Aita Tettauen/Tercera parte/VI

Tercera parte - Capítulo VI editar

Y en esto, como si de la sierra se desgajase uno de los montes más altos rodando en pedazos mil hacia el llano, vimos que se arrancaba nuestra Caballería en número de cinco mil jinetes, con infinidad de colorines y relumbrón de arreos y armas, corriendo a envolver a los españoles por su flanco derecho. ¿Cómo podrían contener los de O'Donnell este formidable pedrisco? Me han dicho que el suelo retemblaba, y que por el aire surcaban como llamaradas las exclamaciones de los jinetes, enardecidos por la fe y envalentonados por la seguridad del triunfo. Este hubiera sido grande y decisivo, si Satán, que entre las filas españolas andaba con todos sus diablos para dañar al Islam, no sugiriese a nuestros enemigos un infernal ingenio de guerra, el más indigno y bárbaro que puede imaginarse. El General de la Reserva, que me parece se llama Ríos, destacose del fuerte de la Estrella, que era el puesto que O'Donnell le había marcado, y disparó sobre nuestros cinco mil caballos, no balas o granadas, sino unos traidores cohetes que, corriendo y reventando por bajo, al modo de buscapiés, espantaban a los nobles animales y hacían imposible todo concierto en el ataque. ¡Maldito sea de Allah, y precipitado en la Géhenna (los Infiernos), el que inventó tales aparatos de confusión y burla canallesca! Contra esto nada vale el arrojo de los guerreros más audaces, nada las órdenes, planes y reglas de batalla. Desesperados, los jefes de la Caballería gritaban que no se tuviese miedo de los estampidos de los cohetes; pero los pobres caballos, como irracionales y privados de entender la palabra humana, no podían repararse de su terror, sintiendo que por entre sus patas se enredaban todos los demonios con carcajada de pólvora restallante y corrimiento de ruidos espantosos. No obstante, trabajo le costó al Cheje Ríos, con sus cohetes y sus batallones, atajar el empuje de nuestra Caballería, aunque esta se enroscaba en sí propia, y se dio el caso de que algún jinete, medio loco, hiriese a sus propios hermanos.

Satán o Eblis y todos los genios malos, creados del fuego, se concordaron para ayudar a los españoles. A los diez cañones que vomitaban balas contra nosotros, otros tantos se unieron pronto lanzando granadas encendidas. Felizmente, nuestros parapetos no estaban mal armados, y el daño que nos hacían no era grande. Yo vi que a cada disparo saltaban al cielo surtidores de tierra; a veces, entre ella, un pedazo de árbol, una cabeza, una pierna de hombre... ¡Espectáculo terrible! Otros cañones cristianos fueron en ayuda del General Ríos, que se desenredaba de los caballos moros como su Dios o Satán le dio a entender. ¡Allah le ataje pronto sus días!

Y las dos masas de Infantería cristiana se aproximaban más a cada momento, esperando que se les diera orden de atacarnos. La una ya estaba como a seiscientas varas de nosotros; la otra como a cuatrocientas. Por el lado del río también había fuego vivísimo. Un cheje español se batía con los moros de a pie y de a caballo que desde la margen del Guad El Gelú nos ayudaban, y contra estos también echaron cánones los cristianos; que en este día de ira y de fuego todo era labor de artilleros, y se creería que de la tierra brotaban las condenadas piezas de montaña. ¡Sea quemado y vuelto a quemar infinidad de veces en el Infierno el que inventó estos execrables tubos de bronce, que traerán, si Allah no lo remedia, el acabamiento de los hijos de Adán!

Por lo visto, los españoles querían inutilizar nuestras baterías antes de atacarnos cuerpo a cuerpo. Mas no era fácil, no era nada fácil, ¡ira de Allah!, porque los parapetos de tierra, dirigidos en su ejecución por sargentos ingleses, presentaban admirable defensa para los cañones y los sirvientes de estos. El fuego continuo de los enemigos nos mataba mucha gente; pero no lograba inutilizar nuestras piezas... Estas callaban algún rato, por falta de sirvientes; pero luego volvían a soltar su tremenda voz en los aires inflamados. Señal indudable de intervención del pérfido Eblis en contra nuestra fue que una granada cristiana, en vez de caer en la contra-escarpa, se metió muy adentro, guiada del infernal espíritu, y vino a reventar en el propio depósito de nuestra pólvora. Quemose esta de una vez, escupiendo al cielo un pavoroso y horrísono volcán. ¿Qué mayor prueba de que los genios del mal tenían hecho trato con O'Donnell y servían a España como traicioneros y burlones diablos?

El maldito, el infiel O'Donnell no se apartaba un punto del pérfido plan que había compuesto para perder al Mogreb. Su titánica Infantería, poca cosa como quien dice, la friolera de treinta y dos batallones, continuaba impávida detrás de las baterías, aguardando a que estas hicieran el mayor estrago posible. La tenía el Gran Español como trincada y sujeta con inmensa rienda, y aunque ella quería embestir, no la dejaba el muy perro. Los cañones, que a cada instante crecían en número, como si salieran de la tierra, continuaban abrasándonos en toda la línea... Las trincheras de Casa de Assach, donde estaba el príncipe Ahmet, eran las que más quebrantadas parecían por el cañoneo incesante... Llegó, por fin, el momento que el sagaz O'Donnell esperaba, el momento de la madurez, o sea cuando nos halláramos en punto de cochura, como quien dice, para ser comidos calentitos. Las vibrantes cornetas de ellos, y las músicas para que nada faltara, dieron a una la señal de ataque... Ello fue cuando la Infantería se hallaba a la distancia precisa para poder llegar de un aliento a nuestras posiciones... Quien pudiera ver desde los aires la veloz carrera de los treinta y dos batallones desplegados como por encanto en una línea de extensión poco menor de media legua, vería un espectáculo tan horrible como grandioso. ¡Inmenso choque de la vida y la muerte! Por la parte que yo vi, puedo imaginar el conjunto de esta feroz acometida de hombres contra hombres. Y para que no dijesen los soldados que sus jefes les mandaban a morir, quedándose ellos en el seguro, delante de las masas de infantería venían los Generales gritando: «Avante, hijos... Carguen...A ellos...».

En el lugar donde yo estaba, junto a Casa de Assach, me tocó ver a O'Donnell, a quien nunca había visto... Le vi trayéndose detrás una ola de furiosos hijos de Adán discípulos de Cristo, hombres mil vestidos del pardo poncho, con los casquetes o roses echados atrás, y la fiera bayoneta relumbrante al sol, apuntando a los pechos y a las barrigas de los pobres hijos de Adán que éramos discípulos de Mahoma... Y pude observar en aquella visión de relámpago, que era el llamado Gran Español un diablo largo y rubio, de tez enardecida por el fuego de su sangre hirviente... Y visto un instante, ya no le vi más, porque tuve que poner mis ojos en el pedazo de tierra por donde yo debía escabullirme para librar mi cuerpo del horrible filo de las bayonetas... Recuerdo bien que hice fuego sobre los enemigos que se colaban en nuestro campo, salvando las trincheras; y no disparé una sola vez, sino dos o tres; y no mentiría si asegurase que maté, o herí por lo menos gravemente, a uno, quizás a dos... Pero considerándome yo también hijo de Adán, y acordándome de Puerta de Dios (Bab-el-lah) y de mis adorados hijos, creí que era un deber conservar la existencia, o que mi muerte no habría de traer ya ninguna ventaja al apabullado Islam.

Y así como yo vi al máximo diablo O'Donnell echarse con su caballo sobre nuestras trincheras, trayéndose detrás el huracán de sus tropas, otros me han contado que vieron al Eblis Prim en tal punto de la línea, y al Eblis Ros de Olano en tal otro... Diablos eran todos, y cada soldado echaba fuego por los ojos, fuego por la bruñida bayoneta, y fuego escupían de su boca en bárbaras y blasfemantes expresiones... En medio de la confusión de nuestro campo, viéndome obligado a no estar ocioso y a no escapar cobardemente, imité a los chejes que vi cerca de mí, y como ellos, dediqueme a dar palos sobre los infelices que retrocedían... ¡Atroz revoltijo de pelea, y espantosa algarabía de voces y tiros, de cañonazos próximos y lejanos! Llegué a perder toda orientación y a no saber dónde me encontraba. Yo no sabía hacia qué parte caía Tettauen, pues creí verla por el lado del Río Martín, hacia la mar salada; me figuré que las olas ocuparían el sitio del enhiesto Djibel Musa, y que este se había ido de paseo por la banda de Oriente... En fin, ni Norte ni Sur había ya para mí, y tierra y cielo cambiaban de sitio.

Las feroces luchas cuerpo a cuerpo eran aquí y allá favorables a los españoles. Muchos de estos avanzaban como locos campo adentro... Vi muertos a los que un momento antes había visto vivos, gritando y matando. Caídos vi moros o cristianos, que volvían a levantarse, teñidos de sangre, para caer de nuevo... No sé por qué parte... debía de ser por la parte de El Dersa... moros a caballo y a pie se alejaban de la refriega... Mirándoles, sentí vehementes ansias de tomar aquella dirección; pero no me determinaba. Seguía yo sacudiendo a los flojos, y recordándoles con ardiente palabra las dulcísimas venturas que encontrarían en los jardines paradisíacos si se dejaban morir por el Mogreb... Pero, la verdad, no se convencían fácilmente, y, sin quererlo yo, me transmitieron su desánimo. Confieso, señor, sin avergonzarme que la seguridad de la inmortal dicha cautivaba mi espíritu menos que las imágenes de la felicidad temporal y transitoria, accesible en este mundo. Todas mis ansias eran para mis hijos y para Puerta de Dios (Bab-el-lah).

En esto, como desmayase yo en apalear a los que volvían al enemigo la espalda, en la mía descargó furiosamente su garrote un kaid desconocido y bárbaro. No fue preciso más que para que siguiese yo el ejemplo de muchos moros principales, o no principales, que quisieron acortar la distancia entre el campo de muerte y la montaña de salvación. A huir me impulsaba, más que el horror de la matanza, el furibundo miedo que tomé a los rostros de los españoles. Ni los cadáveres que pisábamos, ni el espectáculo de los hombres que yacían expirantes, con la cabeza hendida, el vientre rasgado, algún miembro separado del tronco, entre charcos de sangre, me causaban horror tan intenso como los rostros de los españoles vivos que iban entrando en nuestro campo y posesionándose de él. Y si alguno me miraba, mi pánico me hacía buscar un agujero donde esconderme, o ancha tierra por donde correr... No puedo darte, señor, explicación de esto, pues yo mismo no lo entendía ni lo entiendo. Ello debió de ser obra de los genios malvados que, invisibles entre nosotros, nos llevaron a la catástrofe, aflojando nuestra valentía; y no satisfechos aún, querían volvernos locos para que los cristianos nos destruyeran en la confusión de nuestra retirada.

Ya iba yo más allá de Torre Geleli, faldeando con paso vivo la montaña, cuando otros infelices que a mi lado pasaron a todo el correr de sus ágiles piernas, profirieron blasfemias horribles, natural desahogo de la vergüenza y humillación que todos sufríamos. Lo peor, Señor, fue que yo también blasfemé: mi lengua, como máquina obediente a las soeces exclamaciones que me entraban por los oídos, pronunció también voces y frases altamente ofensivas para el Poderoso Allah, Dios Grande y Único... Entiendo, Señor, que en aquel trance de tanta turbación y amargura, mi lengua emancipada y sola, sin estímulo del pensamiento, echó de sí las atrocidades que confieso ahora para que veas mi pecado y me ayudes a obtener el perdón. Oyendo las perrerías que los otros decían de Allah por haber consentido a los ángeles maléficos la derrota del Islam, yo le llamé cochino, nombre que dan los cristianos al inmundo animal cuya carne nos está vedada por enfermiza y corruptora de nuestra sangre... Y para acabar de arreglarlo, voces españolas de mal gusto se me escaparon de la boca, como calzonazos aplicado al Sumo Creador, y cabrón o macho cabrío, con que desvergonzadamente motejé al Profeta... Pero estábamos ebrios de despecho y vergüenza, y no sabíamos lo que decíamos; casi no éramos responsables de tan nefando sacrilegio, y Allah, que nos oía, porque todo lo oye y lo ve, debió de menear la majestuosa cabeza, y esclarecer todo el Universo con una indulgente sonrisa... ¿Verdad, Señor, que si Allah nos condujo al desastre fue porque así nos conviene? ¿Verdad que ha querido castigarnos por nuestra poca fe y el descuido de las prácticas religiosas? Así lo pensé yo por la noche, y me privé del descanso y sueño para implorar el perdón de mi culpa, y reconocer humildemente la Sabiduría del Creador y Ordenador de todas las cosas.

Y dicho esto en descargo mío, sigo contando. Íbamos en gran desorden, temerosos de que el cañón cristiano nos diera la despedida. Faldeando el áspero monte frente a la Alcazaba, saludábamos tristemente a la blanca paloma que pronto había de ser esclava del soberbio Sbañul. No vi al Príncipe Ahmet, que era de los que habían tomado la delantera para llegar pronto al descanso; al otro Príncipe, a mi amigo Muley El Abbás, sí pude verle, y aun cambiar con él afligidas palabras. El noble señor se cubría el atezado rostro con un pañuelo, para que no viéramos las lágrimas que de sus ojos echaba. Hombre de tesón militar y de ardiente patriotismo, no hallaba consuelo a su dolor y vergüenza, como no fuera en la santa religión. «Dios lo ha querido -me decía-. Nada podemos contra Dios... El Mogreb es vencido por la tibieza de nuestra fe... No acuden como debieran los voluntarios musulmanes a la guerra santa... Mahoma está perplejo, Allah muy enojado...».

Andando sin parar, oí de labios de mis compañeros de fuga las opiniones más estupendas. Bu Haman, el que fue mi camellero, nos explicó el desastre con un criterio teológico muy peregrino. Aficionado el hombre a leer las Escrituras, blasonaba de muy sagaz en la interpretación de las causas divinas que producen los efectos humanos. No nos había derrotado Allah deliberadamente para castigarnos por nuestra falta de fe: la fe crece como planta lozana en el Mogreb. Nos habían derrotado los genios rebeldes burlando al Poderoso. El Dios Único, al crear a estos malditos seres incorpóreos formándolos del fuego, les dio la facultad de introducirse sin ser vistos en el Paraíso, y de poder escuchar lo que el Dios Único habla con los bienaventurados. Así se enteran de los secretos divinos, y luego bajan a la tierra y arman sus enredos. «Si Allah no hubiera dado a los genios malos la facultad de oír lo que se dice en el Cielo, no pasarían estas cosas... Los tales escucharon lo que Dios decía del plan de guerra de los españoles y de lo que pensado tenía para desbaratarlo... ¿Qué hicieron entonces? Pues descolgarse a la tierra y sugerir a O'Donnell que cambiara de plan...». Sin duda el buen Bu Haman se había vuelto loco de la irritación y furia del combate, porque sólo a un demente se le puede ocurrir el sacrílego disparate con que terminó su explicación. «Creedme: lo que debe hacer Allah Grande y Único, en casos de una batalla que compromete la suerte de su pueblo, es callarse... callarse, digo, y no revelar su pensamiento a los rostros blancos (bienaventurados) que van a preguntarle: ¿qué hay, Señor?, ¿qué has resuelto?...». Si sabe Allah que los genios rebeldes tienen facultad de esconderse y oír, ¿para qué habla?... Adorémosle con un nuevo nombre: El Silencioso.