XVII

A continuación verás, oh lector amable y socarrón, mi formidable discurso, precedido de un ligero introito descriptivo... Mi hermana y mi padre se encargaron de colocar a los caballeros y señoras en ringleras de sillas puestas en tres lados de la sala, dejando la cabecera de esta para las personas de más viso, y para desahogo del orador. Yo improvisé una tribuna con tres sillas cuyos respaldos me separaban del público, ofreciéndome apoyo y resguardo. Con cuquería teatral me abstuve de aparecer ante mi auditorio hasta el momento de comenzar mi oración. Desde la puertecilla por donde había de entrar miré y examiné a mi público, conforme se iba instalando. Vi señores acartonados, predominando los narigudos sobre los chatos, serios todos como si estuvieran en misa; vi a la derecha, en el término más lejano, señoras gordas, señoras flacas, algunas de buena presencia y aire aristocrático dentro del tipo lugareño. En la primera fila lucía un grupo de tres damas, una de ellas muy aventajada de pechos, la cara bonita. Vestían todas de negro, con excesiva honestidad, pues apenas dejaban ver el cuello carnoso. Sobre la obscura vestimenta se destacaban escapularios y medallitas. Gente aldeana de ambos sexos ocupaba las filas menos visibles, pues los sitios delanteros eran para el señorío y los curas...

Tal era mi público, arcano cuyo seno guardaba la rechifla o el aplauso. Aunque nunca me ha faltado el valor en casos semejantes, sentía ligero escalofrío, y mis ideas se acobardaron, refugiándose en lo más hondo del cerebro... Pero llegaba el instante en que el pundonor y el sentimiento del deber habían de arrollar al miedo y a los falsos escrúpulos con que el alma desconfía de sí misma... Tendí mis ojos sobre el apretado concurso. El aleteo de los abanicos me infundió ánimos, no sé por qué. Tras de cada abanico, adiviné un corazón de mujer... ¡Ah!, mujeres. ¡A ellas!, me dije, y salí. Acogido fui por un murmullo; que allí no se estilaban los aplausos. Puse las manos sobre el respaldo de las sillas, que eran mi tribuna, y con firme aliento, y plena conciencia de mi triunfo ante las damas y mujeres, solté las primeras palabras: «Señoras..., señores...».

Una pausita, y seguí: «Soy un pobre peregrino que ha venido de la región del pecado a esta comarca de la inocencia y las virtudes. Salí de aquel infierno agobiado por el peso de mis culpas; pero la voz de Dios me alentó en los primeros pasos; la voz de Dios me iluminó el alma; en el áspero camino lloré mis errores, y una vez llorados y aborrecidos, el arrepentimiento me dio nueva vida... El ambiente puro de esta tierra completó mi regeneración, y el ejemplo de vuestras virtudes me da valor y alientos para dirigiros la palabra. Soy un alma que ha conocido el mal, y ahora se espacía en el bien, sintiéndose hermana de las almas buenas, y aspirando a perfeccionarse viviendo entre vosotros con familiares lazos de amor. Os entrego mi corazón, os entrego mi alma toda, para que la fundáis con las almas vuestras. Vuestro pensar es el mío. No me falta más que poseer vuestra lengua, la más antigua y la más hermosa del mundo, para poder con ella cantar en voz baja las bellezas de vuestra tierra y en voz muy alta, pero muy alta, el nombre de Dios y las glorias de su santa causa».

Circuló murmullo de aprobación. Adelante. «Dios me ha dado el singular galardón de traerme a su campo, a su solar amado y predilecto, donde prepara la redención de la mísera España, que sería, como sabéis, su nación preferida, si ella se organizase a la usanza vuestra, y desechando sus vicios y desnudándose de la costra leprosa de sus herejías, se vistiera del esplendor de vuestra fe y de la gala de vuestras resplandecientes virtudes... Pero ¡ah!, la redención de España está lejos, queridas hermanas, queridos hermanos; y está lejos, porque la vuestra, que ha de preceder al salvamento de todo el pueblo ibero, no está cerca, no. Mucho tendréis que hacer aún, ¡oh gloriosos vascos!, para poner el problema en su verdadero estado de intenso desarrollo. Permitidme que os exponga las ideas, fruto de mis largas meditaciones en esta tierra bendita. Oíd el parecer de un férvido creyente que en largas noches, invocando el auxilio de la Divinidad, ha estudiado el presente, adquiriendo la clara visión del porvenir... La causa de Dios triunfará en Vasconia, y en Vasconia tendrá su principal asiento, cabeza de todos los reinos católicos de nuestra España... Habréis visto, amadas hermanas y hermanos, que la guerra encendida para restablecer el imperio de la fe se ha visto frustrada. Abrid los ojos y ved bien claro, como lo veo yo, que Dios no quiere traeros la verdad por mano y designios de reyes grandes ni chicos, ramas una y otra de un árbol podrido. No; no esperéis nada de los reyes, que conquistan el suelo para hacerlo suyo y llenarlo de formas de tiranía. Yo no distingo de reyes, ni disputo por legitimidades que sólo son juego de palabras. Todos los reyes son ilegítimos, todos llevan en la cimera de sus cascos estos o los otros signos; en la redondez de sus cabezas, estos o los otros sombreros».

Estupor en el público... En él se oiría el vuelo de una mosca... Sin perder el hilo de mi razonamiento, observaba yo las caras de mi auditorio, y en ellas vi asombro, terror... Pero no me importaba. Tomé aliento, bebí un poco de agua, que me habían puesto en una mesilla cercana, y seguí muy sereno preparando la bomba cuyo estallido debía ganarme la voluntad de todo el concurso. Seguí: «Mi declaración os causa sorpresa, y alarma por un instante vuestras conciencias honradas. Pues si a todos los reyes, decís, debemos declararlos ilegítimos; si ninguno de ellos ha de traernos la luz celestial; si no debemos luchar por reyes ni príncipes ni fantasmones más o menos coronados y galonados, el orador quiere que instituyamos una república, y esa república será el ara santa donde se consagre la unión de todos los católicos pueblos, la paz, el bienestar, la dicha... Sí, hermanos queridos, la república es nuestra salvación».

Inmensa ansiedad expectante en el público. Hice una pausa. Paseé mis miradas arrogantes por las caras de señoras y caballeros, y como había tomado ejemplo de Fray Gerundio para producir los grandes efectos oratorios, les dejé en el tormento de sus dudas, y cuando me pareció bien, tomado otro traguito de agua, proseguí: «¡Sí, la república...! Pero no es aquella bacante semi-desnuda y escandalosa, hija de Satán, que trastorna con su bello nombre y su infernal doctrina a los pueblos y ciudades de Castilla; no es la bestia roja, sanguinaria, ebria de vino y de mentirosas filosofías; no es esa, no. Esa república será barrida como los despojos de Carnaval que ensucian las calles el Miércoles de Ceniza; esa república tendrá sus altares en los manicomios, donde expirarán todos los que la profesan, y donde se extinguirán sus alientos con rugido de fieras moribundas. La república que yo preconizo y anuncio es otra, es la que lleva en sus sienes, por corona, la luz del Espíritu Santo, la que en los bordes de su clámide lleva bordadas las inscripciones Fe, Esperanza y Caridad, la que en su seno purísimo agasaja la paz, la que con sus labios imprime el beso del ardiente amor de Dios...; esa república, hermanos queridísimos, es... la Iglesia».

El enorme efecto se produjo, y aguzando mi voz para dominar los murmullos de entusiasmo, remaché la frase: «La Iglesia católica, apostólica, romana...». «Ya veis, cómo al arrancar de vuestras opiniones la figura borrosa y descolorida de estos reyes de faramalla, os presento la imagen de Cristo, Rey de los pueblos católicos, Cristo, Rey de España... Y siendo Vicario de Cristo, y su cabeza visible el Romano Pontífice, os digo: Durangueses, pueblo todo vasco-navarro, derribad los ídolos dinásticos, usurpadores de la autoridad, y poned en el trono vacío la excelsa soberanía del Papa... Oídme ahora este argumento decisivo: ¿No nos gobierna el Papa en lo espiritual; no es él quien nos impone el dogma y vigila su cumplimiento? Pues si gobierna en lo espiritual, que es lo más, ¿por qué no ha de gobernar en lo temporal, que es lo menos? ¿No se os había ocurrido este razonamiento? ¿No pensabais que el gobernador espiritual debe gobernar también en el terreno de las menudencias de la vida? ¿Qué es lo espiritual?: la vida infinita. Pues englobad lo finito en lo infinito, mirad lo finito como cosa baladí al lado de lo infinito».

Entusiasmo loco. La convicción ganó todos los ánimos. Me aplaudieron. La señora gorda y guapa más visible entre las damas, me miraba no ya con admiración, sino con arrobamiento. Mi padre, sentadito en forma de ovillo no lejos de mí, tenía ya el pañuelo tan mojado de sus lágrimas que se las bebía por no poder secárselas. Adelante con mi bravo discurso: «Ya sabéis, ¿qué católico no lo sabe?, que el Santo Padre tenía en el centro de Italia sus Estados, de los cuales era Rey. Donación del Altísimo eran aquellos Estados, los más felices de la tierra mientras vivieron bajo el mando, bajo el dulcísimo gobierno de Su Santidad. Pero el Infierno alborota la Italia; el Infierno coloca en el trono de un pequeño reino de Italia llamado Cerdeña a un cerdo que lleva el nombre de Víctor Manuel, y este cerdo arrebata al Pontífice sus Estados, dejándole preso en su palacio. ¿Por qué ha permitido Dios tal iniquidad? Porque previene a Pío IX mejor casa y estados mejores y reino más grande... Ya lo adivináis. Vuestros corazones se anticipan al pensamiento... El nuevo Estado Pontificio es España, y contra España pontificia nada podrá el Infierno, ni los Víctor Manueles de los cubiles de acá y de allá prevalecerán contra la voluntad de Dios... Pero Dios espera, Dios quiere que los pueblos que le son queridos se penetren de su voluntad, y den muestra de querer realizarla. Claro es que Dios puede hacerlo cuando guste; pero le agrada en extremo que su pueblo más querido se anticipe, y reclame el honor de declararse propiedad del Vicario de Cristo... Ya lo sabéis, hijos de Vasconia. Si el Espíritu Santo, como creo, ha sugerido a vuestras almas la idea de la Pontificia República, no vaciléis, no durmáis, no esperéis a mañana. Id a Roma, damas y varones escogidos de Dios, y decid al Supremo Jerarca: Padre Santísimo, si Estados os quitó la iniquidad de un Rey, tomadlos mejores y más ricos en la Península católica, donde la Reina de los Ángeles tiene su más extendido y ferviente culto, en la tierra bendita, madre de los santos y fundadores más gloriosos. Por de pronto, podréis tener por vuestros los vastos dominios que se extienden desde el Roncal a Carranza, salida y puesta del sol; por Septentrión, el Cantábrico mar y cordillera pirenaica, y al Sur montañas de Burgos, curso del Ebro...».

Sonidos guturales, ayes de admiración, palmadas... Estaban locos. La señora gorda me comía con sus ojos. En ellos y en su lozano rostro encendido por el calor y el entusiasmo fijé yo los míos, y para ella dije: «Pedid al Santo Padre su bendición y os la dará gozoso, y vosotros le diréis: 'Santísimo Padre, mandad al punto a vuestro nuevo territorio todos los frailes y monjas que tengáis disponibles, y que sean de diferentes órdenes, sin que ninguna falte, y con la sola invasión de esa católica hueste, dad por conquistado vuestro reino, y bien asegurado contra heresiarcas y contra la peste de nefandos políticos. Los varones religiosos, astros de virtud y profesores de fe, se difundirán por toda la Península, y ya no hace falta más. Pero mandad muchos, Santísimo Padre, los más robustos, los más enérgicos, los más sabios, y con ellos mandad cuantas vírgenes o esposas del Señor tengáis en vuestros sacros monasterios. No os arredre el número, que allí hay sustento y holgadas casas para todos, y dinero de largo para cuanto hubieren menester'».

El regocijo de mi público iba en aumento, y yo, creciéndome y agigantándome sin necesidad de tacones, llenaba el mundo, a mi parecer, con mi exaltada oratoria, y al cielo tocaba con mi gesto no menos elocuente que mi palabra. Para ofrecer a mi auditorio, en forma práctica y fácilmente accesible a los más obtusos, la idea de mi República Hispano-Pontificia, tracé el siguiente cuadro estadístico: «No terminaré, señoras y caballeros, sin daros una síntesis clarísima de los nuevos Estados de Dios, gobernados por su Vicario en la Tierra. Admitid que las órdenes religiosas difundidas por toda España y adueñadas de las conciencias, declaran constituida la divina República. Admitid esto y dadlo por hecho, y veréis el grandioso espectáculo de una nación organizada por el Espíritu Santo. Rey ni Roque no necesitamos, porque nuestro soberano es el Papa, residente en Roma, o residente en España, en la ciudad que más le conviniere. Los ministros podrán ser siete, ocho, según lo demande el interés público, y serán escogidos entre los arzobispos y los priores o abades de las Congregaciones. Desaparecerá, pues, de un soplo la nube de politicastros que cual langosta devora toda la riqueza del país. Congreso y Senado pasarán también al estercolero, y en su lugar tendremos un Concilio permanente, que se formará con individuos del Episcopado, Padres de la Compañía de Jesús, reverendos párrocos y sabios religiosos de distintas órdenes. Los funcionarios subalternos de los Ministros, los embajadores o nuncios serán también obispos, deanes, arciprestes, según la categoría del cargo; los gobernadores y alcaldes se reclutarán entre los párrocos de más autoridad y circunstancias, y en cuanto a lo que hoy se llama Tribunales de Justicia, os diré que a la Iglesia le sobra personal para constituir, con los sabios agustinos, dominicos y jerónimos, cabildos jurídicos que vean y sentencien con recto juicio todas las causas civiles, criminales y eclesiásticas... Ya veo en vuestros rostros que mentalmente formuláis una pregunta: ¿Y Ejército? Os diré con la rudeza que pongo en mis opiniones, que el actual elemento armado será reconstituido después de una escrupulosa purificación, para lo cual se formará un elevado Consejo presidido por un obispo. Serán vocales de ese magno Consejo personas de acreditado conocimiento y experiencia en lo militar y en lo religioso, que de sobra tenemos, bien lo sabéis, varones doctos, guerreros y píos, que sepan desempeñar función tan delicada».

Vehemente aprobación, y voces afirmativas... que sí, que sí... Y yo me encaminé sereno y majestático al coronamiento de mi aparato lógico: «Sólo me falta deciros que para la realización de este divino ideal, de lo que llamaríamos Política de Dios y Gobierno de Cristo, hemos de establecer la estricta unidad de sentimientos religiosos, hemos de conseguir que en toda la Nación no exista una sola alma que discrepe del sacrosanto dogma. ¿Qué necesitamos para este fin indispensable? Pues necesitamos un órgano, un instrumento de limpieza, un salutífero purificador de las conciencias. ¿Y cuál es este órgano, este instrumento en que se combinan lo divino y lo humano? En la mente de todos los que me escuchan, en sus labios, diré con más propiedad, está la respuesta. El órgano purificante y unificante es la dulce Inquisición... Sí, la llamo dulce porque sus efectos nos llevarán a un dulcísimo estado de beatitud, porque los rigores que a veces empleara contra la herejía son cosa blanda en parangón de la paz y dulcedumbre que ha de dar a la Nación, porque si emplea el fuego para ahuyentar a los demonios, nos trae frescura y aire delicioso con el batir de alas del sinnúmero de ángeles que el cielo nos enviará para consuelo y alegría de las almas españolas».

Delirio, palmoteo frenético, berridos de aldeanos, lloriqueo de señoras... Y yo tenza que tenza como el célebre mentiroso Manolito Gázquez, bailando en el aire, quiero decir que alentado por los aplausos, disponíame a terminar del modo más airoso. Con rápida visión retórica, comprendí que el final debía ser en extremo patético y dulzón. Allá va: «Ya he cansado bastante a este noble auditorio; ya debe este humilde orador católico volver a la obscuridad de que nunca debió salir, de que salió por vuestra benevolencia y caridad, digo caridad porque tal me parece el hecho de que os hayáis dignado oírme. Os debo gratitud eterna por vuestra benevolencia, y a ella correspondo diciéndoos que ese galardón de vuestras almas generosas es el más preciado que pude soñar. No veáis en mi pobre discurso primores de inteligencia, ni recursos de erudición, ni ornato de filigranas retóricas; no veáis más que ardor de fe, y sinceridad de creyente postrado ante los altares de Dios. Lo que habéis oído es fruto, más que del estudio, de la oración, de embebecer el alma en la contemplación de la Divinidad y dormir en el éxtasis como el niño inocente en el blando regazo maternal. En mí no veáis ciencia; en mí no veáis la vana sabiduría que adquiere en los libros, obra comúnmente de la superchería o del orgullo; en mí no veáis más que amor, que es la fuente de todo bien, manantial que nace en la grada más alta del Trono del Altísimo y viene murmurando suaves promesas hasta nuestras almas sedientas. El amor de Dios que me abrasa con llama inextinguible, me ha enseñado el amor de las criaturas. Mi enseñanza es amor, y entiendo que el sublime plan de República Hispano-Pontificia sólo por el amor puede traerse a la realidad. Y en verdad os digo que sin amor no saldréis de la esclavitud en que vivís... Amaos los unos a los otros. Amad a vuestros enemigos, amad a vuestros amigos. Os lo dice y os lo encomienda con efusión ardiente el que, subiendo desde el error a las cimas de la verdad, aprendió esta suprema ley; el que vivió en el pecado y se regeneró en la virtud; el que fue ciego y hoy iluminado por el fuego de la fe, es todo sentimiento, todo piedad, todo amor... He dicho».

El esfuerzo para terminar con brío, el espasmo oratorio me dejaron sin aliento. Me vi en brazos de mi padre que al estrujarme en ellos me privó de la respiración: el raudal de sus lágrimas me anegaba el rostro. Mi hermana lloraba también, abrazándome y dándome besos, mientras el bárbaro de su marido gritaba: «Lo que saber chico, pico de oro tener hablando». El público en masa avanzó impetuoso hacia mí para felicitarme con palabras cariñosas y exclamaciones de entusiasmo. La señora gorda y bonita fue de las primeras que a mí llegaron, trayendo consigo dos damas flacas un tanto narigudas, de cuyos labios oí plácemes afectuosos en una jerga mixta de castellano y vascuence. En la señora simpática pude advertir una subida coloración del rostro, del exceso de entusiasmo, y un trémolo de la voz que me indicaba su modestia, como si se creyera indigna de hablar conmigo. Apretándome las manos entre las suyas calentitas, me dijo: «¡Qué sublime orador! ¡Qué gloria oírle!... Aquí no se ha conocido quien a usted iguale ni quien como usted posea el arte de conmover». A su correcto castellano contesté con vehementes gratitudes, y ella, hecha un merengue, hablome de este modo: «Sería cosa de pedir a usted que le oyéramos todos los días. Yo he comprendido todo, tan bien lo decía usted y con tanta claridad lo exponía. Todo lo he comprendido. Sólo me han quedado dudas en un punto. ¿En la nueva República, los militares vestirán el uniforme que hoy usan, o un traje como los caballeros de Calatrava y Santiago, con birrete y manto blanco?».

-Sobre ese punto y otros que no he podido explanar en esta oración sintética -le respondí muy fino-, daré a usted explicaciones latas cuando tenga yo el honor de visitar a usted para ofrecerle mis respetos.

-¡Oh!, cuando usted quiera.

-Molestaré quizás...

-¿Molestia? Ninguna. Vivo sola con dos muchachas. Mi esposo está en Cuba, empleado en la Aduana... Salgo poco de casa. De ocho a nueve todos los días voy a misa a Santa María, y por la tarde al rosario... Tendré mucho gusto...

Despidiéndola cortésmente para dar paso a otras y otros que acudían a mí, dije para mi sayo: «Conquista tenemos». Largo rato duró el sofocante jubileo de plácemes y apretujones. Las pobres aldeanas expresaban con sencillez candorosa el deleite de haberme oído, y salían clamando: «¡Viva Dios y viva el Santo Papa nuestro Rey!». Harto expresivos fueron los padres de mi novia y mi novia misma. En los ojos de esta conocí que había llorado. Apretome el brazo hasta el dolor, muda y bestial expresión de sentimientos que parecían instintos. El padre me dijo que sabía yo por doce obispos, y la madre me soltó este requiebro: «Tanto como chico, grande ser tú, hijo mío, de saber y sermón bonito».

La felicitación y el abrazo de mi amigo el cura Choribiqueta fueron también muy expresivos, si bien con un poquito de reserva, que no pudo disimular. Le invité a no escatimar conmigo su confianza, y a mis razones contestó estas, que oí con el respeto debido a su grande autoridad: «Muy bien, querido Tito, soberbio. Ha estado usted imponderable en la dicción, sublime en la idea y plan del Gobierno de Cristo, por su Vicario el Papa. Es usted un orador que se deja en mantillas a los Manterolas de aquí y Castelares de allá. Conforme en todo, menos en una cosa; y pues usted me pide franqueza, allá va mi parecer sincero. Todo me ha parecido bien, menos la idea de meternos aquí todos los frailes de la Cristiandad. ¿Para qué queremos aquí tal aluvión y acarreo de regulares? Nosotros los seculares nos bastamos y nos sobramos para todo lo que haya que hacer. Sobre que son en su mayoría un hatajo de gandules que vienen aquí con hambre atrasada, y en poco tiempo consumirían todas las subsistencias de la Nación, querrían mangonear ellos solos y nos reducirían a una servidumbre vergonzosa. En la clerecía de aquí hay bastante personal para desempeñar cuantas funciones civiles, judiciales y aun militares se nos encomienden. De mí sé decir, sin jactancia, que me creo tan apto como el primero para ser, al par que un párroco modelo, un ejemplar alcalde. Sí, Tito, sí; yo gobernaría esta villa mejor que nadie. Bien apañado estaría el pueblo, y bien derechos andarían todos mis administrados, que al propio tiempo serían mis feligreses. ¡Ayuntamiento y parroquia en una pieza! ¡Qué gusto! Pues aún me sobraría tiempo para otro cargo, por ejemplo: maestro de escuela... A los chicos los despacharía yo en dos palotadas... Conque ya sabe usted lo que piensa un hombre que siempre dice la verdad. Recorte usted eso de la traída de frailes y monjas, y en lo demás conformes, y grandemente entusiasmado de su talento, de su oratoria, de su arranque... ¡Viva Dios Uno y Trino, y la Purísima Concepción, Madre del Verbo, inspiradora de toda elocuencia!».

De los demás curas recibí enhorabuenas, no todas ardorosas, algunas bastante frías como de quien no ve con buenos ojos al que descuella demasiado pronto, y gana con un solo acto la voluntad colectiva... Avancé en la sala para saludar a los que humildemente iban saliendo sin atreverse a dirigir la palabra al gran orador. A muchos di mis gratitudes, y en uno de los grupos rezagados que requerían con apreturas la puerta de salida distinguí una cara de mujer que me dejó paralizado de estupor. O yo veía visiones, o la que vi era Mariclío en apariencia equívoca, medio señora, medio aldeana. Con trabajo y abriéndome paso como pude llegué hasta ella. Me miraba y reía. Cuando a su lado estuve, acercó su boca a mi oído para decirme con susurro: «Eres el granuja de más chispa que he visto en el mundo. He pasado un rato delicioso oyéndote desatinar con tanta gracia y picardía. ¡Y esta pobre gente tan consentida!... Te han tomado por el Espíritu Santo».

Interrogada por la razón de su presencia en la villa de Durango, me dijo así: «Aquí he venido creyendo encontrar algo de provecho. Me parece que nada bueno podré llevarme, como no sea tu discurso, que quizás, bajo la forma de jácara o entremés de burlas, entraña no pocas verdades para el día de mañana... Pero no hablemos más aquí. Vivo en una posada o parador, a la entrada del pueblo viniendo de Bilbao. Vete a verme cuando puedas. Estaré algunos días hasta ver en qué para esta nueva humorada facciosa... En la posada, pregunta por doña Mariana, o la Madre Mariana, que con tales nombres vengo, y por ellos soy conocida. Adiós, Tito salado».