predicador federal.

Entretanto, Daniel estaba perfectamente libre de la persecución que lo amenazaba en esos momentos en que él necesitaba tanto de su seguridad, por su patria, por su querida y por sus amigos. Y como un cuerpo de reserva, en la noche de esa escena, le mandó al presidente Salomón su portentosa representación, advirtiéndole que había pasado toda la tarde ocupado en su importante redacción.