XXIII

En medio de la placidez de la vida campestre y balnearia, no se extinguían absolutamente las inquietudes de Obdulia. Una noche despertó sobresaltada y pegando gritos. Había soñado que hallándose en la frescura y recreo de su baño, vio venir de mar afuera un horrendo tiburón, abierta la espantosa boca con triple fila de dientes. El cetáceo no era otro que Aquilino de la Hinojosa, metido en aquel disfraz para devorar a su cónyuge infiel. Entre las mandíbulas del monstruo marino estaba ya cuando despertó de la pesadilla. El terror le duró largo rato después de despierta, y sólo a fuerza de cariños pude tranquilizarla, prometiéndole además el exterminio del afinador, en cuanto le cogiese a tiro.

La partida del Rey, que embarcó para visitar otros puertos de la costa; las enojosas lluvias, que anunciaban la declinación de la temporada, y la merma fatal de los dineros de Mariclío, nos dieron el toque de marcha... En el tren, camino de Madrid, la casualidad nos deparó la compañía de aquel joven, no diré amigo, sino conocido, que en la playa del Sardinero me dio noticias de la corresponsala del Times y de sus amores con el Rey. Era el chismoso profesional, el hombre de las anécdotas galantes, de las historias que son el fermento de la ociosidad en casinos y cafés. Tomando pie de una frase nuestra pegó la hebra de su croniquería escandalosa, y después de referir con picantes pormenores el enredillo del Rey con la dama inglesa, nos colocó el relato de otras aventuras amadeístas, acaecidas en el último invierno.

La primera ocurrió en una casa (proximidades del Teatro Real) donde vivía un personaje que, por su elevado cargo, despachaba muy a menudo con el Rey. Esposa del tal personaje, cuyo nombre no quiso revelarnos el cuentista, era una mujer bella y arrogante a quien Amadeo conoció en un baile de Palacio. Ligerilla debía de ser la dama, pues sin gran resistencia tomó varas del Rey y concertaron una entrevista. ¿Dónde? En la propia casa de ella, aprovechando las largas ausencias que al marido imponían sus obligaciones burocráticas... Acudió el Soberano a la cita, no sin prevenirse contra posibles contingencias desagradables. Por si el marido se presentaba inopinadamente en su domicilio, se dispuso que un confidente del Rey se situase en la puerta de la calle, con hábiles instrucciones para cortarle el paso. La maquinación era del género más picaresco... Pues señor; llegó como se temía el confiado o desconfiado caballero, y el emisario, acometiéndole al bajar del coche, le dijo con bien fingida premura: «Estoy aquí esperándole a usted para comunicarle, de parte de Su Majestad, que en Palacio le espera para tratar con usted de un asunto urgentísimo». Refunfuñó el marido... Antes de ir a Palacio subiría un momento a su casa. Pero el confidente le atajó con frase apremiante, angustiosa: «No, no; no hay que perder momento. Su Majestad espera impaciente. El asunto es muy grave». El engañado personaje se dirigió velozmente a Palacio, donde preparado le tenían otro gracioso ardid. Al encuentro le salía Dragonetti, obligándole a una larga antesala. Su Majestad estaba conferenciando con Cialdini, embajador de Italia, en las habitaciones de Su Majestad la Reina... A la hora larga de este bromazo recibía don Amadeo al personaje y con él trataba de un asunto administrativo, que el cuentista no dijo, y en verdad no hacía falta para redondear el cuento.

Oída y celebrada esta picante aventura, de cuya veracidad no respondo, el chismoso, sin tomar respiro, continuó la serie: En otro lance amoroso, los satélites del Rey tuvieron que simular un robo para proteger la difícil salida del galantuomo; en otra sacaban a la señora por una puerta secreta, o bien descolgaban al caballero desde el balcón al jardín, y en todas resultaba que el marido era tonto. Nos dijo seguidamente que don Amadeo había traído de Italia una cuadrilla de rufianes para organizar aventuras tan diabólicas. No daba yo gran crédito a esta importación rufianesca. Añado por mi cuenta que los referidos lances de seducción eran de corte italiano más que español, y en ellos se advertía el cinismo malicioso de Bocaccio antes que las artimañas sutiles de la picaresca de acá... Lo que he recogido de boca del chismoso tiene un hueco en estas páginas como documento vivo de cierta opinión insana que se proponía desprestigiar al Rey Amadeo, poniendo en circulación estas liviandades indecorosas y a veces ridículas.

Llegamos a Madrid en perfecta salud. En la casa de huéspedes no había otras novedades que un aumento molestísimo de estudiantes de Medicina, y que el gran don José, en un ataque agudo de su depresión cerebral, pasaba largas horas sumergido en hondas meditaciones sobre el misterio de la Inmaculada Concepción. Sabedora de mi llegada, fue a verme Delfina Gil, suponiendo que yo venía de Roma. Por carta de mi hermana Trigidia tuvo noticia del revuelo que armó mi discurso, y de los telegramas del Papa llamándome a la capital del Orbe Católico. Seguí yo la broma, y a sus preguntas acerca de la salud del Padre Santo, le dije que estaba bueno, sin otro achaquillo que un corrimiento de muelas que le obligaba a tomar continuamente buches de malvavisco. Le describí con frase hiperbólica la Basílica de San Pedro, y la Capilla Sixtina, donde oía yo misa todos los días frente a la pintura del Juicio Final. Añadí que el Sumo Pontífice me había colmado de bendiciones y finezas, dándome de añadidura una misión secreta para la Reina doña María Victoria, la cual me recibiría en audiencia un día próximo. De esto no podía decir una palabra más. Ítem. Yo comía todos los días con mi amigo del alma el Cardenal Fieramosca, de la Propaganda Fidæ... Los buenos católicos estábamos de enhorabuena porque la prisión del Santo Padre tocaba a su fin. El bárbaro Víctor Manuel, movido de arrepentimiento y del acerbo dolor de su culpa, estaba dispuesto a postrarse de hinojos ante el solio pontificio, cubierta de ceniza la cabeza, besando sucesivamente los escalones, hasta poner sus labios en la sandalia de Pío.

Por el efecto que en Delfina causaron estas gordísimas trolas, comprendí que le faltaría tiempo para comunicarlas a los beaterios y sacristías que frecuentaba... Como mi Obdulia no se aliviara de su terror, le ordené que no saliera de casa. Yo andaba en busca de la Madre Mariana, sin poder dar con ella. Los porteros de la Academia de la Historia me dijeron que después de pasarse tres días y tres noches en la biblioteca, la vieron salir una noche con don Marcelino. Presumieron que habían ido a la Academia de la Lengua, calle de Valverde. Don Marcelino había vuelto; doña Mariana no. Ansioso de hablar con ella, la busqué en ambas Academias y en la de Ciencias Morales y Políticas, en la imprenta de la Gaceta y en la Armería Real. Todo inútil.

Al volver a mi casa encontré en ella a Ramón Cala y a Felipe Ducazcal, que me esperaban para que les acompañase a la guarida de don Francisco Torquemada, prestamista y anticuario, con objeto de proponerle la venta o alquiler de algunas prendas de uso mujeril, consideradas ya como arqueológicas. De buen grado les acompañé a la calle de San Blas, y, enterado yo del asunto, entablamos negociaciones con el adusto usurero, gastando los tres enorme dosis de paciencia y saliva para persuadirle de que le proponíamos un buen negocio. Tratábase de adquirir o alquilar cierto número de peinetas de carey, altas y labradas, en forma de teja. Usadas por nuestras abuelas, ya pertenecían al coleccionismo. Torquemada las tenía preciosas y pedía por ellas un sentido. Se convino al fin en que las cediera por dos días, depositando una cantidad como garantía de puntual devolución.

Colaborando en la travesura que se traían mis amigos, nos procuramos mantillas blancas y negras en diferentes casas de préstamos, y en lo restante del día y mañana siguiente organizamos la graciosa mascarada que había de desvirtuar y corromper la manifestación de las católicas damas alfonsinas. No fue empresa difícil reunir y contratar dos docenas de mozas del partido, bonitas las unas, atarascadas las otras, útiles todas para el efecto que nos proponíamos obtener. El pícaro Ducazcal sacó, no sé cómo ni de dónde, ocho carretelas de lujo, algunas blasonadas, con lucidos troncos de caballos.

La función resultó brillante, abigarrada, jocosa. Salieron aquella tarde las alfonsinas aderezadas con sus mantillas y peinetas, creyendo realizar de este modo una protesta muda contra la nacionalidad exótica de nuestros Reyes. Ridículo, afectado y artero resultaba el españolismo de nuestras clases altas. Las que desde el segundo tercio del siglo habían renegado de todo lo castizo, arrojando al montón de las prenderías las modas españolas, y vistiéndose, comiendo y hablando a la francesa, salían ahora con la tecla de adoptar preseas sacadas del Rastro indumentario. Bien hicieron los pícaros de la política en poner frente a ellas el manchado espejo de un Rastro moral.

La pantomima de aquella tarde fue lucida, y digámoslo claro, vergonzosa. A lo largo de la Castellana, la ilustre señora y reina doña María Victoria pasó ante la muchedumbre carnavalesca arrostrando, con severo continente, el desaire público con visos de injuria. Nunca la vi tan revestida de alta nobleza y majestad. En su rostro y actitudes no se conoció si había sabido distinguir las verdaderas de las apócrifas damas. Mis amigos y yo nos entretuvimos en actuar como puntuales cronistas de salones, digamos de sociedad, y fuimos enumerando el mujerío manifestante, en sus dos estamentos constitutivos. La fatalidad política había confundido lo más aristocrático con lo más villanesco. Y sobre la bullanga femenil oíamos una estruendosa carcajada de la Moral Pública.

Oficiemos de revisteros imparciales: allí estaban la Navalcarazo y la Yébenes, señaladas por su furibundo catolicismo; la Campo Fresco, de agudísimo ingenio; la Belvís de la Jara, la Ruy Díaz, ilustres importadoras de toda elegancia francesa; la Villares de Tajo y la Gamonal, flor y nata de la aristocracia burguesa; la Trastamara, la Monteorgaz, la Villaverdeja y la Tordesillas, de remoto abolengo histórico. Entre los caballeros vimos a Paquito Uclés, a Pepe Armada, Jacinto del Pulgar, Guillermo de Arancis, Manolo Montiel y otros que sería prolijo enumerar... De la otra banda deben ser citadas con preferencia Paca la Alicantina, Marquesa del Cieno; la Eloísa, muy conocida en todos los círculos... viciosos; la Clotildona, la Rosa Huertas, Pepa la Sastra, espléndida de fofas carnes; la Napoleona, la Condesa del Real Cuño, la Sílfide, la Moño Triste y otras tales, cuyos linajudos nombres se escapan avergonzados de la pluma cuando queremos escribirlos.

Al volver yo de la Castellana con Roberto Robert y Mateo Nuevo, encontramos a Pepe Ferreras, el periodista más discreto y agudo de aquellos tiempos, hombre que sabía cual ninguno poner el dedo en la parte doliente de todo suceso político y mostrar el grave daño que padecíamos. «He visto la indigna comedia de esta tarde -nos dijo-. No se concibe mayor oprobio de un país, ni mayor torpeza de las clases altas, que nos han traído la intervención del fango social en la vida política. En el estúpido atentado contra el Rey y en esta farándula repugnante veo yo el principio del fin. La responsabilidad es de todos, sin excluir las instituciones. Queríamos un Gobierno constitucional, sensato, estable, y en dos años llevamos ya seis crisis si no recuerdo mal. En política todo puede admitirse, menos el barullo, el caos y la falta de orientación. ¿A dónde nos lleva este don Manuel? ¿Continuará la marcha emprendida en su primer Ministerio, o nos precipitará de tumbo en tumbo hacia lo desconocido? Digamos con don Salustiano: Dios salve al Rey. A la Reina no hay que salvarla, que bien alta está en el concepto público. Si ella gobernara, tendríamos Saboyas para rato. Pero no nos caerá esa breva. Lo peor del caso es que todo esto, y principalmente lo que esta tarde hemos visto, resulta en provecho de los Borbones... Y yo pregunto a ustedes, señores republicanos tibios y calientes, señores demagogos y socialistas de la Internacional, ¿harán ustedes algo duro y hondo, algo que no sea esta labor de tontería y aturdimiento? Si no cambian de tocata, la Restauración viene; vendrá traída por todos, y principalmente por ustedes; la tendremos aquí después que armemos el gran barullo..., el gran barullo... Y si no, al tiempo, al tiempo... el gran barullo».

Repitiendo la frase última, rutinaria muletilla en él, se despidió de nosotros, y yo seguí sopesando en mi mente las palabras proféticas del sutil periodista y augur Pepe Ferreras.