Amadeo I/XVI
XVI
Me entretenían lo indecible las conversaciones con el amable cura, tipo singular del más violento hibridismo que puede ofrecernos la naturaleza humana. Sólo España, fecunda en ingenios, en héroes, en santos y en monstruos, nos da estos engendros de la razón y la sinrazón, de la fe mística y el orgullo marcial fundidos dentro de un alma... Y debo añadir que el bravo veterano Choribiqueta era en su vejez un venerable padre de almas, que cumplía sus deberes escrupulosamente y ejercía la caridad con verdadera efusión cristiana.
Tanto como me agradaba la épica historia del clérigo y su franco carácter, picante mixtura de lo divino y lo humano, me entristecía la sociedad de mi casa, donde se oía tan sólo el áspero zumbido de los ojalateros, y el comentar de verídicos o fantásticos incidentes de una guerra lejana. Iban y venían emisarios, llevando masas de juventud y trayendo noticias de las gestas de Navarra. También se hablaba de política o sucesos de Madrid, afeándolos con groseras burlas. Había caído el Gobierno de Sagasta, por la porquería de dos millones que el Sagasta y un tal Romero habían sustraído de la caja del Tesoro público para llevárselos a sus propias cajas. Decíase que si los gastaron en elecciones; que en Madrid, el dinero es el mejor cebo para pescar votos; que si los gastaron en comilonas y regalos a señoras guapas, cosa en Madrid corriente por ser pueblo de continuos festejos y cuchipandas... En las Cortes se armó tal rifirrafe por este alivio de dos millones que hicieron al Tesoro los indignos administradores del procomún, que el Gobierno se tuvo que retirar, lavándose las manos con el agua del río Manzanares, que es agua muy sucia... Naturalmente, vino otro Gobierno, con el indispensable Serrano al frente, llevando de compañeros a Topete, a un señor Ulloa, a otro que llamaban Candau, a un tal Elduayen y a otro que respondía por Balaguer. Estos señores, salvo Serrano y Topete, que con Prim componían la trinidad revolucionaria, eran para la gente duranguesa muy conocidos en sus casas.
Corrió Serrano a Madrid a tomar posesión del mando político, y encargando al Topete que le hiciera la vez, como cabeza del Consejo de Ministros, se volvió al campo de la guerra... En tanto, mi padre, mi hermana y otras personas que por su metimiento en la casa eran como de la familia, apartaban a ratos su atención del grave negocio bélico para ocuparse de mí. Queriendo resolver de golpe y porrazo el problema de mi vida y asegurarme la felicidad, decidieron casarme... ¿Con quién? Con una zagalona, más alta que yo en media vara, llamada Facunda, hija de un pariente de mi cuñado Zubiri, y heredera de cuatro caseríos de valor, según dijeron, situados en la risueña vega que fertiliza el río Durango. La que me destinaban para compañera de mi existencia en todo lo que esta me durase, era... Dejadme tomar resuello, que esto es muy grave.
Era una muchachona desgarbada, más sosa que las calabazas que a mi parecer crecen a la puerta del Limbo; tan cerrada en el habla vascuence, que apenas podía decir en castellano frases premiosas, trabucando los casos, descoyuntando la sintaxis como lo harían los mismos demonios. Desde que la vi, me fue atrozmente antipática, por su ceño displicente, la sequedad de su trato, y algo que en ella noté, como sombra o trasluz de un brutal fanatismo. Casándome con ella, según me manifestó mi padre en una sesuda conferencia, sería yo poseedor de cuatro caseríos, dos de ellos en Santa Polonia, lo más hermoso de la vega de Durango; otro en Malespera, y el cuarto en Leguineche. El cuidado de mis tierras y ganados acabaría de limpiar mi cabeza de los miasmas cerebrales, que me habían puesto al borde de la locura en la mil veces endemoniada Villa y Corte. Aunque estos proyectos y augurios me desconcertaban, fingí conformidad con la idea paterna, esperando que algún inopinado quiebro de mi destino me sacara de aquel compromiso sin oponerme derechamente a los planes del pobre viejo.
Los padres de mi novia eran admirable pareja para presentar como maniquíes vestidos al tipo éuskaro en un museo etnográfico. Con ambos hablaba yo mediante intérprete, pues sólo jirones desgarrados del idioma castellano les habían entrado en la mollera. El padre pareció mirarme con simpatía y alegrarse de tenerme por yerno: dijo que, siendo yo persona de mucha lectura y escritura, podía enseñar algo a la chica que se conservaba cerril. No le habían enseñado más que a rezar y a escribir y leer torpemente. Era un ángel, eso sí, muy buena y obediente; sabedora de todas las artes caseras, y tan excelente labradora del campo que valía por dos hombres de los más fornidos. La madre no fue, a mi parecer, tan propicia, y puso el reparo de mi corta estatura, por lo cual no haría buen ayuntamiento con la yegua que el Cielo le había deparado por hija... También la chica, mi novia o prometida, Facunda Iturrigalde (allá van nombre y apellido), me motejaba por chiquitín; la risa no iluminaba su rostro inexpresivo y mofletudo sino cuando se hablaba de mi corta talla, y algo decía en vascuence que hacía reír... Era sin duda un concepto semejante al de La Niña boba, de Lope, cuando le presentan el retrato de medio cuerpo del novio que le destinaba su familia: Eso es no tener marido -siquiera para empezar.
Esto me ofendía. Pues una tarde... Dejadme tomar otro aliento, que esto es gravísimo. Una tarde, digo, iba yo acompañando a mi novia desde Durango a Santa Polonia. Una fatalidad benigna nos dejó solos, pues los padres iban delante con el carro cargado de aprestos de fábrica, herrajes, maderas, para una obra que habían emprendido en la mejor de sus casas. Charloteaba yo con Facunda, dándole lección de lengua castellana, y obligándola, con insistencia de dómine, a repetir temas y conceptos de uso constante en la conversación. A propósito estiraba yo mi acción escolar para retrasarnos en el camino y ponernos a mayor distancia de los padres. Dos criados que nos seguían con un borrico, cargado también de material, pasaron delante de nosotros, y en esto, atardeciendo, atravesamos un grupo de nogales que con su sombra anticipaban la noche y convidaban al descanso. Díjome Facunda que aquellos nogales y otros que más allá se veían eran suyos. Entrome con esto un vivo afán de posesión de la tierra y de lo que no era tierra. Y pues esta y los ganados, el fruto vegetal y la carne animal habían de ser míos, bien podía tomar posesión de todo en aquel instante.
Apenas pensado el propósito mío de hacer efectivos mis derechos, acudí a la práctica, declarando a Facunda la pasión violentísima que el lugar sombrío y apacible, el sosiego del campo y la hermosura de ella levantaron al modo de tempestad en mi alma. Observé que mis palabras ardientes en castellano declamatorio, parodia de las famosas endechas de don Juan Tenorio en el sofá, la impresionaron hondamente y la movieron a estupor y curiosidad seguida de infantiles risotadas. Estimando la actitud de Facunda como un principio de consentimiento, me lancé de las palabras fogosas a los actos atrevidos... Echele los brazos, y ello fue como si el algodón quisiera ceñir y sujetar el acero. Facunda, sin dejar de reír como una chicuela, se defendió de mí con rápida zancadilla. Caí al suelo en postura poco airosa... Quise levantarme... Facunda, con vivo juego de infancia campesina, me volvió a dejar tendido y sin gobierno de mis piernas, y cuando yo, vencido y maltrecho, pedía misericordia, me increpó y vilipendió con horroroso traqueteo de frases de burla en vascuence. Comprendí que jugaba conmigo, y que celebraba con algazara jocosa el triunfo de su fortaleza sobre mi debilidad miserable... Terminó el juego desliándose de la cintura un cordel y atándomelo al tobillo sin que yo pudiera evitarlo... Me ayudó a levantarme, y arreándome con su varita, me llevó por delante. No me quedaba otro recurso que aceptar el juego y seguir la broma. De la boca de Facunda salió una frase que me dolía más que la caída y los varetazos. Haciéndome el tonto, y fingiendo alegría, traduje a mi modo la frase. Creo que no era infiel esta versión: «Vean, vean el cochinito que he comprado en la feria... A mi casa lo llevo... Tres duros me costó... Engordarelo para San Martín. Cochinito, arre...; arre, charrichu».
Llegué al caserío renegando de las bromas de la zángana Facunda, aspeado de la prisa con que me llevó haciendo el charrichu. Quisieron los padres que me quedase a cenar con ellos; mas yo, pretextando quehaceres en casa y órdenes de mi hermana, me volví a Durango por el mismo caminito llano, a trechos sombreado por nogales corpulentos. Si aquellos hermosos árboles no me fueron propicios, otros más arrimados al monte habían sido mis sagrados bosques citereos, y váyase lo uno por lo otro. Yo podía vanagloriarme de más de tres y más de cuatro conquistas en la soledad nemorosa.
Añado ahora, como dato interesante, que después de mi frustrado ataque a la virtud de Facunda, esta empezó a mostrarme afición, y a gustar de mi compañía y lecciones; ya no se burlaba de mi estatura mezquina, ni me daba a entender que era poco hombre para su corpulencia. Esto me envanecía; mas no cambiaba mi invencible repugnancia de hacerla mi esposa, por incompatibilidad o desproporción muscular y sanguínea. Bestias había yo conocido que no me desagradaban. Bien vengas, bestiezuela, para el amor, mas no para el matrimonio.
A los tres días de hacer yo el cochinito, supimos que en un lugar de Navarra llamado Oroquieta, había dado el General Moriones un tremendo palizón a los carlistas, echándolos a la frontera con su iluso rey, desvanecido por la adulación de sus prosélitos montaraces, y por el estímulo de las plumas y voces que en Madrid movía la turba de neocatólicos y tradicionalistas hidrófobos, explotadores de la religión como resorte de absolutismo. El desconsuelo y turbación que tal noticia produjo en la villa de Durango, y marcadamente para mí en nuestra tertulia o cabildo de ojalateros, ignorantes de cuanto concierne a gobierno de pueblos y al fuero de ciudadanía, no es para referido. Unos clamaban, otros gruñían... Llegó mi cuñado Zubiri, desarmado, rabioso, sin que la vista de su hogar y de su familia le consolase del porrazo recibido en lo más delicado de su amor propio y en lo más duro de su barbarie.
Por no desentonar en el coro, yo me mostré afligidísimo, como si la derrota de Carlitos VII me quitase la breva de ser su Ministro Universal; mi padre era la imagen de la consternación paralítica y estupefacta, cual si oyera el son terrorífico de las trompetas del Juicio final. Todos se hallaban igualmente cariacontecidos, incluso el cura Choribiqueta, aunque este lo hacía por comedia, pues cuando salimos, y a discreta distancia de mi casa nos hallamos, rompimos los dos en la misma exclamación: «¡Tenía que suceder!». Sin disimular su alegría, el valiente clérigo me dijo: «¿Estaba yo en lo cierto, querido Tito? ¿Se puede esperar algo de un Carasa, de un García, de un Urraza? ¿Cabe en lo humano que nos traigan la Monarquía de Dios las cabezas más vacías que tenemos en nuestra tierra?... Amigo, cada día me encontrará usted más aferrado a mi tema. Dios no quiere que haya dos epopeyas dentro de un siglo».
-En el otro será, don José Miguel.
-En el siglo XX resucitaremos..., lo creo como si lo estuviera viendo...; resucitaremos los soldados de la fe para traer a España el Reino de Dios.
Por la tarde fui con mi padre a visitar al amigo Choribiqueta, que a la hora de ritual nos dio chocolate con exquisitos bizcochos. Y tomando los tres el Guayaquil, repitió don José Miguel los solemnes conceptos sibilíticos que había expresado ante mí... Entusiasmado quedó mi buen viejo, y no sentía sino que él no fuera también resucitado para ver la maravilla del siglo XX. Al volver a casa, le vi engolfado en soliloquios que eran destellos de la misma idea consoladora... Llevándome a su cuarto a la hora de acostarse, tomó el tonillo más patético y dulce para decirme: «Tito, hijo mío, ya que trayéndote a esta tierra de la virtud y de la fe, te hemos curado de tus desvaríos, yo te ruego que apliques tu ingenio y dotes oratorias a ilustrar a estas buenas gentes sobre aquel punto de la venida del Reino de Dios. Tus ideas han cambiado de una punta a otra del pensamiento. Eras hereje, y herejías y locuras y pestilencias predicaste. Hoy eres creyente y acatas la ley divina. ¿Qué trabajo te cuesta regalarnos con un buen discurso que instruya y consuele? Yo me he cansado de decir a todos los amigos de acá que eres un verdadero pico de oro, que en Madrid entusiasmas, y que alguna vez te sacaron en hombres tus oyentes. Pues si tales triunfos obtenías cuando predicabas la mentira, ¿qué tendrás ahora, reformado y arrepentido, proclamando la verdad? Yo, sin esperar tu consentimiento, he dicho que mañana por la noche nos darás una conferencia en la sala de esta casa, que es bastante capaz... No, no me vengas con repulgos, ni arrumacos de falsa modestia. No, Tito...; yo he anunciado la plática tuya, y no has de dejar mal a tu padre. Di que sí. Tienes la noche y todo el día de mañana para prepararte. A más de los amigos, que ya están en el ajo y esperan la función como pan bendito, convidaré a las personas principales del pueblo, sacerdotes, señoras..., señoritas...».
No dijo más. Lo pensé un instante, y accedí, representándome la sala, mi sermón, mi triunfo...