A los pies de Venus/Parte II/VI

V
A los pies de Venus
de Vicente Blasco Ibáñez
Segunda Parte : LA FAMILIA DEL TORO ROJO
VI
LA INCONVENIENTE CONDUCTA DE CLAUDIO BORJA EN EL PALACIO DE ENCIS0 DE LAS CASAS
Parte III: I


Algunos días después, la vida monótona y plácida, alimentada por recuerdos históricos, que venía llevando Claudio Borja en Roma, quedó conmovida por dos opuestos motivos.

El embajador Bustamante lo llevó a su despacho a la terminación de uno de aquellos almuerzos de confianza a que le invitaba frecuentemente, y empezó a hablarle con la autoridad cariñosa de un antiguo tutor, recordando su amistad íntima con el padre de Claudio. Siempre consideraba al joven como de su familia. Hasta podía decir I que Estela y él se habían criado juntos, no obstante la diferencia de algunos años entre sus respectivas edades. Don Arístides no había perdido de vista la afinidad electiva que ligaba a los dos. .

—En Madrid todos daban por seguro vuestro matrimonio. Después..., después pasó lo que pasó. No hablemos de ello. Yo también soy un hombre, y he tenido mis debilidades, de las que no quiero acordarme... Pero ahora, por suerte, parece que mi hija y tú habéis vuelto a ser novios. No me lo niegues:

se ve claramente. Estela vive más contenta, y mí cuñada me ha dicho que cuando salís los tres juntos, vosotros dos procuráis marchar delante de ella, hablando a solas, lo que satisface y molesta al mismo tiempo a la pobre Nati.

Y el solemne personaje creía llegado el momento de intervenir en este asunto amoroso. Era preciso darle una solución, ya que empezaba a resultar inexplicable para los amigos de la casa. ¿Cuándo se casaban?...

Luego, Bustamante le fue explicando con aire paternal la conveniencia de

adoptar pronto dicha resolución. Era, hora de que terminase su vida de sol- | tero, sin finalidad y sin provecho alguno. Trabajaría mejor al lado de su esposa, en una casa propia, llevando la existencia, ordenada de todos los varones dignos de respeto que sirven a la sociedad, recogiendo al mismo tiempo provechos y honores. Hasta le insinuó hábilmente lo que iba a ganar en consideración social siendo yerno del embajador Bustamante. Podría pretender en España honorables cargos públicos; se vería admitido en Roma, por derecho propio, en el mundo de los representantes diplomáticos, que don Arístides trataba ya como si fuese su ambiente natal.

Reconoció que Borja se veía aceptado en dicho mundo como un joven simpático y de cualidades recomendables; pero tal vez el mayor de sus méritos consistía en ser allegado a la familia del embajador de España.

Quedó Claudio indeciso ante las insinuaciones de su antiguo tutor. En realidad, no había hablado jamás de casamiento con Estela. Como se tuteaban desde niños y existía entre ellos una confianza de camaradas, podían conversar de todo, cual si sus destinos tuvieran una finalidad común, pero sin concretar nunca el carácter de tales destinos. Se miraban sonrientes se estrechaban las manos, tenían en sus palabras y movimientos una confianza igual a la de los muchachos que se entregan juntos a sus juegos; mas nunca habían hablado concretamente de amor. ¡Notaba él tal distancia entre sus conversaciones con Estela y otras desarrolladas en un hermoso jardín frente al Mediterráneo!...

Jamás la había besado ni sentido la tentación de hacerlo. Era a modo de un amigo dulce, plácido, de una simpatía reposante para él... y que llevaba faldas. Tal vez la amaba sin darse cuenta de hasta dónde podía llegar su pasión, pero con un amor distinto a los otros que había conocido en su existencia.

A dichas consideraciones se unió un poco de cólera contra la tía de Estela. Aquella doña Nati, agria de carácter, obligada a enormes esfuerzos para demostrar una amabilidad falsamente maternal, ¿con qué derecho se metía a interpretar sus sentimientos, dando como noviazgo digno de matrimonio lo que era solamente una dulce amistad nacida en los tiempos de su infancia?...

Extinguida esta protesta interior contra la viuda de Gamboa, volvió Borja a considerar las proposiciones de don Arístides con el mismo respeto que cuando vivía sometido a su tutela. ¿Por qué no casarse?... Alguna, vez tendría que imitar el ejemplo de los demás, y mejor era Estela que cualquiera otra de las mujeres que podían salirle al camino. Aquellas embozadas promesas de honores alcanzados por el hecho de ser yerno de Bustamante no le emocionaban. Sólo tenía en cuenta el dulce carácter de ella, o, mejor dicho, su ausencia de verdadero carácter, lo que le haría plegarse en todo a las costumbres y las ideas de su esposo.

Y contestó finalmente al embajador admitiendo sus consejos. Estaba dispuesto al matrimonio, siendo don Aristídes quien debía arreglar lo necesario para que se realizase.

Hombre imaginativo, acostumbrado a concentrar voluntades y deseos en la última idea aceptada, apreció Claudio su casamiento como una dicha un poco monótona dulce y pálida, semejante a uno de esos días de bruma ligeramente enrojecida por el sol, en que personas y cosas parecen acolchadas fluidamente, dando a los movimientos una sensación de blandura silenciosa y elástica.

Además, por una regresión caprichosa de su pensamiento, él, que nunca se preocupaba de la moral, considerándola incompatible con el arte y el amor, admiró la pureza y la inocencia de esta joven, cualidades que meses antes habría llamado «el dote natural de una muchacha algo tonta». Hasta se dijo que la vida común con una mujer ingenua y sencilla de carácter influiría en su porvenir, libertándole de las angustias y contradicciones mentales que habían amargado su juventud. Esta Elisabeta iba a hacer del caballero Tannhauser un personaje ponderado y ecuánime, como decía don Arístides al completar el retrato de cualquiera de sus amigos hispanoamericanos.

A partir de dicha entrevista Claudio y Estela se consideraron futuros esposos, sin que ninguno de los dos hubiese dicho una palabra concreta. El padre y la tía se encargaron de fijar la próxima unión y hacerla saber a todos los que frecuentaban la Embajada.

Sintió Borja en torno de él un nuevo ambiente más favorable. La vida de la alta sociedad romana consiste en comidas y tiestas que hacen encontrarse casi a diario a las mismas gentes. Existen más Embajadas y Legaciones que en ninguna otra capital del mundo. La representación diplomática es doble: una, para el Papa; otra, para el rey de Italia. Y los dos representantes de un mismo país, en el Vaticano y en el Quirinal, se miran con rivalidad, queriendo superarse mutuamente. Esto hace que todos los días se celebre alguna recepción, a la que acuden los diversos grupos de los dos ejércitos diplomáticos acampados en Roma, llevando detrás de ellos la aristocracia pontificia o la puramente italiana, a más de los extranjeros distinguidos que están de paso.

Acompañando a Estela se dejó tomar Borja poco a poco por el engranaje de esta -doble existencia vana y representativa. Comió todas las noches ' en una Embajada o asistió a un baile, viéndose rodeado de gentes frívolas y solemnes, respetuosas de las jerarquías hasta la superstición, las cuales lo miraban con nuevos ojos al saber que era futuro yerno de su excelencia Bustamante.

Rara era la noche en que no se ponía el frac. El villino alquilado sólo le servía para dormir. Almorzaba invariablemente con don Arístides y su familia en el palacio situado en la Plaza de España. Manteníase silencioso el embajador, sonriendo a los suyos con aire distraído, cual si estuviese resolviendo en el magín angustiosos problemas internacionales. Claudio y Estela sonreían igualmente comentando con frivolidad las murmuraciones de aquella Roma diplomática que en el fondo les interesaba muy poco.

Era doña Nati la que hablaba más, desahogando la acidez de su carácter contra el Gobierno de su majestad católica. ¿Cómo quería tener buenos embajadores pagándolos tan parcamente?...

Enumeraba cantidades con tono rabioso, comparando el sueldo de Bustamante con el que recibían ministros y embajadores de otras naciones más poderosas. Así se explicaba que loa mencionados diplomáticos pudiesen dar tantas fiestas mientras ella, encargada de la administración de la Embajada, debía ir espaciando las suyas con diversos pretextos, ocupándose en estudiar la manera de que costasen menos sin perder su falsa brillantez. Y una vez más repetía: «Nosotros hemos venido a servir a nuestro país, no a arruinarnos.»

El millonario Enciso de las Casas buscaba a Borja en muchas de estas fiestas para hablarle aparte, tomando aires de gran hombre anulado por sus deberes oficiales.

—De seguir mis gustos, querido Borja, me quedaría en mi biblioteca, estudiando, escribiendo. En realidad, soy un escritor, no un diplomático; pero debo sacrificarme por mi país. Si yo me retirase, aquella República no se cuidaría de tener una representación digna cerca del Papa.

Fingía despreciar la frivolidad de una existencia de continuas recepciones, en las que se veían siempre las mismas gentes, y, sin embargo, asistía a todas ellas, aun sintiéndose enfermo, y no pasaba semana sin que diese una comida en su palacio-museo.

Al hablar a Borja de su futuro parentesco con don Arístides Bustamante, sonrió casi lo mismo que el embajador. «Hace usted bien—parecía decir con su sonrisa—. Llegó la hora de la seriedad, joven. Debe usted casarse, como todos nosotros.»

Y los muchos consejos de sensatez iban acompañados de cierta envidia sin rencor, una envidia semejante a la del niño ante los goces destinados a las personas mayores. No podía olvidar la buena suerte de Claudio con aquella Rosaura que simbolizaba para él todas las tentaciones de la vida.

Una noche, en los salones de la Embajada francesa, buscó a Boria para darle una noticia :

—¿Sabe usted quién está en Roma?... La viuda de Pineda. Tal vez venga esta noche. No la he visto; pero sé que está aquí por un joven que es secretario de una Legación sudamericana y la visita con frecuencia.

Luego fue examinando con ansiosa curiosidad a todas las damas que entraban en el salón, como si esperase ver de un momento a otro a la bella

argentina.

Acogió Claudio la noticia con aparente frialdad, no pudiendo conocer Enciso la verdadera impresión que causaba en él. Tal vez era de sorpresa nada más, y pasado el primer momento, no pareció Interesarse por la próxima llegada de Rosaura.

Ella no vino finalmente, y al salir don Manuel de la fiesta con su mujer y tres de sus hijas, las abandonó por unos momentos, para hablar otra vez a Borja:

—Indudablemente, no ha podido venir—dijo, sin nombrar a la viuda de Pineda, como si a ellos dos les fuese imposible preocuparse de otra persona—. Pienso visitarla mañana en su hotel. Vamos a dar una modesta comida uno de estos días; pequeña fiesta entre amigos para celebrar cierta distinción que acabo de recibir, sin mérito alguno.

El millonario representante gratuito de su país hablaba siempre de modestos banquetes, pequeñas fiestas y distinciones recibidas inmerecidamente. Un gran hombre debe expresarse así. Lo que no impedía que fuese a la caza, sin descanso, de condecoraciones y dignidades académicas, y para las modestas comidas de amigos, vistiese a una docena de domésticos, propios y alquilados, con casaca de seda amarilla, calzón corto y peluca blanca, que hacia chorrear sudor las frentes de estos pobres italianos disfrazados. Su alma de cardenal de otros siglos, en la que se mezclaba la devoción y el pecado—aunque este pecado fuese sólo de pensamiento--, creía indispensable una servidumbre aparatosa, en consonancia con el aspecto de su palacio.

Al recibir Borja por escrito una invitación de Enciso de las Casas abundante en Ingenuas confidencias se enteró de que el banquete era para celebrar una gran cruz pontificia que acababan de concederle, la única que faltaba en la brillante colección con que cubría el lado Izquierdo de su frac.

Acompañó a don Arístides y su familia en la noche fijada por la invitación, encontrando desde los primeros peldaños de una escalinata del siglo xviii, que era motivo de orgullo para Enciso—enorme como la de un museo, con balconajes de mármol y bustos de diosas y héroes—, a todos los domésticos de los días de gala, ostentando sus pelucas y sus libreas de seda color oro.

Salió el dueño de la casa a recibirlos en la puerta del gran salón. Auque el banquete era de los sencillos, y los altos personajes amigos suyos venían simplemente de frac, sin las condecoraciones reservadas para las comidas oficiales, él se había colocado en el lado izquierdo de su pecho una placa de falsos brillantes, con la imagen de un santo en el centro, y una banda bicolor sobre la pechera de la camisa Insignias de la nueva distinción que el Vaticano dejaba caer sobre él.

Debía dar tal muestra de gratitud a su eminencia, que estaba entre los demás invitados: uno de los muchos cardenales amigos suyos, a los que adoraba unas veces, no pudiendo vivir sin ellos, o repelía con momentánea indiferencia, según las fluctuaciones de su apasionada amistad, pues mostraba caprichos y veleidades de coqueta nerviosa en sus relaciones con el Sacro Colegio.

Ahora su gran hombre era un cardenal que figuraba en todas las comisiones para los asuntos del Vaticano, y había vivido mucho tiempo fuera de Roma, como nuncio del Papa en importantes capitales.

—Es el futuro Pontífice—decía Enciso con tono misterioso—. Estoy bien enterado y no puedo equivocarme. La tiara es para él.

Y sus amigos se acordaban de las numerosas veces que les había hecho la misma confidencia respecto a otros cardenales, designando como Papa futuro a todo el que era en aquel momento su amigo favorito.


Como el embajador de España y su séquito familiar llegaban un poco retrasados por culpa de doña Nati, los saludos en el gran salón de techo altísimo, muros cubiertos de cuadros y muebles dorados, con sedas rojas, fueron muy rápidos. Además, todos se conocían. Eran unas treinta personas pertenecientes a la diplomacia papal y a la antigua nobleza romana, servidora por tradición del Vaticano.

La presencia del príncipe de la Iglesia estorbaba esta noche la confraternidad con los diplomáticos acreditados en el Quirinal y ciertas gentes extremadamente mundanales que otros días Invitaba Enciso. El único a quien no conocía su eminencia era Borja, y el dueño de la casa lo presentó a este sacerdote delgado, pálido de pómulos salientes, frente alta y ojos de cuencas profundas que miraban con una expresión alternativamente grave o maliciosa.

El cardenal lo acogió lo mismo que si lo conociese de mucho antes. Igual hacia con todos. Vivía entre las gentes como si nadie pudiera sorprenderlo, como si nada le fuese ignorado y adivinase con anticipación todo lo que podía ocurrir.

Mientras pasaban los invitados al enorme comedor, construido doscientos años antes, sin tener en cuenta el espacio, por unas puertas tan amplias que podían atravesarlas tres parejas a la vez, don Manuel habló unos momentos a Borja, considerando preciso darle una explicación.

—Estaba invitada por mí, pero a última hora se ha excusado. Sin duda no quiese ver a sus antiguos amigos. Prefiere estar sola, o, mejor dicho, acompañada nada más por el que es actualmente su predilecto.

Y la sonrisa con que el plenipotenciario acompañó sus últimas palabras hizo daño a Borja.

Fueron sentándose los invitados con arreglo a la sabia distribución del dueño de la casa. A pesar de lo frecuentes que resultaban sus banquetes, todos ellos eran precedidos de una conferencia de Enciso con su secretario, apreciando ambos los méritos de cada comensal, para que ninguno se colocase

indebidamente en relación a los otros

Su eminencia era esta noche el personaje más alto. Aparte de sus méritos propios, necesitaba mostrarle agradecimiento Enciso, pues a él debía su última distinción. Únicamente don Arístides, por ser embajador, podía igualársele, y los demás ocuparon los mejores puestos de la mesa. Se aburrió Borja entre un periodista católico, compatriota de don Manuel, de paso en Roma, y cierta condesa de escote flaccido, que ostentaba uno de aquellos apellidos romanos tantas veces leídos por él en la historia de los Borgias.

Además, la comida no era digna de aprecio en este palacio de banquetes frecuentes. Resultaba vulgar y descuidada, como la de los hoteles de muchos huéspedes. El dueño no podía lijarse en su preparación, por preocuparle más el aspecto de sus salones y el orden jerárquico de sus invitados.

Sonreía el cardenal a todos los de la mesa, cuidándose de dedicar una palabra amable a cada uno de ellos, con arreglo a sus gustos o su patria. Este prócer eclesiástico usaba la amabilidad como una herramienta profesional.

Borja no lo perdió de vista en el curso de la comida. Era el más interesante de los convidados. Admiraba .a sonrisa enigmática de sus labios sutiles, la expresión felinamente acariciadora de sus ojos profundos. ¿Qué estaría pensando su eminencia de toda esta gente que lo rodeaba con devoción, y de la cual sólo Bustamante se atrevía a tratarlo con cierta familiaridad, por su carácter de embajador?

Maquinalmente fue apurando Borja las copas que tenía delante, y que llenaban acto seguido los servidores empelucados. Parecía buscar con este continuo beber una compensación al solemne aburrimiento de la comida y a la mala calidad ostentosa de los platos.

Cerca de los postres, un repentino silencio hizo sonar con extraordinario diapasón, en un extremo de la mesa, las voces de dona Nati y otras señoras de la diplomacia sudamericana, hablando todas ellas en español.

Se estremeció Borja al oír el nombre de la señora de Pineda. Estaban sin duda hablando mal de Rosaura.

Fijóse igualmente Enciso en dicho diálogo, a causa del repentino silencio, y miró a donde estaban la cuñada de Bustamante y las otras, con una expresión dulcemente correctiva, cual si les aconsejase tolerancia con los ausentes.

A pesar de esto y contra la voluntad de don Manuel, la conversación sorprendida se hizo general, por el deseo que siente todo grupo humano de abandonar las frases banales y corteses, los diálogos sin objeto, entregándose al comentario mordaz, que anima voces y gestos con maligno placer.

Muchos dejaron de hablar a su vecino para enterarse de lo que decían estas damas vehementes en alta voz. Las más de ellas habían olvidado el italiano y se expresaban en español. Todos los de la mesa lo entenderían. El mismo cardenal había vivido varios años como nuncio del Papa en una República de la América del Sur. Seguía sonriendo de un modo enigmático, mirando a unos y a otros mientras hablaban, sin que nadie pudiese traslucir su pensamiento.

Doña Nati y sus compañeros de diálogo dábanse noticias mutuamente sobre la hermosa argentina, recién llegada a Roma, exagerando la expresión de su voz para mostrarse escandalizadas o desdeñosas... Huía del trato con las personas decentes; por eso no aceptaba invitaciones. Todas las .tardes la veían bailar a la hora del té en el dancing del gran hotel donde estaba alojada. Ahora iba con cierto joven secretario de Legación.

Varias señoras mostraron extrañeza por tal amistad. Conocían a dicho joven; unas, lo menospreciaban por insignificante; otros, hacían relación de sus defectos. Las más bondadosas en sus comentarios compadecían a Rosaura luego de haberla admirado tantas veces.

—¡Ella tan hermosa tan elegante!... No comprendo ese capricho

Por una tendencia instintiva al contraste, registraban el pasado de la hermosa viuda, hablando de Urdaneta, el general-doctor, al que todas conocían; personaje ya algo decadente, pero que había tenido sus tiempos de hombre irresistible.

Descendiendo luego en sus recuerdos, empezaban a balbucir, como el que sospecha que puede decir una inconveniencia, quedando mudas finalmente, mientras sus ojos miraban a un mismo punto de la mesa, cambiando de dirección al encontrarse con los de Borja.

El dueño de la casa, siempre tolerante y afable, creyó del caso pasar de los gestos disimulados a las palabras para cortar dichas murmuraciones.

—Un poco de caridad, señoras. Piensen que es una amiga, y que asta noche debía haber estado entre nosotros.

Pero no resultaba fácil cortar de golpe la murmuración, por tratarse de una persona que las más de las mujeres presentes odiaban y admiraban a un tiempo.

Obedeciendo la esposa del plenipotenciario a una ojeada de éste, sé levantó de la mesa, y todos pasaron al gran salón, donde iban a ser ofrecidos el café y los licores. Formaron diversos grupos; pero el de doña Nati y sus amigas fue atrayendo a los demás Invitados. Muchos arrastraron sus sillones hasta este corro de señoras o permanecieron junto a él, en pie y silenciosos, para enterarse de la conversación.

Los que no conocían a la rica argentina sentíanse interesados, por haber leído y oído muchas veces su nombre. Otros que se decían amigos suyos mostraban un malsano placer asistiendo impasibles a este despedazamiento verbal de la ausente, y si. la defendían era con una flojedad que exacerbaba más las criticas Su eminencia manteníase aparte con los señores de la casa, el embajador español y unas damas italianas que preferían seguir hablando en su idioma.

Acabó por mostrarse francamente irritada la viuda de Gamboa al notar que sus compañeras de murmuración sentían aún cierto afecto admirativo por Rosaura. Su antigua enemistad le hizo expresarse con terrible encarnizamiento.

—Lo que yo no me explico es que una mujer de conducta tan irregular pueda ser recibida en casas respetables.

Esta agresión produjo un silencio temeroso en los oyentes, apreciándola todos como un ataque a Enciso de las Casas. Doña Nati no se dio cuenta de su torpeza y siguió dejándose arrastrar por su moralidad peleadora. Como su sobrina era la única señorita que había asistido al banquete y estaba con su padre al lado del cardenal, siendo todas las que le escuchaban casadas o viudas, empezó a expresarse crudamente.

—Eso no es una señora... ¿En qué se diferencia de una cocotte? Solo en que no pide dinero a los hombres. ¿Quién sabe si el dinero tiene que darlo ella?... Porque a mí no me digan ustedes que es una belleza. Únicamente los tontos pueden admirarla Hay que verla de cerca, como yo la he visto muchas veces... Pinturas, arreglos, artimañas de mujer mala, que las verdaderas personas decentes nos resistimos a usar.

Había olvidado la presencia de Claudio Borja. Hablaba de la moral con autoridad, como si fuese algo propio que le perteneciera desde su nacimiento. Por esto miró en torno con extrañeza, cual si no creyese en sus sensaciones auditivas al quedar cortada su peroración por una voz varonil, algo temblona de cólera, lo mismo que la de ella.

—¡La moral! ¿Qué es eso?... Hay muchas morales: la del vulgo, la de los envidiosos que murmuran, las de las malas personas... y la de las gentes superiores, que están más allá de los prejuicios burgueses.

Después de mirar la cuñada del embajador a un lado y a otro, acabó por fijarse en Claudio Borja. ¡Era él quien hablaba!...

No le produjo menos extrañeza su rostro pálido, con las alillas de la nariz palpitantes v un brillo de agresividad en los ojos. Era una cara de hombre que necesita pelear. Sin duda había bebido.

Reconoció el mismo Borja en su interior dicho estado anormal. Efectivamente, sentíase algo ebrio; pero estaba seguro de que en completa abstinencia habría dicho lo mismo.

Su voz dura se extendió por iodo el salón, creando el silencio de los otros: mas este mutismo escandalizado, en vez de imponerle respeto, pareció exacerbar su acometividad. Y siguió hablando al grupo de señoras, sin miramiento alguno, como si fuesen hombres, fijos sus ojos en la tía de su novia.

¿Qué tenían que decir contra la señora de Pineda?... Todo envidia, desesperación por no poder Igualarse con una mujer superior. A ella era lícito vivir más allá de la moral corriente, al margen de las preocupaciones vulgares, con un derecho que las .demás no conseguirían nunca. Su moral era la moral de las diosas de la antigüedad. Podía hacerlo todo; para eso había nacido más hermosa y más inteligente que las otras mujeres. Las que la criticaban no pertenecían a su misma especie. Sus palabras malignas las comparaba al croar de las ranas frente a una majestuosa estatua de Venus erguida en la orilla de un estanque. ¿Qué sabían ellas de la verdadera belleza y del amor?...

—Todas creen haber vivido y haber amado porque comen, duermen y repetidas veces en su existencia conocieron a un hombre. Y se van del mundo Imaginándose que lo saben todo... El amor es como el talento, como la riqueza, como la hermosura: el privilegio de unos pocos. Y los que nacieron para conocer de veras el amor no están sometidos a las mismas leyes vulgares que el gran rebaño en el que figuramos los demás. No podemos entender su modo de razonar, y lo juzgamos indigno... Dejen tranquilas a las personas superiores, ya que les es imposible comprenderlas.

Tuvo que callar de pronto, sintiéndose entre dos voces que le interrumpían : una de ellas a sus espaldas. la del embajador Bustamante, el cual le había puesto su diestra en un hombro:

—¿Qué dices?... ¿Qué disparates son ésos?... ¿Estás enfermo?... ¿Qué te pasa?

Y al mismo tiempo la viuda de Gamboa, roja de cólera, se abanicaba rudamente, fijando en el joven los dos rayos de sus ojos, mientras decía entre balbuceos:

—Claro... ¡fueron tan amigos! El señor se acuerda de aquella vida escandalosa que nos afrentó a todos... ¡Y mi cuñado piensa dar su hija a un hombre así! Yo me he opuesto siempre..., ¡siempre!

Pero de pronto calló, obedeciendo a una mirada de don Arístides.

La intervención de Enciso, que había acudido también al oír las palabras de Borja, puso fin a este rápido incidente.

Los Invitados, como si obedeciesen a una consigna, se juntaron en pequeños grupos, hablando, con voces exageradamente altas, de asuntos que no les interesaba.

Claudio se vio sólo de pronto Todos fingían ignorar su presencia, alejándose. Al mirar en torno, únicamente encontró los ojos de su eminencia fijos en él. Nada de severidad Continuaba sonriendo para su persona, lo mismo que para los otros. Su mirada seguía brillando felina y acariciante. Tal vez apuntaba en ella un nuevo interés. ¿Quién sabe si lo consideraba más digno de su atención que al principio del banquete, cuando lo habían presentado como uno de tantos -jóvenes de aquel, mundo frívolo y solemne?...

También encontró la mirada furtiva de unos ojos agrandados por el asombro y el dolor: los oíos de Estela, que parecían preguntarle: «¿Qué has hecho?»

Bebió con lentitud dos tazas de café, manteniéndose erguido junto a una mesa antigua de mármoles incrustados. Hasta los servidores se acercaban a él con titubeos, no obstante su porte falsamente majestuoso como si temieran incurrir en el desagrado de la respetable concurrencia.

Aún latía en su interior la cólera que le había hecho prescindir de las conveniencias sociales, diciendo lo que pensaba con insolente franqueza. Quiso desafiar con su presencia a los que simulaban no verlo. Se quedaría allí para demostrarles que no le inspiraban miedo.

Luego sintió de pronto todo el peso de aquella reprobación que le circundaba, y fingiendo interés por los cuadros y estatuas de los varios salones, fue pasando de una obra a otra; hasta llegar a la puerta del más lejano de aquéllos..., y huyó.

Mientras un servidor, también con peluca blanca, le entregaba en la antesala su sombrero y su gabán, una mano amiga le tocó en la espalda.

Enciso, enterado de su fuga discreta, venía a despedirlo. Le estrechó la diestra silenciosamente, haciendo un gesto melancólico, lo mismo que si lo saludase en un entierro.

El gran hombre parecía sinceramente apenado por lo que acababa d¿ ocurrir. ¿Qué pensaría su amigo el futuro Papa?...

Mas no por ello el apretón de su mano y su mirada parpadeante dejaron de ser atables. Quería hacerle ver que continuaba teniéndolo por amigo suyo. Tal vez hasta le parecía su conducta justa y lógica.

Había defendido a una mujer que él mismo juzgaba adorable. Además estaba ligado a ella por su pasado. ¡Muy bien! Lo terrible era que hubiese hecho esto en su casa.

Acompañó silenciosamente a Borja hasta la meseta final de su majestuosa escalinata, oprimiéndole siempre una mano y sin decir palabra. Creyó el joven adivinar sus pensamientos. El diplomático abominaba de su franqueza escandalosa; el escritor la creía admirable.

Por algo había dicho muchas veces la tía de Estela que este padre de familia simpatizaba de un modo instintivo con todas las gentes de conducta irregular.