Además del frac/Capítulo V

Además del frac (1910) de Felipe Trigo
Capítulo V

Capítulo V

Tres duros diarios, en el hotel de Santa Cruz. Balcón a la calle de Alcalá. Puesto en él, anochecido, volvíanle loco el barullo, el desfile de gentes y tranvías, de coches, de automóviles.

¿Cuál sería el de su duquesa?

Quince días llevaba en Madrid, donde no había estado nunca. Sevilla, recordada de sus años de estudiante, no podía dar ni idea de esta población. La aldea, además, habíale ya hecho perder hasta la memoria de Sevilla, en una especie de selvática paralización de la existencia; y el continuo movimiento de Madrid teníale excitado y con ganas de orinar a cada instante.

Se quitaba del balcón. Sentado en la butaca y contemplando el gabinete, lo hallaba bien para cuando viniese a verle el duque. Él había estado en el palacio del duque muchas veces, y el portero no quería dejarle entrar. «¡Véalo en el Congreso!» -le decía-. Comía y cenaba siempre fuera, toda la familia, según aquel portero. Mas, como en una o dos mañanas, cuando él estaba preguntando, llegaron otros, en coche y bien vestidos, y el portero los pasó, José de San José acabó por comprender que hacíanle falta coche y buena ropa.

No, no le podía bastar el traje cacereño, por más que no era feo, a cuadros. La Princesa y el Real, adonde asistió varias noches a butaca, sin tener la suerte de encontrar a Celia, habíanle comprobado que sin frac estábase ridículo. Por eso esta noche lo esperaba, el frac, su frac de Peñalver, de ochenta duros. Recorrería con él los tres teatros en que Celia podría hallarse: el Real, la Comedia y la Princesa, tomando por lo pronto sólo entrada, y, butaca, al fin, donde la viese.

Pasó a la alcoba, revisando las otras compras de esta tarde: camisas, corbata blanca, zapatos de charol, chistera y un bastón elegantísimo... ¡Ah, sí, sí, cómo habíanle servido los pasados días para instruirle en moda; y costumbres de la corte!...¡Los zapatos de charol!... Sin vérselos, a los de los teatros, él se hubiese puesto el frac con botas de becerro, con las botas de elásticos, y llenos de agujeritos el chanclo y las punteras, que tanto llamaban la atención en Torrecilla del Pardal.

Volvió a orinar.

Volvióse al gabinete, pensativo. Cogió lápiz y papel, y se entretuvo echando cuentas. Entre el viaje, el traje, los teatros, los quince días de fonda, las camisas y todos estos chirimbolos, los coches de alquiler y los gastos de café y... de aquellas tres floristas, habíale ya restado a su cartera al pie de mil pesetas. La mitad de lo que trajo. ¡Qué barbaridad!

Hombre económico y buen administrador, allá en el pueblo, le asaltó la duda de si no estuviese haciendo tonterías. Todo merecíalo, en verdad, su Celia, si al fin la decidiese al matrimonio; pero, si su Celia...

¡Bah! Trataba de calmarse.

Duquesa o no, y más mientras más duquesa fuera, ¿no se iba a casar con él, que habíala deshonrado?

¡Deshonrado! ¡deshonrado!... Nadie le podría tachar de ilusa su esperanza. Cinco y cinco, diez; pues, igual: una mujer sin honor y el seductor, boda. No tenía vuelta el argumento.

Únicamente el duque se oponía, porque no creyera en los anónimos, o porque a pesar de todo prefiriese para yerno a aquel pariente.

¡Bravo! ¡Se iba a verlo!... De hacer falta, José de San José se informaría de quién era aquel pariente y pondríalo al cabo de la calle. Gran favor a todos: al pariente, al duque, a Celia, a él. ¡Sí, sí, incluso al duque y al pariente, salvados respectivamente en su lealtad y en su decoro; porque, aun sabiendo a su hija deshonrada, no se le podía pedir a un padre que él mismo se lo fuese a descubrir al prometido...

En apuro tal, explicábase que el duque de Adamés, primero por su bruto de portero, que tendría órdenes quizá de no dejar pasar a nadie mal vestido, y después por aquellos bestias ujieres de las Cortes, le estuviese resultando inabordable. Viendo sus tarjetas y sus peticiones de entrevista, pudiera imaginar que iba San José en tonos de amenaza. No sería lo mismo cuando pudiese hablarle y convencerle, lleno de bondad, mostrándole la carta de su hija y así haciéndole entender, antes que nada, que por la dicha de ésta no debiera oponerse al matrimonio. Entonces, todo rápido y al pelo, con una simple disculpa para aquel pariente, que ahorraríase el tener que saber a su novia deshonrada.

Miró el reloj. Las ocho. ¡Caramba, y cómo tardaban con el frac!

Por ganar tiempo, quiso irse poniendo la camisa, la corbata, los zapatos...

Luego, vestidos nuevamente el pantalón y la chaqueta, recordó que tenía que escribirle a la familia. «Mis queridísimos hermanos -empezó-: os pongo cuatro letras porque es la hora de cenar y me esperan en casa de los duques para ir con ellos al teatro...»

Detúvose. No le placía mentir.

Sin embargo, ni esta mentira se lo parecía en el fondo... puesto que habría de ser rigurosísima verdad en pocos días, ni ya le quedaba otro remedio. Desde la primera carta, y a fin de no desanimarlos, habíales dicho, en vez de contarles su amargura, que Celia y el duque y la duquesa habíanle recibido desde luego como cosa propia en el palacio...

-¡Señor! ¡Esto del sastre!

Soltó la pluma. Abalanzóse hacia la puerta.

Mas, ¡ah!.. no era sino una esquela en que decíale Peñalver que no esperase el traje de frac esta noche. El oficial no lo había acabado. Se lo enviaría por la mañana.

De rabia, bajó José de San José a cenar, y en seguida se acostó, entreteniéndose en leer el ABC y la carta de su Celia, y en mirar de cuando en cuando el retrato de su Celia.

Y se durmió con el periódico encima de la colcha, con el retrato y con la carta de Celia cerca de la almohada.



-¡Señor! ¡Esto del sastre!

¡Ah! ¡por fin!... las doce y media. Él, despierto desde las diez, esperábalo acostado.

Se lo dejó sobre la cama el camarero, y José de San José, incorporándose, examinó el traje aquel prenda por prenda. Raso, el forro. Cinta, el pantalón. ¡Vaya un gusto de botones y remates!

Saltó del lecho y púsose a vestirse. Tenía encargado un coche a una cochera. Se gustó, de frac. Se retorció las negras y largas guías del bigote, con un poco de saliva y con los dedos, y se hizo con más primor que nunca aquel tupé de su peinado Alfonso.

Bajó a almorzar de frac, llamando desde luego la atención.

-Oye, camarero... para las tres, ¿vendrá el coche?

-Sí, señor.

-¿De dos caballos?

-De dos caballos.

Pero acabó el almuerzo a la una y pico, y sentíase lleno de impaciencia. Las vidrieras filtraban el sol de un claro día de Noviembre. Mejor, así saldría sin el gabán, un tanto deslucido al pie del traje.

Mandó que le bajasen la chistera y se fue a esperar el coche al Lyon d'Or, que estaba enfrente. ¡Caramba, sí, sereno el día... pero fríe, demás para ir a cuerpo!

Las gentes le miraban. Él pisaba con cautela por no llenarse de barro los zapatos. Y, sobre tono, la entrada en Lyon fue un triunfo. Hasta se levantaban por verle, los de lejos.

¡Su frac! ¡Ah, sí, su frac! ¡Como en Madrid no hacía falta más que un frac para llamar la atención en todas partes!

Y golpe de efecto, aun... ¡Plam!... A las tres en punto el coche, allí a la puerta del café.

Acudieron dos floristas. Habíase acostado con ellas en noches sucesivas, por dos duros, por tres duros.

-Bueno, Buenaventurita, Juana... unos claveles... ¡ponedme unos claveles!

Una se los puso blancos y otra rojos, con alfiler y con los rabos por fuera, porque no cabían en el ojal. Las dio dinero y partió el coche, cortando aquella gran expectación del Lyon y de La Peña.

José de San José quería, ver al duque en el Congreso. Hoy le dejarían entrar con este empaque. Terreno neutral. ¡Nada de palacio!

Llegó, y ya encontró el vestíbulo lleno de aspirantes. Bajó del coche, y se dirigió resueltamente a la mampara. No le detuvieron, y hasta un ujier le saludó..., pero no había avanzado dentro cinco pasos, cuando el mismo ujier le alcanzó y le preguntó lo que quería: -«¡Ver al duque de Adamés...; y no, él no era diputado ni tenía pase al salón de conferencias!»-. Vuelta atrás; le tomaron la tarjeta, como otra tarde en que no estaba el duque de Adamés, y le hicieron aguardar entre la turba de aspirantes, sin el más mínimo respeto. Allí fuera siguió llamando la atención de aquellos desgraciados.

-¡José de San José! -gritáronle por un ventanillo a la hora y media.

-¡Servidor!

Y otro ujier devolvió le la tarjeta diciendo que el señor duque estaba en la sesión, y no podían interrumpirle

¡Concho, para ver a las gentes en Madrid!

Mandó al cochero pasear por el Retiro y por la Castellana. El rey de Torrecilla del Pardal se encontraba desolado. ¡Ni con frac! Aunque... ¡visto el juego! El duque no le recibiría así, con los anuncios y tarjetas, recordando los anónimos. A la otra tarde le esperaría desde las dos en la puerta del Congreso.

Miraba a los coches y automóviles, buscando a Celia. ¡Nada!

Por la noche recorrió los tres teatros importantes, y no la halló tampoco. ¿Dónde se metía?...

¡¡Oh!!... Allá a la una... en una calle... ¿Ella?... ¡No, no por Dios!... ¡Sola!... ¡Con un señor..., con un joven señor!... ¡En automóvil!... ¿Ella?... ¡No, no, imposible! ¡Sin su madre, sin su padre!... ¡Con el... novio!... ¡Bah, la confundía, a no dudar, con una golfa! ¡Llevaba demás en los ojos su imagen San José!

No pudo dormirse en muchas horas.

O no era Celia, o, si lo hubiese sido, en el refilón del auto no llegó a ver que acompañaríala también su madre.

A menos que, igual que por educación aristocrática cazó con él sola por los montes, fuese de educación aristocrática salir sola con el novio por Madrid.

Y en tal caso...

Los celos le mordían. Las dudas, asimismo, vuelto a aquella tan feroz de si sería pura o no Celia al entregársele.

Rendido, vino el sueño, su gran sueño de hombre de bien, a darle sus consuelos.

Y al otro día, a la una en punto, tranquilo con respecto a Celia, cierto de haberla confundido, ya estaba de frac, en el comedor. Mirábanle desde las otras mesas los señores y señoras de tal modo, que le empezó a enojar la expectación que producía con su elegancia.

-¡Hombre -acabó por decirle al camarero-, parece que no, han visto nunca un frac en esta fonda!

-¡No, no señor -sonrióse en disculpa el camarero-; es que les choca a estas horas, quizá!

-¿El qué les choca?

-Vérselo puesto. ¡Como no se suele usar más que de noche!

-¡Cómo de noche! ¿No se lleva el frac más que de noche? Pues... ¿y de día?

-¡Levita más bien, señor! Además, con el frac, no es costumbre salir a cuerpo por las calles.

«¡Aaaah!»

Se puso San José ligeramente colorado. De todos modos, aprendía, y esto tenía que agradecerle al camarero. Aligeró el almuerzo, subióse al cuarto y quitóse el frac. Mirándolo, pensaba en el ridículo que hubiese hecho si se encuentra a Celia en el Retiro. Y, no obstante, hacíale falta ropa ad hoc. El traje cacereño, a cuadros, acinturado y corto de chaqueta, habíase él convencido en estos días de que era cursi. Por otra parte, dispuesto a no dejarse ver del duque sin ir muy bien vestido, renunció a esperarle hoy en el Congreso. Ya iba viendo que, además del frac, en Madrid, se necesitaba una levita.

Echó mano a la cartera. Consultó. Puesto, no debía de reparar en sacrificios. ¡Resuelto, qué caramba!... Salió y le encargó urgentemente a Peñalver un traje de chaqueta, otro de levita y un gabán. ¡Qué horror! ¡Ciento ochenta duros!

De vuelta a casa, y resuelto a no salir hasta hallarse indumentado, le escribió a su hermana urgentemente: «Queridísma Matilde: envíame otras dos mil pesetas. Si no las tienes, pídelas prestadas. Además, o cómprame tú o haz por vender a toda prisa mi olivar. Me caso, ¿sabes? Es que me caso, y estoy haciéndome la ropa. Como comprenderás, no es cosa de andar con escaseces...»