Los de la anterior, JORJE, BERTA.


ALFREDO.- ¿Dícenme que preguntabais por mí...?

JORJE.- ¿Sois vos Alfredo?

BERTA.- ¿El hijo de Ricardo?

ALFREDO.- ¡O Dios! ¿Conocéis a Ricardo?, ¿a mi padre? ¿En dónde está? ¿Cuándo le habéis visto?... ¡Por piedad, Señora!...

JORJE. (Tomándole la mano).- ¡Joven!... Es preciso someternos a la voluntad de Dios!

ALFREDO.- ¡Qué palabras! ¿Lloráis, Señora?... ¡Vos también estáis enternecido!... Rujero..., mi padre... (Jorje señala con la mano el cielo). ¡Ha muerto!

JORJE.- Sí..., vuestro padre ha recibido ya el premio de sus virtudes!

ALFREDO.- ¡Y yo no he podido estrecharle entre mis brazos! ¡Y sus ojos habrán buscado los ojos de su hijo, antes de cerrarse para siempre! ¡Y tal vez habrá acusado mi neglijencia y mi molicie!... Mas decidme, estranjero, ¿es cierto?, ¿estáis seguro de que es verdad? ¿Cómo lo habéis sabido? ¿Le conocíais acaso?...

JORJE.- Sí, Alfredo: yo le conocía; y lazos muy sagrados me habían unido a él... Cuatro años hace, desde mi llegada a la Palestina, hemos combatido juntos contra los enemigos del nombre cristiano. El sitio de Tolemaida inmortalizó la gloria de vuestro padre, bajo la denominación del caballero de las armas negras.

ALFREDO.- ¡El caballero de las armas negras!

JORJE.- Ese era el nombre con que se le conocía... Una promesa le obligaba a ocultar el suyo; y yo soy el único cruzado a quien lo ha descubierto.

ALFREDO.- ¡Padre mío!... Así nos era imposible saber de su existencia!

JORJE.- Pude prestarle en cierta ocasión algún servicio, y contrajimos la más sincera amistad. -Mi hermana Berta me había seguido a los Santos Lugares; viola Ricardo, y quiso que nos uniésemos más indisolublemente. Berta fue su esposa..., vuestro padre me llamó su hermano.

ALFREDO.- ¡Vos, señora!, ¡vos!

BERTA.- Sí, Alfredo... En mí tenéis a la desgraciada viuda de Ricardo.

JORJE.- Dispuso vuestro padre volver a Sicilia, y nos embarcamos en un navío jenovés que partía de Tolemaida. A las pocas leguas de navegación, dimos en medio de la flota del Saladino. Nos defendimos valerosamente como caballeros de la Cruz; pero nuestra galera fue abordada por tres a un tiempo, y al cabo los infieles se apoderaron de ella. Nosotros fuimos cautivados y cargados de cadenas: vuestro padre... pereció combatiendo.

ALFREDO.- ¡Dios mío!

JORJE.- Yo le vi caer a mi lado, abierto el pecho al golpe de una cimitarra..., todos le vimos espirar..., todos envidiamos su suerte, que le libertaba del cautiverio, ¡y le aseguraba la corona de los mártires...!

ALFREDO.- ¡Sí, es envidiable!..., ¡su suerte es envidiable! ¡Lágrimas sobre nosotros que le perdemos...! Pero él..., él ha muerto como cristiano: ha caído como caen los valientes... Su nombre resplandecerá cubierto de inmarcesible gloria..., su muerte servirá de ejemplo a los que combaten por el triunfo de la Cruz...!

JORJE.- Dos meses hemos yacido en duro cautiverio, hasta que unos caballeros de la redención ajustaron nuestro rescate. -Las galeras de San Juan iban a salir para Palermo: en ellas hemos venido... Ayer desembarcamos en las costas de Sicilia.

ALFREDO.- ¡Bien venidos seáis, pues, a este palacio..., tan vuestro, Señora, como mío. La que mi padre elijió para compañera de su vida, debe considerarse en él como soberana... Sin embargo, una entrada más lisonjera, más triunfal, os hubiera deseado... ¡En este día todo debe ser luto y desconsuelo!... Lloraremos todos..., ¡lloraremos al que llenaba nuestros corazones, y no volveremos a ver más!... (Éntranse).