Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco


4.ª editar

RUJERO, ALFREDO.

(Atraviesa el teatro y se sienta al otro estremo).


RUJERO.- (No me ha visto aún).

ALFREDO.- El mismo hecho..., el mismo principio en todas partes... ¡La fatalidad!... ¿Será, por ventura, la fatalidad la única ley del mundo? ¿No seremos todos sino débiles instrumentos de su poder; vanos juguetes de sus arcanos misteriosos?

RUJERO.- (No sé si interrumpirle...)

ALFREDO.- Entonces..., la virtud no sería más que un nombre vano; y esta lucha en que consumo mis fuerzas, el delirio de una necia vanidad... Entonces..., no habrá remedio: yo seré arrastrado, como la rama que cayó en el torrente..., despedazado, como la garza cojida por el halcón... Esta garza y este halcón: ...en vano quise impedirlo: ...su destino... Mucho mal, mucho mal me han hecho... No puedo desterrarlos de mis memoria!

RUJERO.- (Es forzoso arrancarle a sus cavilaciones). -Me perdonaréis si me llego a interrumpiros... Pareciome, haber observado tal palidez en vuestro semblante...

ALFREDO.- ¡Puede ser!

RUJERO.- ¿Os sentís con alguna incomodidad? ¿Padecéis acaso?... Pero ¡necio de mí!, ¿cómo he de tener duda en vuestros padeceres? ¿Pasa un día, una hora, un solo momento, en que vuestro corazón no esté desgarrado?... En vano queréis ocultármelo, Alfredo: no es fácil que yo me equivoque sobre los afectos de vuestro corazón... Sin embargo, me parecéis tan abatido esta tarde!...

ALFREDO.- ¡Rujero!..., nosotros hemos hablado varias veces de la fatalidad y del destino..., y concluíamos siempre por despreciar estas ideas... ¿Crees tú que tuviésemos razón?...

RUJERO.- Sí..., ciertamente..., lo creo...

ALFREDO.- Escucha. -Salía yo esta tarde a cazar..., no por cazar..., ¿qué sé yo por qué?... Apenas me había retirado cincuenta pasos del castillo, cuando una bellísima garza, la más hermosa que he visto en mi vida, vino a presentarse delante de mí... Mi primer movimiento fue soltar sobre ella el halcón, cuyos ojos centelleaban de alegría al contemplarla... A este impulso sucedió una idea de lástima: tuve compasión de su inocencia, y reprimí mi movimiento... Volví el caballo en otra dirección..., pero la garza voló también acia aquel lado... Me dirijí nuevamente por allí... Esta constancia de buscar la muerte, este empeño de ofrecerse al peligro, me empeñó más en salvarla... Decidime a volver al castillo: ...entonces desapareció..., y mi corazón descansaba, libre del peso horroroso que le oprimiera: ...Casi tocaba a la puerta, cuando se me presenta otra bandada..., suelto el halcón se lanza sobre ella: ...un instante, y ¡ya no existía!... ¡Rujero! ¿Quién impelía a la garza, para que se precipitara a su muerte?..., ¿quién ha burlado mis esfuerzos por salvarla?

RUJERO.- Nuestra vida está llena de misterios..., ¿quién puede dudarlo, Señor?..., pero no, no nos impele una potencia irresistible... Siempre tenemos fuerza para defendernos..., siempre, para quebrantar y sacudir el yugo de las pasiones.

ALFREDO.- Tú no sabes, Rujero..., tú no sabes lo que son las pasiones... Tú no has esperimentado sino pasiones fáciles, inocentes, capaces de un lejítimo desahogo... ¡Pero yo!...

RUJERO.- ¡Vos!... Ya lo sé, Alfredo..., vos... ¡Y bien!..., para este caso es el esfuerzo... Es necesario que las dominéis... Es necesario que lanzéis de vuestro pecho lo que nunca ha debido entrar en él...

ALFREDO. (Levantándose furioso).- ¡Rujero!

RUJERO.- Podéis hacer lo que os parezca... Si porque he adivinado los combates de vuestro corazón: ...si porque quiero fortificar vuestros sentimientos de rectitud: ...si porque deseo libertaros del precipicio a cuyo borde marcháis..., os place también atravesar con ese acero al amigo de vuestra infancia... Entonces creería haberme equivocado, y pensaría que ya habíais caído en una sima horrorosa, de la que fuera en vano quereros retirar.

ALFREDO.- No... ¡Rujero!, ¡no!... ¡Mis manos son todavía inocentes!

RUJERO.- Y vuestro corazón también... El que combate no está vencido aún, y puede prometerse la victoria... ¡Alfredo!, es menester salvaros...

ALFREDO.- ¡Rujero!..., ¡amigo mío!

RUJERO.- ¡Llorad..., sí..., llorad!, esas lágrimas son la prenda del triunfo... No las habíais derramado en mucho tiempo; y ved ahí el motivo de mis temores...

ALFREDO.- ¡Ay!, tú no sabes el combate atroz que desgarra mi pecho: ...tú ignoras los furores de la pasión que me consume... No es una pasión humana; es un amor frenético, infernal: es una llama irresistible: es un ascua de hierro candente, enterrada dentro del corazón... En vano la he combatido, Rujero: en vano he luchado con todas mis fuerzas: en vano he llamado a mi socorro los auxilios de la razón y de la virtud... El acero se clavaba más profundamente: el ascua abrasaba con más intensidad mis entrañas... No creas que me desconozco... Yo he sido bárbaro, bárbaro contigo, bárbaro con todos los que me rodean. En el estravío de mi imaginación, buscaba en esa barbarie la fuerza que me faltaba para resistir... Yo he trastornado todos mis hábitos: he buscado la distracción en otras aficiones..., ¡tal vez hasta en otros vicios!... ¡Insensato! ¿Dónde ocultarse de sí propio?, ¿dónde olvidar un pensamiento, cuando él solo forma nuestra existencia?

RUJERO.- ¡Alfredo!

ALFREDO.- ¡La fatalidad, Rujero!, ¡la fatalidad!..., ella domina el universo..., ¡ella sola!... La garza buscaba al halcón; y en vano, ¡en vano procuraba yo impedir su muerte!... ¿Quién la fascinaba?..., ¡la fatalidad! Ella me conduce, ella me impele con su brazo de hierro... Mi resistencia..., ¿de qué sirve mi resistencia?... Sólo he de hacer más áspera, más desgraciada, más estrepitosa mi caída.

RUJERO.- No, Alfredo: es necesario salvarte..., y tu amigo tiene derecho para exijirlo de ti, para compelerte a ello... ¡Lejos de nosotros esa femenil debilidad!... Hablas de tu resistencia: dices que es inútil..., y ¿qué has hecho para resistir?... El hombre combate cuerpo a cuerpo las pasiones, y no se deja rendir por ellas. Si tú hubieses ya sucumbido, si hubieran principiado a arrastrarte..., entonces sí que no sería ya tiempo. Pero aún no ha llegada ese caso: aún puedes..., aún es necesario salvarte... ¡Hijo de Ricardo!... ¿Tiemblas?, ¿te estremeces a este nombre?... ¡Bien!, estremécete, y escúchalo..., escúchalo, para tenerlo siempre delante de los ojos... ¡Hijo de Ricardo!..., ¡es menester que huyas de la viuda de tu padre!

ALFREDO.- ¡Calla, calla!... ¡Rujero!... Que ese nombre no suene en tus labios..., jamás ha sonado en los míos... Que no le oigan..., ni los árboles, ni estas columnas, ni el viento que nos rodea... Que no sepan mi infamia..., que no repitan mi nombre como el horror y el oprobio del mundo... ¿Ignoras que si otro que tú le hubiese pronunciado..., si otro hubiera conocido mi crimen...?

RUJERO.- Cálmate, amigo, cálmate... Jamás saldrá de mis labios una espresión indiscreta..., jamás. Pero es necesario que me obedezcas: exijo de ti la promesa formal..., el juramento de verificarlo.

ALFREDO.- Habla..., estoy resuelto a cumplir todo lo que me ordenes.

RUJERO.- Júramelo por tu honor..., por nuestra amistad..., por la sombra de tu padre.

ALFREDO.- Sí, sí: lo juro..., y si no lo cumpliere, véame deshonrado a la faz del universo, y cubierto de infamia y de baldón.

RUJERO.- En nombre de tu padre..., al nacer el día..., ¡parte para la Tierra Santa!

ALFREDO.- ¡Rujero!

RUJERO. (Durante esta escena ha salido la luna). ¡No más!