A los pies de Venus/Parte II/V

IV
A los pies de Venus
de Vicente Blasco Ibáñez
Segunda Parte : LA FAMILIA DEL TORO ROJO
V
LA ESCANDALOSA GUERRA DE LA FORNICACIÓN», Y COMO PRODUJO, CON DIVERSOS NOMBRES, UN ESPECTRO LÍVIDO QUE TODAVÍA EXISTE
VI


Enciso se aproximó a una de las ventanas de su biblioteca, mirando al exterior.

—Llueve. No se vaya usted aún. Fumemos otro cigarro.

Brillaban calles y techumbres bajo una lluvia tenaz que oscurecía prematuramente el cielo del atardecer.

Claudio Borja, que ya se había puesto en pie para marcharse, volvió a ocupar un sillón, tomando el grueso cigarro ofrecido por el diplomático.

Se quedaría media hora más, esperando que pasase el chubasco. Y reanudaron su evocatoria e histórica conversación.

—El año mil cuatrocientos noventa y cuatro—dijo Enciso después de reflexivo silencio—resultó para el Papa Borgia el más peligroso de su existencia. A fines de enero supo la muerte casi repentina del rey Ferrante o Fernando, aquel bastardo nacido en Valencia, que fue cabeza de la dinastía napolitana de Aragón. Su heredero Alfonso Segundo se apresuró a buscar el apoyo del Papa, único soberano de Italia que podía ayudarle. Veíase amenazado el nuevo monarca por la expedición de Carlos Octavo y la hostilidad del pueblo y los barones de Nápoles, tratados con rudeza por el difunto don Ferrante.

Oirá vez se consideró Alejandro VI en un dilema angustioso. El rey de Francia le enviaba embajadores amenazándole con reunir un Concilio que le quitaría la tiara si no se unía a él. Juliano de la Royere, separado del rey de Nápoles, empezaba a trabajar por el monarca francés. Además corría el peligro de perder a su íntimo amigo el cardenal Ascanio Sforza, partidario también del rey de Francia por su parentesco con el tirano de Milán.

Quiso contemporizar inútilmente, enviando la Rosa de Oro a Carlos VIII como símbolo de amistad, y prometió al mismo tiempo dar la investidura al nuevo rey de Nápoles; esto último por complacer a su amigo Fernando el Católico.

Presintiendo Alfonso II las justas vacilaciones del Pontífice, por convenirle a éste en realidad ser enemigo de la dinastía napolitana ratificó las proposiciones que había formulado su padre referente a los Borgias, haciéndolas aún más tentadoras. Su hija natural, doña Sancha, se casaría con el pequeño Jofre Borgia, llevándole además del principado de Esquilache cuarenta mil ducados de renta y una compañía pagada de cien hombres de armas para su guardia personal, El dote de Sancha sería de doscientos mil ducados (más de un millón y medio de francos oro). El hijo mayor de Alejandro VI, Juan, duque de Gandía, recibiría del rey de Nápoles el principado de Tricarico, en la Basilicata, y a tal presente irían unidos ricos beneficios eclesiásticos en las diócesis napolitanas para el joven cardenal de Valencia César Borgia, que acababa de recibir las órdenes del subdiaconato, entrando en la vida clerical contra su voluntad.

En abril se decidía el Papa resueltamente a favor de Nápoles, encargando a su sobrino Juan de Borja, cardenal de Monreale, que coronase a Alfonso II. Jofre le acompañó para consumar su matrimonio con doña Sancha. Cinco días después, Juliano de la Rovere se embarcaba en Ostia, la noche del 24 de abril, abandonando a su hermano Juan la defensa del castillo en la desembocadura del Tiber. Un navío le llevó a Génova, pasando de allí a Francia enviado por Ludovico el Moro, señor de Milán, para que acelerase la marcha invasora de Carlos VIII.

Alejandro llamó a Roma al conde Pitigliano, encargándole el sitio del castillo de Ostia, y a pesar de la fama de éste como fortaleza Inexpugnable, capituló con sólo un mes de asedio.

Durante varias semanas vio satisfecha el Pontífice su vanidad paternal, gozando las delicias de una paz que fue a modo de breve paréntesis en los sucesos de dicho año, tan angustioso para él.

El 7 de mayo se celebraba en Nápoles la boda de don Jofre y doña Sancha con gran aparato. Alfonso II, padre de la novia, deseaba levantar su crédito ante los napolitanos y los barones de su reino, dando gran brillo a las ceremonias nupciales para inspirar confianza al país, haciéndole creer que su nuevo parentesco con el Pontífice era una garantía contra la anunciada expedición francesa.

Claudio Borja creyó del caso recordar una carta del cardenal de Monreale a su gran amigo el valenciano don Juan Marrados, camarero o cubiculario íntimo del Papa, contándole lo ocurrido en esta boda para que lo transmitiese al duque de Gandía, residente en Valencia. Dicha carta la guardaba el canónigo Figueras en el archivo de su catedral, y era notable por la alegre crudeza con que relataba en valenciano algunos detalles de las nupcias del pequeño Jofre.

—La moral de aquellos tiempos—siguió diciendo—era más desenfadada que la presente. Usted habló antes del nuncio del Papa en Pésaro presidiendo un baile hasta el amanecer y conduciendo la última farándula por las calles. El cardenal Juan de Borja, según costumbre de la época, fue en compañía de los padres de la novia y otros de la familia a visitar a los nuevos cónyuges cuando ya estaban acostados. En todas las bodas aristocráticas de entonces era de ritual dicha visita, riendo padres y amigos ante las caricias preliminares de los recién casados.

Hacia elogios el cardenal de la valerosa desenvoltura de su primo Jofre, que aún no había cumplido catorce años. Sin duda debió de deslizar una mano bajo las ropas del lecho, pues afirmaba en su carta que salió del dormitorio seguro de que el nuevo príncipe de Esquilache «estaba muy alegre y bien preparado para la batalla».

Esta certidumbre del cardenal-legado fue de corta duración. El menor de los Borgias se convenció pronto de que había caído en la más terrible de las esclavitudes sexuales. Doña Sancha, mezcla de napolitana y española, era de un temperamento furiosamente lúbrico, que acortó su existencia. Antes de los veintiséis años de edad, en 1506 murió agotada por sus demasías licenciosas.

—Esta hispanonapolitana—siguió diciendo Claudio—fue culpable, a causa de sus ardores, de la horrible fama que durante tres siglos ha pesado sobre la pasiva y sonriente Lucrecia. Los enemigos de Alejandro, para desacreditar más a su familia, pasaron a la cuenta de la hija todos los desenfrenos de la nuera, y los escritores de la Reforma, arrastrados por el odio religioso mantuvieron dicho error.

Cuando dos años después los jóvenes príncipes de Esquilache volvieron de Nápoles a Roma para vivir en el Vaticano, doña Sancha, todavía muy jovencita, pero en plena erupción de su temperamento precoz y perversamente lujurioso, se entregó a los mayores excesos, encontrando tal vez una ampliación de sus placeres en el escándalo que provocaban.

—Hacía gala de sus amoríos con sus dos cuñados: Juan y César. Era, inútil que éstos guardasen cierta prudencia; ella, con cínicos alardes, se encargaba de hacer saber a todos sus placeres incestuosos. Al mismo tiempo se entendía con otros hombres de la Corte papal que eran de su gusto, así eclesiásticos como laicos. Lo raro fue que no atentase contra su propio suegro, el Pontífice, pues éste, a pesar de su vejez, continuaba mostrándose alegre y galante con las damas en las fiestas del Vaticano... Alejandro sentíase, en realidad, indignado por la conducta de su nuera y la triste situación de su hijo Jofre. Este sólo deseaba que su mujer lo dejase tranquilo y olvidado. Ella lo escarnecía por la prudencia con que cuidaba su salud, y tales y tan continuos fueron los escándalos dados por la napolitana, que el Papa, en sus últimos tiempos, acabó por encerrarla en el castillo de Sant' Angelo, para que no hablasen más en Roma de su ostentosa impudicia.

Al día siguiente de dicho matrimonio, el cardenal de Monreale coronaba con gran aparato a Alfonso II de Nápoles, renovándose acto seguido para el Papa la sucesión de conflictos que llenaron todo el curso de 1494, el año más tenebroso de toda su vida.

Después de haberle abandonado Rovere hizo lo mismo Ascanio Sforza. Los dos cardenales habían vivido siempre como implacables adversarios; pero se unieron en la presente ocasión para combatir juntos al Papa: Juliano, como protegido del rey de Francia; Ascanio, como hermano de Ludovico el Moro, de Milán.

Además, el peligro se alzaba repentinamente para Alejandro VI dentro de su propia casa. Toda la nobleza romana que había recibido sus estados en feudo de la Santa Sede declarábase en rebelión. Los Colonnas, Orsinis, los Savellls y tantos otros, bajo la influencia de Ascanio Sforza, se unían al tirano de Milán y a Carlos VIII.

Más de la mitad de Italia era enemiga del Papa. Sólo podía apoyarse en el rey de Nápoles, y éste, a su vez, buscaba su protección, temiendo a los señores feudales y al pueblo de sus propios estados, por tener la certeza de que se sublevarían contra él apenas avanzase la expedición de los franceses.

Se daba cuenta Alejandro de su gran error diplomático, aunque en realidad lo había visto claramente desde el principio. Era su amigo el rey de España quien le había impulsado a tomar esta determinación, más que el propio deseo de engrandecer a sus hijos. Y Fernando el Católico sólo le enviaba palabras de amistad y esperanzas de auxilio, sin que llegasen detrás de ellas soldados ni dinero.

El peligro inminente le hizo pensar en la seguridad de su familia. Lucrecia vivía en Pésaro con su esposo. Este Juan Sforza, sobrino del duque de Milán no podía permanecer tranquilo en Roma desde que el Papa desertó de la Liga formada, por milaneses y venecianos, uniéndose con Alfonso II de Nápoles. Creía más prudente vivir lejos de la Ciudad Eterna, en sus tierras propias, y Alejandro VI dejó que se llevase a su esposa.

También temía Borgia los horrores de una invasión, pensando en la bella Julia y demás mujeres de su familia ilegítima. Todas ellas siguieron a Lucrecia en dicho viaje, con pretexto de pasar el verano junto al Adriático, y en realidad para mantenerse a cubierto de la próxima guerra. La Farnesina, doña Adriana de Milá y la Vannoza emprendieron el viaje a Pesaro. El único de sus hijos que permaneció en Roma cerca de él fue César, ayudándole con una serenidad de juicio y una sangre fría impropias de sus pocos años.

Se esforzó el Papa por hacer frente al próximo avance francés. Como Ve-necia estaba en relaciones con el sultán de Constantinopla, envió a éste un agente secreto, llamado Bocciardo, pidiéndole aconsejase al Gobierno veneciano que se pusiera de parte de Nápoles. El hecho de guardar en su poder a Djem, hermano del sultán Bayaceto, facultaba al Pontífice para intentar dicha gestión. Al mismo tiempo, el enviado debía pedir al jefe del Islam que pagase anticipada una anualidad por el mantenimiento de su hermano en Roma. Dicha pensión, de cuarenta mil ducados, serviría al jefe de la Iglesia para defenderse de la invasión francesa.

Mientras tanto, Carlos VIII justificaba sus preparativos guerreros con un fin falsamente religioso. Luego que se apoderase del reino de Nápoles, iría a conquistar a Constantinopla y Jerusalén (¡el eterno pretexto de la cruzada!); pero ni él ni sus capitanes pensaban en cumplir tales promesas.

Salía de Roma el Pontífice para avistarse con Alfonso II cerca de la frontera napolitana, examinando los medios de resistir con las armas a los invasores. Alejandro VI y el joven cardenal César sostenían la conveniencia de ir al encuentro del adversario con un movimiento ofensivo, aprovechando la dispersión de sus fuerzas en el avance. Alfonso temía salir del reino con sus escasas tropas por miedo a la sublevación que seguramente estallaría apenas se alejase.

El 3 de septiembre pasaba el rey de Francia la frontera de Saboya. Iban con él quince mil hombres de armas y escuderos, ocho mil arcabuceros gascones, seis mil alabarderos suizos, mil quinientos arqueros franceses y ciento cincuenta cañones enormes. Esta aglomeración de hombres armados, la más grande en realidad que se había visto en aquella época, no llevaba tiendas de campaña, ni víveres ni dinero. Las tropas vivían sobre las tierras, conquistadas. Además, este ejército de franceses iba hacia la rica Italia en el mismo estado de ánimo que las andrajosas y famélicas bridas de la República, tres siglos después, cuando el principiante Bonaparte les mostraba desde lo alto de los Alpes la tierra de promisión.

Carlos VIII, hijo degenerado del terrible Luis XI, era feo de rostro, débil de piernas, poco inteligente pero con un insaciable apetito genésico. La campaña de Italia iba a servirle para conocer nuevas mujeres, uniendo al deleite carnal el incentivo de la violencia.

—Esta expedición francesa—dijo Borja—no pudo ser más fácil ni proporcionar mayores placeres. Tan imponente número de guerreros atravesó la mayor parte de Italia sin esgrimir sus armas, pudiendo entregarse finalmente en Nápoles a la más ruidosa de las orgías. Sólo a la vuelta, al salir de la península, tuvieron que pelear una sola vez, con verdadero empeño, para abrirse paso. En realidad, la tal campaña merece el nombre de guerra de la fornicación. No hicieron otra cosa el joven rey de Francia, apodado el Cabezudo , por su fealdad, y los treinta mil hombres de su ejército.

Enciso acogió con gestos afirmativos el título de dicha guerra. Resultaba exacto.

Dos soberanas, la duquesa Blanca de Saboya y la marquesa de Monferrato, abrian la península al joven conquistador. La primera, lo recibía espléndidamente en Turín, y la segunda, en Casale. Entradas triunfales sin ningún combate previo, justas y torneos antes de los grandes banquetes, por la noches danzas con las damas, y luego, el reposo de cada héroe en un lecho de finas telas, con carnes dulces que palpar. Si el monarca y sus paladines llegaban con el deseo de conseguir numerosas conquistas femeninas, las hermosas señoras italianas mostrábanse aún más vehementes y prontas a entregarse, olvidando a padres y maridos con la esperanza de alegar luego el haber sido forzadas por los invasores.

—Todos los documentos de aquel tiempo, lo mismo las crónicas particulares que las comunicaciones diplomáticas, hablan de la fornicación general de las tropas y de sus capitanes, empezando por el rey. Según testimonio de los franceses, las bellas italianas no esperaban a ser violadas o solamente rogadas, sino que se ofrecían espontáneamente. Después de haber gozado de todas maneras la hospitalidad de la duquesa Blanca de Saboya y la marquesa de Monferrato, se hacía prestar Carlos Octavo, con una franqueza admirable, las joyas de estas hermosas damas, empeñándolas para pagar sus tropas. Luego la orgía continuaba en el Milanesado.

La joven esposa de Juan Galeas, verdadero señor de Milán, se echaba a los pies del rey francés haciéndole saber que el usurpador Ludovico el Moro guardaba a su sobrino preso para conservar el gobierno del país. Lloró Carlos VIII de emoción escuchando tan justos lamentos; pero como Ludovico era quien le abría la península italiana, dejándolo entrar en Milán se enjugó las lágrimas y siguió adelante. Poco después, Galeas moría envenenado por su tío para que la viuda no hiciese más protestas.

Pasaba de Milán a Florencia el ejército invasor, siendo acogido en todas las ciudades lo mismo que en Turin: torneos, banquetes, fornicación general, y al marcharse, grandes contribuciones de guerra.

César Borgia abandonó a Roma, encerrándose en Orvieto —ciudad confiada a su gobierno por el Papa—para improvisar su defensa.

Este hijo de español nacido en Roma empezó a mostrar un orgullo italiano, del que parecían desprovistos los más de sus compatriotas. Ya que todos se sometían al invasor y numerosas mujeres aumentaban tal bajeza con su liviandad escandalosa, él seria el único en protestar por medio de las armas. Y la sola resistencia que encontraron los franceses antes de su llegada a la frontera de Nápoles fue la de Orvieto. Contra su ciudadela chocaron inútilmente las olas de la invasión, teniendo que seguir adelante.

Mientras Carlos VIII avanzaba de Florencia a Roma, dos grande contrariedades entristecieron al Papa, que había quedado sólo.

Bocciardo, su agente secreto, desembarcaba cerca de Ancona, en el Adriático, con un enviado turco de Bayaceto, portador de los cuarenta mil ducados de la pensión de Djem. Ambos viajeros caían en poder de una banda capitaneada por Juan de la Rovere, hermano del cardenal, expulsado del castillo de Ostia. Se apoderaba aquél de los cuarenta mil ducados, dejando en libertad al mensajero del sultán. A Bocciardo manteníale preso, y, despojado de todos sus papeles, lo enviaba al cardenal Juliano, que había venido de Francia en el séquito de Carlos VIII.

Sirvió la pensión de Djem para los gastos de la campaña, y los papeles fueron utilizados por Juliano, quien los desfiguró, publicándolo luego para desacreditar a su adversario. Basándose en dichos documentos falsificados, Inventó una calumnia digna de su violento carácter, diciendo que Bayeceto proponía al Papa la muerte de su hermano Djem, ofreciéndole trescientos mil ducados a cambio de su cadáver.

—Esta calumnia, demasiado grosera —dijo Claudio—, no produjo el efecto que esperaba Juliano. Se deshizo sin tocar a su enemigo. Era posible que Bayaceto hubiese escrito dicha proposición. Varias veces intentó, en el Pontificado anterior y en el de Borgia, asesinar a su hermano por medio de enviados turcos o de italianos, que aceptaban sus planes sin realizarlos nunca. El interés de los papas era, por el contrario, guardar a Djem para tener en respeto al Gran Turco y percibir la pensión anual de cuarenta mil ducados. Matarlo equivalía a suprimir la gallina de los huevos de oro, pues el mantenimiento de dicho personaje no costaba ni la décima parte de la cantidad percibida.

Nadie hizo caso del violento Juliano de la Rovere, es cierto—añadió Enciso—. Mas transcurrido un siglo, los escritores de la Reforma recogieron la olvidada calumnia para acusar al Papa Borgia de la muerte de Djem, ocurrida meses después, y perfectamente explicable por sus excesos alcohólicos, cuando ya estaba en manos de Carlos Octavo.

Al llegar el rey de Francia a Lúca, encontraba al cardenal Piccolomini, sobrino de Pío II, hombre bondadoso y transigente, encargado por el Papa de intentar un acomodamiento con él. Conocían los del séquito real la situación desesperada de Alejandro VI, sin medios de resistencia, abandonado de todos, con su propia vida en peligro. Los barones romanos sublevados no esperaban más que una ocasión favorable para apoderarse de la capital pontificia y tal vez para asesinarlo.

Se negó el monarca a recibir a Piccolomini, alegando no tener necesidad de intermediarios para hablar con el Papa. Ya trataría con éste directamente durante las fiestas de Navidad, que era cuando pensaba entrar en la Ciudad Eterna.

Un gran disgusto de índole privada vino a unirse en noviembre al desaliento político de Alejandro VI. La bella Julia, siguiendo uno de sus caprichos, se había separado de Lucrecia en Pésaro para ir a Viterbo, donde estaba su hermano el cardenal, en compañía de una cuñada suya y doña Adriana de Milá.

Varios jinetes franceses, mandados por Ivés d'Allegre, el mismo que iba a ser años adelante compañero de armas de César Borgia, hicieron prisioneras a las tres damas, pidiendo por ellas rescate, como de costumbre. La guerra y el bandidaje apenas se diferenciaban entonces.

—A pesar de que Ivés d'Allegre habló con entusiasmo de la belleza de Julia a Carlos Octavo, éste se negó a verla, decisión que no se explica, tratándose de un hombre de insaciable curiosidad en el conocimiento de beldades italianas. Tal vez Rovere y los otros cardenales que iban pon él evitaron, por toda clase de medios, que llamase a la bella prisionera, temiendo que ésta lo sedujese con su hermosura y lo inclinara a favor de Alejandro Sexto.

Mostró el Papa las angustias de un viejo enamorado al enterarse del suceso, haciendo toda clase de gestiones para la liberación de las cautivas. Envió inmediatamente los tres mil ducados de rescate exigidos por el capitán D'Alegre y despachó a dos cardenales para que solicitasen de Carlos VIII la cesión de las prisioneras, protestando contra la delicadeza de dicho rapto. Las tres damas fueron enviadas a Roma con fuerte escolta, y el cubiculario secreto del Papa, Juan Marrados, su hombre de confianza, salió a recibirlas fuera de la ciudad.

Su cautiverio sólo batía durado cuatro días, y Borgia se consoló momentáneamente de sus inquietudes políticas al ver otra vez a la bella Julia ..

Tal accidente, digno de la guerra de la fornicación , hizo reír a media Italia. Ludovico el Moro protestó al enterarse del modesto rescate fijado por el capitán francés.

—¡Tres mil ducados!—dijo—. ¡Qué locura! El Santo Padre habría dado diez veces más, cien veces más, por entrar otra vez en posesión de su bella concubina.

Aproximábanse a Roma, al mismo tiempo, por un lado el ejército francés, y por otro, un ejército napolitano, cuyo auxilio no podía inspirar confianza, ya que su jefe, el duque de Calabria, aconsejaba al Pontífice que huyese de su capital, refugiándose en Nápoles.

Alejandro no sabía qué hacer. Su valor sereno y confiado le evitaba las ofuscaciones del pánico. Seguía esperando un auxilio providencial, aunque ignoraba de dónde podía venir. Los reyes españoles, que le habían empujado a la situación presente, sólo enviaban promesas.

Hubo un momento en que resolvió huir, por no verse con Carlos VIII, que pensaba exigirle el reconocimiento de sus derechos sobre el reino de Nápoles. Pero ya era tarde. Las avanzadas francesas galopaban por la campiña romana, y desde el Vaticano podía ver el Papa a sus jinetes en las alturas del monte Mario. El castillo de Sant' Angelo, muy descuidado por sus antecesores, no podía oponer una resistencia seria.

—Iba a empezar para. él—dijo Enciso—un verdadero calvario, que duró un mes; pero tan larga prueba: hizo palpable hasta dónde llegaba su habilidad y su firmeza, consiguiendo finalmente salir victorioso de tantos peligros.

Aceptó que Carlos entrase en la ciudad con sus tropas, pero a condición de mantenerlas en la ribera izquierda del Tíber. En los últimos días de diciembre, algunas fracciones del ejército invasor se alojaron en Roma, fuera de la llamada Ciudad Leonina, cometiendo iguales atropellos que en las otras poblaciones italianas, especialmente en la persecución de las mujeres.

Mientras tanto, el monarca francés consultaba a sus astrólogos el día más favorable para hacer su entrada en la Ciudad Eterna. Estos designaron el de San Silvestre, y el 31 de diciembre penetró Carlos en Roma con el aparato de un triunfador dando por segura los enemigos de Rodrigo de Borja la pérdida de su tiara. Rovere y los cardenales que iban en el séquito real proyectaban la reunión de un conclave que le depondría, nombrando a otro Pontífice.

Escuchó Alejandro pacientemente todas las imperativas exigencias de los delegados del joven monarca. Pedían la entrega inmediata del príncipe Dj'em, y que permitiese una guarnición francesa en el castillo de Sant' Angelo. César Borgia seguiría en rehenes a Carlos VIII hasta que éste conquistase a Nápoles, y el Pontífice debía darle en seguida la investidura de dicho reino, legitimando asi sus derechos como heredero de los Anjous.

Ante unas exigencias tan rudamente expuestas por los enviados regios, no había más que aceptarlas con una abdicación vergonzosa, o romper las entrevistas, negándose a todo. Alejandro no hizo ni una cosa ni otra. Discutió, dio largas a la resolución de cada una de las peticiones. Cuando se veía obligado a responder acto continuo, sufría un sincope, y era preciso dejar el asunto hasta el día siguiente.

César había abandonado a Orvieto al ver la plaza libre de sitiadores, y, adelantándose a éstos con uno de aquellos golpes sorprendentes que empleó luego en sus campañas, estaba otra, vez al lado de su padre. El aconsejó la única medida enérgica que se podía adoptar, y el 7 de enero. Alejandro y sus cardenales abandonaron en secreto el Vaticano por el pasaje subterráneo que une éste al castillo de Sant' Angelo, refugiándose en dicha fortaleza, como si pretendieran defenderse desesperadamente.

Tran grande era aún el prestigio del Papa, que el rey de Francia no osó atacarlo ni deponerlo, como le aconsejaban Juliano de la Rovere, Ascanio Sforza y tres cardenales más que figuraban en su séquito. Temía el descontento que pudieran provocar dichos actos en Francia y fuera de ella. Al mismo tiempo, el Pontífice y sus cardenales se daban cuenta de que el castillo de Sant' Angelo no podría resistir un verdadero asalto, y esta doble consideración hizo que por ambas partes se reanudasen las conferencias, poniéndose de acuerdo, finalmente, el 15 de enero.

Dicha convención casi fue un triunfo para el Pontífice, al que todos creían perdido días antes. El príncipe Djem quedaba confiado al rey de Francia en todo el curso de la expedición contra los turcos; pero el Papa continuaría cobrando del sultán la pensión de cuarenta mil ducados. César Borgia iba a acompañar a Carlos VIII en su campaña durante cuatro meses no en rehenes, sino como legado pontificio, con todos los honores debidos a tan alto cargo, una guarnición francesa ocuparía Civitavecchia mientras el ejército del rey atravesaba los estados de la Iglesia, y Juliano de la Royere se reinstalaría en el castillo de Ostia.

Alejandro VI, en compensación, debía conservar el castillo de Sant' Angelo, recibir testimonio de obediencia públicamente del rey de Francia, gobernar con entera libertad sus estados y ser protegido por dicho monarca contra todo ataque. ¡Y ni una palabra sobre el reconocimiento de los derechos de Carlos VIII al reino de Nápoles, que era lo que deseaba evitar Borgia!... Tal omisión y el juramento de obediencia del rey francés al Pontífice representaban una victoria diplomática enorme, un triunfo de su autoridad espiritual.

Volvía Alejandro, por el mismo pasaje secreto, desde el castillo a su Palacio, recibiendo con gran majestad a Carlos VIII. Hizo tanta impresión en el joven monarca este Pontífice, al que veía por primera vez, y lo sedujo luego con tan agradables palabras en la intimidad, que ya no habló de su investidura de Nápoles, contentándose con dejar dicho asunto para otra ocasión.

Necesitaba el conquistador partir cuanto antes. Roma estaba amenazada por el hambre. Las tropas francesas habían devorado cuantas reservas se guardaban en la ciudad y sus cercanías. El pueblo no podía sufrir la arrogancia de los invasores. Diariamente surgían peleas. Los muchos españoles residentes en la ciudad se batían en todas las encrucijadas con estos soldados insolentes enemigos de los Borgias. Los alabarderos suizos excitaban especialmente la cólera popular. En su embriaguez perseguían y violaban a las mujeres hasta en mitad de las calles, mostrándose las plebeyas romanas menos fáciles que las altas señoras.

El 28 de enero de 1495 abandonó Carlos VIII la capital pontificia al frente de sus tropas. César Borgia cabalgaba a su derecha, llevando sobre su vestido de viaje la capa roja de cardenal. Había aceptado, con aparente conformidad, este papel de legado que disimulaba su verdadera condición de rehén. Los que lo conocían sospechaban que tanta mansedumbre debía ocultar algún propósito secreto.

Veinte carros, con vistosas fundas ostentando las armas de los Borgias, contenían el equipaje del joven cardenal. La primera etapa fue de Roma a Marino, y cerca de esta última población dos de los mencionados carros tuvieron que apartarse de la vía y quedar inmóviles por habérsele; roto las ruedas. Eran los únicos que verdaderamente iban cargados con la vajilla preciosa y otros objetos de uso del legado.

La etapa resultó más larga al día siguiente, y la comitiva regia llegó a Velletri, donde el monarca francés, el príncipe Djem y César debían ocupar distintos alojamientos, preparados por el obispo de dicha ciudad.

Acompañó el cardenal de Valencia al rey hasta su casa, retirándose luego a la que le habían destinado Una guardia de honor velaba en torno a 'su persona como representante del Pontífice, aunque en realidad su misión era la de vigilarle. Al cerrar la noche, César huyó de su alojamiento por una puerta trasera, vestido de caballerizo. Atravesó las calles a pie, sin darse prisa, para no llamar la atención; salió al campo, y en la Vía Apia, lejos de las últimas casas de la ciudad, un hombre surgió de un grupo de árboles para ir a su encuentro, llevando de la rienda un caballo magnífico. Era un hidalgo de Velletri que César Borgia había conocido durante su permanencia en Marino el año anterior, cumpliendo una misión del Papa. Admirable jinete, saltó el cardenal sobre el fogoso corcel y a todo galope volvió a la ciudad Eterna, entrando en ella antes que apuntase el día,

Nadie lo vio, ni su propio padre. Sólo, mucho tiempo después, se supo que había vivido oculto en la casa de un español, Antonio Flores, auditor de la Rota, eclesiástico humilde, muy favorecido luego por los Borgias y que llegó a ser nuncio en Francia.

Al enterarse Carlos VIII de la desaparición del cardenal, montó en cólera, considerando esta tuga como una afrenta para él. Su indignación aún fue en aumento al ser registrados los dieciocho carros cubiertos con fundas blasonadas, que no se habían movido de Velletri por ignorar sus conductores la huida de su amo, viéndose que sólo contenían sacos de tierra y piedras. Esto demostró la premeditación de dicha fuga, y cuando una partida de jinetes fue en busca de los otros carros que se habían detenido en la jornada anterior, por rotura de sus ruedas, resultaron tan invisibles como el cardenal de Valencia.

Encontró el pueblo de Roma muy graciosa la jugarreta de César. Era hijo de su ciudad: un verdadero romano, nacido de una transteverina. Además, todos se mostraron furiosos por los atrevimientos de los invasores. Los Borgias eran mirados ahora con cariño, y César fue de pronto el héroe popular, ayudando a tal prestigio su misteriosa desaparición.

Inventó el entusiasmo público venganzas patrióticas, atribuyéndolas al joven cardenal. Hasta propaló que unos suizos ebrios del ejército invasor habían penetrado en casa de la Vannoza, violando a esta matrona, que todavía se conservaba apetecible, y su hijo, sabedor del atentado, había ido matando a puñaladas a sus autores. La noticia era falsa, pues la Vannoza estaba en Pésaro al lado de su hija Lucrecia; pero de todos modos el pueblo admitía como indiscutibles cuantas heroicidades vengadoras le contasen del que llamaba nuestro César.

Mientras tanto, el Pontífice; alarmado por una tuga de la que su hijo no le había hecho la menor confidencia, daba excusas a Carlos VIII y ordenaba que un grupo de burgueses de Roma, amedrentados por el acto del cardenal de Valencia, fuese a Velletri Inmediatamente para protestar por el insulto inferido al rey francés y suplicarle que no se vengase en su ciudad.

Tuvo Carlos que seguir adelante, furioso por esta burla que le privaba de llevar junto a su persona un legado de la Santa Sede, dando apariencias de aprobación papal a su guerra. Esto hizo pensar a los cardenales enemigos de Borgia si la fuga sería una combinación del padre y el hijo, pues ayudaba perfectamente a la política de Alejandro.

En el mismo Velletri sufrió Carlos otra molestia. Al día siguiente de la huida de César se le presentaron unos embajadores españoles, enviados por Fernando el Católico, para protestar contra su expedición a Nápoles y la ocupación de las fortalezas del Papa. Al fin llegaba para Alejandro el apoyo de su amigo el rey español, aunque sólo fuese en forma» de protesta diplomática.

Siguió adelante el joven conquistador, menospreciando dicha reclamación, en busca de una victoria que no podía ser más fácil. La guerra resultaba un simple paseo militar.

En vista de la flojedad y escasez de sus tropas, el rey de Nápoles había huido a Sicilia abandonando sus estados. A pesar de que nadie osaba oponer resistencia, el ejército invasor, ávido de pillaje, saqueó e incendió algunos pueblos al pasar la frontera napolitana, y esto fue suficiente para que las más de las ciudades apresurasen su rendición, unas pocas semanas bastaron a Carlos para posesionarse del reino napolitano sin tirar de la espada.

El 22 de febrero ya había entrado en Nápoles con honores de héroe. Llegaba el momento de cumplir sus promesas de cruzado, marchando sobre Constantinopla, luego de pasar por Grecia, que le esperaba impaciente por librarse de los turcos.

Tres días después de entrar en Nápoles moría el príncipe Djem. Contra toda verosimilitud, los enemigos del Papa le atribuían la muerte de este príncipe, diciendo que lo había entregado al rey de Francia, envenenado con un mes de anticipación, como si esto fuese posible.

Verdaderamente, el hermano del sultán sentíase enfermo desde mucho antes, a consecuencia de sus excesos en la comida y la bebida. El célebre pintor Mantenga, que le visitó repetidas veces en su alojamiento del Vaticano, declaraba que Djem comía de ordinario cinco veces al día copiosamente, y estaba ebrio a todas horas. Era gran jinete, pero a pie resultaba grotesco por su extremada gordura y la fealdad de su rostro.

César Borgia y su hermano Juan habían tenido con él cierta intimidad, y más de una vez, por la influencia de dicho trato amistoso, los dos hijos del Papa se mostraron en las calles de Roma con turbante y caftán, montados a la turca, imitando el aspecto del príncipe cautivo.

—Alejandro Sexto—dijo Enciso—no tenia ningún interés político en la muerte de Djem. Mientras viviese seguiría cobrando del sultán la pensión de cuarenta mil ducados. En cambio de continuar Djem al lado de Carlos Octavo, éste iba a verse en la obligación de aprovechar la influencia del cautivo, marchando inmediatamente a la conquista de Constantinopla. Era al rey de Francia, que nunca pensó seriamente en dicha conquista, a quien convenía la muerte del príncipe turco, y si existió envenenamiento, a él debe atribuirse... Pero, en realidad, Djem murió de sus excesos, que aún fueron mayores al abandonar el Vaticano y seguir a un ejército en el que todos iban ebrios o acuciados por la lujuria.

La vida de Carlos VIII en Nápoles resultaba un final digno de la guerra de la fornicación. Allí se desarrollaron las fiestas más suntuosas y las mayores aventuras libertinas. Ni el rey ni sus capitanes parecían acordarse ya de la promesa de guerrear contra los infieles. El ejército se iba empequeñeciendo con alarmante rapidez a causa de los excesos venéreos v las enfermedades. Todo Nápoles era una orgía. Además, estos vencedores sin combate maltrataban a los napolitanos, le mismo que habían hecho en los otros países, robándolos individualmente e imponiéndoles fuertes contribuciones.

Commines, embajador de Francia en Venecia, escribía a su rey, alarmado por la opinión que empezaba a levantarse en Italia, aconsejándole que retrocediese cuanto antes.

Fernando el Católico creaba desde España una Liga contra Carlos VIII, entrando en ella el Papa, el emperador de Austria, Venecia y hasta el mismo Ludovico el Moro, que había abierto a los franceses las puertas de Italia de y estaba arrepentido en vista de sus excesos. Dicha Liga fue proclamada el 12 de abril de 1495 y Carlos tuvo que replegarse inmediatamente hacia la frontera francesa para que no le cercasen los aliados dentro del reino de Nápoles.

No tenía barcos para evadirse por el Mediterráneo, y España y Venecia dominaban con sus flotas este mar, así como el Adriático. Debía volver a salir por los Alpes, lo mismo que había entrado, y para ello necesitaba atravesar otra vez las tierras pontificias.

Dejando una parte de su ejército en Nápoles, mandado por el duque de Montpensier, tomaba el camino de Roma, anunciando su regreso al Papa con las palabras más amables. Pero Alejandro, zorro viejo, no iba a caer en las trampas puestas por este mancebo alegre. Tal vez quería apoderarse de César Borgia, llevándolo a su lado como escudo protector para atravesar la Italia sublevada, entrando en Francia. Además, le placería mucho vengarse de un cardenal, más joven que él, que lo habla puesto en ridículo con su fuga de Velletri.

Para que el Papa lo esperase en Roma, le ofreció un regalo inmediato de cien. mil ducados y un tributo anual de cincuenta mil a cambio de la investidura de Nápoles. Como aún tenía parte de sus tropas en dicho reino, consideraba indiscutible su conquista, no pudiendo imaginar que Fernando el Católico enviase un ejército desde España para quitárselo.

Ni las ofertas del rey ni las amenazas de los embajadores franceses conmovieron al Papa; e imitando la táctica de César, huyó de Roma con veinte cardenales, refugiándose en Orvieto.

Carlos apenas se detuvo en Roma para ir también a Orvieto; mas entonces, Alejandro, que no quería verlo a todo trance, se marchó a Perusa, mientras las tropas de la Liga formada contra aquél se iban reuniendo en Parma.

Tal noticia hizo desistir al rey francés de su entrevista con el Santo Padre, y precipitó su retirada hacia los Alpes, al mismo tiempo que Alejandro retrocedía tranquilamente a Roma guiado por César, quien meses antes había salido de su escondrijo en la casa del clérigo Flores, y seguía a su padre en estas hábiles marchas y contramarchas.

Hubo de librar Carlos una furiosa batalla para abrirse paso a través de los confederados. El peligro le hizo combatir valerosamente, siendo esta lucha la única digna de mención en toda la guerra.

Aunque consiguió ponerse en salvo, tuvo que dejar en manos del enemigo todos los bagajes de su ejército, así como el botín robado en Nápoles. Hasta los objetos personales del monarca quedaron abandonados en el campo de batalla, especialmente una colección de pinturas representando a todas las beldades conocidas por Carlos VIII en Italia.

—Aseguran que el rey cambiaba casi todos los días de amante—dijo Borja, sonriendo—, y su expedición duró once meses. Calcule usted, don Manuel, cuántos serían los retratos de las damas.

Esta guerra de una batalla única resultaba terriblemente mortífera por los combates de la fornicación más que por los de las armas. Una demencia lujuriosa parecía haberse apoderado de los treinta mil hombres desde que atravesaron los Alpes. Cierto cronista napolitano que dio alojamiento a dos señores franceses relataba cómo cada uno de ellos tenía ordinariamente siete hermosas jóvenes o mujeres casadas a su servicio, las cuales se renovaban, disputándose sus caricias.

—Además, dicha guerra—siguió Borja—hizo conocer una de las grandes calamidades que todavía afligen a los humanos. El espectro lívido de la sífilis tomó cuerpo repentinamente, aterrando a todos con la visión explosiva de su fealdad. Es probable que existiese antes, pero en una forma distinta, confundiéndose con la lepra... Por un misterio todavía inexplicable, exacerbado tal vez dicho mal por las licenciosas costumbres del Renacimiento, se difundió de pronto como un estallido, abarcando igualitariamente a todas las clases sociales, royendo las narices y las gargantas de reyes y papas, diezmando las naciones con la ferocidad de una epidemia. Los medios curativos de entonces, con su ineficacia, facilitaron estos progresos del mal.

—Nunca perecieron tantos personajes a un mismo tiempo como en aquella época—dijo Enciso—. Y como los enfermos morían cubiertos de abscesos, desfigurados por hediondas gangrenas, atribuía el vulgo tales defunciones a envenenamientos preparados por la venganza o la codiciad Todos consideraban dichas lacras un exceso de ponzoña que se escapaba a través de la piel.

Muchas muertes originadas por el legendario veneno de los Borgias eran verdaderamente obra de la sífilis, atribuyéndose al mencionado tósigo el aspecto horrible que presentaban los atacados de dicha enfermedad. Y como ésta se cebaba con preferencia en los ricos y poderosos, el vulgo encontraba fáciles razones para suponerlos envenenados.

—Lo raro fue—dijo Borja—que al mismo tiempo que la epidemia sexual se difundía por Europa, los descubridores españoles la encontrasen en América, dándole el nombre de mal de bubas. Tal dualidad hizo que durante mucho tiempo se atribuyese a los pobres indígenas del Nuevo Mundo el terrible regalo de la sífilis hecho al mundo viejo.

Puso término Enciso al asunto con expresión escéptica.

—En este suceso nadie está de acuerdo y no existe una sola verdad. Cada cual sostiene la suya. Durante varios siglos, la terrible dolencia propagada por la expedición de Carlos Octavo ha tenido un origen denigrante para el vecino, según se hablase de ella a un lado o a otro de los Alpes. Los italianos la llaman aún mal francés o mal gálico, y los franceses la conocieron con el nombre de mal napolitano.