Aita Tettauen/Primera parte/I

Primera parte - Capítulo I

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Madrid, Octubre-Noviembre de 1859


Antes de que el mundo dejara de ser joven y antes de que la Historia fuese mayor de edad, se pudo advertir y comprobar la decadencia y ruina de todas las cosas humanas, y su derivación lenta desde lo sublime a lo pequeño, desde lo bello a lo vulgar, cayendo las grandezas de hoy para que en su lugar grandezas nuevas se levanten, y desvaneciéndose los ideales más puros en la viciada atmósfera de la realidad. Decaen los imperios, se desmedran las razas, los fuertes se debilitan y la hermosura perece entre arrugas y canas... Mas no suspende la vida su eterna función, y con los caminos que descienden hacia la vejez, se cruzan los caminos de la juventud que van hacia arriba. Siempre hay imperios potentes, razas vigorosas, ideales y bellezas de virginal frescura; que junto al sumidero de la muerte están los manantiales del nacer continuo y fecundo... En fin, echando por delante estas retóricas, os dice el historiador que la hermosura de la sin par Lucila, hija de Ansúrez, se deslucía y marchitaba, no bien cumplidos los treinta años de su existencia.

Quien hubiera visto aquel primoroso renuevo del árbol celtíbero en la edad de su primaveral desarrollo, cuando con ella volvían al mundo las gracias y la donosura de la princesa Illipulicia, secundum Miedes, soberano arqueólogo; quien gozara del aspecto helénico, de la estatuaria majestad de aquella figura transportada de la edad homérica y emigrante de Troya, no la habría reconocido en la dama campesina de 1859, cuyo rostro y talle iban embutiendo sus líneas en la grasa invasora, producto en aquel cuerpo, como en otros, de la vida regalona y descuidada, del comer metódico, del matrimonio sin glorias ni afanes, con cinco alumbramientos y el trajín de labradora rica, que más convida al desgaire que a la compostura... A poco de casarse, dio Lucila en engordar, con gran regocijo de su esposo el buen Halconero, que a menudo la pesaba (en el aparato que le servía para el romaneo de sus carneros, destinados al Matadero de Madrid), y celebraba triunfante las libras que en cada trimestre iba ganando aquel lozano cuerpo. ¡Adiós ideal; adiós, leyenda; clásicas formas, adiós!

Cinco vástagos, reducidos a cuatro por muerte del segundo, componían la prole de Halconero y Lucila en 1859. Sólo en las facciones del primogénito, nacido en Diciembre del 52, se reprodujo la hermosura de la madre; los otros tres, una niña y los dos varoncitos menores, sacaron las narices romas y aplastadas, características de la raza de Halconero, y no apuntaba en sus rostros un tipo de atávica belleza. Más que de la gallarda familia de los autrigones, según Ptolomeo, o allotriges, como los designaron Strabón y don Ventura Miedes, parecían reproducción de los feos y rudos turmodigos, que designa Plinio como pobladores de la comarca llamada conventus cluniensis (hoy Coruña del Condado). El niño mayor, Vicente como su papá, sí que se traía todos los rasgos étnicos de los autrigones; y si viviera el gran anticuario de Atienza, le diputaría por acabado tipo de la tribu de los Segisamunculenses, que habitaron en Osma, no lejos de la ciudad donde hubo de ver la luz Jerónimo Ansúrez el Grande, en quien revivió la más potente y hermosa casta de españoles. Por desgracia suya y de la familia, el gallardo niño, que se criaba como un rollo de manteca hasta cumplir los tres años, desde esta edad dio en encanijarse, sin que acertaran a combatir el raquitismo con sus consumadas artes y buena voluntad el médico y boticario de la Villa del Prado.

Cayendo y levantándose llegó Vicentito al 59, el rostro como de un ángel, torcido y desaplomado el cuerpo, y así estaba cuando, de resultas de la caída de un caballo (de cartón), se le formó un bulto en la pierna, y este se resolvió en tumor, que hubieron de sajarle los doctores del pueblo con éxito equívoco, pues luego se reprodujo con mala traza y acerbos sufrimientos de la criatura. Afligidos los padres, y temerosos de que su primogénito, si curaba, se les quedase cojo, acordaron trasladarse a Madrid para emprender allí nuevo tratamiento con asistencia de los mejores facultativos de la capital. Ved aquí la razón de que en el verano y otoño del 59 les halláramos instalados en Madrid, plazuela de la Concepción Jerónima, atentos marido y mujer a las opiniones de diferentes médicos famosos, y a la probatura de variadas preparaciones farmacéuticas.

El pobre niño, aunque mejoraba de la pierna, padecía en Madrid de aplanamiento y opacidad del ánimo, sin duda por el trasplante desde el ambiente campesino a la estrechez de una rinconada, en la cual ninguna distracción hallaban sus ávidos ojos ni su despabilada mente. Densas melancolías le asaltaron; perdió el apetito, y costaba Dios y ayuda hacerle tomar las medicinas. Imposibilitado de andar, y sujeto a un encierro y quietud tan contrarios a la viveza de la infancia, no podían los padres proporcionar al enfermito más distracción que la que pudiera gozar arrimado a los cristales de un angosto balcón. La plazuela, abierta sólo por un lado, ofrecía la soledad inquietante de un recodo traicionero. Las personas que por allí pasaban se podían contar, y eran siempre las mismas: por la mañana, gentes piadosas, que acudían a las pocas misas celebradas en la Concepción Jerónima; por la tarde, gentes de viso en coche o a pie, visitantes del palacio del Duque de Rivas, frontero a la casa donde habitaban los Halconero. El cascado cimbalillo y las campanas de las monjas entristecían más aquel apartado lugar con su tañer continuo, que marcaba diferentes horas del día y de la noche, haciéndolas odiosas.

Todos se afligían de ver tan mustio al chiquillo; pero sólo su madre, la persona más lista de la casa, dio en el quid de los motivos de aquella turbación, y propuso el remedio más adecuado, según consta en la crónica coetánea que nos ha conservado algunos coloquios familiares entre Lucila y Halconero. «La razón de la tristeza del pobre ángel y de su desgana para todo -dijo Lucila- no es otra que el apartamento de esta maldita casa en que nos hemos metido, pues aquí no puede distraerse con lo que más le gusta y enamora, que es ver soldados. El Ejército es su delirio: sueña con cazadores y se desvela pensando en los artilleros. En el pueblo, con sólo repasar las aleluyas de tropa que le comprábamos, aprendió a distinguir los uniformes de toditas las armas, y mi padre le enseñó a conocer las insignias de grados y empleos... capitán, comandante, coronel, y de ahí para arriba. El día que entramos en Madrid por la puerta y calle de Toledo, pasaron cuatro lanceros y un cabo, y el pobre niño sacó medio cuerpo por la ventanilla... Creímos que se tiraba del coche... Pues ahora, dime tú si puede estar contento el hijo en esta plazuela encantada, por donde no pasa un soldado ni para un remedio. El alma mía sufre y no se queja; es prudentito y aguanta su tristeza y soledad, pensando que le engañábamos cuando le decíamos: 'En Madrid verás pasar batallones con música, escuadrones de caballería tocando los clarines, y artillería con cañones y todo'. Y nada de esto ha visto; ni podrá verlo en mucho tiempo, porque el médico nos dice que tiene para rato, con la pierna estirada y sin movimiento... Hazte cargo de lo que te digo, Vicente, y considera que necesitamos levantarle los espíritus al niño, para que el alma ayude al cuerpo, y los dos a la medicina... Al médico no le gusta que esté triste: bien nos lo ha dicho... Si mi consejo vale, salgamos pronto de este escondrijo, y vámonos a donde encontremos luz, alegría... y soldados. En la calle Mayor, entre Platerías y la Almudena, ha visto mi padre hoy más de tres y más de cuatro pisos segundos y terceros con papeles... Esos papeles nos están diciendo: 'Lugareños, veníos acá'».

No necesitó el rico labrador que Lucila ampliara sus razonamientos, pues con lo dicho quedó plenamente convencido. «Sí, mujer -fue su respuesta-: has hablado como quien eres, y toda la razón está contigo. Hemos de dar al niño satisfacciones de su gusto militar, para que se le pongan los espíritus en aquel punto de alegría que ha de ayudar a las potencias corporales... Bien dijo quien dijo que alma lleva cuerpo, y que los humores del físico se arreglan o descomponen según el mandamiento de esa gobernadora que llevamos en donde nadie la ve hasta que Dios nos la pide... Sin saber lo que hacíamos, hemos metido al niño en una cárcel...; y a ti, que por estar al cuidado de las criaturas poco o nada callejeas, tampoco te hace provecho esta vivienda. Sólo con mirarte día tras día, y sin necesidad de ponerte en la romana, veo que desde que estamos aquí has perdido tres libras, y mucho será que no pierdas para fin de año mayor peso... Tomaremos una de las casas que ha visto tu padre en la calle Mayor, para que nuestro pobre baldadito tenga un buen miradero en que recrearse con los militares que van y vienen por allí, sueltos o en formación. Y a la cuenta que han de ser muchos, porque, a lo que parece, la Reina ha determinado declararle la guerra al Moro, por no sé qué tropelías, y hemos de tener en la Corte movimiento de tropas; que en Madrid pienso yo que se juntarán las de toda España para ir a esa guerra, debajo de las banderas de los Católicos Reyes doña Isabel y don Francisco. ¡Qué regocijo para nosotros ver que el niño se anima, y animándose suelta el maleficio de la pierna!... Todo ello por la virtud de su entusiasmo, oyendo el redoblar de sin fin de tambores, y viendo pasar cientos de miles de hombres a caballo con las banderas de los diferentes reinos de España... Y por cierto que no llego a comprender de quién saca nuestro hijo tal afición a las armas, pues en tu familia, según me ha dicho Jerónimo, no hubo guerreros, que se sepa, y en la mía lo mismo. Yo apaleo las ramas de mi árbol genealógico, a ver si cae un militar, y no encuentro más que a un don Pierres Jacques, francés de nación, al servicio de España, primo segundo de mi abuela materna, el cual don Pierres perdió un brazo en la defensa de Mahón, allá por los tiempos de Maricastaña. Venga de donde viniere la devoción militar del niño, Dios nos le conserve y nos le cure para que sea un buen soldado de su patria... que en este caso digo yo: 'alférez te vean mis ojos, que general, como tenerlo en la mano'».

Transcurrida una semana después de esta conversación, ya estaba la familia en su nueva casa, calle Mayor, esquina a Milaneses, todos contentos y Vicentito en sus glorias, pues raro era el día, que no veía pasar un batallón de línea o de cazadores atronando la calle con su vibrante música. Le encantaba la infantería, los de a caballo le embelesaban y los artilleros le enloquecían. A poco de vivir allí, pasándose las horas arrimadito al balcón, extendida la pierna sobre cojines, sabía de milicia y de jerarquías militares casi tanto como la guía de forasteros... Y en esto ocurrió que un día de aquel mes y año (Octubre de 1859) entraron de la calle Jerónimo Ansúrez y don Vicente Halconero, este último con el rostro encendido por ráfagas de entusiasmo que de los ojos le salían, la voz balbuciente: «Lucila, hijos míos -exclamó plantado en medio de la sala-, declarada la guerra... la guerra... de... clarada en el Congre... ¿no lo creéis?... greso... Congreso levántase O'Donnell y dice: 'Gue... al Moro, guerra... declarada por O'Donnell...'». Tras de Halconero permanecía rígido y mudo Jerónimo Ansúrez: su rostro castellano, de austera y noble hermosura, que podía dar idea de la resurrección de Diego Porcellos, de Laín Calvo o del caballeresco abad de Cardeña, expresaba un vago renacer de grandezas atávicas.