Capítulo VIII editar

¡Qué mundo tan divertido el que recibía los sábados la Presidenta en su casa! Monsieur Garion, un cornudo; la señora de Páez, una adúltera; Zulema, un turco jugador y corrompido; mademoiselle Lebon, una medio virgen; mistress Galton, una norteamericana que, mientras el marido se mataba trabajando en Nueva York, se divertía en París, gastando como una loca y pegándosela con todo bicho viviente; monsieur Maigre, un peludo poeta decadente, con más grasa en el cuello de la camisa que inspiración en los versos; madame Cartuche, una jamona sáfica, de quien nunca se supo que tuviese que ver con ningún hombre; monsieur Grille, un mulato escuálido y pasudo, diputado por la Martinica, antiguo amigo de Baranda; Collini, un pretenso barón italiano, de inconfesables aficiones; monsieur Lapin, un violinista cuya cabeza parecía una esponja.

Mistress Galton no hablaba sino de modistas y carreras de caballos. Maigre no decía dos palabras sin citar a «su maestro» Verlaine; Grille se jactaba de sus quiméricos triunfos parlamentarios, y Collini cantaba las bellezas de Nápoles y Capri, saboreando mentalmente un plato de macarrones. El violinista no hablaba; arañaba las tripas.

Todos se despellejaban a la sordina, sin perjuicio de prodigarse cara a cara las más ridículas lisonjas.

-¡Oh! -exclamaba la Presidenta-. ¡Monsieur Lapin supera a Sarasate! ¡Qué arco, qué arco!

Lapin se inclinaba ceremonioso.

-¡Qué versos, qué versos tan sugestivos, tan armoniosos y penetrantes los de Maigre!

Maigre se doblaba llevándose la mano derecha al corazón.

-Para oratoria, la de Grille. ¡Ni Mirabeau!

Grille sacudía la hirsuta pasa.

Y todos decían a coro:

-Pero ¡qué buena es usted! ¡Qué buena y qué inteligente!

Y por lo bajo:

-¡Valiente estúpida!

Una vez que se iban, les ponía de vuelta y media.

-¿Has visto, hija, nada más pedante, soporífero y sucio que Maigre?

-¿Y has oído rascatripas más rascatripas que el conejo ése?

-¿Y mulato con más humos que Grille?

-¿Y sabes de cornudo más cornudo que Garion?



-¿Qué se ha hecho la inglesa? -preguntó Nicasia.

-Creo que se ha ido a Pekín -respondió Alicia riendo.

-Esa mujer -añadió la Presidenta- debe de tener azogue en el cuerpo. No para en ninguna parte. El doctor la echará de menos...

Alicia sonrió malévola.

-¿Por qué? -saltó Plutarco.

-Dicen que... -insinuó con su natural perfidia la dueña de la casa.

Plutarco, sin dejarla acabar, continuó indignado:

-¿En qué cabeza cabe suponer que un hombre de su gusto, de su inteligencia y de su instrucción vaya a hacer caso a un vejestorio semejante?

-¡Misterios del amor! -exclamó la Presidenta volviendo los ojos con picardía a don Olimpio, que bajó los suyos ruborizado-. ¡De cuántas aberraciones por el estilo no están llenas las crónicas mundanas!

-¡Ah, sí! Y de falsos amores de mujeres que explotan a viejos libidinosos -contestó Plutarco subrayando cada palabra.

La Presidenta se puso como el papel. Don Olimpio, verde.

-Lo que no me negará usted -intervino Nicasia echando un capote- es que la inglesa iba con mucha frecuencia al gabinete de Baranda.

-Como van otras muchas. ¿Qué quiere usted, señora? No todos los hombres tienen el don de fascinar a las mujeres.

-¡El don! -dijo Alicia despechada-. Para fascinar a esa vieja loca, maldito el don que se requiere. Diga usted que ahí había otra cosa...

-Lo que puedo afirmar es que el doctor nunca la dijo «por ahí te pudras». Y la prueba la tienen ustedes en que la inglesa ha desaparecido.

-¡Hum! -gruñó Alicia-. Ya volverá.

-Hablemos de otra cosa -interrumpió Marco Aurelio-. ¿A que no saben ustedes lo que le ha pasado a Petronio?

-¿Qué? -preguntó don Olimpio.

-¡Lo más cómico del mundo! Figúrense ustedes que se fue a Niza con una vieja austriaca...

-¿Otra vieja? -interrumpió la Presidenta.

-Con una vieja austriaca que conoció en el Grand Hôtel. Cada vez que le daba dinero le hacía firmar un pagaré.

-¡Ja, ja! ¡Qué memo! -exclamó Nicasia.

-Y ella ¡qué tiburón! -añadió Alicia-. Así debíamos ser todas las mujeres.

-¿Y ese es el moralista de Ganga? ¿El que tronaba contra la corrupción social? -exclamó Plutarco.

-Y ahora sucede que la vieja -continuó Marco Aurelio- le persigue por todas partes amenazándole con llevarle a los tribunales si no le devuelve lo prestado.

-¡Ay, qué gracia! -dijo Alicia.

-Y Petronio ¿qué dice a todo eso? -preguntó don Olimpio.

-Pues se ríe, aunque no las tiene todas consigo.

-El caso no es para menos -observó Nicasia.

-Pero a ese Petronio le falta un tornillo -exclamó doña Tecla.

-Siempre le faltó -añadió Alicia-. Acuérdese usted de su vida en Ganga. Es medio loco.

-Y mala persona -agregó Plutarco-. Juega, bebe, es licencioso, camorrista... Acabará mal.

-¿Por qué le tiene usted esa tirria? -le preguntó Marco Aurelio.

-¿Tirria? Ninguna. Me es repulsivo. Le creo capaz de todo. Pero usted, Marco Aurelio, ¿no era su amigo?

-¡Amigo! ¡Psch! Yo no soy amigo de nadie.

En esto apareció la criada con el té que la Presidenta fue sirviendo taza por taza, empezando por la de don Olimpio.

-¡Cómo le saquea! -murmuró por lo bajo Nicasia dirigiéndose a Alicia.

-Le está dejando sin un céntimo. Me alegro, por idiota. Es un sátiro ese viejo.

-¡Cuidado que se necesita estómago, porque mira, chica, que es feo! -agregó Nicasia-. Quien me parece más idiota que él es doña Tecla.

-Esa es filósofa... o ciega -dijo Alicia riendo.

-A veces me figuro que se hace la sueca -añadió Nicasia.

-No, mi hija. Siempre fue igual. ¿Qué quieres? Hay criaturas así. Son felices.

-De lo único que se queja -continuó Nicasia, burlándose- es de los callos y de la muerte de Cuca.

-¡Pobre! -finalizó Alicia.

Ya en la calle, Plutarco, con tono de dura reconvención, dijo a Alicia:

-No comprendo cómo se atreve usted a hablar mal del hombre que la ha elevado a una categoría social...

-¿Y a usted qué le importa? A usted también le ha elevado...

-Sí, pero yo he sabido pagarle con la más profunda adhesión y el más grande respeto. Al paso que usted... La culpa es mía, porque si yo no hubiera intervenido en el asunto, estaría usted hoy de seguro en Ganga de cocinera o quizá de algo peor.

-Y sería sin duda menos desgraciada.

-Lo que hace usted con el doctor -continuó Plutarco, tras un silencio- es infame. Que el doctor tenga una querida, ¿justifica en manera alguna su conducta de usted?

-Usted ¿qué sabe? A usted ¿quién le mete?

-¿A mí? Mi deber de amigo. Mi agradecimiento... El doctor está enfermo.

-Por mí ¡que reviente!

-¿Que reviente, eh? Reventará usted primero. Porque si el doctor no tiene energía para ponerla a usted en la calle...

-¿Me pone usted? ¡A ver, repítamelo!