Nota: Se respeta la ortografía original de la época

A muerte


A

allá por el año 1865 se hacía la guerra al invasor francés en Méjico, no con gran fortuna en las batallas campales,

porque el ejército regular de la República había sucumbido en San Lorenzo á las órdenes de Comonfort, y en la ínclita Puebla de Zaragoza, donde durante más de sesenta días había sostenido un heróico sitio, teniendo que rendirse por falta de víveres y de municiones.

Se operaba cou dificultad en las sorpresas que se intentaban contra el enemigo; pues el invasor contaba con el importante auxilio que le facilitaba el clero y los mochos, como se llamaba á los conservadores antes que entregasen á Napoleón III la autonomía de la patria, movidos por el despecho producido por la pérdida en la Guerra de la Reforma de los fueros eclesiásticos y militares por los que tan tenazmente habían combatido. Durante la guerra nacional sólo se les daba el título que en opinión de los patriotas les correspondía legítimamente: el de traidores.

El invasor ocupaba militarmente las principales ciudades de la República, y los defensores de la independencia y de la democraciase habían visto obligados á dividirse de conformidad con un decreto del presidente Benito Juárez, por el cual se creaban las divisiones Norte, Sud, Centro, Oriente y Occidente, mandadas por los generales Escobedo, Álvarez, Régules, Díaz y Corona.

En una de ellas estaba Mirlito, coronel de infantería, renombrado no sólo por su instrucción militar y su valor heróico y aventurero, sinó también por su marcial y elegante apostura, su espíritu jovial, su marcadísima tendencia á rendir homenaje á toda mujer bella, joven ó graciosa, sus maneras de cumplido caballero, y su generosidad que, en su exageración, rayaba en prodigalidad.

Verdad es que á veces galanteaba á alguna hija de Eva que no valía gran cosa como belleza física; pero cuando al coronel Mirlito se le echaba en cara este pecadillo contra su reconocido buen gusto, ó se le hacía bromas al respecto, contestaba manifestándose de conformidad con el gusto estético de los demás en lo que se refería al poco mérito físico de la aludida, pero así mismo alegaba muy buenas razones para disculpar sus actos.

Ya se ve que donde podían pisar y descansar un poco mientras organizaban la tropa instruyendo á los reclutas que se recibían, no era por cierto en ciudades donde abundan las bellas mujeres; y razón tenía pues el coronel cuando decía que: á falta de pan buenas son tortas. Sobre todo, consideraba un deber de hombre cumplir con la galantería donde quiera, en quien quiera, y como quiera que se presentaran las circunstancias en materia de amor, pues nunca debe estar Marte separado de Venus; que era bueno tener presente que: "máquina que no trabaja pronto se enmohece;" y otras muchas razones que, á no dudar, debían ser buenas, puesto que todos las aprobaban.

Lo cierto es que no faltan muchos que como el coronel creen firmemente que es una obligación perfecta aquella de no perder oportunidad alguna para galantear asiduamente á una mujer donde quiera que se la encuentre, aunque para ello tenga que pelar la pava ó que pelarse la frente. Esto suele tener sus dificultades y á veces sus serios inconvenientes, pero, ¿qué militar de sangre ardiente y con algo de diablillo dentro del cuerpo medita, ni un instante siquiera, en las consecuencias que pueda acarrearle su conducta á lo Don Juan Tenorio? creemos que más bien es contra producente, pues los peligros en perspectiva sólo sirven para estimular los deseos del enamorado sempiterno y despreocupado.

Haría como dos meses que la división estaba tranquila en un pequeño pueblo de la sierra, haciendo vida de guarnición, pero preparándose para emprender una expedición contra uno de los convoyes que debían salir de la capital hacia el norte de la República, cuando se incorporó el teniente coronel Cañas, dándosele de alta como segundo jefe del batallón que estaba á las órdenes del coronel Mirlito. Era un hombre como de treinta años, alto, bien formado, de ojos, barba y cabellos negros, aspecto grave y reposado, trato culto y suaves modales. Los informes que se tenían de su instrucción, valor y pericia militar, eran de los más favorables, y en su foja de servicios se mencionaban actos distinguidos en los campos de batalla.

Antes que transcurrieran muchos días, notaron todos que existía una marcada antipatía entre él y el coronel, no pudiéndose dar cuenta por el momento de la causa que la originaba, á pesar de ser un punto muy disentido entre todos, pues no se ignoraba que antes de la llegada de Cañas al batallón, ninguno de ellos había visto al otro en parte alguna.

Una tarde en que se hacía ejercicio de batallón, dejó el mando el coronel, ordenando al segundo que lo continuara, y retirado á alguna distancia se puso á observar las maniobras. El batallón extrañó sin duda la manera de mandar del teniente coronel, pues no maniobró con la misma precisión que lo hiciera con el primer jefe, y después de dos ó tres movimientos defectuosos, se acercó éste con viveza é hizo algunas obsérvaciones, retirándose en seguida al sitio en que había estado.

Continuaron las maniobras, pero siempre sin precisión en la ejecución, lo cual hizo que el coronel, no pudiendo soportarlo por más tiempo, y dejándose arrastrar por la vivacidad de su genio, se dirigiera al batallón tomando su dirección y mando de una manera brusca, y por cierto bien descortés para Cañas; tan así debió sentirlo éste, que envainando su espada se aproximó al coronel dirigiéndole algunas palabras que los demás no pudieron oir, pero que muy graves debieron ser puesto que éste se quedó suspenso por un momento, dejando que el otro se retirara del campo de instrucción.

Concluido el ejercicio regresaron todos al cuartel. Al llegar el coronel á su alojamiento se encontró con dos jefes que como padrinos le enviaba Cañas, provocándole á un desafío. Súpose después que los padrinos no habían tratado de arreglar cosa alguna para evitar un duelo, el que según se aseguraba, había sido propuesto y arreglado que fuera á muerte; y como era natural, se supuso por todos que la causa que lo provocaba no podía ser el suceso acaecido durante el ejercicio.

Debia haber otra razón, y la había en efecto.

El teniente coronel tenía dos hermanas de una belleza tal, que hubiesen sido capaces de hacer perder la chaveta al más flemático holandés. Contaría la mayor unos veinte y cuatro años; era el tipo acabado de la andaluza que desborda en gracia, é indudablemente debía ser lo que indicaban sus ojos rasgados, profundamente negros y brillantes: mujer de ardientes pasiones y de resuelta voluntad; una de aquellas mujeres que gustan pasar el tiempo haciéndose admirar y juegan con el amor, hasta que se enamoran con la febril ceguera, propia de los temperamentos apasionados.

Al llegar la pequeña división al pueblo, la había visto el coronel Mirlito, y en el acto se había prendado de ella, lo que quiere decir también que apenas tuvo un momento franco, se arregló de modo que muy luego entabló relación con la familia de la joven. Ella cantaba y tocaba el piano, y como el coronel era muy músico, tocando brillantemente el piano y la flauta, no es difícil explicarse cómo se formó el primer eslabón de la simpatía que pronto se profesaron; y esa chispa artística la sopló el tentador supremo hasta producir un incendio... Ya conocemos las consecuencias de esas quemazones!

El coronel no era hombre de haberla prometido casarse para obtener su cariño ilimitado; pero el amor que inspira un militar que no va á permanecer mucho tiempo en un punto, es de rápidas y á veces de funestas consecuencias. Parece que enceguecida la niña por su pasión, cometió actos de ligereza nada propios de la honesta reserva que debe tener una púdica doncella, lo cual llegó á oídos del hermano, que vino entonces á reuuirse á la división, que estaba aun en su propio pueblito, para cerciorarse del caso y tomar las medidas que juzgara apropiadas: no quedándole duda alguna de lo que pasaba entre su hermana y el coronel, aprovechó el incidente del ejercicio para tener en apariencia otro motivo y batirse á muerte con quien andaba en pasos no muy puros con su hermana. Las palabras que había dicho tan sigilosamente al coronel, eran sin duda mencionando el hecho y haciéndole saber que le mandaría sus padrinos.

Á la mañana siguiente estaban todos sobre el terreno elegido para la sangrienta y bárbara lucha que debía ser á revólver, á treinta pasos, avanzando á voluntad, y haciendo uso de los seis tiros del arma que manejaban con admirable destreza.

Era un día encantador de primavera, día que convidaba á la vida y no á morir. El ambiente tibio y perfumado por las flores infinitas del campo, la belleza de éstas y de los árboles que adornaban aquel sitio pintoresco, parecía que debiera haber influido en el ánimo de todos para que allí, ante tan delicioso panorama, no fueran los hombres á perturbar esa armonía, produciendo disonancias horripilantes, hijas de sus pasiones brutales. Á pesar de esto, aquel lugar ameno que invitaba al deleite y al reposo, iba á ser muy pronto el teatro de un drama producido por el encono salvaje, pero quizá disculpable, dado el modo de ser de nuestra sociabilidad.

Aquellos hombres eran conocidos por su valor y experiencia en los combates; sin embargo, los únicos que estaban fríos como la indiferencia, eran los dos que iban á combatir... los padrinos y los cirujanos se hallaban inquietos y hasta se podría decir azorados. El doctor que acompañaba al teniente coronel se le acercó y le dijo con voz respetuosa, en la que se sentía vibrar el corazón contristado por un hondo pesar:

—¿Por qué insiste usted en que sea un duelo á la yankee? ceda al pedido anheloso de sus amigos, que este desafío tome otra forma. Ustedes pertenecen á la causa de la independencia y libertad de Méjico, y sin embargo, van á sacrificar la vida estérilmente por una susceptibilidad militar.

—Es inútil agregar una palabra; si yo muero ó mato á mi contrario, es por algo más que por una necia susceptibilidad.

No insistió más el doctor, y los padrinos procedieron entoncesá medir la distancia, cargaron las armas, colocaron á los ahijados en sus puestos, dándose la espalda, poniendo en mano de cada uno el revólver ya preparado. En seguida mandaron militarmente la media vuelta, y apenas ejecutado este movimiento por los contrarios, se oyeron los dos primeros tiros casi simultáneos, viéndose que avanzaban pausadamente al mismo tiempo que apuntaban las armas.

Ambos estaban heridos desde el primer disparo, pero al tercer tiro del coronel cayó en tierra Cañas, pues una bala le había roto el femur izquierdo. Sin embargo, así caído y apoyándose sobre el codo izquierdo continuó apuntando y haciendo fuego, y tan bien, que el contrario había recibido cuatro proyectiles en el cuerpo. Llegó éste tambaleándose hasta donde yacía postrado su enemigo, y ya con la vista nublada no sólo por los efectos de sus heridas, sinó también porque la última bala le había dado en la parte superior de la frente y la sangre le corría sobre los ojos; con una mano que se le veía temblorosa é insegnra, consiguió poner la boca del canón sobre la cabeza de Cañas, y haciendo un esfuerzo convulsivo, apretó el gatillo perforándole el cráneo con la última bala que tenía el arma y desplomándose en seguida moribundo sobre el cadáver de su adversario.

Al día siguiente fué enterrado el teniente coronel Cañas con todos; los honores que le correspondían según la ordenanza militar. El coronel Mirlito tuvo que soportar una larga curación, de la que salió perfectamente restablecido, y sin más daños en su cuerpo que las cicatrices dejadas por las heridas; pero su espíritu sufrió mucho con este hecho trágico y lúgubre de su existencia: más de una vez ha turbado sus placeres la imagen sangrienta del teniente coronel Cañas.