Además del frac/Capítulo IV
Capítulo IV
Dejaban en la cárcel a Badillo, por haberse permitido hablar mal de un aristócrata. ¡De uno, de uno cualquiera, que, según El Imparcial, hacía moneda falsa; y no del duque! A poder, José de San José procesaría también a El Imparcial.
Él tenía el «aristocratismo» en el propio corazón, para todo y para siempre.
-¿Qué importaba que estuviese ya en Madrid su duquesita? ¡Su Celia, sí, su Celia! ¡Había dormido con su Celia cinco noches!... Pero, así dicho... dormir, o, aún dicho mejor, acostarse... en la misma cama de ella y no dormir... mientras allá los duques, los suegros fastuosos, en sus estancias del otro fondo del palacio.
El propio Mataburros, asombrado, habíale visto casi besar a Celia algunas veces.
Por él pueblo no corría más que esta voz:
«¡José de San José volvió loca a la hija de los duques... la deshonró, durmió con ella!»
Y claro es que José de San José no había vuelto, ni por sueño, a ver a Estefanía ni Florentina.
-«¿Te casas? ¿Os casáis?» -le preguntaban los que tenían la dicha de encontrarle en raras ocasiones.
-Pshé... ¡veremos! ¡Quizá no! -solía el afortunado contestar solemne y displicente.
Las gentes comentaban, con el orgullo de aquel José de San José que rendía de amor a las lindísimas duquesas y que luego despreciaba a las duquesas:
-«¡No, no; dice que no se casará!»
-«¡Dicen que los duques, enterados, piensan obligarle, puesto que él la desprecia!»
San José dejábalo creer... Mas, era lo cierto que cifraba su gran preocupación, precisamente, en aquel extraño qué me importa de los duques.
¡Oh, la honra de su hija!... Pues, ¡nada!...; por una parte, ésta, Celia, habíale escrito desde Madrid una sola carta en que decíale «que la olvidase..., porque aunque ella hubiera de sufrir también horriblemente tratando de olvidar, no les quedaba otro remedio, dado que sus padres no querían casarla en modo alguno sino con un pariente que teníanla elegido desde chica»...; por otra parte, él, el propio José de San José, viendo que no obtenía respuesta de ella a nuevas cartas, resolvió enterar de «lo ocurrido» a los papás, con un anónimo capaz de resolverlos a exigirle un casamiento de... restitución de los decoros... y ¡música... silencio, igual que si les rascase a los dos las pantorrillas!
¡No, no comprendía José de San José esta manera de ser tan rara de los duques!... El boticario mismo, con ser un pelagatos, le hubiera querido matar, a menos de casarle, si él da la mitad del escándalo, siquiera, con la pobre Estefanía.
Por suerte... ¡qué iba él a mirar más a Estefanía!
Sentíase consagrado de duquesa..., de grandeza..., y en un tal y tan profundo hechizo, que ni le parecía que hablaba más que con una humilde sierva, cuando hablaba con su propia hermana, ni creíase ya pertenecer por nada, ni por alma ni por cuerpo, a esta plebeyísima aldehuela de Torrecilla del Pardal!
Paseábase solo, como un loco, con su ensueño y su quimera.
Celia, en automóvil, llena de brillantes, o en sus brazos y llena de sedas y de encajes y de anillos y pulseras con corona, formaba su obsesión.
A ratos volvíale el temor de que él no la había encontrado pura, virgen...
Pero, a ratos también, los más, recordaba las tiernísimas protestas de ella en tal sentido..., cuando habíala oído entré besos y gritos de pasión jurarle que le había entregado vida y alma por un amor incontrastable... indominable...
En la duda, que seguíale, cien veces intentó consultarle, el caso al médico del pueblo.
Por eso hoy, después de dejar preso a Badillo, íbase también delante con el médico. Sin embargo, desistió de invitarle con tal fin a pasear: la consulta, sobre ser ridícula para quien tanta fama gozaba de expertísimo Tenorio, vendría a mermarle méritos a su conquista principal, a su conquista capital de una duquesa.
«Sí, debía de ser pura!» -calmábase a sí mismo, tirando ya sin ningún acompañante hacia Los Cimbrales.
Gustábale andar por esta regia finca, llegando hasta el palacio en donde tanto disfrutó. Y parecíale suyo, aquel palacio..., como había sido suya, tan suya, la bella duquesita.
No... no se acostumbraba al pensamiento de que no hubiesen de ser suyos esta vasta posesión y este palacio. Una letra de honor les tenía girada en anticipo. ¡Él la cobraría!
Meditaba, meditaba, formándose su plan, los días enteros.
Ni cuidaba de sus tierras, ni había vuelto a jugar al tute en el casino. Tenía un pequeño retrato de Celia, y lo miraba a todas horas: en el campo, al acostarse...
«A mi Pepe», habíale, escrito él mismo bajo el busto, imitándola su letra, ya que ella no había querido dedicárselo.
No acababa de entender que a Celia, a sus padres, a estas altas gentes del honor, el honor los tuviese sin cuidado.
Porque... ¡vaya!, o era habérselo hecho perder el acostarse él con la hija, o no sabía para cuando dejarían los duques el dar por una restitución da honor su vida y su fortuna.
¿Habrían recibido el anónimo?
Por si acaso, escribió otro más «definitivo»:
«Señor duque: si duda que su hija perdió su virginidad en Torrecilla del Pardal, por culpa y obra de ese pilló José de San José, hágala reconocer por los doctores.»
Y... ¡que si te gustan los peces!... la respuesta, ni palabra.
El duque tendría, quizá, un secretario que no querría darle el disgusto de estas delaciones.
Otra noche, renegado ya José de San José, púsose a redactar un nuevo anónimo con mayores amenazas. Y ahora, al duque, llamábale de tú:
«Te advierto que el pillo José de San José, no deja de alabarse en todas partes, de la deshonra de tu hija. Lo mismo hace con respecto de otra hija mía a quien deshonró. Por eso te escribo tantas veces: ya que yo no puedo, debes tú pegarle un tiro. Y si no lo hicieses, también te aviso que procuraré que se lo pegue otra persona... puesto que ya sé quién es el noble y rico pariente que quieres para yerno, y le escribiré contándole estas cosas, si pasados ocho días no tomas tú cualquier resolución. Además...»
Pero se interrumpió el anonimista.
Consideró lo escrito, y lo rompió.
En primer lugar, porque la alusión «al noble y rico pariente» de quien Celia habíale hablado, sugeríale una idea.
En segundo lugar, porque no le convenía delatarse al duque como tal granuja que anduviese blasonando del asunto a todas horas. ¡No; puesto que aspiraba a verlo alguna vez, a recobrarlo como suegro, los anónimos, igual que los pasados, no debieran presentarle sino como un galán don Juan que sobrellevase su aureola dignamente.
Y en cuanto a la idea... luminosa e infalible... ¡sí, sí, infalible!... hela aquí: irse a Madrid, averiguar quién fuese, aquel futuro yerno de los duques, visitarle, exigirle previamente palabra de secreto en cambio de la salvación de honor que le ofrecía... e informarle de la situación de Celia en forma tal, que tuviese que exclamar el noble prócer tendiéndole la mano: «¡Imposible la hais dejado para vos y para mí!...»
Es decir, para vos; para José de San José, no, ciertamente, puesto que rota la boda de combina familiar, casaríase, con el hombre de su amor la pobre Celia, esclavizada por los padres.
¡Ah, talento de abogado enamorado!
No podía dormirse. El porvenir habíase abierto claro delante de él como una aurora.
¡Iría a Madrid! ¡Iría a Madrid!
El pueblo le apestaba. Iría a Madrid para quedarse, para no volver jamás a esta miserable Torrecilla del Pardal, ¡como no fuese en automóvil, con su Celia!
El resto de la noche se lo pasó perfilando los detalles.
Fue al cajón para consultar el estado de sus fondos, o, mejor dicho, de los fondos de la casa, puesto que él era el administrador también de los hermanos, y vio que disponían de tres mil y pico de pesetas.
Echó cuentas.
¡Bravo! Se llevaría dos mil. Al día siguiente haríales saber a los hermanos que les dejaría la parte de su capital como arrendada. Este primer pellizco de las dos mil pesetas se tendría por anticipo. De las cuentas, siendo fiel y honrado, cual siempre lo era él, resultaba a su favor una renta anual de diez mil reales... lo bastante para un año, para unos meses, en la corte, mientras llevaba a término feliz aquel soberbio matrimonio.
Sólo entonces acostóse y se durmió, contento, felicísimo, pensando en el nuevo susto que alguna vez habría de darles a Mataburros y a Badillo, cuando él volviera al pueblo con ducales automóviles.
¡Taf, taf, taf!... Uuuuueeeeiouuuu...!
Procuraría entrar al mediodía, espantando a las mulas y a las gentes...
¡Taf, taf, taf!... ¡Me cachi en Reus!...
Solemne el almuerzo aquél en la mañana. José de San José, tocando apenas el lomo frito con adobo, había explayado sus proyectos. A Madrid. Poderoso de esta hecha. Y claro es que siéndolo él, lo serían sus hermanos, por su influjo y protección.
-Pero... ¿te casas?... pero... ¿con la duquesa de Adamés?
-¡Sí, Matilde! ¡Con Celia!
-¡Aaah!
Tampoco el «¡Aaah!» esta vez significaba, «¡Que te alivies!» La buena hermana, en un deslumbramiento de millones, pidió y obtuvo un plazo de seis días para prepararle todo al venturoso: camisas, camisetas, calzoncillos... y un buen terno que debiese hacerle en Cáceres un sastre de renombre.
«¡Se casa! ¡Se casa!» -repitióse por seis días en Torrecilla del Pardal.
«¡Al fin, cede a casarse!»
«Le están haciendo las camisas»
«¡Le están bordando calzoncillos a punto en cruz, de colorado!»
«Sí, la Nora y la Nicasia»
Y la despedida fue de las que hacen época en un pueblo. Cinco carros, con amigos. A los que no pudieron llegar a la estación, el presunto duque ordenó que les diesen vino libre en las tabernas.
Hacia el anochecer hubo, a causa de esto, puñaladas; mas ya el feliz volaba en un primera del correo hacia la corte.