XXII

Ya me tenéis otra vez, lectores picarescos, oficiando de guindilla histórico, sin conmutación de mi ser físico en entidad peri-espiritual... Lo que se alegró mi Obdulia cuando en casa le mostré el saquito milagroso, no hay para qué decirlo. Veraneo, baños de mar, costa cantábrica, ¡qué porvenir tan poético y delicioso! En dos días arregló la romántica sus trapitos por el figurín más económico, y nos largamos con viento cálido en busca del viento fresco. ¡Por qué modo tan peregrino se habían realizado los deseos emigratorios de Obdulia y su anhelo de ambiente marino, conforme a la docta indicación del filósofo-médico Ido del Sagrario! En el estado de nuestro ánimo se nos representó como un paraíso la ciudad Cantábrica, que en aquel tiempo bien podría llamarse la ciudad harinera, porque su hermoso puerto se veía poblado de buques de vela cargando harina, o descargando los ricos frutos coloniales. Obdulia, que nunca había visto el mar, se embelesaba contemplando el grandioso muelle, el trajín comercial, los barcos de arboladura gallarda; y cuando en nuestro primer paseo vagoroso traspusimos el cerro de Miranda, la vista del Océano impetuoso colmó el estupor de la pobre muchacha. ¡Aquello sí era poesía!... ¡Aquello era el camino de América, el camino para todo el más allá terrestre y acuático!

A los dos días de vagar por la ciudad y sus alrededores, probando distintos alojamientos, nos instalamos definitivamente en una casita del alto de Miranda, donde pagábamos dos pesetas por la habitación, y comíamos por nuestra cuenta. Éramos dichosos en aquella vida libre y modesta. Los dos íbamos a la compra, y Obdulia guisaba. Lo restante del día lo empleábamos en largos y deleitosos paseos: ya nos extendíamos hasta Cabo Mayor, y desde lo alto del faro contemplábamos el mar en toda su majestad y bravura, o bien, después de recrearnos en las hermosuras del Sardinero, íbamos a coger azucenas y clavellinas silvestres a la península de la Cerda. También dirigíamos nuestros pasos tierra adentro, revolviéndonos por toda la ciudad, entretenidos con la faena de las harinas en el puerto, o viendo el arribo de las lanchas pescadoras.

A los seis días de esta descansada vida llegó el Rey, con séquito militar y civil no muy lucido. Recibiéronle las autoridades y le alojaron en la Aduana, edificio viejo donde estaban las oficinas del Gobierno Civil y de la Administración de Hacienda. Antes o después de don Amadeo (no puedo precisarlo), llegó de Santoña el batallón de línea que debía custodiar a Su Majestad y hacerle los debidos honores. Como en la ciudad no había cuartel, por ser plaza desguarnecida y en extremo pacífica, la autoridad militar ordenó al alcalde que expidiera boletas de alojamiento para albergar a la tropa. El Alcalde, señor Sañudo, era convencido republicano, y sin faltar al respeto que al Jefe del Estado debía, replicó que no estaba dispuesto a molestar al vecindario y que acomodasen a los soldados en la forma militar más adecuada.

En esto ocurrió un suceso digno de la historia. Como la visita del Rey fue tan precipitada, no hubo manera de prepararle decoroso alojamiento. Elegido para este fin el local alto de la Aduana, habitación del Gobernador civil, lo pintaron deprisa y corriendo para disimular su fealdad y porquería, y esto se hizo la víspera de la llegada del Rey. Pasó este una noche de perros en su incómodo albergue, apestado del insufrible olor de la pintura, y al amanecer abrió los balcones, buscando aire respirable. Ante este imprevisto contratiempo acudieron los ediles a don Juan Pombo, el ricacho del pueblo, que ofreció para morada real un lindo palacete del Sardinero, conocido por La casa de Pepe Pombo. Y allá se instaló el Rey, encantado de la belleza del sitio y del relativo esplendor de su nueva residencia.

Al propio tiempo fue resuelto, del modo más simple, el conflicto del alojamiento militar. En las suaves colinas verdes que rodean el Sardinero y entre los espesos grupos de pinos, se emplazó un lindo campamento con tiendas de lona. El vivir de los soldados día y noche en aquel alegre vivaque, dio al hermoso paisaje un cierto encanto de popular romería. Para embellecer más el cuadro fondeó en el abra del Sardinero la fragata Vitoria. Desde el ventanucho de nuestra casita, Obdulia y yo, contemplando las tiendas, los pinares, la tropa, los bañistas y la grandiosa nave, creíamos ver el más lindo nacimiento que se pudiera imaginar.

En aquel amenísimo rincón de la Montaña hacía don Amadeo vida campestre, desplegando libremente sus aficiones democráticas. A distintas horas se le veía divagando en dirección de Cabo Menor o de La Magdalena, acompañado de Díaz Moreu y Dragonetti. Por las tardes, cuando la música tocaba en El Pañuelo (plazoleta triangular entre la Casa de Baños, las fondas y el palacete de Pombo), le veíamos en la turbamulta de paseantes, ojeando a las señoritas guapas y charlando jovialmente con sus amigos... De la llaneza democrática del Rey oímos contar innumerables casos. Alguien le había visto llegar de noche, solo, a su vivienda y llamar a la puerta tirando de aldabón, como cualquier vecino trasnochador... Otros le sorprendieron en el interior de su palacio inspeccionando las obras de decorado. Viendo a un obrero que clavaba una guarda-malleta, subido en débil escalera, puso en esta el Rey su mano y dijo: «Cuidado con caerse, amigo. Siga usted clavando; yo mantengo».

Una mañana, paseando Obdulia y yo por la Segunda Playa, vimos una dama guapa y melancólica, con traje veraniego enteramente blanco: «Ya tenemos aquí a la de las patillas» dije a Obdulia, que cebó en ella sus miradas. Un rato fuimos tras ella, acechándola con discreto espionaje. La vimos llegar pausadamente hasta Los Molinucos; volvió luego por la playa en baja marea, fijando sus ojos en la arena húmeda como si buscara en ella alguna inscripción borrada por las aguas. Subió después hacia Las Llamas; se sentó en un ribazo. Sin duda esperaba. ¡Qué triste es esperar, esperar al que no llega, al que no acude puntual a la cita! La espiábamos con tanta discreción que no podía sospechar nuestra vigilancia... Llegó el momento en que la belleza patilluda daba por terminado su desesperante plantón. En su rostro pálido creíamos advertir el despecho y la ira. Subió paso a paso hacia el pinar llamado de Aparicio. De tiempo en tiempo volvía sus ojos hacia el paso de la Primera Playa. Aquel mirar era el último residuo de esperanza. En la carretera subió a un coche de los que llaman cestas, y partió cuesta arriba en dirección de la ciudad...

De once a doce, me cuidaba singularmente del baño de Obdulia. Ayudábala yo a desnudarse y vestir el traje marino; con ella descendía por la playa hasta dejarla en poder de Germán, el fornido bañero; y en el límite del agua, mojándome los pies, la miraba entre las blandas olas, remojándose con toda la fe de una bañista que busca la salud. A la salida le ponía la capa, y a la caseta volvía con ella, donde quedaba sola con su felpuda sábana y su ropa. Yo me paseaba viendo el ir y venir de mujeres en remojo, y singularmente me fijaba, como los demás curiosos, en una señora inglesa, esbelta, rubia y guapísima, que nadaba como un pez. Al salir de las aguas, la recibía su marido capa en mano y, como yo a Obdulia, la llevaba derechamente al secadero de la caseta.

Un amigo que en el entretenido vagar de la playa me salió, un conocimiento de estos que se traban y se destraban en la sociedad balnearia, entabló conmigo coloquio chismográfico, del cual refiero lo estrictamente substancial: «¡Brava mujer es esta inglesa! ¡Vaya unas hechuras, vaya una tez de rosa y nácar...! ¿Ha visto usted qué piernas? Para escultura no hay como las inglesas. Su marido es corresponsal del Times, el primer periódico de Londres. Celebra conferencias políticas con el Rey, y el Rey las celebra de otro género con la corresponsala. ¿No lo sabía usted? Viven en una de estas fondas, no sé si en Zaldívar o en Barbotán... Dicen que Amadeo y su nuevo amor se ven en una casa del Paseo del Alta».

Camino de nuestra casa, dije a Obdulia: «Me parece que tendremos lío. En el mar proceloso se baña una bellísima nadadora, de nacionalidad inglesa y corresponsala del Times. A esta señora le hace cucamonas nuestro amado Soberano, y digo tan sólo cucamonas por no dar mayor gravedad a un caso que conozco por simple chismorreo público». Debo añadir ahora que, sin darnos cuenta de ello, Obdulia y yo nos sentíamos posesores de no sé qué poder metafísico, con el cual penetrábamos en la intimidad de los hechos y en la conciencia de las personas que en Santander y su famoso balneario vivían. Hallábame yo dotado de una facultad intuitiva, al modo de reflejo de la vida externa en mi retina cerebral, facultad que a Obdulia se comunicaba, resultando que los dos teníamos un vago conocimiento de cuanto sucedía.

Por esta pasmosa virtud anímica supimos, sin que nadie nos lo dijera, que la dama patilluda moraba en el Hotel del Comercio, el más decentito de la ciudad (Muelle, número 1), antigua casa próxima al edificio de la Aduana, donde el Rey habitó una noche y estuvo a punto de perecer envenenado por la reciente pintura del local. Tuvimos asimismo la visión de que Adela pasaba parte del día en su aposento solitario, atormentada de hondas inquietudes. Escribía cartas con febril mano, y las rasgaba en pedazos antes de concluirlas. Por no bajar al comedor se hacía servir en su habitación. Como Calipso en su gruta, ne pouvait se consoler de la partida de Ulises.

Una mañana, en el Sardinero, presenció todo el público de bañistas y curiosos una estupenda regata. La nadadora inglesa se alejó, con gallardo deporte, como unas treinta brazas. Al volver hizo la plancha, meciéndose graciosamente sobre las movibles ondas. Cuantos estábamos en la playa admirábamos su belleza y arrojo. Apenas la hermosa oceánide hizo pie para volver a tierra firme, se nos ofreció un espectáculo emocionante. De la Caseta Real, colocada del lado de Piquío, salió Su Majestad con dos amigos al recreo de su baño, que más bien era un alarde de resistencia deportiva, pues si como Rey había quien le aventajara, como nadador difícilmente se le encontrara rival. Le vimos alejarse braceando, hizo la plancha, continuó aguas adentro; a una distancia doble de la que había recorrido la bella nadadora inglesa, se volvieron los amigos del Rey y este siguió, impávido, convoyado por una lanchita que tripulaban los bañeros.

En la playa, la nutrida fila de espectadores aumentaba por momentos. Corrían de boca en boca voces de admiración y entusiasmo: «Es un pez... Hace rumbo a la Vitoria... Que llega... Que no llega». A veces le perdíamos de vista por interponerse la curva de una onda; después reaparecía. Hubo momentos en que sólo pudieron verle los espectadores que miraban con gemelos; por fin, estalló en el público la exclamación: «¡Que llega! ¡Que llega!». A bordo de la fragata sonaron las cornetas, anunciando la presencia del Soberano. Los que tenían gemelos vieron a los oficiales que descendieron la escala para recibirle. La nadadora inglesa, que había tenido tiempo de vestirse, era la más regocijada entre el público, la que con más énfasis aplaudía y encomiaba el arriesgado ejercicio del regio tritón, glorioso deudo de Neptuno. Don Amadeo se quedó a bordo; para llevarle su ropa y servidumbre vino la falúa de vapor de la fragata.

La misma tarde de este suceso vimos en el Sardinero a la dama blanca y melancólica. Después de voltijear en las inmediaciones de la residencia real, vino al Pañuelo, donde alguien la enteró de que don Amadeo continuaba en la fragata. Supo también que a bordo había un poquito de fiesta, merienda o refresco. La lancha de vapor iba y venía, llevando convidados. Por sus propios ojos vio Adela que entraban en la falúa el corresponsal del Times y su bella señora. Momentos después de este grave incidente la vimos en la playa, excitadísima, hablando con Díaz Moreu. Su palabra era tan vehemente, su actitud tan resuelta y su gesto tan vivo, que creímos que le arrancaba los cordones al ayudante del Rey. Este empleaba toda su habilidad cortés en aplacar el enojo de la dama, y sus razones discretas terminaban con una negativa rotunda: Imposible llevarla a bordo. Volvió la embarcación a recoger más gente, y se llevó a Díaz Moreu, al alcalde Sañudo y a dos o tres militares de la guarnición. La hermosa Dido, abandonada contra el fuero de amistad y amor, mostraba claramente su despecho y celosa furia cuando embarcó en la jardinera de dos caballos para retirarse a su gruta del Hotel del Comercio.

No sé decir si yo veía o si adivinaba; mas la certidumbre penetraba en mi espíritu, y continúo mi cuento seguro de llevar delante de mi pluma la luz de la verdad. Obdulia y yo veíamos lo distante; oíamos las voces lejanas... A consecuencia de lo anteriormente referido, la hermosa y desdichada señora, que por su talento y su belleza mereció los favores del Rey, se vio lanzada a extremos de pasión y venganza, si reprobables en la estricta moral, dignos de indulgencia como desahogo casi legítimo de un alma burlada. Iracunda y ciega pensó que su papel en aquel drama, medio personal, medio histórico, era responder al secreto agravio con agravio público y resonante. Pues se la despreciaba indignamente, pues se la sustituía por una inglesa extravagante y zancuda, no se retiraría de la escena sin escándalo. ¿Qué menos hacer podía que dar publicidad a trece cartas escritas de puño y letra por el Rey de España, don Amadeo I?

Aferrada locamente a esta resolución, castillo formidable de la flaqueza femenina, hizo saber al Rey lo que proyectaba. Alarma y susto en la pequeña Corte del Sardinero; mensajes, recaditos... Pronto se vio que la deidad irritada no cedía. Sonaron los primeros fragores del escándalo: la tempestad estaba cerca... Transcurrieron dos días; al tercero presentose en el Hotel del Comercio y en la estancia de la dama un caballero amigo del Rey, pidiéndole conferencia reservada. Sentose Dido abandonada junto a la mesilla donde pasaba las horas escribiendo y rasgando cartas, e invitando al caballero a sentarse frente a ella, le preguntó el motivo de su visita.

«Comprenderá usted, Adela -dijo el caballero-, que el objeto de esta entrevista no puede ser grato para mí. Confío en la discreción de usted, en su talento, en su bondad. Es usted buena. Por tal la he tenido siempre. Bien sabe el respeto y la consideración con que la tratamos todos sus amigos. Vengo decidido..., ¿no lo presume usted?..., a recoger las cartas de Su Majestad». Desplegando toda la táctica femenil, Adela contestó que las cartas podían ser documentos históricos y que en este caso pertenecían a la Nación. No creyó el caballero que el asunto era de los que pueden tratarse con sutilezas del ingenio, y sacando de su cartera un sobre repleto de billetes de Banco, lo puso sobre la mesa y dijo así:

«Las relaciones de Su Majestad con usted han terminado, Adela. Mi opinión es que usted las ha roto, no él. Sea como fuere, Su Majestad no consiente que usted quede desamparada. Tome usted esto... Son cien mil pesetas».

Airada respondió la señora que quizás vendería los documentos históricos por una palinodia del Soberano, reconociendo su veleidad y poniéndole remedio... Por dinero no los daría nunca. Entablose una breve y agria disputa. Dido enamorada se defendía fieramente contra el abandono. El mensajero del Rey, hombre que iba derecho al bulto y no gustaba de inútiles parloteos, sacó del bolsillo un revólver, y poniéndolo de golpe sobre la mesa, soltó este ultimátum: «O me da usted las cartas, o la mato a usted ahora mismo».

Por distintos estados emotivos pasó rápidamente la dama. En el espacio de unos segundos se mostró colérica, medrosa, soberbia, humilde... Con incierto paso llegose a un maletín donde guardaba sus alhajas. Sacó las cartas, y con furioso ademán las arrojó sobre la mesa. El mensajero tuvo serenidad para contarlas. Vaciando el sobre de los billetes y metiéndolas en él, para guardarlas cuidadosamente en su bolsillo, se retiró con fría reverencia. No hay noticias del tiempo que tardó Adela en recoger la indemnización de guerra, última página de su historia de amor.