Aita Tettauen/Primera parte/II

Primera parte - Capítulo II editar

Había sufrido el rico labrador de la Villa del Prado un ataque ligero de parálisis, meses antes de lo que ahora se cuenta. Fue un aviso de su naturaleza apoplética recomendándole que se moderase en el comer. Sujeto a un régimen de sobriedad por su cara esposa, tasaba sus atracones en la comida y particularmente en la cena, con lo que se le compuso aquel desarreglo, quedándole sólo el achaque de tartamudear en los momentos de viva emoción o de coraje, y la inseguridad de piernas... La prudente Lucila le recomendó aquella tarde (22 de Octubre, si no miente la Historia) que no tomase tan a pecho la guerra que se anunciaba, pues él no estaba para bromas, ni podían hacerle provecho los malos ratos que suelen darse los patriotas por saber quién gana o pierde las batallas. No podía someterse el buen señor a este criterio, porque las glorias de su patria le importaban más que la vida, y prefería morir de un reventón de gusto a vivir en la indiferencia de estas glorias ahora refrescadas. Aquella noche, cenando y empinando más de lo determinado por la discreta Lucila, se dejó decir que España entraría en Marruecos por una punta y saldría por otra, no dejando títere ni moro con cabeza en todo el imperio. Y no debían los españoles contentarse con hacer suya toda la tierra de berberiscos, y abatir sus mezquitas y apandar sus tesoros, sino que al volverse para acá victoriosos, debían dejarse caer como al descuido sobre Gibraltar, y apoderarse de la inexpugnable plaza antes que la Inglaterra pudiese traer acá sus navíos. Una vez dueños del famoso peñasco, quedaría bien zurcido aquel jirón de la capa nacional, y ya podíamos los españoles embozarnos muy a gusto en ella.

También en el viejo Ansúrez hervía la efusión patriótica; mas no eran sus demostraciones tan infantiles como las de Halconero. Su espíritu reflexivo, dotado de tanta claridad y agudeza que fácilmente penetraba hasta la entraña de todas las cosas, ponía en el examen de la anunciada guerra el sentido más puro de la realidad. «Buena será esta campaña -decía-, y debemos alabar al señor de O'Donnell por la idea de llevar nuestros soldados al África; que así echamos la vista y el rostro fuera de este patio de Tócame Roque en que vivimos. ¡Con doscientos y el portero, que ya nos apesta la política, siempre el mismo sainete representado en los mismos corredores de vecindad! Bien, muy bien... Pero esta guerra será dura, y nos ha de costar trabajo volver con provecho y gloria. No es el moro enemigo de poca cuenta, y en su tierra cada hombre vale por cuatro... Otra cosa les digo para que se pongan en lo cierto al entender de guerras africanas, y es que el moro y el español son más hermanos de lo que parece. Quiten un poco de religión, quiten otro poco de lengua, y el parentesco y aire de familia saltan a los ojos. ¿Qué es el moro más que un español mahometano? ¿Y cuántos españoles vemos que son moros con disfraz de cristianos? En lo del celo por las mujeres y en tenerlas al por mayor, allá se van unos con otros; que aquí el que más y el que menos no se contenta con la suya, y corre tras la del vecino. Los harenes de aquí se distinguen de los de allá en que están abiertos, y así nuestras moras salen y entran cuando les da la gana, y hacen su santo gusto. No hay cosa más fácil que venir acá un moro, aprender el habla en poco tiempo y hacerse pasar por español neto. Yo he conocido un moro de Larache, que aquí se llamaba Pablo Torres, y ni el diablo conocía el engaño. Las caras y los modos de accionar son los mismos acá y allá; y si se pudiera cambiar fácilmente de lengua como de vestidos, vendría la confusión de pueblos... Yo he visto el parentesco muy cerca de mí. Mi segunda mujer, alpujarreña, me tenía siempre la casa llena de sahumerios, y sabía poner el alcuzcuz. Contábame que su madre se pintaba de amarillo las uñas, y que su padre se sentaba siempre en el suelo con las piernas cruzadas. Era mi señora suegra mujer humilde, y según me contaron, no se incomodaba porque su marido, mi señor suegro, se regalase con otras dos mujeres de añadidura. Con que ya ven... Otros ejemplos sacaré si por lo que he dicho no me confiesan que esta guerra que ahora emprendemos es un poquito guerra civil... Pero civil o de naciones, adelante con ella, y veamos otra vez a Cristo vencedor de Mahoma. Yo digo... oigan esto... yo digo que entre un vascongado que se deja matar por don Carlos y por la Virgen, su Generalísima, y un andaluz de los que por la Libertad se metieron con Torrijos en la trampa de González Moreno, hay más diferencia que entre el malagueño y el berberisco que ahora van a pelearse por una brizna de honor... o por el viceversa de quítate tú, Alcorán, para ponerme yo, Evangelio...».

En este punto le interrumpió su hija, que con cierta inquietud veía las frecuentes libaciones del celtíbero entre bocado y bocado de la cena. «Padre -le dijo-, ha bebido usted más de la cuenta, y ya empieza a desbarrar. Cierre el pico, y váyase a la cama». Pudo más en Halconero el efecto congestivo de la cena que el interés del tema de África, y hundiendo en el pecho la barba y alargando los morros, atronó el comedor con la cadencia de sus ronquidos. El niño Vicente, sentado junto a su madre, se comía con los ojos al abuelo, y no perdía sílaba de las extraordinarias opiniones de este sobre Moros y Cristianos. A todos les levantó Lucila de la mesa, arreando con empujones a su marido, cargando con ayuda de Jerónimo al chiquillo enfermo. Ya los otros dormían... No tardó Halconero en estirar su pesado cuerpo en el lecho matrimonial, bramando con más fuerza y más desahogo de pulmones. Ansúrez se metió en su cuarto. En el próximo a la alcoba principal, desnudaba Lucila a su hijo enfermo para meterle en la cama, y el chiquillo, más despabilado aquella noche que de costumbre, no paraba en su charla candorosa. «Madre -decía-, y ahora, con esta guerra, ¿qué hará mi tío Gonzalo Ansúrez, que se hizo moro antes de que yo naciera, mucho antes, y allá vive como un príncipe? Tú me contaste que tiene palacio de mármol, y muchas criadas moras que le arreglan la cama de seda y le sirven la comida en platos de oro... Tú me dijiste...».

-Cállate, hijo mío: si te calientas ahora la cabeza, te desvelarás, y tú y nosotros pasaremos mala noche.

-Tú me decías... ¿ya no te acuerdas?... Fue cuando estuve tan malo, tan malo ¡ay!... parecía que me metían en la carne clavos ardiendo... Para que tomara las medicinas, me decías: «Va a venir tu tío Gonzalo el moro, y te traerá muchos regalos, un vestido verde bordado de oro, espadas muy bonitas, y un caballo... de carne». Dice mi abuelo que los caballos moros son los mejores del mundo... corren como el viento, y no les falta más que hablar para ser como las personas... Pues ni vino mi tío, ni me trajo el caballo, ni nada...

-Cállate... que no podrás coger el sueño, y te entrará calentura.

-Y yo te pregunto ahora: si la Reina de España le declara la guerra al Rey de los moros, ¿qué hará mi tío don Gonzalo? ¿Peleará con los de allá, o se vendrá con los españoles? Contéstame pronto.

-Yo no sé nada... Mañana lo averiguaremos.

-Porque si no pelea con los cristianos, ni es caballero ni español... ¿Cómo quieres tú que yo duerma, pensando que mi tío es traidor a España?... Tú sabrás si se hizo mahometano de verdad, o de comedia, con el aquel de sonsacar los secretos de la morería y contárselo todo al Gobierno español.

-¿Qué sé yo de eso? Ea, niño, a dormir.

-Pues dime que vendrá mi tío a tratar con la Reina del modo de embestir a esos perros... y a traerme el caballo... Mira, madre, armas no quiero, porque yo aquí no voy a matar a nadie... El caballo sí me hace falta... porque la pierna se me va curando... En cuanto que pueda doblar la rodilla, cojo mi caballo, me monto en él, y verás... Te digo que lo manejaré como a los de cartón, y para que sea manso y bueno, le daré terrones de azúcar y alguna mantecada de Astorga... Verás cómo lo hago brincar y correr. Ya sé que tú y Nicasia os pondréis a chiflar de miedo cuando me veáis metiéndole las espuelas para que corra más... No tengáis cuidado, que no me caeré... Sé montar... Soy un gran jinete, madre, un gran jinete...

Tanto hizo Lucila por sosegarle, poniendo una de cariño y otra de autoridad, que el chiquillo se calló... se durmió... Mas no fue su sueño tranquilo: a media noche daba voces... reía, suspiraba... le dolía la pierna... el caballo no quería pararse, y corría por rápida pendiente hacia un despeñadero. Acudió su madre a medio vestir, y no bastando sus caricias para calmarle, se acostó con él. Sacudidas nerviosas interrumpían el sueño del pobre hijo. Lucila no cesaba de pulsarle. «No tiene fiebre -se decía-; no es nada: es tan sólo el talento, que por ser mayor de lo que corresponde a la edad del niño, no le cabe en la cabeza...».

La certera observación hecha por Vicentito respecto al caso de su tío Gonzalo Ansúrez, quedó bien fija en el pensamiento de la madre. ¿Qué partido tomaría, en la guerra de España con Marruecos, el español que había renegado de su pueblo y de su fe, adoptando la religión y patria berberiscas? De esto habló Lucila con su padre al siguiente día, y el celtíbero no se mordió la lengua para contestarle: «Si tu hermano fuese un lameplatos y un roemendrugos, tal vez se aprovecharía de la guerra para decir yo pequé, y arrimarse a los suyos. Pero Gonzalo es allí hombre de riñón bien cubierto; vive considerado de grandes y chicos, y el mismísimo señor Sultán le llama su amigo, toma de él consejo, y le ha obsequiado con algunas cargas de dinero contante... En Tetuán se ha establecido, y su casa, si no la mejor, no es de las peores del pueblo. Comercia en lanas, comercia en almendras, y de un punto que llaman Tafilete le traen sus recuas de camellos, un mes sí y otro no, pieles magníficas, de las que manda una parte a Marsella, y otra parte allí se queda para ese calzado ancho y suelto que llaman babuchas. Todo esto lo sé por aquel señor que de allá vino el año pasado, y me trajo carta de mi hijo, acompañada de las cinco onzas que te di para que me las guardaras. Era el mensajero un señor llamado don Jacob Méndez, que los más de los años viene a España y la recorre de punta a punta, comprando esmeraldas, que ahora están en alza, y aljófar, perlitas menudas, que en la Morería tienen gran salida y precio muy bueno. El tal me pareció hombre corriente y de mundo. Aunque no hablamos palabra de religión, túvele por judío: su nombre, su rostro afilado, su desconfianza y el comercio que traía, así me lo declaraban. Se aposentó en la Posada del Peine; allí le vi dos o tres tardes, y me refirió de mi hijo mil cosas que yo ignoraba, pues sólo dos veces tuve con él correspondencia escrita. Lo que el señor don Jacob me contaba fue para mí de grande admiración, y más que nada me agradó saber que Gonzalo es hombre de cuenta, y que ha labrado su acomodo con el trabajo y el buen cumplimiento comercial. Habla la lengua arábiga tan de corrido como si la mamara con la leche. Y es al modo de literato, porque en romance llano y en copias altas escribe cosas magníficas que suspenden. Es querido y respetado de todos... También tuvo sus quiebras el pobre hijo mío, pues en un pueblo que llaman Alcázar-Quebir tomó partido por un bando de dos o tres que se formaron en no sé qué revuelta, y su cabeza estuvo a dos dedos de ser cortada. Milagro fue que escapara; pero aquello se arregló cortando y salando otras cabezas, y con la paz volvió Gonzalo a la querencia del señor Sultán, lloviendo sobre él riquezas y honores... De estas cosas y otras que sé tocantes a tu hermano, no he hablado contigo todo lo que quisiera, porque rara vez te encuentro sola, y delante de Halconero no nombro yo a mi Gonzalo por nada de este mundo. Ya sabes que a tu marido le hace poca gracia tener un cuñado mahometano, y dice que mayor deshonra no podría caer sobre mi familia».

Requirió Lucila a Jerónimo para que le dijese el nombre arábigo que en su vida musulmana usaba Gonzalo, y Ansúrez dijo que habiendo interrogado sobre ello al buen don Jacob, este pronunció una gran retahíla de voces que eran como si echase fuera el aliento para volverlo a tomar, escupiendo sílabas, una por una, después de enjuagarse con ellas. «Como yo no entendía nada de aquel murmullo -añadió Ansúrez sacando de su bolsillo una mugrienta cartera, y de esta un papel-, le rogué a don Jacob que me lo escribiera con letras castellanas, para ver de aprendérmelo de memoria... Aquí lo tienes. Por más que he trabajado en retener estos terminajos, aún no puedo pronunciarlos de corrido. En el largo rótulo se dice que Gonzalo se llama como Mahoma, que es hijo mío, y que ha estado en la Meca, lo cual es tener como un divino certificado de fiel creyente».

Leyó Lucila en el papel este nombre de nombres, trazado con elegantes rasgos que parecían de cálamo más que de pluma: Sidi El Hach Mohammed Ben Sur El Nasiry.