Alejandro Dumas hijo: 01

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España


ALEJANDRO DUMAS HIJO.

«Le jeune Dumas fils, silencieux et
méditatif, qui se recueille autant
que sont père se répand, et qui ne
sort, aprés trois cent soixante-cinq
jours, de son repos, qu'avec un
chef-d'oeuvre de nouveauté, d'in-
vention et de goút dans la main.»
Lamartine.
(Cours de Litt. entr. XL)


Asistía yo cierta noche, por vez primera, á uno de los conciertos imperiales de las Tullerías. Para el observador indígena, cuya posición oficial ó cuya importancia y relaciones sociales le brinden constantemente abiertos los salones de la actual Corte de Francia, no es difícil comprender que aquellas fiestas tengan su único ó su principal interes en la escogida música que en ellas ejecutan los primeros instrumentistas de Europa. Y esto, suponiendo en el asistente á que me refiero, culta y digna afición al arte divino de la armonía; porque si no la tiene, si es simplemente un personaje vulgar que cumple en tales espectáculos, sin entusiasmo alguno, el deber de su exhibición, arrostrando con la resignación del fastidio todas sus consecuencias, entónces debe tener los referidos conciertos por la última palabra de lo desesperante. Figúrese el lector un largo salón, iluminado lo bastante para denunciar al más miope el cuello de la casaca ménos raida, ó la imprudente blancura de la mejor teñida cana; atestado en toda su longitud de lujosos bancos que no dejan entre sus dos grandes grupos de derecha é izquierda más que el espacio preciso para que se entre, uno en fila, á buscar plaza; y sentada, prensada, compacta, inmóvil y silenciosa sobre estos bancos, una parte de la humanidad lujosa, obligada á ver, oír y callar durante dos ó tres horas, pasadas las cuales tiene que apresurarse á ocultar el traje arrugado ó el vengativo bostezo en el fondo del coche en que se vuelve á casa. Pues esto son, en resúmen, las célebres fiestas musicales de Tullerías; y aunque en rigor no se diferencian de sus semejantes en otros países, no por eso dejan de hacer buena mi afirmación respecto al inevitable aburrimiento con que deben presenciarlas los que, teniendo la desgracia de formar parte obligada de su concurso, tienen asimismo la de no ser sensibles á la influencia mágica de la melodía; cosa que, como es sabido, y para eterna humillación del hombre, acontece á muchos sujetos respetables. Claro es, pues, que no pudiendo gozar con el motivo, y no presentándole esas solemnidades los usuales efectos de los otros espectáculos cortesanos, el político que en ellas tiene que guardar in pectore sus proyectos teóricos y sus ardides prácticos, el héroe que no puede relatar de nuevo sus sacrificios, el diplomático que no puede servir á su Gobierno y servirse á sí mismo en aquel instante, la beldad poniente que no puede demostrar, al menos en un triste paseo, la prolijidad química de su toillette; la tímida doncella que ni siquiera tiene la suerte de poder ejercitar la telegrafía magnética de sus ojos con el cómplice de su pensamiento; el elegante, en fin, que medio asfixiado bajo una inmediata falda de gasa, ve frustrarse lo mismo el esmero puesto en la confección del lazo de su corbata, que la trascendencia de sus planes calaverescos; todas las entidades, todos los elementos, todas las unidades, todos los componentes, altos ó bajos, sabios ó necios, con brillo propio ó prestado, que constituyen esta clase de reuniones; por muy pocas entrañas que tengan, tienen que darse al mismísimo diablo de la contrariedad. Explicándome esto una aristocrática dama francesa, con la más melancólica de las ingenuidades, me decia una vez: — ¡Dios mio! (ya sabrán VV. que el mon Dieu! es la exclamación por excelencia del estilo de buen tono), yo no sé por qué la Emperatriz Eugenia ha pensado y reincide sistemáticamente en estas fiestas insuficientes, nadie se lo agradece.

Y yo creo que tenía razón.