Escena II

editar

ABEN HUMEYA, ZULEMA, FÁTIMA.


A las primeras palabras que pronunció ZULEMA, levántase FÁTIMA, y hace que se retiren las MUJERES y ESCLAVAS.


ZULEMA.- Ese romance tiene un acento tan sentido, tan tierno, que llega al corazón y le lastima... No le oigo cantar ni una sola vez sin que se me salten las lágrimas...


AUN HUMEYA.- Es que tú misma como que te complaces en esa tristeza, que cada día va en aumento a costa de tu felicidad y de la mía.


ZULEMA.- Al contrario, hago cuanto está de mi parte por alejar de mi alma todo lo que puede afligirme...


ABEN HUMEYA.- ¿Tienes algún disgusto, algún pesar secreto?...


ZULEMA.- ¿Secretos para contigo?... ¿Hablas de veras? En mi vida he tenido un pensamiento que no sea tuyo. Mas ni yo misma puedo explicar la causa de esta melancolía que me consume... Con frecuencia me sucede, durante el curso del día, estar ansiando que llegue la noche, por descansar siquiera; y si llego a cerrar los ojos, cansada ya y rendida, no hay sueño triste ni imagen espantosa que no venga a atormentarme, hasta que despierto sobresaltada... Anoche mismo...; pero no quiero entristecerte. ¡A bien que te veo junto a mí y mi padre descansa allí tranquilo!


ABEN HUMEYA.- Mas ahora, ¿qué tienes que temer?...


ZULEMA.- (Tomándole la mano con cariño.) ¿Qué tengo que temer?... ¡Tú no amas, Aben Humeya, tú no amas!... Ahora recuerdo, y con cierta ternura, la vida sosegada que disfrutábamos en nuestra casa de campo; allí no tenías enemigos ni rivales; contribuías a la dicha de muchos; y todo cuanto nos rodeaba anunciaba la paz y la ventura... Pues, a pesar de todo, ¿lo creerás?, aun allí mismo hallaba motivos de estar con zozobra... ¡Qué diferencia, querido mío, qué diferencia! Los pesares de ayer me parecen hoy el colmo de la dicha... Te lo confieso ingenuamente: desde que ha cambiado nuestra suerte; desde que te veo rodeado de ese vano esplendor, que tantos peligros encubre, no preveo sino un cúmulo de desgracias... ¿Eres tú más dichoso?... Tú no me dirás la verdad; ya lo sé.


FÁTIMA.- Pues yo, por mi parte, estoy muy contenta al verme hija de un rey..., todos me lo dicen; y tengo tanto gusto en oírlo... Lo único que no puedo sufrir es este castillo..., no sé qué tiene, tan triste y tan opaco, que me acongoja el alma. ¡Cuánto más hermosa y alegre era nuestra casa de campo!... Toda ella la andaba yo, lo mismo de noche que de día; ¡pero aquí no haría otro tanto por nada del mundo!


ABEN HUMEYA.- (Sonriéndose.) - No eres muy valiente, Fátima...; yo creía que las hijas de los reyes no tenían miedo.


FÁTIMA.- No es miedo lo que tengo; de veras lo digo; ¡pero he oído contar cosas tan espantosas!... En este mismo castillo vivió algún tiempo Abdilehí el Zagal, a quien maldijo el cielo por haber prestado ayuda al rey de Castilla...; hasta la piedra en que solía sentarse se ha vuelto más negra que el humo...; pero lo que más pavor me causa son esas manchas de sangre de que están salpicadas las paredes... Yo no quiero a los cristianos... ¡Nos han hecho tanto mal!... Pero (Dios me lo perdone) cuando recuerdo su degüello, como que siento lástima...


ZULEMA.- Calla, hija, calla...


ABEN HUMEYA.- Déjala..., cuando la estoy oyendo, no pienso en nada del mundo.


FÁTIMA.- El primer favor que tengo que pediros es que no nos quedemos aquí..., no seremos felices hasta que perdamos de vista estos muros... ¡Si hubierais oído lo que me decía esta mañana mi esclava, la vieja egipcia!... Dentro de seis lunas, a más tardar, nos veremos ya en Granada... ¡A fe mía que entonces no tendré miedo, y no volveréis a hacer burla de mí...; a media noche he de recorrer todo el palacio de la Alhambra!


ZULEMA.- ¿Has perdido el juicio, muchacha?


ABEN HUMEYA.- Déjala por tu vida... ¿Qué te decía la esclava, hija mía?


FÁTIMA.- ¡Oh! me anunciaba montes y maravillas; y yo le rogué mil veces que me lo repitiera... «Tu padre, me dijo, se verá en breve señor de Andalucía, y echará a los cristianos más allá de Sierra Morena... Por lo que hace a ti...» Lo que me pronosticó a mí, no me atrevo a decirlo.


ABEN HUMEYA.- ¿Y por qué?... ¿Era acaso algo malo?...


FÁTIMA.- ¡Malo!, a buen seguro que no; me ha predicho que me casaré con un gran príncipe... Pero no por eso me apartaré de vuestro lado, madre mía; mi esposo y yo viviremos en Generalife.


ZULEMA.- Sin gana me haces reír... En mi vida te he visto tan alegre.


ABEN HUMEYA.- También tengo yo mucho gusto en verte a ti menos triste.


ZULEMA.- (Volviéndose con inquietud hacia la galería del fondo.) ¿Qué ruido es ése?...


ABEN HUMEYA.- No es nada...; tal vez el viento, que silba en ese corredor.


ZULEMA.- Me parecía haber oído pasos...


ABEN HUMEYA.- ¿Y quién pudiera venir a estas horas?


ZULEMA.- ¡Qué sé yo!... Pero me parece como que oigo rumor más cerca... (Escuchan con suma atención.) No me engañaba, alguien viene...



(ABEN ABÓ y ABEN FARAX se presentan a la salida del corredor, y aguardan a que ZULEMA y FÁTIMA se retiren.)


ABEN HUMEYA.- Son Aben Abó y Farax.


ZULEMA.- ¿Y qué buscan aquí? Con sólo verlos me he inmutado toda.


ABEN HUMEYA.- No tienes por qué asustarte... Ve a recogerte sin el menor recelo.


ZULEMA.- A Dios..., hasta mañana.


ABEN HUMEYA.- Hasta mañana... y que te halle yo más alegre.



(Vase ZULEMA, dejando entrever su inquietud; ABEN HUMEYA se muestra distraído, como si se le hubiese ocurrido de pronto un triste pensamiento.)


FÁTIMA.- ¿Y esta noche no hay para mí un beso?...


ABEN HUMEYA.- (Besándola.) Sí, hija mía..., con toda mi alma.


FÁTIMA.- Toda la noche voy a estar soñando con el palacio de la Alhambra.



(Vase, mostrando viveza y regocijo.)