Acuarelas de viaje

ACUARELAS DE VIAJE


I
La inundación


El estrecho cañón de la cordillera, estaba encerado entre dos inmensas murallas que parecian juntarse en el cielo, formando un magnifico palio de granito; prolongabase interminable y árido, fatigando el espíritu con su monotonía oscura y desolado. Un rugido lejano llenaba el desfiladero y llevábalo el eco de roca en roca, como el sonido ronco de la bocina del buen caballero Rolando.

La inundación avanzaba; la sentíamos venir llevando en sus olas la muerte triste y pavorosa. Los caballos arrancaban con sus cascos rojas chispas y con la crin al viento, despezados por la espuela enloquecidos por el látigo, huían como una tempestad; pero el rugido se hacía mas claro; los muros de piedra parecían vacilar al empuje del mónstruo, y à lo lejos, en una claridad suave y distinta, cerraba el fondo del paisage verde colina sonriente y en sus flancos la aldea caprichosa que parecia precipitarse desde la cima.

Cuando el suelo se estremecía y la atmósfera se llenaba de extraños, temerosos ruidos y un hálito húmedo bañaba nuestros rostros cortosé de pronto el desfiladero y ancha planicie se abrió a nuestra vista. En el centro, lanzando al espacio su cresta roja, se elevaba el montículo suavemente tapizado de albergues rústicos que se agrupaban cercados de verdes huertos y de jardines con flores azules y blancas.

El torrente salió de la garganta y se acható en la llanura, rodeando á la colina como à una isla. Sus aguas fatigadas reposaron reflejando la aldea y sus huertos y sus jardines. El monstruo besaba los piés del montecillo; estaba domado como el legendario Herakles.


II
El alud


Estremecido por el terror, he visto desprenderse negruzco y espeso alud de la cima nebulosa de la montaña. No ese alud de engañoso, blanco espejismo, descendiendo en apretada nieve de las cumbres y reflejando el rayo ardoroso del gran sol. No ese alud relampagueante de los cerros nevados, que se deshace en la llanura ó en el estrecho desfiladero, en cintas de plata, ó cae en lluvia luminosa al golpe del viento. He visto el alud negruzco y espeso, formado por los desprendimientos de las montañas y las lluvias torrenciales.

Al pié de la extensa sierra, dormía la aldea india, de techos rojos y pajizos, chala, de chozas diseminadas, cercadas de espinos y rosales en flor. En la falda de pequeña y árida colina, erguía la Iglesia su campanario blanco; pincelazo blanco en el azul del cielo y una cruz de hierro abría sus brazos en el extremo de la flecha.

En el espacio sordo rumor. En la tierra paz. La ancha serpiente negra comenzó a descender; veíasele mover sus anillos, hundirse en las quiebras, levantarse en las puntas rocallosas. Era la ola; crecía y rugía. Cuando llegó á la tierra, detúvose un instante, avanzó lentamente, llenó un precipicio, desbordó y ciñó la aldea, estrujándola. Crujían los árboles y las vigas como huesos humanos y al desplomarse aumentaba la avalancha de barro y de piedra.

La aldea india no era Sodoma corrompida; no era la decreida Gomorra voluptuosa, v sin embargo, fué aniquilada en ese hermoso día de verano en que el rayo ardoroso del gran sol abrasaba la atmósfera y el viento dormia en las copas de los árboles.

Buenos-Aires, 1694.