A fuerza de arrastrarse: 45


Escena XI editar

PLÁCIDO y BASILIO. Este es joven, viste modestamente, es un bohemio, pero no un andrajoso; delgado, pálido, mirada entre cínica y astuta.


PLÁCIDO.-(Aparte.) ¡Bah! Será cuestión de cuatro o seis mil reales a lo sumo. (Alto.) Acérquese usted. (BASILIO se acerca lentamente con fingida timidez.) No tenga usted miedo.

BASILIO.-No es miedo, señor vizconde, es emoción natural. ¡Verme yo ante usted! ¡Ante el hombre a quien tanto he admirado! ¡Yo nada soy, un pobre diablo, un náufrago de la vida; pero usted ha sido siempre para Basilio el ser superior a quien se admira desde lejos!

PLÁCIDO.-¿De modo que usted siente por mí verdadera simpatía?

BASILIO.-¡Ah, señor vizconde!

PLÁCIDO.-¡Será una simpatía muy profunda!

BASILIO.-¡Profunda! ¡Inmensa!

PLÁCIDO.-(Riendo y aparte.) Esa clase de simpatías sentí yo; iguales. (Alto.) Acérquese más y siéntese.

BASILIO.-¡Sentarme yo, estando delante de usted!

PLÁCIDO.-Siéntese usted y hablemos como amigos.

BASILIO.-Por obedecer a usted. (Se sienta aparentando timidez.) ¡Pero ser su amigo! ¡Yo no merezco tanto! ¡Yo no puedo ambicionar honra tan grande!

PLÁCIDO.-Pues yo, por lo que había oído, imaginé que usted no me quería bien.

BASILIO.-¿Yo señor vizconde, yo? ¿Yo, que le venero?

PLÁCIDO.-Gracias, esas cosas me las sé de memoria. Pero ¿no cree usted que tanto afecto es empalagoso?

BASILIO.-¡Señor vizconde!...

PLÁCIDO.-No me dejo engatusar por palabras. Quiero obras, amigo Basilio. ¿No se llama usted Basilio?

BASILIO.-Ese es mi nombre.

PLÁCIDO.-Pues hablemos claro. ¿No me amenaza usted con publicar un folleto infamante, apoyado en no sé qué cartas y documentos?

BASILIO.-¿Yo, señor vizconde?

PLÁCIDO.-¿No ha sido usted el que ha escrito ese libelo?

BASILIO.-(Con energía.) No, señor.

PLÁCIDO.-¿Pues quién?

BASILIO.-(Acercándose y en tono confidencial y enfático.) «¡El otro!»

PLÁCIDO.-¿Y quién es «el otro»?

BASILIO.-¡El otro! Mi amigo..., no. Mi compañero, ¡qué tristeza! Mi allegadizo. En el mar, las olas juntan a veces, caprichosas, los restos de un naufragio. Por ejemplo, la cuna de un niño y el mango de un hacha de abordaje. Pues en el naufragio de la vida las olas nos han juntado «al otro» y «a mí»; yo soy la cuna. ¡Él es el hacha!

PLÁCIDO.-(Con impaciencia.) ¿Cómo se llama? ¿Quién es?

BASILIO.-Usted me pregunta... ¡Ah, perdone vuecencia, no le daba tratamiento! ¡Es que estoy aturdido!

PLÁCIDO.-Déjese de tratamiento y conteste: ¿cómo se llama el amigo de usted?

BASILIO.-¡Qué importa su nombre! En su vida aventurera y criminal..., ¡hasta criminal!, señor vizconde..., ha tenido muchos. Llamémosle «El otro». ¿Quién es? Un malvado, capaz de todo. Hace el mal por codicia, por odio o por amor al arte. Emplea la fuerza o la astucia. Y cuando es preciso, se arrastra como un reptil y ¡muerde! ¡Labios de víbora que la adulación endulza! ¡Ah, usted no comprenderá esto! Usted, un ser noble, puro, que ha luchado y ha vencido, nunca por medios vergonzosos, sino por energías soberanas de su voluntad.

PLÁCIDO.-(Colérico.) Basta de elogios. ¡Basta!

BASILIO.-¡También modesto!

PLÁCIDO.-Siga usted y acabe, que entre las muchas virtudes que usted justamente reconoce en mí, falta una: la paciencia.

BASILIO.-Lo que me queda por decir, usted lo adivinará fácilmente. La verdad es que «el otro» se encuentra..., que «los dos nos encontramos en una situación muy difícil. Y digo «los dos», porque la fatalidad me amarró a «ese hombre».

PLÁCIDO.-Abreviemos. ¿Usted cree que su compañero está dispuesto a venderme esos papeluchos y a dejarme en paz?

BASILIO.-Estoy seguro.

PLÁCIDO.-Pues aceptado el trato. No porque a mí me importe nada de todo eso que usted cuenta. Veo que tiene usted talento. Y quiero protegerle a usted. Joven, salga usted de apuros, que yo simpatizo con la juventud. Tome usted. (Saca una cartera, de ella un billete de mil pesetas y se lo da.)

BASILIO.-¡Ah señor vizconde!... ¡Sí, usted me salva!... ¡Usted es mi padre!... (Quiere abrazarle, pero PLÁCIDO le rechaza.)

PLÁCIDO.-Bueno, gracias. (Aparte.) Yo también tuve padres por el estilo. (Alto.) Ahora, déme usted los papeles de que hablábamos.

BASILIO.-Pero si yo no los tengo.

PLÁCIDO.-(Cada vez más impaciente.) ¿Pues quién?

BASILIO.-«El otro».

PLÁCIDO.-Pues tráigalos en seguida. Cuando yo examine los documentos que usted dice, le daré otras mil pesetas para su compañero. ¡Y a concluir pronto, que todo esto me repugna! Más bien cedo por lástima hacia ustedes que por interés propio.

BASILIO.-Ya sé que es usted muy compasivo. Pero mi compañero dirá que esos documentos valen mucho más. Si se tratase de otra persona de menos viso, bien pagados estaban. Pero usted..., ¡usted les da un valor inmenso!

PLÁCIDO.-(Nervioso.) En suma: ¿cuánto quieren ustedes?

BASILIO.-¡Por Dios, yo nada! ¡Usted me confunde con «el otro»!

PLÁCIDO.-(Más nervioso cada vez.) Pues «el otro», ¿cuánto pide?

BASILIO.-¿Y si le parece a usted mucho?

PLÁCIDO.-(Fuera de sí.) ¿Cuánto? ¡Una cifra!, ¡una cantidad!

BASILIO.-¡Mi compañero es muy inconsiderado!

PLÁCIDO.-¡Digo que cuánto!

BASILIO.-Calma, señor vizconde, calma. No nos precipitemos. Antes de fijar la cifra convendrá que usted conozca alguno de los documentos...

PLÁCIDO.-¡De los papeluchos!

BASILIO.-No me atrevo a contradecir al señor vizconde. De todas las pruebas del folleto, no citaré más que dos. Primera: una carta de un amigo de usted, don Javier, una gloria de España; otro de mis ídolos.

PLÁCIDO.-¡Basta de ídolos!... ¿Y qué?

BASILIO.-Esta carta está dirigida a un amigo de usted, don Claudio, y rompe con él toda clase de relaciones por no sé qué desafío.

PLÁCIDO.-Todo eso es absurdo. Y dado que existiese una carta así, sería antigua.

BASILIO.-¡Muy antigua! ¡Pero es admirable cómo la tinta de imprenta rejuvenece los escándalos!

PLÁCIDO.-(Preocupado, sombrío, nervioso.) ¿Y qué más? ¡El «segundo documento»!

BASILIO.-¡No me atrevo!... ¡Es tan infame, tan repugnante, tan calumnioso!... ¡No me atrevo..., no me atrevo! Figúrese usted: si yo no me atrevo a decirlo, lo que sería si se publicase!

PLÁCIDO.-¡Usted se ha empeñado en salir por el balcón!...

BASILIO.-¿Y quién le defendería a usted? ¿Quién le entregaría a usted esos papeluchos?

PLÁCIDO.-(Avanzando sobre él.) ¡Miserable! Acabe usted de contar la infamia que ha empezado.

BASILIO.-¿Usted me lo manda?

PLÁCIDO.-Lo mando.

BASILIO.-(Acercándose y en voz baja.) Antes de casarse la señora vizcondesa, tenía un criado de toda confianza: Tomás.

PLÁCIDO.-Sí.

BASILIO.-Usted no le despidió.

PLÁCIDO.-No.

BASILIO.-Hizo usted mal. Es una persona perversa; les paga a ustedes sus bondades como pagan los villanos... (Acercándose a PLÁCIDO y en voz baja.) Calumniando a la señorita Josefina. ¡Pero de qué modo!... Y suponiendo en usted una bajeza de sentimientos, o si se quiere..., una «magnanimidad»... (PLÁCIDO, fuera de sí, se arroja sobre BASILIO; éste se levanta; PLÁCIDO le coge por los brazos violentamente y quedan los dos en pie, muy juntos: PLÁCIDO, sujetándole los brazos; BASILIO no se defiende, sonríe tranquilo.)

PLÁCIDO.-¡Miserable!

BASILIO.-¡Cuántos miserables hay en este mundo, señor vizconde!

PLÁCIDO.-¡Sí..., «el uno» y «el otro»..., y muchos más!

BASILIO.-No lo sabe usted bien.

PLÁCIDO.-Pero ¡yo puedo aplastarlos a todos!, ¡y a usted con ellos!

BASILIO.-Señor vizconde, cualquiera que entrase de pronto y nos viese tan cerca UNO de OTRO, pensaría que éramos «tal» para «cual».

PLÁCIDO.-Es cierto. (Le deja libre.) Hay que concluir: «Precio».

BASILIO.-Treinta mil.

PLÁCIDO.-¿Treinta mil reales?

BASILIO.-No es moneda legal.

PLÁCIDO.-¡Treinta mil pesetas!

BASILIO.-«E1 otro» vivió mucho tiempo en América y se acostumbró a contar por «pesos»

PLÁCIDO.-¡¡Treinta mil duros!! ¿Están ustedes locos?

BASILIO.-(Se acerca a PLÁCIDO y habla en voz baja y muy dulce.) Como «liquidación» de todo el «pasado» del señor vizconde, no me parece excesiva la cantidad. ¿Quién puede cerrar el paso en adelante al señor vizconde? ¡Podrá serlo todo; llegar a todo! Piénselo bien; piénselo bien; el negocio no me parece malo. Lo que yo temo es que si mi compañero sabe que el señor vizconde está a punto de subir más..., sea más exigente. Son consejos de un amigo..., si el señor vizconde me permite emplear esta palabra. ¡Oh!, el señor vizconde tiene talento, mucho talento, y es hombre práctico.

PLÁCIDO.-Tendrá usted la cantidad. Traiga usted inmediatamente esos papeles.

BASILIO.-¿Palabra de honor?

PLÁCIDO.-(Con desprecio.) Palabra de honor,

BASILIO.-Entre caballeros, eso basta. (Sale haciendo saludos respetuosos.)