A LA ANTIGUA


¡Oh, señora: gentil dama de mis noches,
¡oh, señora, mi señora, yo le ruego
que abandone esa romántica novela:
orgullosa favorita de sus dedos.

Que abandone sus historias de aventuras,
donde hay citas, donde hay dueñas y escuderos
callejuelas y sombríos embozados
y tizonas y amorosos devaneos;

acechanzas del camino y estocadas
de cadetes o gallardos mosqueteros,
y, amador noble y rendido de su reina,
algún Buckinghan lujoso y altanero.

Que abandone, le repito, su romance,
su romance mentiroso, pues confieso
que me enoja la atención que le dispensa,
con agravio de mis quejas y mis celos.

De mis celos, sí, lo digo, tal me tienen
las hazañas del cuidado caballero,
a quien sueña usted señora, contemplando
sus halcones, con la escala de Romeo.

¡Oh, señora, mi señora! son las doce...
¿Hasta cuándo piensa usted seguir leyendo?
¡Hay valor en su tenaz indiferencia
que no teme los peligros del silencio!...

Son las doce: ya se aprontan los aleves,
los galantes foragidos de los besos,
a cruzar la callejuela de unos labios
donde anoche asesinaron al Ensueño...

¡Ay, entonces, de las bocas asaltadas
por los rojos embozados del Deseo!
¡Ay de usted señora mía si la encuentran...
¡Que la salve su hazañoso caballero!