Aita Tettauen/Tercera parte/VII
Tercera parte - Capítulo VII
editarAl caer de la tarde, entre cinco y seis, cuando ya el sol trasponía, dorando las cumbres de El Dersa, nos tiramos al suelo en un recuesto seis o siete hombres que caminábamos juntos. El herido que dos de nosotros transportábamos por turno se nos quedó muerto, y desembarazados de la carga (dejándole junto a un árbol, acompañado de otros que los delanteros soltaban conforme morían) nos dimos un rato de reposo. Boabit Musa, comerciante de Rabat, amigo mío, sacó del zurrón con su mano ensangrentada unas naranjas que repartió, y chupando su ácida frescura departimos sobre lo pasado y lo futuro. Bu-Haman se lamentó de que en poder de los cristianos quedase el sin fin de tiendas de nuestros cuatro campamentos, y las provisiones ricas que en ellas teníamos. Era un dolor perder tanta riqueza y hermosura. El Yemení, negro del Sus, no podía echar de sí la visión horrible del furioso ataque de los españoles. Lo que vio en aquellos momentos de sublime espanto, quedó impreso en sus ojos, y del espanto no se aliviaba sino refiriendo lo que aún veía. Y con tal viveza lo narraba, que los demás creíamos haberlo visto. En la tronera o boquete del parapeto estaba El Yemení cuando Prim, con gallardo atrevimiento, se metió a caballo en nuestro campo. La sorpresa misma de tal audacia impidió matarle en el instante de su aparición. Luego se fue a él, yatagán en mano; pero a punto entraron detrás de Prim seis, ocho, diez de aquellos voluntarios que llaman catalonios, hombres fornidos, con un gorro morado y luengo a manera de bolsa, que les cae para delante o para detrás según mueven la cabeza... Ha contado El Yemení que él solo mató a cuatro de aquellos malditos, hundiéndoles su cuchillo en el vientre o en el costado... A uno de estos lo mató en el mismo momento en que él mataba a un riffeño. Fueron dos muertes entrelazadas, como las rayas de un arabesco... Antes de esto vio a los catalonios de las primeras filas caer en un charco de agua honda, y sobre los cuerpos caídos pasar los demás como por un puente... En esta disposición los fusilaban desde el parapeto, cuando se metió Prim como un terrible diablo contra el cual nada podían. Llevaba consigo un espíritu malo, pues le tiraban golpes y tiros, y no podían herirle.
Y Boabit Musa refirió que de los gigantes catalonios habían muerto la tercera parte, o más, pues caían como moscas. En una trinchera de Casa de Assach había visto a O'Donnell echando llamas por los ojos y por la boca. Podía jurarlo... Una compañía de cazadores había entrado tras él. Mataron moros muchos; pero estos no se dormían, porque allí quedó el capitán de la compañía, todos los sargentos, y más de treinta soldados. Boabit mató cuantos quiso, y de ello estaban sus manos teñidas de sangre. Otro que venía con Boabit, y que yo no conocía, refirió que en Torre Geleli entró un General, que según dijeron es hermano de O'Donnell, llevando consigo un batallón, del cual murió la mitad para que la otra mitad pudiera llegar hasta la misma Torre. Al que esto contaba le diputé por renegado, fijándome en las exclamaciones españolas que entre frase y frase ponía. Interrogado acerca de su condición, nos reveló su origen cristiano, y yo caí en la cuenta de que él fue quien, al iniciarse la retirada, blasfemó al lado mío, haciéndome blasfemar a mí. Aquel maldito español fue el causante de que mi boca se disparara en insultos desvergonzados contra el Excelso... A pesar de esto, quedamos amigos, y como El Gazel, que así se llama, dijese que en cuanto fuera de noche entraría en Tettauen, donde tenía que mirar por algunos efectos de comercio guardados en su almacén, entre ellos tres sacos de almendra, me animé yo a ir con él, pues me convenía dar un vistazo a mi casa y a mis sagrados intereses.
En esto llegaron otros amigos, de los últimos en la fuga, y con ellos venía Sid Afailal, hijo de un famoso sheriff y más aficionado a la Poesía que a la Guerra. Venía como loco, dando gritos y extendiendo los brazos, ya para increpar a los que entregaban al cristiano la bella ciudad, ya para dirigir a esta, que entre sombras se veía melancólica, dulces requiebros amorosos. Callamos oyéndole, pues aquel hombre que clamaba con poéticas voces en medio de los caminos, poseía seductora elocuencia; los heridos se reanimaban oyéndole, y hasta se creería que los muertos ponían atención al vago discurso difundido en la noche. Leed aquí, señor, lo que el mágico poeta cantaba con entonación solemne que a todos nos hizo derramar llanto de ternura: «Dime, Allah, ¿por qué has desbaratado el Ejército de la Fe?, ¿por qué lo has expuesto a tantas calamidades?, ¿por qué has rebajado una tan gran dignidad entregándola a un enemigo que no vale ni sus desperdicios?». Así declamaba con mística exaltación, mirando al cielo, elevadas con rigidez ceremoniosa las palmas de sus manos. Luego se volvía hacia Ojos de Manantiales, y con plañidera y delgada voz le decía: «Tú, que has sido siempre pura como paloma blanca, o como el turbante del Imam en el Mumbar (el sacerdote en el púlpito); tú, que eras un jardín espléndido y hermoso, cuyas flores sonreían de felicidad como un lunar en la mejilla de una desposada; tú, cuya belleza es superior a la de Fez, Egipto y Damasco, ¿qué es ahora de ti?». Oyendo estos bellos canticios, lagrimones como puños brotaban de nuestros afligidos ojos, y el pecho senos oprimía. Volvíase luego el poeta hacia nosotros, y nos declaraba que Tettauen era víctima del mal de ojo, y que padecía la misma suerte que la fabulosa heroína Zarka El Jamama. Los españoles no eran más que unos infames hechiceros que habían hecho mal de ojo al Islam... La emoción no nos permitió añadir comentario alguno a las sublimes inspiraciones del tierno poeta, que luego se volvió otra vez hacia la ciudad arrancándose con esto: «¡Oh país de la felicidad y del placer! Si la estrella de tu buena suerte se ha eclipsado ante los resplandores de otra estrella de fatalidad, pronto nacerá una luna que con su esplendor borre las tinieblas presentes». Esto dijo el exaltado poeta. Le besamos la orla de la chilaba, y él siguió, hasta encontrar más moros fugitivos a quienes obsequiar con las mismas cantinelas.
Cuando le vio lejos, Bu-Haman me dijo: «Yo soy el único que no se ha conmovido con los gritos de este farsante. Ya sabes que el Korán habla pestes de los poetas. Los demonios malos inspiran a los hombres mentirosos, estos a los poetas que andan declamando por los caminos, y a los musulmanes extraviados que les aplauden y los siguen».
A esto replicó El Yemení que los poetas deben ser oídos con deleite y respeto, porque a ellos desciende el espíritu de Allah. El que acabamos de oír, Sid Afailal, es hijo de un veneradísimo Sheriff el-baraca, llamado así porque Allah le ha concedido la facultad de hacer milagros. Puede hacer todos los milagros que quiera; pero él es tan modesto que nunca los hace, o los hace en familia, para que no sean milagros públicos... Algo dijo el camellero Bu-Haman sobre la milagrería corriente en el Mogreb; pero no pudimos enredarnos en discusiones sobre tan grave punto, porque los compañeros querían seguir para reunirse a los Príncipes y acampar con ellos. El Gazel y yo les deseamos la paz en el paso del arroyo de Samsa, y retrocedimos, entrando en Tettauen por la Puerta de Fez.
¡Allah soberano, Allah justiciero! Descienda tu infinita misericordia sobre la muchedumbre de nuestras iniquidades, y lávanos de ellas... No tenemos palabras con que implorar tu clemencia al ver los infortunios que ha derramado tu justicia sobre la inocente Tettauen. ¿Por qué, Señor, desatas sobre tu hija predilecta las furias del Infierno? ¿Quiénes son estos enemigos que la hieren, la deshonran y la ultrajan? No son, ¡ay!, los feroces secuaces del Hijo de María, no los infieles, no los idólatras, sino nuestros propios hermanos, o quizás genios diabólicos disfrazados con figura y rostro del Islam.
No habíamos dado veinte pasos en el interior de la ciudad, cuando vimos los efectos del plebeyo desorden que en ella reinaba, y mi compañero, el renegado El Gazel, cuyo verdadero nombre es Torres, sin poder reprimir el grito de la raza que del alma le salía, exclamó en español: «¡María Santísima... tenemos aquí la canalla!... Me cisco en Allah y en la pendanga de su madre. ¿Pero no ves, no ves? Por aquí ha pasado el demonio».
Exhortele yo a ser más comedido y limpio en su lenguaje, y seguimos por las calles tenebrosas, tropezando en objetos mil abandonados, en figuras yacentes que exhalaban quejidos, en muertos que no decían nada, en escombros y maderas a medio quemar. Ante tanta desolación, no tuve otro pensamiento que dirigirme a mi casa, próxima al palacio Imperial. El Gazel corrió a la suya, cerca de la gran Mezquita. Nos separamos... Al pasar yo por la Alcaicería, halleme entre un miserable gentío que con grande algazara se arremolinaba en torno a una puerta, de la cual salía humo. Mujeres, viejos y chiquillos clamaban desconsolados. Los bárbaros montañeses habían huido por Bab Eucalar después de pegar fuego a varias casas, llevándose lo que de algún valor encontraron en ellas. Ansioso de llegar a la mía, tuve la suerte de encontrar a Ibrahim, que me anticipó la tranquilidad que yo buscaba... Ningún atropello había sufrido mi vivienda, según me contaron mis sirvientes y la esclava, por lo cual me apresuré a dar gracias a Dios pidiéndole además que en lo restante de la noche me librara de toda maldad.
Díjome Ibrahim que Muley El Abbás acamparía probablemente a orillas del Busceha, y que sus tropas no guardaban ninguna disciplina. Multitud de montañeses se habían quedado en las afueras de Tettauen, por Occidente, y cuando les parecía bien entraban en busca de comida, muertos de hambre y locos de rabia. Al tiempo que esto escuché, oí el cañón de la Alcazaba, que con jactancia estúpida seguía mandando balas al campo español, horas antes campo moro, seguramente sin hacer daño alguno, pues las balas habían de caer frías y desmayadas como las maldiciones del vencido moribundo. Al ser conocida la derrota de los musulmanes, había en la ciudad partidarios de la resistencia; pero después de los escandalosos desmanes ocurridos al anochecer, ya no hubo ningún tetuaní de mediano pelo y posición que no deseara la entrada de los cristianos.
Informáronme también mis servidores de que multitud de menesterosos moros y hebreos habían ido a mi casa durante el día, creyéndome allí, en demanda de socorro. ¡Infelices! Conocían el fervor musulmán con que practico la limosna, y acudían a mí. Sólo restos guardaba mi despensa; pero de ellos participaron los que padecían hambre. Mis criados hicieron lo que habría hecho yo si presente estuviera. Entre los pedigüeños estuvo la hechicera Mazaltob, que reiteró sus ansias de verme y hablarme. Creyendo que la engañaban al decirle que estaba yo en el campo de batalla, se metió por todos los aposentos y rincones en busca mía. Lo que buscaba no encontró; pero sí un gran trozo de mharsha (pan de cebada) como de media libra, y unos pastelitos dulces y ya revenidos (el macrod). Todo se lo apropió gozosa antes que se lo dieran, y partió veloz, dejando en mis criados la mala impresión o sospecha de que, al recorrer sola las estancias, patios y corredores, pudo dejar en alguna parte de mi vivienda la huella maligna de su espíritu dado a los demonios. Sobre este punto tranquilicé a mis buenos sirvientes, asegurándoles que mi fe musulmana es escudo mío y de mi familia contra las asechanzas de los hijos del fuego.
Largo rato estuve en mi casa, meditando en las calamidades horrendas que Allah nos enviaba como llamas de purificación, y buena parte de aquel rato dediqué a implorar la clemencia del Augusto Criador por el pecado de ultrajar su nombre con dicterios inmundos, al lanzarme a la fuga después de la batalla. Cumplidos este deber y el de mis abluciones, tomé algún alimento para repararme de tanta debilidad, me vestí de limpio, y salí acompañado de Ibrahim, el cual me indicó que en la morada de Ahmed Abeir se congregaban los principales de la ciudad para ver qué determinaciones se tomarían ante el peligro de los desmandados riffeños por una parte y de los cristianos por otra. Palpando la obscuridad avanzamos por las angostas calles; a cada paso nos detenían informes bultos yacentes, otros movibles. Uno de estos, que nos infundió pavor supersticioso, resultó ser un pobre burro abandonado. El hambriento animal fue largo trecho detrás de nosotros, como pidiéndonos que le diéramos de comer. No me sorprendió la escasez de perros en las calles: los suponía, según el dicho de Bu-Haman, apegados a las abundancias del campamento español. A lo mejor, de los montones de escombros o de muebles hacinados salían lamentos débiles, la voz ahilada de algún mendigo anciano, o de pobres ciegos que imploraban socorro. Limosna de pan querían, no de dinero, y aquella no podía yo dársela, porque el comercio estaba paralizado y en las tiendas no había provisión de ningún comestible.
Para ir a la casa de Ahmed Abeir, que vive cerca de Bab-el-aokla, habíamos de pasar por el Zoco. Allí nos salieron al encuentro moros haraposos y judíos de ambos sexos gritando con voces desesperadas: «Paz, Señor. Abrir puerta españoles». Esta súplica vino a mis oídos en las dos lenguas, árabe y judiego-española, y en las dos contesté yo: «Confiad en la autoridad, que resolverá lo que convenga». Mi respuesta les exasperó más, y allí fue el maldecir a Muley El Abbás, al Bajá, y a los hombres tercos que, guarecidos en la Alcazaba, sostenían una sombra de poder irrisorio... No era mi ánimo detenerme a escuchar lamentaciones agoniosas, ni relatos de desdichas que no podía evitar. Pero me vi rodeado de pobres viejos moros, del comercio menudo, amigos y clientes míos, que lloraban por sus miserables tiendas del Zoco, saqueadas y destruidas aquella tarde. Habían llegado al punto anímico en que el sentimiento patriótico se contrae, se aniquila, desaparece, quedando en su lugar y dueño de toda el alma el sentimiento de la subsistencia y de la propiedad. Los que dos días antes llamaban perro al Español, ahora claman por él, pues aun siendo perro había de traer comida, y otra cosa que ellos no aciertan a definir, y es algo semejante a lo que los europeos llaman Orden público. «Que vengan -gritaban-, que vengan con justicia, y al ladrón, palo mucho».
Una mujer me tiró del jaique. «¿Eres tú Noche? ¿Y tu hermana Tamo? ¿Y tu padre Ha-Levy?». Con voz turbada, tartajosa, que expresaba el hambre en cada sílaba, la infeliz Noche me contó que ellas y su padre habían intentado la fuga, denque supieron perdida la batalla; pero en Bab Eucalar toparon una turbamulta que las metió para adentro. No eran montañeses todos los que entraban atropellando con griterío. También venían entre ellos mancebos tetuaníes de los que andaban en la guerra... Furiosos, insultaron a las dos hermanas tirándoles de la justata para desnudarles la pechera, y al padre le agarraron de las barbas canas sin respetar su vejetud... La pobrecica Tamo, al volver a casa, se había caído en un montón de maderos, desgobernándose un pie, y estaba cojosa; a su padre, cuando pasaban por el Zoco, un tropel de moríos jóvenes quiso tirarle a tierra, y uno de ellos le aderezó un palo en la cabeza, de lo que ha quedado el pobre adolorado, sin judicio... En la casa no habían dejado los robadores ni una hilacha. Todo, menos el oro que estaba soterrado, se lo llevaron. Tamo y Noche con su padre se habían refugiado en casa de Ahron Fresco, aonde juntadas familias muchas, podían defenderse si otra vez tornaban los malos. Lo que a todos más agobiaba era no tener nada de comida, pues a ningún precio se encontraba.
«¿Pero nada tenéis que pueda serviros de alimento -le dije-: higos, mojama, el gato?...».
-Nada hay en nuestra casa ni en la de Fresco más que las drogas que vendemos: azufre, aloes, incienso, agalla, matalahúva y zarzaparrilla... Con algún enjuagatorio de esto, refrescación de tripas, vamos engañando el hambre... Ven y verás nuestra miseria.
Respondile que no podía en aquel momento ir a su casa, por tener que personarme en la de Ahmed Abeir, donde los Principales estaban reunidos. Allí acordaríamos algo que aliviase la miseria y previniera nuevos desmanes. Seguí mi camino, apartando a un lado y otro los grupos de hambrientos y llorones. En casa de Abeir hallé unos catorce individuos, de posición los unos, otros dedicados al transporte comercial, como el renegado El Gazel (Torres). En pocas palabras me informó el dueño de la casa de que se había llegado al acuerdo de enviar al campo español, al día siguiente, una comisión de cinco vecinos con el fin de ofrecer a O'Donnell la entrega de la ciudad, siempre que el General español prometiese respetar vidas, haciendas y religiones. Más de tres y más de cuatro dijeron que en la embajada debía ir yo, a lo que me negué, alegando que he tenido cuestiones desagradables con españoles del comercio de Ceuta y de Algeciras, y que sonaría mal en los oídos cristianos el nombre de El Nasiry. Razones di con fundamento lógico y hasta con elocuencia, y por término de mi perorata propuse que fuese Torres en la embajada. Así se acordó. ¡Loores mil al Poderoso Allah!
Habíamos determinado lo que te escribo, ilustre Señor, sin contar para nada con los locos que aún seguían presumiendo y fanfarroneando en la Alcazaba. Mas era preciso que nos armáramos de valor, y nos atreviéramos a decirles que se retiraran dejándonos dueños de la plaza. Con otros dos fui comisionado para poner en conocimiento del Bajá y su tropa la destitución que acordó la Junta del Pueblo, cosa desusada en nuestras historias, y una novedad más que aprendíamos de los españoles. ¡Sobre todo los designios de Allah!
¡Con doscientos y el portero!, no me acobardé ante las dificultades de mi comisión, ni tampoco los que en ella habían de ser mis compañeros. Pero sucedió lo más inesperado y peregrino, pues sin duda Satán, que nos había hecho tan malas partidas en el curso de la batalla, también en aquella tristísima noche de la ciudad, ni vencedora ni conquistada, tramó los mayores enredos que pueden imaginarse. He aquí que apenas salimos a la calle los tres comisionados para colgar el cascabel en el pescuezo de los de la Alcazaba, oímos estruendo terrorífico de voces y vimos por encima de las azoteas resplandor rojizo de incendio... Corrimos hacia el Zoco, de donde al parecer venían la bullanga y el resplandor, y al pasar por un pasadizo cubierto de los que en la ciudad tanto abundan, distinguimos un bulto negro y pavoroso que hacia nosotros venía en la actitud más amenazante. Íbamos armados: requerí una pistola, di la voz de ¡quién vive!... Como no nos respondiera el terrible sombrajo negro, ya los tres en concertado movimiento nos lanzábamos hacia él, cuando del bulto mismo salió un formidable rebuzno que al primer sonido nos hizo estremecer de susto, después de admiración... Caso fue sobrenatural, según dijo uno de los tres, que creía en el poder de los genios maléficos para transformarse en pollinos. Era el infeliz asno que yo había encontrado no lejos de mi casa, y que recorría la ciudad buscando algo que comer. Más afortunado que los habitantes de la raza de Adán, aquel descendiente de la burra que habló, según nos dice el Pentateuco, había encontrado entre las basuras y escombros un montón de paja, en el cual metía con delicia sus desocupados dientes. Rebuznaba de júbilo triunfal.